LA SENSACIÓN
Anya
La llamada se produjo esta mañana, a las siete y media.
Ursula Hepworth, jefa de la Unidad de Salud Mental para pacientes hospitalizados del Hogar MacNeice para Niños y Adolescentes, me llamó al móvil y me habló de un muchacho de diez años que corre el peligro de hacerse daño a sí mismo o a los demás. Me dijo que se llama Alex Broccoli. Ayer, la madre de Alex intentó suicidarse y desde entonces está en observación. Mientras tanto, el niño ha sido trasladado a la unidad de pediatría del City Hospital. Alex estaba en su casa, en Belfast oeste, y se quedó solo con ella durante una hora, tratando de conseguir ayuda. Al final intervino una mujer que pasó a recoger a Alex para ir a un ensayo de teatro y los llevó a ambos al hospital. Como es fácil de comprender, el niño estaba muy alterado. Ursula me dijo que un asistente social, Michael Jones, ya se había puesto en contacto con el chico y mostró su preocupación acerca de su salud mental. A lo largo de los últimos cinco años, la madre de Alex ha intentado suicidarse al menos en cuatro ocasiones. Cuando ven a un progenitor tratando de autolesionarse, ocho de cada diez niños acaban imitándolo en un futuro.
—Normalmente, yo misma me ocuparía del caso de ese niño —explicó Ursula, con su acento griego salpicado de tonos norirlandeses—. Pero como tú eres nuestra nueva psiquiatra para niños y adolescentes, te lo paso a ti. ¿Qué me dices?
Me incorporé en la cama para sentarme, rodeada por el montón de cajas esparcidas por el suelo de mi nuevo apartamento. Tiene cuatro habitaciones y está situado a las afueras de la ciudad, tan cerca del mar que me despierto con los graznidos de las gaviotas y un ligero olor a sal. Las paredes están revestidas hasta el techo de baldosas de color rojo tomate que al amanecer arden como un horno, porque el apartamento está orientado al oeste y aún no he tenido tiempo de comprar unas cortinas. Tampoco he tenido tiempo de amueblarlo debido a las exigencias de mi nuevo trabajo, desde que llegué de Edimburgo hace dos semanas.
Eché una ojeada a mi reloj de pulsera.
—¿Cuándo quieres que esté ahí?
—¿Dentro de una hora?
A lo largo de los últimos tres años, he marcado el 6 de mayo como día libre con un círculo en mi agenda, y el permiso me fue concedido cuando firmé el contrato de trabajo. Y siempre será un día libre durante el resto de mi vida profesional. Este día, los que yo considero mis mejores amigos se presentarán ofreciendo consuelo, tartas de queso, tiernos abrazos, álbumes de fotos de mi hija y de mí en tiempos más felices, cuando ella estaba viva y se encontraba relativamente bien. Algunos de esos amigos no me verán en muchos años, pero incluso cuando peinen canas y hayan terminado otras relaciones, aparecerán ante mi puerta para ayudarme a superar ese día del calendario. Y siempre será así.
—Lo siento —dije, y empecé a hablar de mi contrato, de que había pedido ese día libre, y le pregunté a Ursula si ella podía hablar hoy con el chico y yo ya me pondría al día mañana repasando sus notas.
Hubo una larga pausa.
—Esto es muy importante —repuso Ursula con gravedad.
Hay mucha gente que se siente intimidada por Ursula. A mis cuarenta y tres años, me gusta pensar que ya he superado cosas como el complejo de inferioridad y, además, la desconcertante realidad del cuarto aniversario de Poppy ya me había casi arrancado las lágrimas de los ojos. Respiré profundamente y, con el tono de voz más profesional de que fui capaz, informé a Ursula de que estaría encantada de reunirme con el resto del equipo del servicio de salud mental para la infancia y la adolescencia al día siguiente por la mañana.
Y en ese momento experimenté algo que aún no soy capaz de explicar, algo que hasta entonces sólo me había ocurrido en muy pocas ocasiones y que es tan distinto a cualquier otra sensación que lo he llamado, simplemente, «la Sensación». No puede describirse con palabras, pero si intento verbalizarlo, sería algo así: primero, en el fondo del plexo solar, noto un calor, y acto seguido un fuego —aunque no es quemazón ni dolor— que me recorre el cuello y la mandíbula hasta el cuero cabelludo y me eriza el pelo, y al mismo tiempo lo noto en las rodillas, los tobillos, incluso en el sacro, hasta que soy tan consciente de cada parte de mi cuerpo que tengo la sensación de estar a punto de despegar. Es como si mi alma quisiera decirme algo, un mensaje urgente que es como un cosquilleo que invade mis capilares y mis células, que me amenazan con reventar si no lo escucho.
—¿Estás bien? —preguntó Ursula.
Le dije que esperara un segundo. Dejé el teléfono sobre el tocador y me limpié la cara. Después de diez años estudiando, no he encontrado ni un solo párrafo capaz de explicarme por qué me ocurre esto de vez en cuando ni por qué suele pasar en los momentos más importantes. Sólo sé que debo escuchar. La última vez que no lo hice, mi hija decidió acabar con su vida y yo no fui capaz de impedírselo.
—De acuerdo —le dije—. Iré este mañana.
—Te lo agradezco, Anya. Sé que estarás fantástica con ese niño.
Me dijo que se pondría en contacto con el asistente social del niño, Michael Jones, para decirle que se reuniera conmigo en el Hogar MacNeice dentro de dos horas. Colgué el teléfono y me miré al espejo. Uno de los efectos de la muerte de Poppy es que me despierto a menudo en plena noche, lo que me provoca unas manchas amarillentas debajo de los ojos que ningún maquillaje es capaz de ocultar. Me examiné la cicatriz blanca de forma irregular que tengo en la cara: la superficie de la mejilla ha sido aspirada hacia adentro a causa de las estrías del tejido muerto. Normalmente, todas las mañanas suelo dedicar un buen rato a arreglar mi largo pelo negro para disimular la fealdad. Sin embargo, hoy he tenido que conformarme con recogérmelo en un moño que he sujetado con un bolígrafo y vestirme con la única ropa que he sacado de las cajas: un traje pantalón negro y una blusa blanca arrugada. Por último, eso sí, me he colocado alrededor del cuello mi talismán de plata. Luego he dejado una nota para los amigos que vendrán y que, sorprendidos y estupefactos, descubrirán que he decidido cruzar el umbral de mi puerta el día del aniversario de la muerte de Poppy.
En un intento por no pensar en Poppy, he tomado la carretera de la costa en vez de la autopista. Puede que se deba a que me estoy acercando a la mediana edad, pero los recuerdos que ahora tengo de ella no son visuales sino sonoros: su risa, ligera y contagiosa, las melodías que solía inventarse sentada ante mi viejo Steinway tocando con un solo dedo en nuestro apartamento de Morningside, en Edimburgo, las frases que empleaba para referirse a su estado… «Es como… como un abismo, mamá. No, como si yo fuera un abismo. Un abismo. Como si yo me tragara la oscuridad».
El Hogar MacNeice es una vieja mansión victoriana que se erige en un terreno de media hectárea que, desde lo alto de unas colinas, domina los puentes de Belfast bautizados con nombres de reyes británicos. Recientemente reformado, el edificio ofrece tratamiento para pacientes externos e internos, niños y adolescentes, de edades comprendidas entre los cuatro y los quince años, aquejados de las enfermedades mentales que aparecen en los manuales médicos: problemas de ansiedad, depresión, comportamiento compulsivo, trastornos psicóticos… Dispone de diez habitaciones, un espacio con ordenadores, un estudio de arte, una sala para entrevistas o terapia, un salón de juegos, un comedor, una piscina, un pequeño apartamento para los padres que tengan que quedarse ocasionalmente a dormir y una sala de aislamiento, a la que los pacientes se refieren, rigurosamente, como «sala del silencio». Los enfermos necesitan formación, por lo que la institución cuenta con una escuela con profesores especializados. Después de completar mis estudios en la Universidad de Edimburgo, trabajé en un centro similar durante dos años, pero la reputación del Hogar MacNeice me indujo a volver a Irlanda del Norte, una decisión que aún considero provisional.
En el aparcamiento, estacionado junto al reluciente Lexus negro de Ursula, vi un coche nuevo, un Volvo de color verde botella con matrícula de 1990. Me pregunté si el asistente social de Alex, Michael Jones, ya habría llegado. Mientras cruzaba el aparcamiento, usando el maletín para protegerme de la lluvia torrencial, un hombre alto vestido con un traje azul marino apareció entre los pilares de piedra y se dirigió hacia mí mientras abría un paraguas.
—Bienvenida —gritó.
Me metí debajo del paraguas y él me protegió de la lluvia hasta que entramos en el edificio donde Ursula me estaba esperando en recepción. Es una mujer alta y tiene un aire majestuoso con su vestido rojo, su espesa melena negra con algunas canas a lo Diana Ross y su generosa estructura ósea de diosa griega, que parece más la de una mujer de negocios que la de una psicóloga clínica. Formaba parte de la junta que me entrevistó para este trabajo y era por ella por lo que estaba segura de no conseguir el puesto.
«Usted se preparó para ser médico de familia. ¿Por qué decidió pasarse a la psiquiatría infantil?».
Durante la entrevista, deslicé la mano derecha debajo del muslo y observé los rostros de los miembros de la junta: tres hombres, psiquiatras, y Ursula, internacionalmente reconocidos tanto por sus innovaciones en el campo de la psicología infantil como por su grosería.
«En principio, mi interés se centró en la psiquiatría —repuse—. Mi madre libró una larga batalla contra la enfermedad mental, y yo deseaba encontrar respuestas a los enigmas planteados por esa enfermedad». Si había alguien que conociera la devastación que provocan las enfermedades mentales —los tabús sociales y la humillación que comportan, su ancestral y aterradora relación con la vergüenza por los abismos en los que la mente humana se puede sumergir—, ésa era yo.
Ursula me examinaba minuciosamente desde su mesa. «Creía que el pecado capital de cualquier psiquiatra era la convicción de que podían hallarse todas las respuestas», dijo con frivolidad, una broma con pulla incluida. El presidente de la junta —John Kind, jefe del departamento de Psiquiatría de la Universidad de Queens— miró con incomodidad a Ursula y luego a mí y trató de formular una pregunta a partir del chiste apenas disimulado de Ursula.
«¿Cree haber encontrado todas las respuestas, Anya? ¿O es eso lo que pretende si consigue este puesto?».
Mi corazón decía que sí. Pero en ese momento sonreí y les di la respuesta que esperaban.
«Lo que pretendo es mejorar las cosas».
En recepción, Ursula me dedicó una sonrisa excesiva. Luego me tendió la mano y estrechó la mía con firmeza por primera vez desde el día de la entrevista. Los conflictos entre psiquiatras y psicólogos son bastante frecuentes, dada la disparidad de criterios, aunque, por su llamada telefónica, deduje que cualquier problema que pudiera haber tenido conmigo durante la entrevista ya estaba resuelto. Luego se volvió hacia Michael, que estaba sacudiendo el paraguas para introducirlo en el paragüero.
—Anya, éste es Michael, el asistente social de Alex. Trabaja para el ayuntamiento.
Michael se volvió y esbozó una media sonrisa.
—Sí —dijo—. Alguien debe hacerlo.
Ursula lo miró a través de sus pesados párpados antes de volverse hacia mí.
—Michael te explicará los detalles. Luego me reuniré contigo para comentar el enfoque del caso.
Ursula saludó a Michael con un rápido gesto de la cabeza antes de alejarse por el pasillo. Michael me tendió la mano para que se la estrechara.
—Gracias por venir en tu día libre —dijo.
Quería decirle que era mucho más que un día libre —era el aniversario de la muerte de mi hija—, pero, sin querer, se me hizo un nudo en la garganta. Me entretuve firmando en el libro de registro.
—¿Sabes? En realidad ya nos conocemos —dijo, arrebatándome el bolígrafo de la mano.
—¿De veras?
Firmó con una rúbrica ilegible.
—En el Congreso de Psiquiatría Infantil de Dublín, en 2001.
Ese congreso se había celebrado seis años atrás. No lo recordaba en absoluto. Vi que era flaco y ancho de espaldas, y que sus ojos verdes de mirada dura se posaban en mí unos segundos más de lo estrictamente necesario, incomodándome. Supuse que tendría treinta y muchos años, casi cuarenta, y ese cansancio que he percibido tantas veces en los asistentes sociales, un cinismo detectable en su lenguaje corporal y la levedad de su sonrisa. Tenía esa voz áspera de quienes fuman demasiado y por el corte de su traje y el lustre de sus zapatos sospeché que no tenía hijos. Su pelo, rubio, estaba despeinado y le llegaba hasta el cuello, aunque un perfume de gel me dio a entender que se trataba de algo deliberado.
—¿Y qué hacía un asistente social en un congreso de psiquiatría infantil? —pregunté, dirigiéndome hacia el pasillo que conducía hasta mi despacho.
—En principio, mi campo era la psiquiatría, después de un periodo en el seminario.
—¿El seminario?
—Una tradición familiar. Me gustó tu ponencia, por cierto. «Sobre la necesidad de la intervención contra la psicosis en Irlanda del Norte», ése era el título, ¿verdad? Me impresionó tu pasión por querer cambiar las cosas por aquí.
—Cambiar las cosas me parece un poco ambicioso —repuse—. Pero me gustaría saber cómo tratar la psicosis entre los pacientes más jóvenes.
—¿Y eso?
Me aclaré la garganta al sentir que aparecía de nuevo la necesidad de ponerme a la defensiva.
—Creo que pasamos por alto demasiados síntomas de psicosis e incluso de la esquizofrenia precoz, dejando que esos niños se echen a perder e incluso se autolesionen cuando con un tratamiento podríamos ayudarlos fácilmente a llevar una vida normal.
La voz empezó a temblarme. En mi cabeza oía los esfuerzos de Poppy al piano, mientras canturreaba en voz baja la melodía que trataba de sacar con las teclas. Cuando me volví de nuevo hacia Michael me di cuenta de que estaba observando la cicatriz de mi cara. «Debería haberme dejado el pelo suelto», pensé.
Llegamos ante la puerta de mi despacho. Traté de recordar mi código de acceso, que me había dado hacía una semana Josh, el secretario de Ursula. Al cabo de unos segundos, tecleé el ansiado número en la cerradura. Me volví y vi a Michael mirando con aire circunspecto el pasillo, a derecha e izquierda.
—¿No habías estado antes aquí? —le pregunté.
—Sí. Demasiadas veces, me temo.
—¿No te gusta?
—No apruebo las instituciones psiquiátricas. No para los niños.
Abrí la puerta.
—Esto no es una institución psiquiátrica, es una unidad de hospitalización…
Él sonrió.
—Llámalo hache…
Una vez dentro, Michael se quedó de pie hasta que le señalé dos cómodas butacas junto a una mesita y le ofrecí algo de beber, aunque él no quiso tomar nada. Me serví una infusión y me senté en la butaca más pequeña. Michael seguía de pie, mientras miraba enfrascado un póster que había en la pared, junto a la estantería.
—«La sospecha, a menudo, crea lo que se sospecha» —dijo, leyendo el póster.
Por como lo dijo, era una pregunta.
—C. S. Lewis. Las cartas de Escrutopo. ¿Has leído el…?
—… Sí, conozco el libro —contestó, crispando el rostro al ver mi infusión—. Me pregunto por qué harías enmarcar esa cita.
—Creo que era algo que en un tiempo tenía sentido.
Michael tomó asiento.
—Tengo una camiseta con esa frase.
Hizo una pausa mientras sacaba una carpeta de su maletín. En la parte superior estaba escrito un nombre: ALEX BROCCOLI.
—Alex tiene diez años —me dijo Michael, bajando la voz—. Vive en una de las zonas más pobres de Belfast con Cindy, una madre soltera de unos veinticinco años. Cindy también ha tenido una vida muy dura, aunque eso quizás deberíamos hablarlo en otro momento. Como ya sabrás, hace poco ha intentado suicidarse.
Asentí con la cabeza.
—Y el padre de Alex, ¿dónde está?
—No lo sabemos. En la partida de nacimiento de Alex no figura ningún nombre. Cindy nunca se casó y se niega a hablar de él. No parece que tenga un papel demasiado importante en la vida de Alex. Lo que sí sabemos es que Alex está muy preocupado por la salud de su madre. Se comporta como un padre con ella, y muestra todas las características de los niños que padecen profundamente el trauma del intento de suicidio de un progenitor.
Michael le dio la vuelta a un documento que había encima de la mesa para que yo pudiese leerlo: era una compilación de notas sobre las visitas de Alex a varios psiquiatras infantiles.
—Las entrevistas con su madre y con algunos profesores han revelado múltiples episodios psicóticos, incluida violencia contra un docente.
—¿Violencia?
Michael lanzó un suspiro, reacio a dar detalles.
—En clase, durante un arrebato, la emprendió a golpes. Dijo que otro niño lo había provocado y la profesora no quiso darle importancia, pero aun así dejamos constancia de esos actos.
Un rápido vistazo a las notas me dejó claro que Alex poseía todos los síntomas clásicos de un leve trastorno del espectro autista de alto funcionamiento cognitivo: concreción del pensamiento, tendencia a los malentendidos, arrebatos violentos, lenguaje ligeramente muy complejo para su edad, falta de amistades y excentricidad. Me fijé en algo especial: su insistencia en que veía demonios. Luego vi que nunca se le había prescrito ninguna medicación ni tratamiento y por un momento no supe qué decir. Algunos colegas escoceses me habían advertido repetidamente que «en Irlanda del Norte, las cosas son distintas», y al decir «cosas» se referían a la práctica de la intervención psiquiátrica. Esas palabras resonaban en mis oídos mientras repasaba el informe.
Al cabo de unos instantes me di cuenta de que Michael me estaba observando.
—Dime, ¿qué te trajo a Irlanda del Norte? —me preguntó cuando me crucé con su mirada.
Me recosté en la butaca y apreté las manos.
—La respuesta corta es el trabajo.
—¿Y la larga?
Dudé.
—Un comentario casual de una candidata al doctorado que estaba de prácticas en la unidad de Edimburgo donde trabajaba. Mencionó que incluso los niños de Irlanda del Norte que nunca habían vivido el conflicto irlandés, que nunca habían sido rescatados de una piscina y envueltos en papel de estaño durante una alarma terrorista, que nunca habían medido la distancia a partir del ruido de una bomba y que nunca habían visto un arma también sufrían los efectos psicológicos a causa de todo lo que habían padecido las generaciones que los precedían.
Michael ladeó la cabeza.
—Impacto secundario. Así es como lo llaman, ¿no?
Asentí con la cabeza. Por un instante, mi memoria evocó el ruido sordo de una bomba. Desde la ventana de mi habitación en Bangor —un suburbio costero, en la periferia de Belfast— podía oír las explosiones: escalofriantes, apagadas. Es un recuerdo del que nunca he conseguido librarme.
—Aquí, el predominio de las patologías psicológicas entre la población adulta es mayor que en cualquier otro lugar del Reino Unido.
—Bueno, entonces, eso explica muchas cosas sobre mi trabajo. —Michael se frotó los ojos, repentinamente sumido en sus pensamientos—. Y tú, ¿has sido rescatada alguna vez de una piscina durante una amenaza de bomba?
—Dos veces.
—Entonces, admites que todos los pobres desgraciados que han vivido esas situaciones tienen más posibilidades de padecer una enfermedad mental.
Negué con la cabeza.
—Nadie es capaz de determinar el impacto de una vivencia en la salud mental de un individuo. Hay demasiados factores que…
Él frunció el ceño.
—Alex nunca ha vivido ninguna experiencia como ésa.
—¿No?
—Hemos hablado con él y con Cindy sobre cosas como ésas. Sí, de acuerdo, vive en un barrio conflictivo, pero Cindy ha dejado muy claro que fueron los abusos que sufrió en su casa cuando era niña los que han tenido en ella un efecto tan devastador.
«Otra forma de impacto secundario», me dije.
—¿Cuánto tiempo llevas ocupándote del caso de Alex?
—Me ocupo esporádicamente de él desde que tenía siete años. Su situación familiar es muy delicada, y sus condiciones de vida tampoco son precisamente ideales. La última vez que Cindy intentó suicidarse, las autoridades amenazaron con darlo en adopción.
Pensé que ésa no era una idea tan mala como, evidentemente, creía Michael, aunque de momento decidí concederle el beneficio de la duda. Tamborileé con los dedos las notas que tenía ante mí mientras pensaba.
—¿Qué necesitamos? —pregunté tranquilamente, consciente de que Michael había levantado la voz al mencionar la adopción. Su pálido rostro se ruborizó en torno a la mandíbula.
—Para empezar, un certificado en el que se declare que el niño necesita atención especializada. —Hizo una pausa—. Cuando me enteré de que en la ciudad había un nuevo psiquiatra infantil…, en fin, puedes imaginarte lo aliviado que me sentí.
Sonrió y, de pronto, tuve miedo de defraudarlo.
—Sé más concreto, Michael. Por favor.
Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas, los ojos fijos en mis piernas. Después de toser, levantó la mirada para encontrarse con la mía.
—El hecho es, doctora Molokova, que yo soy un defensor de Signs of Safety.
Me quedé mirándolo fijamente.
—Sé lo que es Signs of Safety —repuse con rotundidad.
A mí también me interesaba. Signs of Safety es un modelo de protección infantil basado en el trabajo codo con codo con las familias para construir un sistema de seguridad y, en última instancia, una terapia articulada en torno a la familia. La mayoría de sus defensores rechazan firmemente la clase de intervención en la que se basa mi trabajo.
—Escucha, necesito que me prometas que no vas a separar a esa familia. Hazme caso: se necesitan mutuamente, y no un procedimiento burocrático predeterminado que arroje a ese niño en manos de…
—Mi único objetivo es averiguar qué tratamiento necesita ese niño.
Lo dije tranquilamente y con calma, esperando que eso lo tranquilizara. Si íbamos a trabajar juntos en este caso, teníamos que jugar en el mismo equipo.
Me miró con cierto nerviosismo, casi suplicándome. Ese niño significaba mucho para él. Y no sólo profesionalmente: comprendí que Michael se había implicado personalmente en aquel caso. Percibí en él un cierto complejo de héroe: su aire avejentado y fatigado era consecuencia de sus frustraciones. Tras una pausa muy larga, esbozó una sonrisa antes de servirse una taza de mi infusión de ortiga y tragársela con un prolongado escalofrío de disgusto.
Al darme cuenta de que faltaban veinte minutos para nuestra charla con Alex, me levanté. Michael recogió sus notas y las metió con cuidado en su maletín.
—Pareces cansada —dijo, sonriendo para demostrar que el comentario era fruto de la empatía y no de un deseo de criticarme—. ¿Vamos en mi coche?