LA CAZA DEL DEMONIO
Anya
Ayer tuve la oportunidad de conocer a Jojo Kennings y de ver un ensayo de la adaptación de Hamlet que se va a estrenar en la Grand Opera House dentro de un par de semanas. Alex parecía sentirse a gusto, aunque tal vez un poco cohibido. Lo vi sonriéndome satisfecho en un par de ocasiones, cuando Jojo aplaudía sus esfuerzos. Debo admitir que no entraba en la Grand Opera House desde hacía muchos años; aún recuerdo cuando cerraron sus puertas y programaron la demolición de ese hermoso edificio en pleno apogeo del conflicto irlandés. Jojo también se acordaba.
—Es una de las razones por las que insistí tanto en sacar adelante este proyecto —dijo, durante el breve recorrido que hicimos por el auditorio y el escenario.
Un adolescente estaba tratando de cambiar uno de los focos que había en el techo, y aunque Jojo me aseguró que estaba preparado y equipado para estar colgado precariamente a diez metros del suelo, los sonidos metálicos me impulsaron a mirar repetidamente hacia arriba.
Seguí a Jojo por las pequeñas y estrechas escaleras que conducían desde el anfiteatro hasta el escenario. Una niña con una larga peluca de color rosa y vestida con un chándal (Jojo me dijo que era Bonnie y que interpretaba a Ofelia) vino corriendo hacia Jojo y le preguntó si tenía suelto para la máquina expendedora. Jojo suspiró y hurgó a fondo en el bolsillo de su enorme chaqueta.
—Toma —le dijo a Bonnie, que arrugó la nariz mientras sonreía—. Pero ojo con decírselo a los demás.
—¿Le da dinero a los chicos? —pregunté, cuando Bonnie ya no podía oírnos.
Jojo lanzó un dramático suspiro.
—No puedo evitarlo: se sienten más como parte de mi familia que del reparto. —Se detuvo y alzó los ojos para contemplar el techo decorado—. Ninguno de esos niños sabe nada de lo sucedido antes del pacto de Stormon, y su vida familiar suele ser tan movida que el mundo exterior les parece algo ajeno e insignificante. Han perdido el contacto con su herencia.
Intuí que su interés por dirigir aquel proyecto se debía a algo más que la herencia…, por ejemplo, la sensación de poder que se experimenta cuando se regalan sueños.
—¿Qué me dice de Alex? —le pregunté—. ¿Por qué lo eligió para esta obra?
—El talento es algo que cuesta definir con palabras —dijo, agachándose para recoger un micrófono tirado en el suelo—. Pero Alex tiene un don. Sabe cómo penetrar en el interior del alma humana, aunque no creo que él sea consciente de ello.
—¿En qué sentido?
Jojo le quitó el polvo al micrófono.
—A pesar de su corta edad, Alex tiene la capacidad de percibir lo angelical y lo diabólico del ser humano. Es capaz de ver el bien y el mal y comprende muchas más cosas que cualquier niño de diez años. —Hizo una pausa—. Aunque ahora creo ver un poco más claro el motivo.
—¿Cómo se integró en el grupo? ¿Hubo alguna pelea? ¿Algún arrebato?
Jojo me miró con complicidad.
—Durante las dos primeras semanas contamos con un equipo de asistentes sociales. Supongo que ya conoce a Michael.
—Por supuesto.
—Suele venir para controlar a Alex y asegurarse de que todo marcha bien. Y los padres siempre son bien recibidos. —Miró a un grupo de hombres y mujeres que estaban sentados en la parte alta del auditorio—. La madre de Alex no ha venido nunca. Y, respondiendo a su pregunta, Alex ha sido el más afable y tranquilo de todos. Evidentemente, me alarmé muchísimo al encontrar a su madre en ese estado. Ni siquiera sabía que el niño tenía un problema hasta que… —Bajó los ojos—. Hasta que recibí su correo electrónico.
Me di cuenta de que mi mensaje la había inquietado. De pronto, su plan de descubrir los diamantes en bruto de Belfast y exhibirlos bajo los focos se había revelado un error… ¿Y si uno de ellos se venía abajo la noche del estreno?
En aquel momento, Alex apareció en el escenario, justo debajo de un foco cuyo sonido hacía pensar que iba a descolgarse de un momento a otro. Protegiéndose los ojos, Jojo observó al chico que maniobraba en las vigas.
—¿Va todo bien ahí arriba?
Desde lo alto nos llegó una voz.
—Arreglado.
—Una cosa más —dije, rápidamente. Jojo me taladró con dos ojos plateados—. ¿Podría conseguirme una copia del texto?
—Naturalmente. —Se fue corriendo y un par de minutos después estaba de vuelta con un fajo de hojas enrolladas—. Aquí la tiene. —Hizo una pausa; por primera vez desde que empezamos a hablar la vi nerviosa—. ¿Cree que podrá solucionarlo?
—¿Solucionar qué?
Movió los dedos, como si «eso» que había que solucionar fuera un concepto etéreo.
—Lo que sea que… está perturbando a Alex.
Asentí con la cabeza y levanté el manuscrito que me había entregado.
—Esto es maravilloso, muchísimas gracias.
Desde el escenario, Alex miraba fijamente a Jojo.
—¿Listos para volver a empezar?
Ella me dedicó una sonrisa.
—¿Lo ve? Ha nacido para estar en un escenario. —Acto seguido, dio varias palmadas y gritó—: ¡Todo el mundo listo para el tercer acto!
Le di las gracias por su tiempo y saludé a Alex con la mano. Se quedó quieto en el centro del escenario, iluminado por los focos, mirando al frente fijamente.
Dediqué el resto del día a leer el manuscrito de Jojo. A pesar de que no recordaba muy bien la obra original, que trata de un joven príncipe devastado por la muerte de su padre y el nuevo y rápido matrimonio de su madre, fui capaz de detectar las partes del texto que Jojo había conservado intactas y las que había adaptado para aludir al Belfast contemporáneo. Algunas de las modificaciones más torpes («Manifestarse o no manifestarse», dice Hamlet en un pasaje) me hicieron estremecer, aunque algunas de las partes del original que se habían conservado hicieran que me planteara que la participación de Alex en la obra podría suponer, a partes iguales, un beneficio pero también un daño. En el escenario se sentía seguro y era creíble, de eso no cabía la menor duda. Su chiste incluso me hizo soltar una risita.
No obstante, había una escena que me hizo reflexionar, una escena que podría turbar fácilmente el sentido de la realidad y la fantasía de un niño: cuando Hamlet y Horacio ven el fantasma amenazador del rey muerto, Horacio dice «Me llena de pavor y asombro», comparándolo con un demonio. «Juro —añade Horacio en la versión de Jojo— que no podría creer que estoy viendo este demonio sin la razonable y verdadera garantía de mis propios ojos».
Los motivos de la presencia de Ruin en la vida de Alex empiezan a quedar claras. Sin embargo, las respuestas sobre cómo erradicarlo siguen siendo borrosas.
Así pues, el objetivo de hoy es aventurarse en casa de Alex y conocer a su tía Beverly, además de estudiar su entorno más inmediato. El retrato de un paciente que me ofrece una valoración general nunca me deja satisfecha: Poppy era mucho más que el sujeto que esbozaban las visitas al psiquiatra. En las Highlands de Escocia, llena de viveza, segura de sí misma y reflexiva en el Seat de Arthur, era un producto de su entorno. Por eso, consideré la insistencia de Michael para que Alex se quedara en su casa, en un lugar donde, obviamente, se siente seguro y más cómodo. Sin embargo, he aprendido que existen formas de que la transición del hogar familiar a la residencia psiquiátrica sea mucho más leve, siempre que te tomes tiempo para entender exactamente el ambiente del que procede una persona.
Después de ponerme mi talismán, me dirijo andando a la ciudad. En Saint Georges Market, cerca de los muelles de Belfast, suena el móvil. Es Michael. Me planteo la posibilidad de rechazar la llamada. Me incomodaría volver a verlo, dado nuestro conflicto acerca de Alex. Miro fijamente el teléfono un instante, y a continuación pulso la tecla «Responder».
—¡Madre mía, que rápida eres! —dice Michael.
Está jadeando. De fondo, oigo el ruido del tráfico.
—¿Dónde estás?
—¿Puedes esperar ahí un segundo? Estoy a punto de llegar.
Miro a mi alrededor. Una figura alta, con el pelo rubio, vestida con una hinchada gabardina negra, me saluda con la mano desde el otro lado de la calle. Es Michael. Frunzo el ceño y le devuelvo el saludo. Cuando el semáforo se pone en verde, cruza la calle corriendo, con el rostro radiante. Qué diferencia con respecto a nuestro encuentro en el hospital. Sin embargo, a medida que va acercándose, su sonrisa se convierte en un gesto de preocupación y acto seguido en una expresión de disculpa. Me tiende la mano y, cuando se la estrecho, tira de mí suavemente para besarme en la mejilla.
—¿Cómo estás? ¿Mejor que la última vez que nos vimos?
—Mucho mejor —digo, asintiendo con la cabeza.
Me escruta con la mirada.
—Escucha, siento…, bueno, haberme enfadado.
—Sé que este caso es importante para ti. Y debería tranquilizarte saber que lo único que me mueve es el bien de Alex.
Michael asiente con la cabeza.
—Supongo que en Edimburgo las cosas parecían mucho más sencillas. Pero aquí son distintas. Basándome en mi experiencia, a ninguno de los niños que han sido separados de sus familia le ha ido demasiado bien…
Nos ponemos a andar. El ajetreo y el bullicio del mercado ahogan su voz. Tomamos una calle lateral en dirección al ayuntamiento, donde hay un músico callejero. Michael se detiene para lanzar unas monedas en la gorra roja que hay en el suelo. Eso consigue que la opinión que tengo de él suba un par de enteros.
—Puede que no me escucharas cuando dije que no tenía ningún interés en separar a Alex y a Cindy —digo, con delicadeza—. Y hablaba en serio. Sin embargo, un tiempo en el Hogar MacNeice garantizaría que Alex reciba el tratamiento adecuado…
Michael mira al frente, con las manos metidas en los bolsillos.
—El gato escaldado del agua fría huye, supongo —dice.
—¿A qué te refieres?
Duda, reflexionando mientras se frota el dedo pulgar en la comisura de la boca.
—Hace unos años, había un tipo que trabajaba aquí, haciendo lo que tú haces. Manson. Entre mis casos estaba el de una niña de doce años, Nina. Una muchacha rubia, preciosa. Padecía el síndrome de Asperger, y también una enfermedad rara llamada quemaduras de cigarrillo. Su padre lo reconoció todo. La madre lo echó a patadas y nos suplicó que dejáramos que Nina se quedara con ella. Sin embargo, en cuanto Manson dio por terminado el tratamiento de Nina, la mandó con una familia de acogida.
Llegamos al final de la calle lateral, donde el estruendo del tráfico es cada vez más fuerte. Me detengo para dejarlo terminar.
—¿Y al final se quedó con la madre?
—Sí, pero se causó mucho dolor innecesario. Supongo que, de algún modo, me he vuelto un escéptico. Creo que muchos de esos niños se inventan cosas para llamar la atención.
En este momento se me cae el alma a los pies. El equipo que debe valorar las necesidades de Alex está formado por Howard Dungar, un terapeuta ocupacional jocoso y obsesionado con los donuts, una figura secundaria que, básicamente, estampa su firma en el informe; Ursula, cuya presencia en el caso, sorprendentemente, se traduce en un silencio sepulcral en las reuniones, con la mirada puesta en el día de su jubilación, y Michael, el escéptico, que no cree en lo que hago.
—Por cierto, ¿qué estás haciendo aquí? —me pregunta, esforzándose visiblemente por sonreír.
Doy un paso en dirección a la calle, esperando que se detenga el tráfico para poder cruzar.
—Turismo.
—¿Turismo? Pensaba que habías crecido en Belfast.
—La caza del demonio, entonces —digo, sonriendo—. Estoy investigando el entorno de Alex.
Acto seguido, Michael da un paso al frente y extiende un brazo: unos segundos después, nos metemos en un taxi.
—Siga por esta calle, por favor —le dice al conductor.
—¿Adónde vamos? —le pregunto.
Sus ojos verdes están serios y no sonríe.
—Dijiste que querías cazar demonios. Pues vamos a cazar demonios.
El taxi pasa por delante del ayuntamiento y se dirige hacia las afueras de la ciudad por una calle muy larga y congestionada con enormes murales en ambos lados, algunos de las cuales ocupan tres o cuatro paredes. Michael se inclina sobre mí para mirar las hileras de tiendas y casas.
—La antigua escuela de Alex está por aquí —dice.
—¿Vamos a la antigua escuela de Alex?
Él asiente con la cabeza. Está tan cerca que me llega un olorcillo a loción para después del afeitado. Su ropa huele a tabaco. Lo encuentro extrañamente reconfortante.
—Éste es el camino que solía recorrer hasta la escuela. Mira.
Le da una palmadita en el hombro al taxista y le dice que pare. Fuera, cruza la calle corriendo hacia uno de los murales. En el centro hay un óvalo enorme en el que están pintadas las palabras UVF POR DIOS Y POR EL ULSTER. Encima hay cinco rostros reconocibles y debajo cuatro figuras armadas sin cara, vestidas completamente de negro. Hay otra figura que me hace estremecer. Es un demonio que empuña un arma; enseña los dientes a los transeúntes y camina entre las tumbas de los republicanos muertos.
—¿Nunca habías visto esto?
—Hay murales por toda la ciudad. He visto decenas como éste.
—¿Con un demonio?
Observo el retrato que tengo frente a mí. Indudablemente, no se puede negar que una imagen tan fuerte, vista todos los días por un niño impresionable, puede haber tenido un impacto en él.
—Y aún hay más —dice Michael, dándome un golpecito en el brazo y dirigiéndose hacia el taxi.
Una vez dentro del coche, se inclina hacia el conductor para darle instrucciones. El taxista cambia bruscamente de sentido y nos lleva por unas calles que muestran un Belfast en vías de reconstrucción: viejos edificios llenos de pintadas y a medio demoler que dejan ver sus habitaciones, como si una enorme hacha las hubiera cortado por la mitad; edificios más pequeños y recientes, con revestimientos metálicos y ornamentaciones en la fachada. Aún no sé si es una buena o una mala idea.
Finalmente, paramos frente a un pub que está en una calle con mucho tráfico; detrás suenan algunas bocinas.
—Ven conmigo —dice Michael.
Baja del coche de un salto y se da la vuelta para ayudarme. Muy a mi pesar, me siento halagada por su caballerosidad.
—¿Qué te parece? —dice, señalando con la cabeza la pared que tengo ante mí.
Otro mural. Esta vez se trata de un retrato de Margaret Thatcher que ocupa toda la pared, sólo que sus ojos son rojos y un hilillo de sangre mana de la comisura de los labios. Otro demonio.
—Dime, ¿puedo hacerte una pregunta personal? —dice Michael, extendido la mano para coger el azucarero.
Estamos en un café de los muelles con vistas al río Lagan; como es habitual, una bandada de pájaros sobrevuela el puente Albert. Un café por la tarde es lo máximo que estoy dispuesta a compartir en una relación profesional. Remuevo el café y observo con asombro cómo Michael vierte azúcar en el suyo con gran soltura.
—Adelante.
—¿Qué fue lo que te decidió a convertirte en psiquiatra infantil?
Tomo un sorbo de café. Está tan caliente que debo hacer un esfuerzo por no escupirlo.
—Lo dices como si fuese domadora de leones.
—Bueno, más o menos —dice, sonriendo y dejando de nuevo el azucarero sobre la mesa.
—Eso es lo que suele pensar todo el mundo, ¿verdad? Que nosotros, los psiquiatras, tratamos de domar la desbordante imaginación de niños enfermos…
—No, es sólo que… —Se afloja la corbata metiendo el pulgar en el nudo verde que ciñe su cuello—. Cuando era niño, mis padres me enviaron a un psiquiatra; desde entonces, es una profesión que me inquieta.
Después de admitirlo, se aclarara la garganta y cruza las piernas.
—¿Te inquieta hasta el punto de no creer que pueda ayudar a Alex?
Me lanza una mirada.
—No, creo que puedes ayudarlo. Es sólo que…, bueno, mi postura con respecto al tratamiento se basa más en la teoría de que la medicación sólo funciona a corto plazo. A más largo plazo, si queremos proporcionar un lugar en la sociedad a Alex, creo que debemos trabajar con él y con Cindy. Y con su tía Bev. Creo que Bev va a tener un papel importante en la vida de Alex.
—¿No tendrá que regresar a Cork?
—No has contestado a mi pregunta.
Retomo el hilo de mis pensamientos.
—¡Ah! Es una larga historia. La versión corta es que conseguí una beca para entrar en medicina, y luego otra para estudiar psiquiatría infantil.
—¿Dos becas?
—En realidad fueron tres. Normalmente suelo ser muy autocrítica, pero no cuando se trata de mis becas.
—¿Tres?
—Me crié en la bahía del Tigre.
Michael lanza un silbido de sorpresa y enarca las cejas, y esta reacción me reconforta. Para la gente de Edimburgo, la bahía del Tigre no significaba nada. Para un chico de Belfast, es algo parecido al Bronx de Nueva York o al South Central de Los Ángeles. Significa que, con toda probabilidad, debería de haber acabado en el otro extremo de la escala social. Lo cierto es que mi infancia me reportó una enorme cantidad de amor propio, de un valor incalculable. O, al menos, la cantidad suficiente para poder salir de allí.
—¿Cómo demonios consigue convertirse en psiquiatra una chica de la bahía del Tigre?
Michael se aprieta la cabeza con los dedos, como si tratara de evitar que le explotara.
—El gobierno quería ofrecer ventajas a los hijos de familias monoparentales de la zona norte de Belfast para entrar en el instituto. Beca número uno. Luego, la licenciatura en medicina en la universidad de Edimburgo, beca número dos. Seguida de una tercera para la especialización en psiquiatría infantil.
Michael niega con la cabeza con incredulidad.
—Si ésa es la versión corta, estoy impaciente por escuchar la larga.
Sin darme cuenta, me froto la cicatriz, y él lo advierte.
—¿La versión larga tiene algo que ver con esa cicatriz? —pregunta, medio en broma.
Cuando ve que dudo, su sonrisa se desvanece.
—Lo siento, he sido un grosero.
Antes de que pueda contestar, se acerca una camarera para preguntarnos si queremos tomar algo más. El café empieza a llenarse de parejas de novios y de grupos de amigos que han quedado después del trabajo. Michael levanta una mano, dando a entender que de momento no queremos nada más. Parece avergonzado por haber mencionado mi cicatriz; parece tan horrorizado por su grosería, que paso por alto sus palabras.
Tengo una historia muy convincente y ensayada sobre la cicatriz. Es tan profunda y está en un sitio tan raro (va desde la mejilla hasta el cuello) que el maquillaje no consigue disimularla por completo. Por eso suelo dejarme el pelo tan largo, aunque a partir de los cuarenta, las puntas son mucho más finas. La mentira que me he inventado gira en torno a un desafortunado encuentro con un banco de coral mientras hacía esnorquel en las islas Fiji y su objetivo es el de suscitar una serie de preguntas: «¿Son bonitas las islas Fiji?», «¿practicas esnorquel?», «¿qué clase de coral»?, etcétera, que se alejan completamente de la verdad y lleven la conversación hacia unos derroteros mucho más agradables.
Sólo que en este momento no estoy en disposición de contar mentiras.
—En realidad has dado en el clavo, Michael —digo, despreocupadamente—. Mi hija padece… padecía… esquizofrenia precoz. —Me froto la cicatriz—. Esto fue el resultado de mi decisión de internarla en una residencia psiquiátrica.
Michael asiente con la cabeza y se aprieta las manos. Tiene una expresión dulce.
—Lo siento. —Hace una pausa mientras sostiene mi mirada, intentando encajar la cicatriz en su supuesto origen—. Tratar a los hijos de otros es una cosa, pero ver a tu propio hijo sufriendo, sobre todo cuando lo entiendes tan bien… —Niega con la cabeza—. Soy incapaz de imaginarme lo que se siente.
Abro la boca para tratar de explicarle cómo me sentí, pero no encuentro las palabras adecuadas. El hecho es que la esquizofrenia no tiene los mismos efectos sobre todos los que la padecen. Las alucinaciones, los constantes delirios y los pensamientos confusos son sus síntomas más llamativos. En el caso de Poppy, sus delirios eran de una naturaleza escalofriantemente física. Veía paredes delante de ella que se levantaban hasta la luna. Veía puentes y anchos y tumultuosos ríos y océanos inundando Princess Street. Ésa era la causa de sus arrebatos. Y cada vez estaba más convencida de que estaba atrapada en un agujero o de ser enterrada viva. Podía estar sentada en el sofá, viendo la televisión, y, de pronto, ponerse a gritar con todas sus fuerzas, convencida de que se estaba cayendo en un pozo sin fondo. «¡Ayúdame, mamá!», chillaba, clavando las uñas en los respaldos del sofá, como si fueran las paredes del pozo en el que se hundía.
Me llevó mucho tiempo comprender lo que ocurría cuando se comportaba así. Y como no la creía, su realidad volvía a cambiar: yo intentaba matarla. Y se volvía violenta.
La mirada de Michael me devuelve al presente. Me aclaro la garganta y recuerdo y recupero el hilo de la conversación.
—Ella fue la razón de que me especializara en psiquiatría infantil. Mi madre padeció lo que ahora creo que era esquizofrenia, aunque, por supuesto, nunca le fue diagnosticada. El médico de cabecera le prescribía toda clase de fármacos para la depresión y le decía que masticara raíces de valeriana…
Michael resopla.
—Le dio largas, en definitiva.
Asentí con la cabeza.
—Había oído decir que había una predisposición genética para la esquizofrenia. Cuando Poppy tenía tres años, ya había visto en ella comportamientos que ningún pediatra era capaz de explicar. Y por eso me reciclé: tres años de psiquiatría general y luego seis meses de psiquiatría infantil.
—¿Siendo madre soltera?
Sonrío.
—Sí. Tenía una vecina encantadora que me echaba una mano con la niña. Y me las apaño durmiendo sólo cuatro horas.
—Si aún abogas por el internamiento, debiste de apreciar una mejoría en ella después del tratamiento —dice.
—Ella mejoró. Antes no tenía una vida. No tenía amigos ni capacidad para hacer amistades, no tenía aficiones…, pero el problema de la esquizofrenia es su imprevisibilidad. Demasiados enigmas para que pueda resolverlos una sola persona.
Levanta la cabeza y me mira, escrutando la expresión de mi cara.
—Los enigmas son frustrantes, ¿verdad?
Parpadeo.
—¿A ti no te frustran?
Se recuesta en la silla, colocando un tobillo sobre la pierna.
—Puedo convivir con los enigmas. Con niños maltratados, no. He tenido que presenciar cada cosa… A ver, supongo que tú tendrás que enfrentarte a las peores pesadillas psicológicas…, pero el trabajo social… —Hace una mueca, pero tiene la mirada perdida en la distancia—. Alguien debería haberme advertido. Alguien debería haberme advertido… —Descruza las piernas—. Ésa fue la razón de que me comprara un huerto.
—¿Por qué razón te compraste un huerto?
—Para desintoxicarme —dice, enfatizando la respuesta con las manos, como si se estuviera sacando del pecho una invisible nube de humo—. Para liberarme de la maraña de todas esas familias desestructuradas. No hay nada como una hoguera de turba y repelente de babosas para olvidarte de un adolescente que deja morir de hambre a su bebé recién nacido para salir a vender crack.
La imagen me hace estremecer y él se da cuenta. La sombra de una sonrisa vuelve a su semblante.
—¿Y tú qué haces? ¿Vas a nadar? ¿Sales a correr?
Asiento con la cabeza.
—Ambas cosas. Y toco —digo, moviendo los dedos por la mesa como si fuera un piano.
Michael enarca las cejas.
—Ah, ¿ésa es tu marihuana? ¿El jazz?
—La música clásica. O postimpresionista, si quieres más detalles.
—Siempre.
Sonríe, mirándome fijamente. Siento que la conversación toma unos derroteros que me ponen nerviosa. Cambio de tema.
—He leído las notas de las primeras charlas con Alex, y dudo que tenga un trastorno afectivo —le digo.
—¿No?
Niego con la cabeza.
—Y tampoco es bipolar. No lo descartaría, evidentemente, pero es una corazonada, y no he cometido un error desde hace mucho tiempo.
Michael golpea su taza con la cucharilla.
—¿Y qué me dices de la esquizofrenia infantil? —Yo lanzo un suspiro y él levanta los ojos—. Es una posibilidad.
Dudo.
—Por lo que he podido ver, sí. Pero para hacer un diagnóstico ajustado debería ingresar y estar en observación.
De pronto, su rostro se endurece y baja los hombros.
—Si Cindy vuelve a casa y descubre que Alex ha sido trasladado…, y perdón por la expresión, a un manicomio… No creo que sea capaz de soportarlo. Podría ser la gota que colmara el vaso.
«Los intereses del niño son lo primero», pienso. Sin embargo, hay muchas cosas en juego, y quiero reflexionar un poco más sobre el enfoque de Michael.
Miro afuera, hacia el horizonte, cada vez más oscuro; el tráfico de la hora punta forma un collar de luces rojas en el puente. Los pájaros vuelan en bandadas y bajan en picado para volver a sus nidos. Cruzo mi mirada con la de Michael a través de la mesa. La preocupación que detecto en sus ojos me hace estremecer.
—Por ahora, haré el seguimiento de Alex en su casa.