XXIX

UN AMIGO

Alex

Querido diario:

Estoy en el coche de tía Bev y me cuesta escribir, porque es muy pequeño y ella conduce como si la carretera fuera una pista de hielo. Nos dirigimos a la cárcel de Magilligan para ver a mi padre. Ella no ha parado de contarme chistes durante toda la mañana, tratando de que me riera. Incluso me ha pedido una tostada con cebolla en un bonito restaurante, pero yo sé por qué lo ha hecho. No quiere que piense en mamá ni en el funeral y está preocupada por cómo me sentiré cuando vea a papá. Trato de no pensar en el ataúd de mamá y en cómo lo bajaron a la fosa. Odié aquel momento: se me revolvió el estómago y se me rompió el corazón. Pienso en los narcisos que mandamos plantar alrededor de la tumba; me recuerdan a ese día en que mamá se sentía tan orgullosa de sí misma. Quería poner la taza de váter de mamá en su tumba, pero tía Bev se negó.

—¿Has oído hablar de Roz? —le pregunté.

Nos íbamos alejando de nuestra antigua casa. Jojo había dejado que me quedara con mi traje de Horacio como recuerdo.

—¿Quién es Roz? —preguntó tía Bev.

Apartó los ojos de la carretera y me miró como si supiera quién era Roz, y entonces el coche viró bruscamente y estuvimos a punto de morir.

—Roz es la directora de casting que me vio en Hamlet —contesté—. Me dijiste que habías hablado con ella.

Tía Bev sonrió.

—Ah, sí, esa Roz. Estoy seguro de que tendremos noticias suyas muy pronto.

La última vez que vi a Anya me dijo que me sentara y me contó algunas cosas sobre mi padre que según ella debía saber. Me dijo que se llamaba Alex Murphy. Había nacido en 1972, lo cual significa que tiene treinta y cinco años, lo cual es 3,5 veces mi edad, aunque el mes que viene cumpliré once, por lo que él sólo tendrá 3,1 veces mi edad. Anya me dijo que estaba en la cárcel de Magilligan, como me había dicho mamá. Me dijo que se había puesto en contacto con él y que se puso muy contento al saber que quería verlo.

—¿Contento? —le pregunté.

Anya sonrió.

—Más contento que unas pascuas, Alex. Si quieres puedo enseñarte su carta.

Asentí con la cabeza.

—¿Por qué crees que mató a esos policías? —pregunté.

Anya tenía la mirada triste.

—Pertenecía a una organización que cree en el asesinato, Alex.

Eso no hizo que me sintiera mejor.

—Pero ¿tuvo que matarlos o podría haber dicho que no quería hacerlo?

—Supongo que la única forma de saberlo es preguntándoselo a tu padre. Pero…

Anya hizo una larga pausa.

—¿Qué? —dije.

Parecía estar pensando cuidadosamente lo que iba a decir.

—Creo que sólo encontrarás verdaderas respuestas después de mucho tiempo. A veces hay respuestas que no llegan de golpe. A veces están tan enterradas que la gente necesita tiempo para explicarse.

A continuación, Anya se quedó pensando un largo rato. Se parecía a tía Bev, que estaba sentada junto a mí, cogiéndome de la mano.

—Creo que es importante no condenar abiertamente al padre de Alex, al margen de lo que usted piense de él —oí que Anya le decía a tía Bev, quien respiró profundamente.

Tía Bev parecía preocupada. Anya extendió el brazo y le cogió la mano.

—Sé que lo que hizo es…, bueno, es lo que es —dijo. Aunque no tenía ningún sentido, tía Bev asintió con la cabeza—. Una parte muy importante de la recuperación de Alex depende de que visite a su padre cuando pueda, o de que le escriba.

Tía Bev se frotó los ojos y pensó en lo que había dicho Anya. Al cabo de un rato me miró y me dedicó una tímida sonrisa. Luego dijo:

—¿Crees que tu madre habría querido que te llevara a ver a tu padre, Alex?

Asentí con la cabeza.

—Por supuesto. Mamá quería a papá. Él hacía bailar los panecillos.

Y luego le conté que él preparaba brochetas, le hablé de las armas en el interior del piano y del coche azul. Y de los policías.

—Muy bien —dijo ella, al cabo de un rato—. Pero antes debemos ir a otro sitio.

—¿Adónde? —pregunté.

Entonces Anya se levantó y se fue a la cocina para preparar un té, pero creo que sólo estaba siendo complaciente, para que tía Bev y yo pudiéramos hablar en privado. Tía Bev se volvió hacia mí y por un momento parecía no saber qué decir. Se mesó el pelo corto y canoso y sonrió.

—He comprado una casa, Alex. Vendrás a vivir conmigo.

La miré, parpadeando.

—¿Una casa? ¿Ésta no?

—¿Te parece bien? ¿Te apetece?

Abrí unos ojos como platos.

—¡Sí, me encanta la idea!

Empecé a preguntarle por la casa, si tenía jardín, una cocina grande y un camino para dejar su pequeño su coche deportivo. Tía Bev me dijo que tenía todo eso. Estaba a punto de explotar de alegría, pero entonces se me ocurrió algo.

—¿Eso significa que voy a trasladarme a Cork?

Ella negó con la cabeza.`

—No, yo me traslado al norte —dijo—. Quiero estar cerca de Anya, para que pueda ayudarte a ponerte mejor. Y para que tú puedas seguir actuando, si te apetece, y ni siquiera tengas que cambiar de escuela. —Extendió un mapa de Irlanda del Norte, cuya forma recuerda a la cabeza de una bruja. La nueva casa de tía Bev está justo en su nariz—. Es la península de Ards —dijo—. ¿Has estado alguna vez?

Negué con la cabeza.

—¿Podemos ir?

Tía Bev guardó el mapa y me dijo que sí, aunque antes deberíamos volver varias veces a nuestra antigua casa para asegurarnos de que nos llevábamos todas las cosas. Anya volvió, cogió de la mano a tía Bev y le dio un beso en la mejilla. Luego se inclinó y me agarró las manos.

—Recuerda lo que te dije, Alex —susurró—. Tú eres Alex. Nadie se parece a ti, y tú no te pareces a nadie. —Hizo una pausa—. De hecho, puedes ser quien tú quieras.

Asentí con la cabeza y sentí calor en el rostro cuando ella me besó en la mejilla. Luego le dijimos adiós con la mano. Aunque no era realmente un adiós, dijo ella, porque volveríamos a vernos al cabo de pocas semanas.

Tía Bev condujo el coche por un montón de curvas hasta que llegamos a una zona industrial cercana al centro de la ciudad. Cuando se detuvo, tenía náuseas.

—¿Aquí es donde vamos a vivir?

Ella parecía perpleja.

—No, Alex. Mira.

Me señaló una enorme señal azul que había en una alambrada, justo delante de mí. RSPCA. Me quedé mirándolo fijamente. ¿Qué estábamos haciendo allí?

—Hemos venido a recoger a alguien —dijo tía Bev, sonriendo.

Entonces, en mi cerebro, se encendió una bombilla.

—No puede ser —dije, porque no podía creerlo.

Ella volvió a sonreír.

—Apuesto a que te ha echado de menos.

Salí del coche dando un brinco y corrí hacia la entrada. En la protectora de animales reinaba el silencio. Tía Bev me dijo que preguntara a la recepcionista, porque estaba convencida de que aún seguiría allí. Por un momento, me entró el pánico. ¿Y si alguien se lo había llevado?

Y entonces lo oí. El ladrido de Guau, fuerte y frenético. Estaba atado a una correa, delante de una señora que llevaba un holgado chaleco de pesca y botas negras, y tenía un piercing en la nariz. En cuanto me vio, empezó a tirar de ella, alzando las patas delanteras para acercarse más. Corrí hacia él y se lanzó sobre mí, lamiéndome la cara y ladrando muy fuerte.

La mujer parecía enojada.

—Me ha echado de menos —le dije. Dejé que me lamiera toda la cara hasta que empezó a morderme la nariz. Entonces lo rodeé con los brazos—. Hola, chico.

Se puso a aullar y giró sobre sí mismo. Luego se colocó sobre mi rodilla y puso la cabeza bajo mi axila. Su pelo no estaba tan blanco como de costumbre y tenía las costillas más marcadas que antes, pero aun así seguía siendo Guau. Tía Bev firmó unos impresos y al cabo de un momento tenía a Guau sentado en mi regazo, en el coche, camino de nuestra nueva casa.

Tardamos un poco en llegar. Guau estaba roncando en mi regazo y el sol tornaba el cielo dorado. La ciudad había dado paso a una extensión de campos verdes y al océano azul. Cuando el coche empezó a reducir la marcha supe que estábamos a punto de llegar, pero no podía creerlo. Avanzábamos por un largo camino de piedras blancas hacia la casa que había imaginado tiempo atrás. Era exactamente la misma casa, como si quien fuera que la hubiese construido me hubiera leído el pensamiento: una enorme casa blanca con una gran puerta roja, flanqueada por dos arbolitos plantados en sendos tiestos. Tenía ocho ventanas con cortinas y una veleta junto a la chimenea. Desde fuera pude ver que la cocina era inmensa. La única diferencia entre la casa que había imaginado y la que tenía enfrente era que junto a ésta había un sauce enorme cuyas ramas parecían ríos de plata.

—¿Cuántas habitaciones tiene? —le pregunté a tía Bev, en un susurro.

—Cuatro —dijo.

Me eché a llorar. Lloraba tan fuerte que tía Bev parecía muy asustada y me preguntó si me había hecho daño. Me sequé la nariz con la manga y le dije que no: era muy feliz. Tía Bev detuvo el coche en el camino de grava y en cuanto abrí la puerta Guau saltó, se metió en los charcos que había formado la lluvia y luego salió corriendo hacia la puerta. Tía Bev salió del coche y estiró los brazos.

—¿Qué te parece, Alex?

Bajé del coche y eché un vistazo a la casa. De las ventanas del piso superior colgaban tiestos con flores que parecían pañuelos de colores.

—¿Todos estos jardines son nuestros? —pregunté.

Había uno frente a la casa que se extendía a ambos lados, y cuando avancé hacia mi derecha, vi que también había otro en la parte de atrás. Tía Bev me dijo que teníamos mil metros cuadrados de jardín, lo cual me pareció lo bastante grande para unos columpios y un campo de fresas.

—Hola —dijo una voz mientras estaba contemplando los jardines.

Me volví y vi a un niño de pie en el camino de piedras blancas. Tenía el pelo de un color naranja muy brillante, peinado hacia atrás, y llevaba un aparato en los dientes. Era un poco más alto que yo y sostenía un avión de color verde que me pareció impresionante.

—¿Vives aquí? —me preguntó.

Asentí con la cabeza.

—¿Y tú vives cerca?

Volvió la cabeza y señaló con el dedo una casa situada en una colina.

—Vivo allí, con mi madre.

—Tienes un avión muy chulo —dije.

Bajó los ojos un instante, para mirarse los pies.

—Me llamo Patrick.

—Yo soy Alex.

Patrick levantó el avión.

—Es un caza a reacción. Lo montó mi padre. A veces me lleva de pesca. Es aburrido.

Me encogí de hombros.

—¿Crees que podría hacerme pasar por ti e ir en tu lugar?

Patrick abrió unos ojos como platos.

—Podríamos intentarlo.

Por un momento pensé en peces y luego en tiburones, y me pregunté si cabría entero en el interior de un tiburón. Entonces me di cuenta de que Patrick me miraba fijamente.

—¿Quieres que te enseñe mis otros aviones? —dijo—. En casa tengo un montón.

Le dije que sí y él también dijo «¡Sí!», aunque mucho más entusiasmado, y echó a correr. Al cabo de un minuto se dio la vuelta y me hizo un gesto con la mano para que lo siguiera. Dudé, porque de repente me sentí triste. Echaba de menos los chistes de Ruen, sobre todo los de bocadillos. Echaba de menos sus sugerencias sobre lo que debía decirle a la gente cuando era sarcástica. Echaba de menos sus paseos por nuestra casa, con las manos a la espalda, explicándome cosas sobre Lucrecio, sobre lenguas muertas y sobre un tal Nerón.

Lo que no echaba de menos era cuando me decía que yo no era nada. Y tampoco sus mentiras.

—¿Con quién estás hablando, Alex? —preguntó tía Bev, cerrando el maletero.

—Con un amigo —dije. Vi a Patrick saludándome con la mano, a lo lejos—. Ahora tengo un nuevo amigo.

Tía Bev alzó los ojos. La expresión de su rostro parecía preocupada.

—¿Un amigo? ¿Dónde está?

—Allí.

Señalé a Patrick, que estaba en la colina, corriendo hacia su casa. Se volvió y gritó:

—¿Vienes?

Tía Bev lanzó un largo suspiro, como si se sintiera profundamente aliviada.

—¿Quieres que te ayude con el equipaje? —le pregunté.

Ella sonrió, negando con la cabeza.

—Ve a jugar con tu nuevo amigo.

—Vale.

Me di la vuelta y corrí colina arriba hacia donde se encontraba Patrick. Unos nubarrones grises flotaban sobre su casa. Uno de ellos parecía Guau y otro una hamburguesa con queso. Otro me recordó a Ruen cuando tenía la apariencia del Anciano. Me detuve a medio camino.

—Vamos —gritó Patrick desde la puerta de su casa.

Alcé la vista para mirar la nube, nervioso porque habría jurado que había visto los horribles ojos de Ruen, y que también los había sentido. Pero entonces sopló una ráfaga de viento que desplazó la nube y en el cielo sólo pude ver el primer brillo de las estrellas.