DILE QUIÉN SOY
Alex
Querido diario:
Hoy, en el hospital, he conocido a una doctora que me hizo un montón de preguntas sobre Ruen. Cuando me preguntó por él, me sentí muy confundido. Casi nunca he hablado de él con nadie, porque eso fue lo que acordamos. Pero entonces me pidió que se la presentara y eso me confundió, porque normalmente me pega un bufido de gato para que me calle y finja que no existe, a lo que yo le digo: «Pero, Ruen, eres un tío encantador, seguro que quieres que le hable a todo el mundo de ti, ¿verdad?». Sin embargo, él entrecierra sus horribles ojos y dice: «El sarcasmo sólo consigue subrayar la impotencia de uno». Entonces le hago una pedorreta y se larga, enfadado.
Cuando Ruen vino para quedarse, me dijo que sólo estaba aquí para ser mi amigo, porque le pareció que me sentía solo. Luego, un día, tuvimos una discusión y yo le pedí que se fuera, pero él me dijo que no podía. Dijo que lo habían enviado para estudiarme, porque él y todos sus amigos nunca habían conocido a ningún ser humano que, como yo, fuera capaz de ver demonios. Me dijo que yo era muy especial. Me contó que lo más que la mayoría había visto de un demonio era un destello, y esa gente, normalmente, creía tener alucinaciones. Recuerdo que le entusiasmaba que yo pudiera verlo y dijo que era muy importante que me estudiara, como si fuera una rata de laboratorio o algo así. Le dije que yo no quería que me estudiaran, que eso sonaba como si me ocurriera algo malo, y la gente llevaba toda la vida diciendo que me ocurría algo malo. Lo odio, porque yo estoy perfectamente y quiero que me dejen en paz. Sin embargo, Ruen me prometió algo si yo dejaba que me estudiara. Pero no voy a decir qué es. Es nuestro secreto.
La doctora tenía una enorme cicatriz, como la de Harry Potter, pero en la mandíbula, no en la frente. Era guapa y risueña; sus ojos eran pequeños, de color castaño oscuro, y su pelo, largo y oscuro, parecía salsa de chocolate derramada de una botella. Tenía un diente roto y a veces le veía el sujetador a través de la blusa. Me dijo que era la doctora Molokova, pero yo la llamo Anya. Si come cacahuetes, se queda dormida. Cuando se fue, me comí unos cuantos para comprobar si también me quedaba dormido, pero no fue así.
Cuando Anya me preguntó por Ruen, creo que se ruborizó y se puso nerviosa. Él me pidió que lo presentara. Yo estaba muy confundido. La doctora me preguntó qué ocurría. Ruen insistió: «Dile quién soy». Y eso hice. Estaba muy interesada en saber cosas sobre Ruen, y, evidentemente, Ruen debía de conocerla, porque me contó cosas acerca de ella: que tocaba el piano bastante bien y que su padre era chino, aunque ella nunca lo conoció, y que su madre tenía muchos problemas.
Cuando se fue, Ruen tenía una mirada extraña, la misma mirada de Guau cuando ve a Ruen. De preocupación. De miedo, casi. Le pregunté qué le ocurría y él me dijo que nada, y entonces empezó a hacerme un montón de preguntas sobre Anya y sobre el amor. En aquel momento yo estaba ya muy harto de tantas preguntas, y me pareció un poco extraño que fuera yo quien debiera quedarme en el hospital cuando era mamá la que no estaba bien, no yo, y que nadie hubiera venido a buscarme aún. Así pues, contesté a las preguntas de Ruen, aunque algunas eran muy raras.
Me preguntó:
—¿Cómo es el amor?
Y yo le contesté:
—Tendrás que preguntárselo a una chica.
Pero entonces pensé en mamá y en lo mucho que la quiero, y dije:
—Harías cualquier cosa por la persona que amas.
Entonces me quedé mirándolo fijamente un buen rato y lo comprendí todo.
—Tú quieres a Anya —dije.
—Decididamente no —repuso él.
—Claro que sí —dije riéndome—. Te gusta.
Me lo estaba pasando en grande tomándome la revancha después de que él se burlara despiadadamente de mí porque me gustaba Katie McInerny, sólo porque había dejado que compartiera mi taquilla.
Ruen se enfadó muchísimo y desapareció tan deprisa que provocó un chisporroteo. Me reí tanto que me quedé dormido.
Cuando me desperté, fuera estaba muy oscuro. Todos los tejados de las casas parecían el zigzag de la espina dorsal de un dinosaurio recortada contra el cielo. Comprendí que Ruen estaba en la habitación, porque estaba más fría que una salchicha congelada, a pesar de que estábamos en mayo, y a veces él hace eso. Tenía todos los pelos del brazo de punta. Dije:
—¿Y ahora qué, pelmazo?
Surgió de las sombras que había junto a la ventana y dijo:
—Quiero que le cuentes a Anya todo sobre mí.
Me senté en la cama, Guau dio un brinco, porque estaba durmiendo sobre mi regazo.
—Tenía razón, ¿verdad? A ti te gusta esa señora, Ruen.
Por alguna razón, en aquel momento pensé en papá. Vi su cara en mi imaginación, borrosa, sus ojos azules idénticos a los míos, como dice mamá. Y luego vi al policía volviendo lentamente su rostro hacia mí, enojado y asustado al mismo tiempo.
Ruen me miró con el ceño fruncido. Salí de mi ensimismamiento y lo miré, poniendo los ojos en blanco.
—Muy bien, Ruen. Le hablaré de ti, ¿de acuerdo? ¿Eso te hace feliz?
Me dedicó un leve asentimiento de cabeza, como si hacer ese gesto también le molestara, luego desapareció y yo pensé: «¡Está chiflado!».
Pasé la noche en el hospital. Por la mañana vino Anya y me dijo que podía ver a mamá. Hoy estaba más sonriente, aunque tenía una mirada triste y llevaba unas gafas oscuras cuadradas. No le conté lo que me había dicho Ruen, porque tenía muchas ganas de ver a mamá.
—¿Cómo te encuentras hoy, Alex? —me preguntó mientras cruzábamos el hospital.
—Se me ha ocurrido otro chiste —dije, y se lo conté—: ¿Cómo consigues poner de pie a un perrito caliente?
Ella se encogió de hombros.
—Pues robándole la silla.
Se echó a reír, aunque me dio la impresión de que no le había parecido divertido.
—Apuesto a que estás ansioso por ver a tu madre —dijo, y yo asentí con la cabeza—. Puede que tenga un aspecto distinto, ¿no te importa, verdad?
Para mí, eso sólo podía ser algo bueno, de modo que le dediqué una sonrisa de oreja a oreja y Anya me dijo que la siguiera. Recorrimos un montón de pasillos del hospital, tantos que creí que se me doblaban las rodillas, pero al final llegamos a una habitación muy pequeña y allí estaba mamá, en una cama blanca.
De momento, cuando entré, ella no levantó los ojos. Estaba tumbada, con unas vendas blancas en torno a las muñecas y un tubo en el brazo. Parecía que alguien hubiera borrado todo su rostro con una goma. Entonces ladeó la cabeza y me sonrió; fue como si alguien le hubiera devuelto el color a su cara. Su pelo volvía a ser de color amarillo, con las raíces negras; el color de sus ojos había cambiado del gris al azul celeste e incluso los tatuajes que tiene en los brazos parecían más brillantes. Alguien le había quitado el piercing de la nariz, pero había hecho bien, porque en mi opinión le da el aspecto de un toro. Quería preguntarle si también le habían quitado el de la lengua, pero no lo hice.
—Hola, cariño —dijo cuando entré.
Tenía la voz ronca. Yo estaba un poco nervioso, porque tenía miedo de que apareciera Ruen.
—Ven aquí, Alex —dijo.
Me acerqué y ella me abrazó con fuerza. Tenía los brazos fríos y delgados.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.
—He estado mejor —dijo, después de una larguísima pausa. Sonrió, pero tenía los ojos pequeños y llorosos—. ¿Y tú, cómo estás?
—Aquí no hay televisión.
—¿Qué mal, no? Ya verás la televisión cuando estés en casa.
—Sí, pero me estoy perdiendo un montón de cosas.
Empecé a enumerar todos los programas que me había perdido, contándolos con los dedos. Mamá sólo me miraba.
—¿Cómo está taburete ladrador?
—Guau está bien —dije—. Pero ¿quién le da de comer, mamá? ¿No estará hambriento?
Mamá mostró un rostro preocupado. Luego Anya se acercó y tocó la mano de mamá con los dedos.
—Soy Anya Molokova —dijo, y, de repente, su voz sonó amable y tranquilizadora—. Soy médico en el Hogar MacNeice. Estoy aquí para ocuparme de Alex.
Quería decir que eso era mentira, porque Anya no me preparaba pizza, ni bocadillos de cebolla ni nada parecido. Mamá asintió con la cabeza. Acerqué una silla a la cama y ella extendió el brazo para despeinarme el pelo.
—Cindy, tengo entendido que la tendrán aquí otras dos semanas.
—¿Ah, sí? —contestó mamá, con una voz que me hizo preguntarme si Anya no estaría haciendo algo malo.
—Me gustaría que Alex se quedara en mi unidad durante un tiempo. Sólo para mantenerlo en observación.
El rostro de mamá se tensó.
—¿Mantenerlo en observación para qué?
Anya me miró.
—Quizás podríamos hablar de ello en privado…
—No —dijo mamá enérgicamente—. Se trata de él, de modo que debería quedarse.
Anya se sentó en el otro lado de la cama, se quitó las gafas oscuras cuadradas y las limpió con su blusa.
—Teniendo en cuenta lo sucedido, creo que Alex podría tener una enfermedad que requiere observación y monitorización. Por su bien, debería quedarse en el Hogar MacNeice.
—¿Ése no es un lugar para chalados? —preguntó mamá.
La sonrisa de Anya se transformó en una sonrisa de verdad.
—En absoluto. Allí es donde llevamos a cabo parte del trabajo más importante para las familias de la zona.
Mamá frunció el ceño.
—La última vez, una mujer vestida con un traje de chaqueta trató de llevarse a Alex.
Mamá y yo miramos fijamente a Anya. Me di cuenta de que también llevaba un traje de chaqueta. Ella tragó saliva.
—Si fuéramos a hacer eso, necesitaría su autorización…
—Bueno, pues no la tiene —le espetó mamá. Le tembló la voz hasta que yo le apreté la mano; ella me miró y sonrió—. Pronto saldré de aquí, te lo prometo —dijo.
—Bev, su hermana, está aquí —dijo Anya, en voz baja—. Ha venido de Cork para cuidar de Alex. Es parte del trato: si Alex tuviera que quedarse en el Hogar MacNeice, Bev se encargaría de él los fines de semana…
Mamá abrió unos ojos como platos.
—¿Bev está aquí?
Anya asintió con la cabeza. Mamá se llevó una mano a la cara y se echó a llorar.
—No quiero que ella me vea así —dijo, y luego, con los dedos, empezó a peinarse el pelo, que se había quedado pegado a su cabeza, como si la hubiesen electrocutado.
—Ella sólo la verá cuando usted esté preparada. Todo el mundo es consciente de que necesita tiempo. Esta tarde llevaré a Alex a casa, pero si no está de acuerdo con que se quede en el Hogar MacNeice, necesitaré su permiso para que pueda visitarlo todos los días de la próxima semana para charlar un poco.
Por la forma en que Anya dijo «charlar un poco», sonaba como si se tratara de algo mucho más serio. Mamá también parecía opinar lo mismo. Se quedó mirándola fijamente, taladrándola con los ojos.
—¿Se refiere a hablar de mí? —preguntó mamá.
Anya me miró.
—Y también de otras cosas.
Entonces se levantó y dijo que hablaría con una enfermera para que me dejaran ver la televisión. Salió de la habitación pero no miré a mamá, porque justo en aquel momento apareció Ruen y di un salto de un metro.
—¿Y ahora qué pasa, Alex? —preguntó mamá.
Pero yo la ignoré. Estaba nervioso, porque vi que Ruen era el Monstruo. Sin embargo, no me estaba mirando. Miraba algo que había junto a la puerta. Traté de ver de qué se trataba, pero no había nadie. Ruen estaba tan enfadado que se puso a gruñir. Tres segundos después, se esfumó.
Cuando Anya volvió, me dijo que me dejarían ver la televisión. Entonces vio que mamá estaba alterada y que yo estaba acurrucado en el suelo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó a mamá, pero ella sólo negó con la cabeza y murmuró algo.
—¿Puedo ver la tele ahora? —pregunté.
Vi que Ruen se había ido y me puse en pie. Anya sonrió. Parecía a punto de decir algo, pero al final sólo dijo:
—Ven conmigo.
Así pues, salí de la habitación y me senté en una sala maloliente con la televisión más pequeña que había visto jamás, con rayas amarillas en todos los canales. Cinco minutos después apareció Anya, muy sonriente, y me dijo que podía ver de nuevo a mamá, pero sólo un ratito, porque estaba muy cansada.
Me senté junto a mamá y entró una señora con una bandeja de comida que mamá no quería.
—¿Te apetece a ti, Alex? —me preguntó.
Asentí con la cabeza y ataqué las patatas y las judías.
—¿Sabía que Alex está ensayando una obra de teatro? —oí que mamá le preguntaba a Anya.
—Sí, Hamlet. Debe de sentirse muy orgullosa de él.
Me di cuenta de que mamá me miraba.
—Cuando yo tenía su edad, apenas sabía leer. Es el primero en clase de inglés. Puedo asegurarle que eso no lo ha heredado de mí. Es muy inteligente.
Entonces hubo una larga pausa, que yo aproveché para mojar la última tostada en la salsa de las judías.
—A veces pienso que soy un lastre para él —oí decir a mamá con voz quebrada.
—¿Por qué piensa que es un lastre para él? —le preguntó Anya.
Mamá estaba perdiendo de nuevo el color de la cara.
—¿Cree que alguien que ha vivido una infancia como la suya y como la mía tiene alguna oportunidad en la vida? ¿O cree que habría sido mejor que yo nunca hubiera nacido?
Anya me miró a mí y luego a mamá. Entonces se inclinó hacia delante y tocó la mano de mamá.
—Creo que a algunos de nosotros la vida nos pone grandes retos. Pero pienso que todo puede superarse.
Mamá se inclinó para acariciarme la mejilla y, aunque me estaba sonriendo, su mirada me provocó tal nudo en el estómago que no pude comerme la tostada. Vi a Ruen junto a la puerta, pero no lo miré.
Tía Bev es la hermana de mamá, aunque no se parece nada a ella, ni siquiera un poco. De hecho, nadie diría que son hermanas. Es once años, diez meses y dos días mayor que mamá, pero parece más joven que ella; todo lo encuentra divertido y no tiene tatuajes, salvo un garabato negro en el tobillo derecho que, según ella, se hizo «en Corfú, cuando estaba colocada». Suele decir cosas absurdas como: «Por poco me meto una hebilla en el ojo». Lleva el pelo corto y es blanco como el de Guau; su trabajo consiste en iluminar con una linterna las orejas y la boca de la gente. Aunque ya no es católica, lleva una crucecita de oro colgada del cuello, y delante de ella no puedo pronunciar el nombre de «Lawrence», porque es el del marido que se quedó con todo su dinero. Lo primero que hizo cuando se mudó a mi casa fue colocar una barra de ducha en la puerta del salón. Me quedé allí unos minutos, preguntándome si durante la noche su cerebro no se le habría salido por las orejas.
—Sirve para esto —dijo, al comprender por qué yo estaba tan perplejo.
Cogió la barra y empezó a subir la cabeza por encima de ella ayudándose con los brazos. Lo hizo tres veces antes de que me diera cuenta de que sus pies no tocaban el suelo.
—¡Oh! —exclamé, aunque seguía sin tener ni idea de por qué hacía eso.
Entonces se echó a reír, dio un salto y lo siguiente que vi fue que se había sujetado a la barra con los pies y colgaba de ella como un murciélago.
Así es: en mi familia, todo el mundo está básicamente desequilibrado.
Esta mañana vino a mi habitación y golpeó la puerta; una vez hube comprobado que no jadeaba, le dije:
—¿Por qué no respiras como un perro viejo?
Ella me miró con extrañeza y me preguntó qué quería decir, y yo le contesté que mamá siempre hacía ese ruido (exclamé «ajá, ajá, ajá», con la lengua fuera) cuando subía los tres pisos de nuestra casa. Entonces las arrugas desaparecieron de la frente de tía Bev, soltó una risita tonta y flexionó los músculos de los brazos, cosa que me pareció extraña siendo una mujer, aunque eran tan abultados que me hicieron pensar en cebollas metidas dentro de un calcetín.
—Esto es lo que consigues escalando un muro tres veces por semana —dijo, golpeándose el brazo con la mano.
—¿Escalas un muro? —le pregunté—. ¿Podrías llevarme a escalar un muro contigo?
—Por supuesto —repuso, con expresión de desconcierto—. Deberíamos encontrar algún sitio que estuviera cerca de aquí. Hace tanto tiempo que viví en esta casa que soy incapaz de recordar dónde hay un gimnasio que tenga un muro de escalada.
—Ahí fuera hay un muro, delante de casa —le dije.
Tía Bev puso los ojos en blanco.
—No me refería a esa clase de muro, Alex. —Entonces me miró de arriba abajo durante un buen rato, con unos ojos que parecían dos caramelos—. ¡Jesús, María y José! Pero ¿qué es eso que llevas puesto, Alex?
Eché un vistazo a mi ropa. Me había olvidado de levantar el borde de los pantalones.
—¿Un traje?
Tía Bev se echó a reír a carcajadas; se reía tan fuerte que parecía una lechuza.
—¡Madre mía! Tenemos que ir de compras, ¿no crees?
Antes de que pudiera responderle, me arrastró escaleras abajo para comer algo, pero no dejó que troceara las cebollas por si me cortaba.
—¡Pero la abuela me explicó cómo hacerlo! —le dije.
De repente, la sonrisa se borró de sus labios y miró por la ventana. Estaba empezando a llover.
—¿Mamá se encontraba mejor cuando estaba la abuela? —me preguntó, con voz muy tranquila.
Me encogí de hombros.
—Creo que sí. Pero a la abuela no le gustaba papá, y eso ponía triste a mamá.
Al pensar en la abuela, noté que todo mi cuerpo se ponía rígido, aunque no sabía si era por el frío.
—Echo mucho de menos a la abuela.
—Yo también la echo de menos, Alex.
Cuando la miré, tía Bev tenía toda la cara llorosa. Nuestro aliento se quedó flotando en el aire frío, como el humo.