¿QUIÉN TE HA HECHO ESA CICATRIZ?
Anya
Así pues, subimos al Volvo de Michael, cuyo interior, por raro que parezca, despedía un fuerte olor a fertilizante, y nos pusimos en camino hacia la unidad de pediatría del Belfast City Hospital.
Era importante que mi enfoque fuera delicado para proporcionar a Alex un amplio espacio y confianza. Antes de salir del Hogar MacNeice le dije a Michael que hablara con Alex sobre en qué lugar le gustaría reunirse conmigo y para confirmar que la hora de la visita fuera adecuada, a fin de que mi llegada no provocara ansiedad. Alex no parecía estar preocupado por ninguna de las dos cosas; simplemente quería saber cómo se encontraba su madre y cuándo podría ir a verla al hospital. Le habían prometido que, tras someterse al tratamiento médico, iría a visitarla.
Michael fue el primero en entrar en la sala, tras haber golpeado la puerta con los nudillos. En las unidades psiquiátricas, las salas para reunirse con los niños siempre son iguales: en un rincón, un montón de juguetes sensoriales e, inevitablemente, una casa de muñecas. En este caso, en la habitación sólo había una casa de muñecas, una pizarra blanca para niños, un sofá azul muy gastado y una mesa con dos sillas. Por encima del hombro de Michael pude ver a Alex detrás de la mesa, balanceándose sobre las patas traseras de una silla.
—Hola, Alex —dijo Michael alegremente.
Al verlo, el niño colocó la silla sobre sus cuatro patas y gritó:
—¡Lo siento!
Michael hizo un gesto con la mano para darle a entender que no pasaba nada. Luego me señaló con las dos manos, como si presentara el premio de un concurso de televisión.
—Ésta es la doctora Molokova —le dijo a Alex, que me dedicó una sonrisa, asintiendo con la cabeza.
—Puedes llamarme Anya —le dije al niño—. Encantada de conocerte.
—A-ny-a —repitió, y luego sonrió.
Advertí en él un aire de golfillo callejero: un pelo de color castaño oscuro que necesitaba un corte y un buen lavado; piel clara, norirlandesa; ojos grandes, de color azul oscuro, y una nariz insolente y chata, parecida a un champiñón salpicado de pecas. Más chocante era su gusto en el vestir: una camisa demasiado grande con rayas marrones, mal abrochada; unos pantalones de tweed, también marrones, con un dobladillo muy alto; una corbata de cuadros escoceses y unos zapatos negros de colegial cuidadosamente pulidos. Sobre el sofá vi un chaleco y un blazer. No me habría sorprendido descubrir también un bastón y una pipa. Estaba claro que Alex era independiente desde hacía mucho tiempo y que trataba de parecer mucho mayor de lo que era. Supongo que para ayudar a su madre. Estaba ansiosa por descubrir si todo aquello era la manifestación de otra personalidad o si simplemente era un excéntrico. La habitación olía a cebolla.
Michael cogió una silla y se sentó junto a la puerta, tratando de no interferir en mi reunión con Alex. Me acerqué a la mesa.
—Se está bien aquí, ¿verdad?
Alex me miró, esbozando una sonrisa amable.
—Mi madre, ¿se encuentra bien? —preguntó.
Me volví hacia Michael, que asintió con la cabeza.
—Creo que está sana y salva —repuse, escogiendo cuidadosamente mis palabras.
Mi firme propósito es decir siempre la verdad a mis pacientes, pero cuando se trata de niños, el tacto es muy importante. Alex se dio cuenta de que había dudado y de que había mirado a Michael, y la sonrisa que me devolvió estaba preñada de preocupación. Eso no resultaba nada sorprendente, teniendo en cuenta lo que había vivido. Rara vez trabajo con niños que hayan tenido una infancia agradable, y, aun así, a pesar del catálogo de traumáticas existencias con las que te tenido que lidiar hasta ahora, todavía me resulta muy duro convertirme en parte de otra historia que ha sido arruinada por tanto dolor a tan temprana edad. Con demasiada frecuencia sé de antemano cuál será su final, y nunca consigo borrar de mi memoria los rostros de esos niños. Mientras duermo, muchas veces acabo pensando en sus experiencias vitales.
Sin embargo, Alex no parecía ser lo que en el campo de la psiquiatría llamamos «plano». Tenía unos ojos vivos, inquisitivos y angustiados.
Una consulta psiquiátrica es un poco como una entrevista con una celebridad: se mueve en espiral, rodeando el asunto crucial a través de una serie de temas relacionados. Sólo que una consulta psiquiátrica debe conseguir eso dejando que sea el entrevistado quien dirija la conversación. Busqué algo que me ayudara. En la pizarra blanca que había junto a la casa de muñecas, con rotulador azul, habían acabado de dibujar una casa con certero detalle. La señalé con el dedo.
—Un dibujo muy bonito. ¿Es tu casa?
Alex negó categóricamente con la cabeza.
—¿Es una casa que has visto alguna vez?
Alex se levantó de la silla y se dirigió sigilosamente hacia la pizarra.
—Es la casa que le compraría a mi madre si tuviera dinero —explicó, borrando una raya en torno al preciso arco de la puerta principal—. El tejado es amarillo; en el jardín delantero hay flores y tiene un montón de habitaciones.
Al ver que relajaba los hombros, me decidí a seguir por ahí.
—¿Cuántas habitaciones? —pregunté.
—No estoy seguro.
Alex cogió el rotulador azul y siguió añadiendo detalles a la casa con sorprendente habilidad artística: una veleta en forma de gallo, dos laureles pequeños junto a la puerta principal, un perro correteando por el caminito del jardín. Me quedé observando sin decir nada, tomando notas mentalmente.
A continuación dibujó un pequeño círculo en el jardín delantero de la casa y lo llenó de puntos; dijo que era un campo de fresas, porque su abuela solía cultivarlas para hacer mermelada. El último detalle que añadió fue un par de alas enormes en la parte superior del dibujo, en el cielo.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Un ángel —dijo—. Para protegernos de las cosas malas. Aunque jamás he visto ninguno.
En cuanto hubo pronunciado esas palabras, pareció encerrarse en sí mismo, evitando el contacto visual y levantado una mano hasta la boca, como si temiera que se le hubiese escapado algo.
Le pregunté a Alex si le parecía bien que abriera la ventana. He descubierto que, a menudo, una ventana abierta tranquiliza a los pacientes, les hace comprender que no están atrapados, que existe una salida real si la necesitan, aunque para salir por esa ventana harían falta varias escaleras o la agilidad de Spiderman. Alex asintió con la cabeza y respiró profundamente. Ya empezaba a relajarse. Primer paso.
Me senté en el suelo de baldosas blandas multicolores con las piernas cruzadas y saqué un cuaderno y un bolígrafo de mi cartera. Alex se movió ligeramente, mirando a Michael, que estaba sentado en la silla que había en el otro extremo de la sala. Al final, Alex se sentó frente a mí.
—¿Te importa que tome algunas notas durante nuestra conversación, Alex?
Se puso cómodo, cruzando las piernas y apoyándose en los tobillos. Asintió con la cabeza.
—Yo también escribo.
—¿Escribes? —le pregunté—. ¿Historias? ¿Poemas? ¿Un diario?
Al tercer intento, sus ojos se iluminaron.
—Yo también. Creo que cuando escribes las cosas, las ves más claras —dije, mostrándole el cuaderno, aunque él seguía mirando hacia un rincón, inmerso en sus pensamientos.
—¿Cómo te hiciste eso? —me preguntó al descubrir la cicatriz que tengo en la cara.
—No es nada —dije, toqueteándome con el dedo el surco dentado de la mejilla, mientras me recordaba que debía controlar mis emociones—. ¿Te has caído alguna vez de la bici?
—Una vez me hice un corte en la rodilla. —Hizo una larga pausa para reflexionar sobre lo que había dicho. Luego añadió—: ¿Por qué llevas en el cuello un tapón de botella?
Estaba observando el talismán plateado que llevo colgado. Se lo mostré.
—No es un tapón de botella. Se llama talismán de socorro. Es para que la gente sepa qué tratamiento necesito en el caso de que sufra algo llamado shock anafiláctico.
Alex repitió las palabras shock anafiláctico.
—¿Qué es eso?
—Soy alérgica a los frutos secos.
Alex me miró con los ojos muy abiertos.
—¿A los cacahuetes también?
—Sí.
Pensó sobre ello un momento y luego dijo:
—¿Y a la mantequilla de cacahuete?
—También.
Alex ladeó la cabeza.
—¿Por qué?
—A mi cuerpo no le gustan.
Ahora me sostenía la mirada con más firmeza, examinándome como si yo fuera a explotar en cualquier momento o como si pudiera crecerme una segunda cabeza.
—Entonces, ¿qué te pasaría si comieras unos Snickers o algo así?
«Seguramente dejaría de respirar», pensé, pero en vez de eso dije: —Me quedaría dormida al instante.
Alex volvió a abrir los ojos por completo.
—¿Roncas?
Me eché a reír a carcajadas.
—Michael me ha dicho que te sabes algunos chistes muy buenos. Me encantan los chistes. ¿Me contarías tu favorito?
Se quedó mirándome y, tras un momento de contemplación, negó lentamente con la cabeza.
—No puedo —dijo, muy serio—. Hay muchos que son mis favoritos.
Le concedí un minuto para que pensara y luego dije:
—¿Me dejas que te cuente uno de mis favoritos?
—No, tengo uno —dijo, aclarándose la garganta—. Estadísticamente, seis de casa siete enanos no son felices.
Tardé unos segundos en pillarlo, pero cuando lo hice, me reí tan a gusto que el rostro de Alex se iluminó como una linterna china.
—Éste no es mío —dijo, a toda velocidad.
—¿Escribes tus propios chistes?
—Sí, para una obra en la que actúo. Interpreto a alguien llamado Horacio.
—¿Actúas en Hamlet?
Me contó que la obra era una versión moderna del original de Shakespeare y que se estrenaría en la Grand Opera House dentro de unas semanas. Me preguntó si me gustaría ir.
—Me encantaría —dije, y hablaba en serio—. Apuesto a que tu madre se siente muy orgullosa de ti. ¿Le has contado alguno de tus chistes?
Alex asintió con la cabeza y se puso inmensamente triste.
—Hace mucho, muchísimo tiempo que no se ríe.
—A veces la gente no se ríe por fuera —le dije—, aunque sí lo hace por dentro.
Consideró lo que acababa de decirle, pero me di cuenta de que su mano derecha se escurría hasta el cuello de la camisa y que tiraba de él como si de repente le resultara demasiado estrecho. Dejé que el silencio superara el límite de lo embarazoso.
—¿Te refieres a que la gente se ríe internamente? —dijo Alex al fin—. ¿Cómo una carcajada interna en vez de una hemorragia interna?
La asociación me dejó un poco desconcertada. Dejé que prosiguiera.
—Creo que ya sé a qué te refieres —dijo, muy despacio—. Yo también me reía por dentro cuando mi padre aún vivía.
Seguí con delicadeza esa pista.
—¿Podrías explicarme qué quieres decir?
Alex me miró con cautela. Su mano seguía agarrada al cuello de la camisa.
—Más o menos. Digamos que cuando yo hacía cosas que me gustaban y él estaba allí, las hacía en silencio. Como escribir o dibujar. Eso me hacía sentir feliz aquí —añadió, presionándose el pecho con el puño—, por mucho que mi abuela dijera que mi padre debería ir al infierno por lo que hizo.
Se tapó la boca con la mano, como si hubiese revelado algo sobre sí mismo que no quería contar.
—No pasa nada —lo tranquilicé—. Puedes decir lo que quieras; no estoy aquí para castigarte.
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza mientras se movía nerviosamente en la silla.
—Yo salgo a correr —dije, para mitigar la tensión—. Correr me sienta bien.
Me eché a reír, pero el rostro de Alex se ensombreció.
—No quiero —dijo, tenso.
Ladeé la cabeza.
—¿Qué?
Miró hacia el rincón, como si hubiera alguien allí. Luego lanzó un profundo suspiro.
—Vale —dijo, resueltamente.
Esperé a que continuara. Al final, con una sonrisa recelosa, añadió:
—Ruen quiere que te diga hola.
Lo miré fijamente.
—¿Ruin?
—Ruen es mi amigo —dijo Alex un poco confuso, como si yo tuviera que conocerlo—. Mi mejor amigo.
—Ruin —repetí—. Bueno, gracias. Dile que yo también lo saludo. ¿Puedes decirme quién es Ruin?
Alex se mordió el labio y bajó los ojos.
—Ruin es un nombre poco común —dije. Luego, tras una larga pausa, continué—: Dime, ¿Ruin es un animal?
Negó con la cabeza, mirando a través de mí.
—Algunos son animales, pero Ruen no. Él es… Sólo somos amigos.
—¿Algunos? —pregunté.
Él asintió con la cabeza, pero no dijo nada más. «Amigos imaginarios», pensé.
—¿Podrías hablarme un poco de él?
Alex miró hacia arriba, reflexionando.
—Le gusta el piano de mi abuelo. Y le encanta Mozart.
—¿Mozart?
Alex asintió con la cabeza.
—Pero Ruen no sabe tocar el piano. —Una pausa—. Sin embargo, dice que tú sí sabes tocarlo.
—Así es —repuse, mientras mi sonrisa se marchitaba—. Empecé a tocarlo cuando era una niña, aunque Mozart no es mi compositor favorito. Mi favorito es Ra…
—Ravel —dijo Alex, completando mi frase con toda naturalidad—. Ruen dice que Ravel era como un relojero suizo.
—¿Un relojero suizo?
Su precisión me impresionó. Ravel era mi compositor favorito desde hacía décadas. Solté el bolígrafo y crucé los brazos. Aquel niño era una caja de sorpresas.
Alex se inclinó hacia un lado, como si estuviera escuchando algo, y luego se incorporó y me miró fijamente.
—Lo que quiere decir es que Ravel componía música como si estuviera fabricando un reloj muy caro. —Levantó las manos para girar unas manecillas imaginarias—. Con todos los engranajes ajustados.
Aunque no era imposible que conociera a Ravel, el hecho resultaba sorprendente. Estaba intrigada.
—Dime, ¿cómo es que Ruin sabe todo eso?
Alex ni siquiera parpadeó.
—Ruen tiene más de nueve mil años. Sabe un montón de cosas, aunque la mayoría son muy aburridas.
—¿También cuenta chistes?
Alex enarcó las cejas y se echó a reír, inclinando la cabeza hacia atrás. Después del ataque de risa, dijo:
—¡Qué va! Ruen piensa que mis chistes son estúpidos. Es más serio que Terminator.
Debí mostrar una expresión perpleja, porque Alex examinó mi rostro y dijo:
—¿Has visto la película? ¿La de Arnie? —Hizo una imitación sorprendentemente fiel de la voz de Arnold Schwarzenegger—: «Está en vuestra naturaleza destruiros mutuamente».
Me reí con ganas, aunque me pareció insólito su interés por películas que son más viejas que él.
—¿Ruin se parece a Arnie?
—No, él… —Sus ojos escudriñaron la habitación—. Dice que eres exquisita.
Alex tenía un deje de sorpresa en la voz, y pronunció la palabra exquisita en un tono más bajo y con un leve acento inglés.
—¿Sabes qué significa esa palabra, Alex?
Repasó mentalmente.
—No —dijo—. La E me la he saltado casi toda. —Empezó a juguetear de nuevo con el cuello—. ¿Podríamos hablar de otra cosa, por favor?
Asentí con la cabeza, pero cuando levanté los ojos me di cuenta de que no me lo preguntaba a mí. Seguía dirigiéndose al rincón vacío.
—Podemos hablar de lo que te apetezca —dije, pero Alex empezó a negar furiosamente con la cabeza.
—¡Para ya! —gritó.
Noté la presencia de Michael, que estaba de pie detrás de mí, pero levanté la mano para impedir que interviniera.
—Tranquilo, Alex —dije, con calma. Estaba pálido y sus ojos eran los de un loco—. Dime, ¿Ruin te está molestando?
Alex se balanceaba, frotándose las manos como si quisiera encender un fuego con la fricción. Posé delicadamente una mano sobre su brazo, pero de repente empezó a calmarse.
—A veces lo hace —dijo cuando se hubo tranquilizado—. Dice que es un superhéroe, pero en realidad sólo es un pelmazo.
—¿Un superhéroe?
Alex asintió con la cabeza.
—Así es como se define.
—¿Y en realidad qué es?
Alex dudó.
—Un demonio —dijo, inocentemente—. Mi demonio.
Volví a pensar en las notas que Michael me había mostrado en el despacho. Hablaban de demonios, aunque estaba segura de que esas notas habían sido tomadas tres años atrás, cuando Alex tenía siete. Al ver que no había miedo en su voz, hice una pausa. Normalmente, cuando se habla de «demonios», suele darse un comportamiento agresivo o rabioso, pero Alex lo dijo muy tranquilo, como algo natural.
—¿Ruin es un personaje, como el que interpretas en Hamlet?
Alex negó con la cabeza y luego hizo una pausa. Le di tiempo para reflexionar, pero él se mantuvo firme.
—Ruen es real. Es un demonio.
—Viendo que eres un excelente artista —dije, señalando con la cabeza la casa que había en la pizarra—, ¿podrías hacerme un dibujo de Ruin?
—¿Un retrato de cómo es ahora? —preguntó Alex.
Asentí con la cabeza.
Respiró varias veces seguidas, considerando lo que le había pedido. Luego se levantó y, a regañadientes, borró el dibujo de la casa. Cuando en la pizarra no quedó nada, empezó a dibujar una cara. Mientras lo hacía, tomé algunas notas sobre el ambiente y otra para recordarme que investigara sobre algún superhéroe llamado «Ruin».
—Ya está —dijo unos momentos después.
Miré la imagen de la pizarra y fruncí el ceño. Era un autorretrato de Alex, con muchas gafas de sol.
—¿Ese es Ruin? —pregunté.
Alex asintió con la cabeza.
—Pero se parece mucho a ti —dije.
—No, es muy distinto. Ése es el Alex malo, y yo soy el bueno.
Aquello me dio seriamente que pensar. Estaba casi por preguntarle: «¿Y qué es lo que hace que el Alex malo sea malo?», pero me reprimí, consciente de que había llegado al meollo del problema de Alex, a la raíz de esa «ruina». Tenía que actuar con cautela para comprender el modo en que el muchacho se veía a sí mismo como «bueno» y «malo».
—¿Ruin te ha hecho daño alguna vez, Alex?
Negó con la cabeza.
—Ruen es mi amigo.
—Ah —repuse.
Busqué mentalmente la forma de descubrir por qué Alex había escogido a un demonio para proyectar sus emociones, si Ruin era la figura imaginaria responsable de que su madre se autolesionara y si Ruin tenía planes para que Alex se hiciera daño a sí mismo. El concepto de «malo» que tenía Alex podía implicar perfectamente la autolesión.
En aquel momento, Alex se acercó a mí y señaló la cicatriz que tengo en la mandíbula.
—¿Quién te ha hecho esa cicatriz? —preguntó.
Abrí la boca, pero no dije nada.
Alex parpadeó.
—Ruen dice que te lo hizo una niña porque estaba enfadada.
«¿Cómo diablos puede saberlo?», pensé.
Lancé una ojeada a Michael, pero estaba mirando a través de la ventana a un par de médicos que había en el pasillo, demasiado distraído para darse cuenta de lo que acababa de ocurrir. Miré de nuevo a Alex, con el corazón desbocado.
—Ruen dice que hiciste daño a esa niña —continuó Alex en tono interrogativo, perplejo.
Hice un esfuerzo por no perder la concentración.
—¿Te ha dicho Ruin cómo le hice daño?
Alex miró hacia su derecha.
—Ruen —dijo, en tono molesto—. Eso no está bien. —Luego se volvió de nuevo hacia mí—. No le hagas caso.
—¿Qué ha dicho?
Alex suspiró.
—En realidad, tonterías. Dice que la niña estaba atrapada en un agujero negro y muy profundo y que había una escalera, pero que tú la izaste y ella se quedó allí dentro.
—¿Es así como te sientes, Alex? —le pregunté.
Mi voz se había convertido en un susurro lejano, como si yo me hubiera dividido en dos: la que hacía las preguntas que le habían enseñado a hacer y una madre afligida cuyos brazos, de repente, deseaban volver a estrechar a su pequeña.
Pero era demasiado tarde. Alex se había encerrado en sí mismo, había bajado la persiana. Lo seguí con la mirada mientras se dirigía hacia la pizarra para dibujar por segunda vez la casa de sus sueños.
—Mañana volveré a verte —dije poniéndome en pie, con las manos temblorosas.
Sin embargo, él estaba enfrascado en su dibujo, retocando las alas que había sobre la casa.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Michael en el pasillo, mientras nos dirigíamos hacia la salida.
Iba tres pasos por delante de él, para que no pudiera ver mi turbación. Sentía vibrar el móvil en el bolso con mensajes de texto de mis amigos, que seguramente estarían muy preocupados. Trataba de ordenar mis pensamientos en una serie de números, contando hacia atrás desde diez, pero ya había llegado a cero, el corazón continuaba martilleando mi pecho y estaban a punto de saltárseme las lágrimas. Sentí las heridas de Poppy despertándose en sus oscuros rincones. Estaba a punto de venirme abajo.
—Esta tarde ordenaré mis notas y mañana por la mañana me reuniré contigo y con los demás —le dije a Michael a toda velocidad.
Habíamos llegado al vestíbulo del hospital. Michael me detuvo mientras me dirigía hacia la salida.
—Doctora Molokova —dijo con voz seca.
Levanté los ojos de repente, desconcertada por su tono. Se peinó su largo pelo rubio con la mano, visiblemente perplejo.
—Oye, dime sólo que no vas a separar a esa familia. Tengo a una de las mejores terapeutas del país ocupándose de la madre…
—Eso es estupendo —repuse—. Pero…
—Pero ¿qué?
—Creo que Alex puede representar un peligro para sí mismo. Preferiría que ingresara en el Hogar MacNeice, para tenerlo en observación.
El rostro de Michael se ensombreció.
—Beverly, la tía de Alex, ha salido de Cork y está de camino hacia aquí: Alex podrá estar en observación en su propia casa, con los suyos…
De pronto, me sentí exhausta y me arrepentí de haber renunciado al propósito de quedarme en casa.
—En mi opinión, Alex podría hacerse mucho daño a sí mismo si no lo vigilamos de cerca. Francamente, me asombra que hasta ahora no haya recibido tratamiento adecuado.
Por primera vez en muchas semanas, pasó fugazmente ante mis ojos una imagen de Poppy. Estaba en la mesa de un restaurante y sostenía un cuchillo; a nuestro alrededor, la gente empezaba a volverse. La tenue luz de una araña danzaba en el filo. Hice un ademán de irme. Sin embargo, Michael me agarró por el brazo.
—Quiero lo mejor para ese niño.
Me quedé mirando fijamente su mano; la sangre me hervía en las venas. Finalmente me solté.
—Entonces, déjame hacer mi trabajo —dije con calma.
Pasé junto a él, salí a la calle y me dirigí hacia la parada de taxis.
Muchos padres que conozco a raíz de mi trabajo me confiesan, con lágrimas en los ojos, su temor de que su hijo esté poseído. Es una posibilidad real y espeluznante a la que hacer frente: puede que nunca se haya considerado la idea de Dios o Satán, pero, de pronto, los extraños, aterradores y ocasionalmente violentos actos de tu hijo o tu hija te empujan a hacerte preguntas que nunca habrías pensado que podrían cruzarse por tu mente. Son preguntas que me atormentaron todos los días durante la mayor parte de la vida de Poppy, y para ser sincera, creo que nunca logré dar con las auténticas respuestas. Tras muchos años viendo cómo degeneraba su comportamiento, me harté de oír a especialistas diciéndome que mi guapa, inteligente y sensible hija sólo tenía «una gran imaginación», una etiqueta que con el paso de los años se fue convirtiendo en un espectro de apáticos e infundados diagnósticos de enfermedades mentales infantiles: síndrome de déficit de atención, trastorno de identidad disociativo, trastorno bipolar, síndrome de Asperger. Todos diagnósticos equivocados y, a raíz de ellos, medicaciones y tratamientos equivocados. Así pues, después de los estudios de medicina, me especialicé en psiquiatría infantil, a lo que añadí un doctorado basado en una corazonada sobre el estado de Poppy: esquizofrenia infantil.
Al igual que Michael, yo había querido que permaneciéramos juntas, como una familia. Sin embargo, eso le costó la vida a mi hija.
Mientras recorría las concurridas calles de Belfast en taxi, oí su voz. «Te quiero, mami. Te quiero». Y entonces la vi en mi imaginación, con toda claridad. Sus ojos de color café, achinados por la risa, y su tupida melena negra cayendo sobre sus hombros. Se volvía hacia mí, el brillo blanco de una cortina rozando su rostro. «El agujero ya no está», dijo, sonriendo.
Sólo tenía doce años.