EL PEAJE SILENCIOSO
Anya
Hoy me levanto tarde y me salto la carrera matutina. Siento tanto dolor en los músculos de las piernas, la espalda y el cuello que es como si hubiera estado en un potro de tortura toda la noche. Cuando miro afuera, veo que está lloviendo. Tengo que hacer un esfuerzo para ordenar las notas de ayer y responder a los correos electrónicos. No devuelvo ninguna de las llamadas de mis angustiados amigos, ni siquiera la de Fi, mi mejor amiga desde la escuela; ayer, el día del aniversario de Poppy, llamó diecinueve veces y me dejó cuatro mensajes ordenándome que la llamara. En lugar de devolver las llamadas, me escondo tras la anónima formalidad de un correo electrónico, cortando y pegando el mismo mensaje para todos los amigos que conocieron a Poppy: «Hola, estoy bien. Lo siento, te he echado de menos». Más adelante ya pediré disculpas y daré explicaciones. Lo primero es el estado de Alex. Me doy una ducha rápida y salgo para el trabajo. Las cajas tendrán que esperar.
Cuando me trasladé a Edimburgo para estudiar medicina, la gente siempre me preguntaba: «¿Cómo es crecer en Irlanda del Norte?», a veces con un cierto asombro, como si yo fuera la primera persona que lo hubiera hecho. Sólo cuando me fui me di cuenta de lo peligrosa que les parecía a los demás mi tierra natal, dulce pero desgastada, volátil, como una amiga preciosa cuyos modales se arruinan ante los ojos de los extraños.
Desde el punto de vista profesional, las cicatrices sociales de Irlanda del Norte son muy profundas, y no lo digo sólo por la psique de quienes han experimentado la violencia en sus propias carnes. Aunque los políticos estén celebrando lo que ellos llaman «la paz», los que trabajamos entre bastidores encontramos cualquier cosa menos eso. La historia de la violencia en esta tierra suele medirse normalmente con un recuento de víctimas, aunque existe otro peaje, silencioso pero más alarmante: uno de cada cinco niños norirlandeses padecerá algún trastorno mental grave antes de cumplir los dieciocho años, y los estudios demuestran que la autolesión es una reacción frente al conflicto y la vergüenza de pertenecer a una familia implicada en la violencia. Comparto el deseo de Michael de mantener la unidad familiar de Alex y Cindy, pero no he regresado a mi tierra para perpetuar un sistema erróneo. Estoy aquí para reconstruir vidas.
Entro en el aparcamiento del Hogar MacNeice a las 8.59 de la mañana. Por algún motivo, casi espero encontrar el abollado Volvo de Michael aparcado en la plaza reservada para mí, mirándome tensa y amenazadoramente para obligarme a dar el visto bueno al informe de Alex, como si hubiera aprobado un examen para acceder a una vida familiar decente. ¡Ojalá fuera tan sencillo! Debería de haberme dado cuenta antes: Michael me considera su enemigo. Quiere que esté a su lado para tener más posibilidades de mantener a Alex fuera del «manicomio» como dice él. Y supongo que por eso Michael y yo compartimos el mismo objetivo: muy a mi pesar, he estrechado lazos con ese niño, he percibido algo muy familiar en su difícil situación, algo muy íntimo. Y siento que puedo ayudarlo…, aunque no de la forma que Michael desea.
Una vez en mi despacho, enciendo el hervidor y echo un vistazo a las estanterías que finalmente he conseguido llenar de libros. Mi colección comprende, evidentemente, revistas y manuales de psiquiatría, pero también novela, teatro y textos religiosos… La verdad sobre la psique humana no reside siempre en estudios clínicos ni en tochos académicos.
Mientras hojeo varios libros amarillentos de C. S. Lewis y John Milton, pienso en las palabras de Alex, que está convencido de que puede ver demonios. Desde el siglo I, los síntomas de la manía y la esquizofrenia se han vinculado a las manifestaciones de lo sobrenatural y las alucinaciones. Dios, ángeles, superhéroes, mártires…, todos ellos han marcado el escenario de la esquizofrenia en todos los delirios registrados en los últimos dos mil años. Los pacientes que afirman ver demonios no son nada fuera de lo común, pero el caso de Alex me choca por lo inusual. Dijo que su mejor amigo era un demonio. Y parecía saber cosas sobre Poppy. Cuando menos, un niño de diez años con unos poderes así es una auténtica rareza.
El hervidor tiembla por el calor. La voz de Poppy resuena en mi cabeza. «Es como un agujero, mamá. Un agujero en vez del alma».
La lucecita roja se enciende.
Pienso en Cindy en el hospital, en su rostro demacrado, lleno del cansancio de una mujer que parece tres veces mayor de lo que es en realidad, y en cómo admitió no sentirse todo lo bien que debería. Tomo notas sobre el hecho de que Alex está librando una batalla para comprender su lado oscuro, y probablemente también el de su madre. También deberé estudiar el papel que desempeña la vergüenza y el sentimiento de culpa en su carácter; por qué siente ambas cosas y cómo puedo ayudarlo a entender que son dos elementos connaturales a su personalidad. Cómo lidiar con ellos cuando le provocan rabia y el peligro de una potencial autolesión, así como el riesgo de que afecten a los demás. Ayudarlo a comprender por qué su madre recurre a las píldoras y a las hojas de afeitar cada vez que aparece un nubarrón será muy difícil.
Me quedo mirando la página garabateada. En el manual que tengo junto a mí marco con un círculo un pasaje de El paraíso perdido, de Milton, pero no porque me ayude a entender la situación de Alex, sino porque me envuelve en una abrumadora sensación de déjà vu:
El espíritu lleva en sí mismo su propia morada, y puede llegar en sí mismo a hacer un cielo del infierno o un infierno del cielo.
Tamborileo en la mesa con el bolígrafo unos instantes, tratando de recordar cuándo me topé anteriormente con esta cita y por qué debería de resultarme tan familiar, y entonces todo me viene a la memoria. Fue un regalo de un compañero de estudios del primer año de psiquiatría, cuando las preguntas acerca del comportamiento de Poppy me taladraban el cerebro, cuando sentía un impulso que iba más allá del natural instinto maternal para que todo saliera bien, embarcándome en una empresa digna de superwoman: convertir en un cielo el infierno de Poppy. Pero no ocurrió.
Eso no significa que no pueda ocurrir, me recuerdo a mí misma. El infierno en el que viven los psicóticos puede ser reubicado, si no redecorado, por así decirlo. El infierno se da cuando no se aplica ningún tratamiento, o uno erróneo, y cuando la mente se deja hundir en sí misma sin intervenir adecuadamente. Pienso de nuevo en Alex. Michael quiere que redacte un informe que le conceda a él y a Cindy la clase de apoyo familiar que deberían haber recibido desde hace años: apoyo sociopsicológico, una casa mejor, asistencia sanitaria. Sin embargo, hay algo que me inquieta. La voz de Poppy en mi cabeza se convierte en la de Alex cuando habla de Ruin: «Él es el Alex malo».
En las notas de Michael ya se baraja la posibilidad de que Alex sea bipolar, pero no estoy segura. Tras respirar profundamente, escribo «¿esquizofrenia?» al principio de mis notas porque en muchos casos se descarta de entrada, ya que la esquizofrenia precoz sólo afecta a uno de cada millón de niños de menos de doce años. Algunos trastornos psicóticos pueden ser consecuencia de maltratos o abusos sexuales durante la infancia. Me informaré sobre el padre y sobre otros familiares que hasta ahora hayan desempeñado un papel en la vida del niño. Averiguaré si la madre ha tenido amantes y a cuántos ha conocido Alex. Con mucha frecuencia, las madres que se encuentran en la situación de Cindy acaban utilizando a sus amantes como canguros: ¿ha sido ése el caso? Los abusos serán mi principal campo de investigación, aunque también debo analizar el historial de la depresión de Cindy y su impacto en Alex: un tema mucho más difícil de investigar.
Lo primero que hago es llamar a la escuela de Alex y dejo un mensaje a la secretaria para hablar con Karen Holland, la profesora de Alex. A continuación tecleo en Google el nombre de la compañía teatral a la que pertenece Alex (Compañía Teatral de Niños con Mucho Talento de Irlanda del Norte) y descubro un sofisticado sitio web con una fotografía de varias decenas de niños apiñados en un escenario, entre los que se encuentra un risueño Alex. Varios logotipos de importantes empresas de la zona aparecen bajo el epígrafe «Nuestros patrocinadores»; a su lado, una atractiva mujer de pronunciados pómulos, una sonrisa radiante que parece una tajada de melón y una increíble mata cardada de pelo rojo. La reconozco: es Jojo Kennings, una actriz de una serie de televisión a la que admiro mucho. Al igual que yo, Jojo nació en Belfast, y ha vuelto tras haber pasado veinte años en Londres para estimular el interés de la gente de la zona por el arte dramático, reclutando a amigos famosos, como Kenneth Branagh, para que ejerzan de mentores de los niños en la compañía teatral. Me impresiona su pasión, y el hecho de que Alex participe en el proyecto me da esperanzas. Escribo un mensaje en la sección de «contactos» de la página web, lo borro y escribo otro que suene menos formal:
Para: jakennings@rtktheatre.co.uk
De: A_molokova@macneicehouse.nhs.uk
Fecha: 08/05/07 09:21
Querida Jojo (si me lo permite): le escribo para preguntarle si podríamos tener una breve charla sobre uno de los niños que actúan en su montaje de Hamlet, que se estrenará en Belfast el mes que viene, Alex Broccoli. Soy médico del Hogar MacNeice y estoy tratando a Alex a raíz de algunos cambios recientes que se han producido en su casa. Me gustaría tener más información sobre su participación en la obra y sobre el espectáculo en general. ¿Le sería posible encontrar un momento para vernos?
Saludos cordiales,
Dra. Ana Molokova
Pulso la tecla «Enviar» y me enfrasco de nuevo en mis notas. Miro la palabra esquizofrenia y lanzo un suspiro. En algunos círculos estoy bastante mal considerada por el número de niños a los cuales he colgado la etiqueta de esquizofrenia precoz, como la pegatina con la cara sonriente que los dentistas suelen regalar a los más pequeños. «¿Por qué de repente, de no se sabe dónde, aparecen todos esos niños?», es la pregunta que normalmente suele hacerme en los congresos, o, dicho de otro modo, ¿a qué se debe esta súbita tendencia? ¿Es porque hay niños que a los tres años ya presentan el sello característico de la esquizofrenia (grave confusión entre fantasía y realidad, excesivos cambios de humor, violencia, trastornos mentales, paranoia y experiencias perceptivas insólitas) o se debe a que algunos médicos como yo estamos ansiosos por definir una serie de trastornos que podrían ser, digamos, propios de un niño soñador o meramente una fase de la infancia?
El hecho es que cuando te pasas dieciocho años de tu vida lidiando con una madre esquizofrénica y doce con una hija esquizofrénica, y en ninguno de los dos casos la enfermedad fue correctamente diagnosticada ni tratada, tiendes a invertir mucho tiempo en diagnosticar correctamente lo que es una absolutamente horrible, abrumadora e incomprendida enfermedad mental que destroza familias con la fuerza de una bomba.
El ordenador emite un pitido, un si natural, que indica que ha llegado un nuevo correo electrónico. Es de Jojo Kennings.
Para: A_molokova@macneicehouse.nhs.uk
De: jakennings@rtktheatre.co.uk
Fecha: 08/05/07 09:25
Sí, no hay problema. Hoy tengo ensayo en el GHO de 4 a 5. Podríamos vernos un poco antes, ¿le va bien?
JOJO xoxox
Consulto mi agenda. Puedo ir. Le mando de inmediato un correo electrónico para confirmar la cita y preguntándole si «GHO» significa «Grand Opera House». La respuesta llega en seguida:
Para: A_molokova@macneicehouse.nhs.uk
De: jakennings@rtktheatre.co.uk
Fecha: 08/05/07 09:27
Sí, en la Opera House. Hasta luego.
JOJO xoxox
Leo a medias su respuesta porque el sonido que informa que ha llegado un nuevo correo electrónico a la bandeja de entrada es otro, que me retrotrae a tiempos muy remotos. La maldición del oído perfecto. En un abrir y cerrar de ojos, mis sentidos han retrocedido cuatro años, al momento en que mi hija pulsó la tecla de un si natural en el piano de mi apartamento de Morningside.
Veo mentalmente la cabeza oscura de Poppy detrás de la tapa marrón del piano de media cola, cantando la melodía que tiene en mente. Le enseñé a tocar el piano porque, básicamente, era una tradición familiar. «Si no tocas, no eres una Molokova», solía decir mi madre. No obstante, los escarceos de Poppy con la música (por desgracia, sólo fueron escarceos) consiguieron algo más importante. Obraban milagros a la hora de calmarla, canalizando una energía que de otro modo se habría manifestado de una forma agresiva, y la mantenían concentrada durante más de dos segundos. Además, le encantaba la música.
—Prueba a subir una nota, cariño —le grito, y ella levanta los ojos y me mira.
—Gracias, mamá.
Puedo ver su rostro en forma de corazón, como el de mi madre, con los ojos pequeños y oscuros de nuestro abuelo paterno chino, y una frente despejada, de intelectual, que ella se cubre meticulosamente con un tupido flequillo. Aunque sólo tiene doce años, su aire es el de alguien que ha vivido más, un alma que carga con el peso de sus penetrantes percepciones.
Unos meses antes empezó un programa intensivo para el tratamiento de la esquizofrenia precoz que incluía el ingreso en una residencia psiquiátrica. Me odió por ello. Sin embargo, cuando regresó, para mi alivio, empezó a mostrar signos de mejoría. Por primera vez en muchos años supe lo que significaba tener una hija «normal», una hija que me decía que me quería.
Sin embargo, la pesadilla no ha terminado. Miro a través del espacio abierto del salón antes de prepararle el baño para cerciorarme de que no hay objetos cortantes o que se puedan romper, cables o productos inflamables. Poppy hace una pausa y luego pulsa el si sobre el do central una vez más para empezar su nueva composición.
Ahora la oigo cantar. Satisfecha de ver que está tranquila y contenta, cruzo la cocina en dirección al baño. Cierro la puerta y abro los grifos.
El agua corriente ahoga el sonido del piano, y por un momento me pregunto si debería volver y comprobar que está bien. «Está perfectamente —pienso—. Deja que siga tocando». Recuerdo las vacaciones que reservamos para aquel verano en París, en la posibilidad de que volviera a estudiar piano con otro profesor. Traté de darle clases yo misma, pero siempre acabábamos riéndonos.
Mientras busco el gel en el armario del baño, siento una ola de calor que recorre mi piel y me invade el corazón y los pulmones, diciéndome que algo va mal. «Algo va mal». Echo un vistazo a los estantes colgados en la pared: no hay píldoras ni objetos cortantes. «No pasa nada», pienso, y, de inmediato, me regaño a mí misma por dejar que las emociones se impongan a la lógica. Ése era el eje de mi formación y algo esencial para que el tratamiento de Poppy fuera un éxito: fiarme de la ciencia y no de mis sentimientos.
No obstante, el sentimiento es cada vez más fuerte; el instinto me grita que debo volver al salón para controlar a Poppy. Me inclino para cerrar los grifos. Me miro en el espejo del armario del baño y frunzo el ceño al ver mi cicatriz, que aún tiene un feo color rosado; es demasiado reciente para que pase inadvertida. De fuera me llega una brisa que me levanta el pelo, pegándomelo a los labios. Me inclino para cerrar la ventana.
La ventana.
Aquel día, el sol, en toda su gloria, había hecho una rara visita a Edimburgo, llenando los jardines de Princess Street de operarios con el torso desnudo y de mujeres con gafas de sol, obligándome a abrir la ventana del salón para que entrara un poco de aire fresco. Evidentemente, la ventana tiene un cierre de seguridad. Además, Poppy ha salido del bache; su médico me lo ha asegurado. El tratamiento está funcionando.
La ventana.
Echo un vistazo a la puerta.
—¿Poppy?
No se oye la música. Veo la tapa del piano brillando con las luces azules y rojas de la ciudad. A lo lejos, el castillo de Edimburgo se erige en lo alto de una roca volcánica negra, como si hubiera surgido de las colisiones tectónicas para manifestar la condición victoriosa de Escocia. Cuando Poppy estaba demasiado débil a causa de los fármacos para subir andando hasta allí, le señalaba el castillo desde el salón. Para ella no era sólo algo hermoso; era un símbolo de esperanza.
Salgo del baño y recorro el estrecho pasillo que conduce al amplio salón sin paredes. El largo sofá en forma de L está vacío; la lámpara de pie ilumina el rincón. Veo moverse algo en la ventana, el destello de una cortina blanca.
—¿Poppy?
Está en el alféizar, una silueta oscurecida por el cielo nocturno, sus piernas desnudas apretadas contra el pecho. Puedo oler el peligro.
—Poppy, no hay por qué sentarse tan cerca del borde —digo, a toda velocidad—. Vamos, baja de ahí. Podrías caerte. —Mi corazón se detiene—. ¿Por qué está abierto el cierre de seguridad?
Doy un paso al frente, pero, mientras tanto, ella balancea las dos piernas por encima del alféizar y me mira con el semblante inexpresivo.
Tengo el corazón desbocado. Levanto las manos para decirle que se tranquilice. Ya no estoy hablando con una niña de doce años. Estoy hablando con una niña que padece esquizofrenia. Teniendo en cuenta su enfermedad, su edad y nuestra relación experimentan un cambio: ahora, lo que importa es que esté tranquila.
—Poppy —digo—, ¿podrías volver a tocar para mí?
—Anoche, alguien construyó un puente —dice, sonriendo—. Desde nuestra ventana hasta el castillo. Es genial.
Extiendo las manos hacia ella.
—Es hora de acostarse —me oigo decir, aunque mi voz suena lejos, muy lejos del pánico que invade mi cabeza—. Poppy, cariño, aléjate de la ventana.
Ella se asoma, moviendo una pierna contra el aire fresco, y yo lanzo un grito.
—No pasa nada, mamá —dice—. Hay un puente. Es de hierro macizo. No me caeré.
—Poppy, no hay ningún puente —digo con firmeza—. Ven aquí.
Sin embargo, la expresión de su rostro ha cambiado.
—No me crees.
Busco mentalmente la forma de distraerla.
—Ven aquí. Te prepararé la cena. ¿Te apetece una pizza?
Me acerco despacio hacia ella, tratando de no precipitarme para que no se tire desde el alféizar. No hay balcón ni escalera de incendios, nada que pueda frenar una caída de diez pisos hasta la calle.
—Sí, una pizza —dice.
Me siento inundada por el alivio.
—¿Sabes qué vamos a hacer? —digo, tímidamente, avanzando junto al piano—. Si entras ahora mismo, te prepararé una pizza con salchichas picantes y aceitunas.
Estoy lo bastante cerca para sentir el aire fresco de la noche. Si me abalanzo sobre ella, podré agarrarla.
—Te quiero, mamá —dice, sonriendo.
Y entonces me lanzo sobre ella. Ella se inclina hacia delante y cae, cae en el abismo negro, y yo, asomada a la ventana, grito, tratando inútilmente de agarrarla. Durante una décima de segundo está tan cerca que casi puedo cogerla de la mano con las puntas de los dedos. Sin embargo, a pesar de todos mis esfuerzos, está fuera de mi alcance, y, siguiendo un arraigado instinto de supervivencia, una mitad de mi cuerpo se queda colgado de la ventana y la otra mitad dentro, gritando y agitando los brazos mientras mi hija se va haciendo cada vez más pequeña.