XXVIII

LAS RESPUESTAS

Anya

Me desperté dos días después en la unidad de cuidados intensivos del hospital Belfast City, un lugar en el que nunca había estado en los treinta años que he vivido aquí pero que ahora me resultaba sorprendentemente familiar. Estaba en un pabellón con otras dos mujeres y tenía un gotero en el brazo. Un monitor cardíaco emitía pitidos a mi lado. Junto a la cama había un jarrón con un ramo de rosas rojas. Durante unos minutos me quedé allí, aturdida, hasta que la rueda de mis pensamientos empezó a girar otra vez y me pregunté cuánto tiempo habría estado inconsciente y, fruto de una profunda sospecha, si estaría realmente viva. Poco a poco, una serie de dolores y palpitaciones recorrieron todo mi cuerpo, la garganta, el cuello, los hombros, el estómago; y comprobé aliviada que sí estaba viva.

Una joven enfermera de pelo negro pasó junto a mí, dedicándome una sonrisa, y luego, al ver que me había despertado, se acercó de nuevo para comprobar mis constantes vitales y leyó el historial médico.

—Bueno, bueno —dijo, alegremente—. De vuelta al mundo de los vivos. ¿Cómo se encuentra?

Traté de incorporarme, pero el repentino esfuerzo hizo que el monitor cardíaco empezara a pitar. La enfermera se apresuró a colocarme una almohada detrás de la espalda.

—¿Dónde está Alex? —le pregunté.

—¿Quién?

—Michael —me corregí, suponiendo que ella no debía estar al corriente de la situación. Michael tendría noticias de Alex—. Michael Jones. Me imagino que fue él quien me trajo al hospital. ¿Está aquí?

Lo pensó mientras me colocaba alrededor del brazo la tira para controlar la presión arterial.

—Creo que ha salido un momento. ¿Eso no es suyo?

Seguí su mirada hasta la silla que estaba junto a la cama, donde había una chaqueta de lana marrón perfectamente colgada en el respaldo.

—Creo que sí.

La enfermera cogió el historial y apuntó unos números en una columna.

—Diré que le traigan un poco de sopa.

Entonces oí unos pasos que se acercaban hasta mi cama. Levanté la vista y vi a Michael. La expresión de su rostro mostró una mezcla de sorpresa y alivio al verme incorporada. La enfermera me miró.

—¿Se refería a él?

Le hice un gesto de asentimiento con la cabeza. Michael tenía una barba incipiente y los ojos hinchados por la falta de sueño.

—¿Cómo te encuentras? —dijo.

Dudé. Tenía la mente enturbiada. Poco a poco, como una marea lenta, afloró el recuerdo de todo lo ocurrido: la cara de Alex, roja por las lágrimas y el dolor. El tubo de plástico volcado. El rastro de polvo beis en mi expreso. La sensación de asfixia.

—¿Dónde está Alex? —susurré.

La sonrisa de Michael se esfumó. Se mesó sus largos cabellos. Era evidente que se resistía a decírmelo. Sentí que se me aceleraba el corazón.

—Está muerto, ¿verdad?

Michael tragó saliva y desvió la mirada. Luego acercó una silla a la cama y me cogió de la mano.

—Puedo hablar, ¿no? —dijo.

Asentí con la cabeza.

Cuando Michael rompió el cristal de la puerta y consiguió abrirla, Alex se desplomó en el suelo. Yo aún seguía inconsciente, tumbada boca abajo junto a la silla, sin señales visibles de lo que me había podido ocurrir. Ursula y Howard atendieron a Alex, que también estaba inconsciente, mientras Michael me hacía el boca a boca. Vio que tenía el cuello hinchado y un sarpullido debajo de la clavícula. Luego recordó que le había hablado de mi talismán. Me puso de lado y llamó a una ambulancia desde su móvil.

—Pensé que estabas muerta —dijo, con la voz quebrada.

Los paramédicos me inyectaron adrenalina en el muslo, lo cual, según me contó Michael, me hizo abrir los ojos. Me quedé mirándolo fijamente unos instantes antes de volver a perder el conocimiento. Ursula gritó algo acerca del torso de Alex. Estaba en el suelo, inclinada sobre él, levantándole la camiseta blanca. En el pecho tenía varias marcas de quemaduras, muy grandes.

—Esta mañana le han visitado los médicos —dijo Ursula—. Y estas marcas no estaban.

Con la ayuda de Howard, Ursula trató de reanimarlo, pero sin éxito.

—¿Su corazón sigue latiendo? —preguntó Michael.

Ursula asintió con la cabeza.

—Muy débilmente.

Un minuto después llegó la ambulancia. Tras ponerme una máscara de oxígeno, los paramédicos se nos llevaron a Alex y a mí en sendas camillas hasta la ambulancia, seguidos de Michael y Ursula, Joshua, el secretario de Ursula, llegó corriendo. Se quedó mirando a Michael antes de decirle a Ursula que había recibido una llamada. A pesar de sus esfuerzos por ser discreto, Michael lo oyó claramente: Cindy había muerto.

Cuando Michael me dio la noticia de la muerte de Cindy, permanecí en silencio. Me quedé mirando las cortinas con estampado de flores moviéndose ligeramente contra el alféizar de la ventana, en el otro extremo de la habitación. Pensé en Cindy, en un momento de su encuentro con Alex, al que había asistido. Fue cuando ella le enseñó su creación en el invernadero, de la que se sentía orgullosa. Alex la había hecho reír y ella se volvió hacia mí, con su pelo rubio peinado hacia arriba, iluminado por el sol, y su amplia y franca sonrisa y sus ojos, azules y brillantes.

Pensé en algo que me preguntó la primera vez que nos vimos. «¿Cree que alguien que ha tenido una infancia como la de Alex o como la mía tiene alguna oportunidad en la vida?». La vida de Cindy había sido un largo periplo de familias adoptivas, abusos sexuales, falta de atención, violencia…, hasta que a los quince años fue adoptada por la madre de Beverly. Por entonces ya estaba embarazada de Alex y sus esperanzas de vivir una vida mejor se habían desvanecido.

Sin embargo, con Alex yo no estaba tan segura de que no hubiera esperanzas. Creía que él, a pesar de todo, tenía todas las oportunidades del mundo.

No, a pesar no, sino gracias a Cindy. Porque ella lo quería, y él lo sabía.

Michael siguió hablando, contándome todos los detalles del rompecabezas que había conseguido reconstruir; un acto útil, comprendí, para sentirse útil en una situación muy difícil.

—Los cacahuetes eran de este hospital —dijo, con rabia, señalando el suelo, como si el personal encargado del catering debiera tener la capacidad de detectar el potencial de los cacahuetes como arma mortal—. Alex los guardó en su taquilla y luego los machacó. —Se encogió de hombros y negó con la cabeza, desconcertado—. Me pregunto cómo lo hizo. ¿Por qué haría algo así?

Sabía que Michael se sentía culpable. Creía que debería haberse imaginado que ocurriría, que debería haber insistido en entrar en la sala de terapia conmigo.

—¿Cómo podía saber que entrarías en shock? —dijo.

Se movía en la silla, inquieto por los misterios aún por resolver. Vi que tenía restos de tierra en las uñas. Por sus manos, se diría que se había pasado los últimos dos días sembrando ruibarbos.

—No creo que Alex tuviera intención de matarme —dije.

Mi voz era apenas un ronco susurro. Michael levantó bruscamente los ojos.

—Pues a mí me parece que sí.

Negué con la cabeza, tocándome el cuello.

—Es más complicado de lo que parece. Le vinieron a la memoria todos los recuerdos que había reprimido tan brutalmente, las cosas sobre su padre que no comprendía.

Recordé que Michael no había visto las imágenes del tiroteo, que, en realidad, no tenía ni idea de quién era el padre de Alex. Llegado el momento se lo contaría. Pero ahora teníamos que concentrarnos en los hechos. Alex había perdido a su madre. Había perdido su casa. Había visto a su padre asesinando a dos hombres. Sin duda alguna, su psicosis la había provocado aquel hecho y luego la habían agravado los intentos de suicidio de su madre. Me resultaba difícil estar enfadada con Alex por lo que había hecho. Lo que más me importaba era hacerme una composición de por qué lo había hecho. De ello dependía su futuro.

—Llévame con él —le dije a Michael al cabo de unos minutos.

Miró la silla de ruedas que había en el otro lado de la cama. Sin decir ni una palabra, se inclinó hacia delante, me levantó y me sentó delicadamente en la silla, empujándola hasta la unidad pediátrica. A primera hora de la mañana, Alex había sido trasladado de la unidad de cuidados intensivos a una sala de pediatría. Una asistente social a la que conocía de vista (Joanna Close, una inglesa de poco más de sesenta años, bajita, de pelo ralo y vestida con un traje pantalón gris) estaba sentada junto a la puerta. Al vernos, se levantó y se acercó hasta nosotros.

—No tiene daños permanentes —oí que le decía a Michael—. Las radiografías del tórax han salido bien. El médico quiere que Alex permanezca ingresado al menos otra noche para tenerlo en observación.

Michael se inclinó y me apretó el hombro. Ambos sabíamos que, a causa del intento de agresión de Alex, en cuanto saliera del hospital seguramente sería trasladado a St Paul’s Fold, una unidad psiquiátrica para niños y adolescentes de alta seguridad, en el condado de Tyrone. Aunque St Paul’s también daba importancia al tratamiento y, en caso de abuso de drogas, a la rehabilitación, la unidad también acogía a muchos jóvenes delincuentes. A pesar de sus buenas intenciones y de las excelentes instalaciones, no me parecía un sitio donde Alex pudiera educarse en buenas condiciones. Le dije a Michael que esperara fuera mientras hablaba con Alex a solas. Cuando iba a entrar, intentó agarrarme por el brazo, pero finalmente se detuvo.

—No te preocupes —le dije.

—Lo siento —repuso él, mirando por encima de mí para echar una ojeada a la sala—. Es que… después de la última vez…

—Acaban de trasladarlo de cuidados intensivos. No creo que suponga ningún peligro, ¿no crees?

Michael lanzó un suspiro y miró el interior de la sala. Finalmente, transigió.

—Me quedaré aquí.

Alex estaba sentado en la cama. Llevaba un gotero en el brazo y el torso cubierto de vendajes. En cuanto me vio, se estremeció y se echó a llorar. Giré las ruedas de la silla para acercarme a la cama y me fijé en seguida en que en la mesilla había una foto de él con su madre tomada hacía unos años: se estrechaban con fuerza, rodeándose con los brazos y haciendo una mueca. Se dio cuenta de que estaba mirando la foto y se secó los ojos con las palmas.

—Me la ha traído Bev —dijo, tras recuperar la compostura.

Dudé un momento.

—Lamento mucho lo de tu madre, Alex.

Él asintió con la cabeza, haciendo un esfuerzo por no echarse a llorar otra vez. Cuando se volvió de nuevo hacia mí, de algún modo, parecía mayor de lo que era. Ya no era el niño nervioso y preocupado que había conocido hacía tan sólo dos meses en la unidad de psiquiatría.

—El funeral se celebrará el jueves —dijo, secándose las lágrimas de las mejillas—. ¿Asistirás?

—Por supuesto.

Pareció aliviarse un poco, animado por mi apoyo. Hizo varias respiraciones cortas, haciendo un gesto de dolor tras cada una de ellas. Miré los vendajes que tenía en el pecho y el estómago.

—¿Qué te has hecho ahí, Alex?

Él bajó los ojos.

—Fue Ruen.

—¿Ruen?

Alzó la cabeza muy despacio y asintió.

—¿Podrías decirme cómo te lo hizo?

—No —dijo, con firmeza—. En realidad no lo sé. Creo que fue porque me tenía controlado. No quería que tú lo hicieras desaparecer.

—¿Fue eso lo que te dijo?

Volvió a bajar los ojos y se rodeó el pecho con un brazo.

—No, yo simplemente lo sabía. Como cuando sabes algo de un amigo sin necesidad de que lo cuente, ¿comprendes?

Asentí con la cabeza. Al cabo de un momento, me miró y dijo:

—No quería hacerte daño. Lo siento mucho.

Pensé en el momento en que me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. El nudo en el estómago. Mi garganta contrayéndose. Cerré los ojos y pensé lo cerca que había estado de la muerte.

¿Habría visto a Poppy en el otro lado?

—¿Sabías lo que hacías cuando echaste los frutos secos en mi café? —le pregunté, con delicadeza.

Alex me miró, profundamente avergonzado.

—Ruen dijo que…

Empezó a hablarme de Ruen, quien le había revelado que Cindy se estaba muriendo y su promesa de salvarla si él me mataba. De las imágenes de Cindy que se proyectaban en su cabeza. Esperé hasta que las heridas lo obligaron a detenerse y a respirar larga y lentamente.

—Pensé que sólo te quedarías dormida —dijo, en voz baja—. No quería hacerte daño.

—¿Por qué querías que me quedara dormida? —le pregunté, con firmeza. De pronto, mi voz sonó fuerte y clara—. ¿Qué quería Ruen que hicieras, Alex?

Levantó los ojos.

—Quería que me matara. Dijo que yo no era nada y que no merecía vivir.

Lo miré fijamente y me di cuenta de lo solo que debe de haberse sentido durante todo este tiempo y de cómo esa soledad debió de implosionar en el momento en que supo lo de Cindy.

—No podía hacerlo —susurró—. Ruen quería que lo hiciera, pero yo no podía, simplemente no podía.

Dejé que llorara, escuchando las revelaciones que me hacía de vez en cuando: sobre las distintas apariencias de Ruen, que inmediatamente interpreté como proyecciones de la forma en que había vivido el crimen de su padre. Sobre la oferta de Ruen de liberar a su padre del infierno, hecho que yo asocié a su sentimiento de culpa, la voluntad de que en su familia todo funcionara mejor.

—Sé lo de tu padre —le dije, en voz baja—. Sé lo que hizo, Alex. Lo que hizo es malo, Alex, pero no tu padre. Y tú no eres como tu padre.

Se quedó en silencio durante un buen rato, reflexionando sobre lo que le había dicho. Finalmente levantó los ojos y ladeó la cabeza para indicarme que lo había comprendido.

Había muchas cosas que aún quedaban por explicar. Uno de los médicos había sugerido que las marcas de quemaduras de Alex podían ser una reacción a los productos químicos de la piscina del Hogar MacNeice, aunque todavía tenían que realizarse las pruebas y la explicación me parecía traída de los cabellos. Aun así, ¿qué podía haber causado esas marcas en su pecho? ¿Se las había hecho él mismo? Y si así era, ¿cómo? La «película» sobre el suicidio de Cindy que según él Ruen había metido en su cabeza recordaba a uno de sus anteriores intentos, aunque realmente se trataba de una extraordinaria coincidencia. Y luego estaban las experiencias que yo misma había vivido: la pieza musical de Alex, por ejemplo; el hombre de la sala de ensayo y su intuición acerca de cosas que él no podía saber, como la cicatriz de mi cara o Poppy. Cuando Alex terminó de hablar, supe cuál era la última pregunta que debía hacerle.

—¿Ahora sigues viendo a Ruen?

Se quedó mirándome fijamente. Negó con la cabeza, muy despacio.

—Ruen se ha ido.

—¿Se ha ido? —dije—. ¿Adónde?

—Está en el fondo de un pozo, a un millón de kilómetros bajo el sol —dijo, con una sonrisa.

—Me dijiste que también veías otros demonios —dije, algo dubitativa—. Y ahora, ¿los sigues viendo?

Me miró fijamente, inspeccionando por encima de mi cabeza.

—No —dijo, finalmente—. No los veo. Ya no.

Me dedicó una tímida sonrisa…, la primera desde que había entrado en la sala. Sus ojos eran los de un niño de diez años. Sereno.

Aquella noche me senté sobre una toalla que había extendido sobre las frías baldosas del suelo de mi apartamento. Aún no había comprado un sofá. Pero tenía prioridades. El nuevo programa terapéutico de Alex requería papeleo. Y un nuevo enfoque. Tenía que hacerle retroceder al momento en que supo que su padre había asesinado a dos hombres. Tenía que guiarlo a través de ese trauma, ayudarlo a comprender los sentimientos que tenía, el conflicto que habían engendrado en su psique las monstruosas, fantasmagóricas, horribles y malignas manifestaciones que ahora conformaban su visión del padre al que había amado e idolatrado. Y a fin de prevenir que volviera a autolesionarse o a causar daño a otros, tendría que enseñarlo a superar el mayor obstáculo de todos: su miedo a ser igual que su padre. Abrí el portátil para enviarle un mensaje a Trudy Messenger hablándole de Alex. En la bandeja de entrada tenía un correo electrónico de Ursula, breve y conciso:

Para: A_molokova@macneicehouse.nhs.uk

De: U_hepworth@macneicehouse.nhs.uk

Fecha: 21/06/07 13.34

Querida Anya:

Espero que te encuentres mejor. Te ruego aceptes mis disculpas por lo ocurrido con Alex Broccoli; me ha hecho comprender que nuestra seguridad deben ser mejorada drásticamente y ya se están tomando medidas al respecto. Sólo espero que confíes en mi palabra y no emprendas ninguna acción legal al respecto.

Me reí sola. Ahora, Ursula se sentía amenazada y tenía miedo, aunque estaba a punto de retirarse, de que yo estropeara todo lo que se había esforzado tanto por conseguir. Era posible, y estaba en lo cierto: la agresión de Alex había subrayado la importancia de las medidas de seguridad, que eran parte de un problema mucho más amplio que afectaba a todo el sistema. Sin embargo, yo estaba segura de que hablaba en serio: el problema sería subsanado. Seguí leyendo.

Recordarás que te hablé del puesto de consejera gubernamental que voy a asumir. La prioridad de ese cargo es ocuparse del daño que el conflicto irlandés ha provocado en los jóvenes. Ahora veo que tú sientes una pasión muy parecida por mejorar la salud mental de nuestros niños y adolescentes. Si estás interesada en formar parte de la junta del Hogar MacNeice, te ruego que me lo comuniques.

Leí de nuevo esta parte. Me estaba ofreciendo un puesto importante, porque ser miembro de la junta significaba poder influir en la política de la institución. Eso me daría voz en un bullicioso foro y me permitiría llevar a cabo el objetivo por el que había vuelto a Irlanda del Norte: mejorar las cosas.

Repasé el resto del correo electrónico y fruncí el ceño cuando llegué a su posdata: «Espero que hayas encontrado todas las respuestas».

Recordé la primera entrevista que tuve con ella para conseguir este puesto. En aquella ocasión me dijo lo mismo, y yo, en el fondo de mi corazón, confiaba en que la medicina y la ciencia fueran capaces de resolver cualquier enigma que les planteara la mente humana. Y cuando vi las similitudes entre los casos de Alex y Poppy, una gran parte de mí estaba convencida de que si resolvía el enigma de Alex, también podría resolver el de Poppy. Pero Poppy no era ningún enigma. Lo que había ocurrido son cosas que pasan, como cuando una intervención quirúrgica sale mal o cuando un conductor aparta la mirada de la carretera durante demasiado tiempo. No había nada que resolver. Sólo debía aceptar lo que no podía cambiar.

Ahora sabía cuáles eran las preguntas que debía hacer. Sonó el timbre de la puerta, propagando un si por las duras paredes del apartamento. Por un instante pensé de nuevo en Poppy, en su rostro cuando me desmayé en la sala de ensayo. En su voz diciéndome que me quería. Ahuyenté el recuerdo y me sentí culpable de inmediato. Me levanté y crucé la sala. Agarré con la mano el frío pomo de la puerta. Siempre había sentido que si me aferraba a las cosas que me la recordaban, si conservaba vivo su recuerdo, podría impedir de algún modo que cayera. Que de alguna forma podría volver al pasado y extender un poco más el brazo hasta la ventana para agarrarla. Que de alguna manera podría salvarla. Abrí la puerta. Era Michael. Su pelo estaba iluminado como si fuera un halo por la brillante luz del rellano. Tenía la mano levantada: su puño agarraba por sus largos tallos unos bulbos de remolacha recién arrancados de la tierra.

—Y esto, por supuesto —dijo, levantando la botella de zumo de naranja natural que sostenía en la otra mano.

Dudé un momento. Si le dejaba cruzar la puerta de mi casa rompería claramente mis propias reglas. Yo también cruzaba el umbral de otra puerta, dejando atrás mi antigua vida.

—Pasa —le dije, tras unos instantes de duda—. Si no te importa sentarte en el suelo.

Sonrió, mientras una sombra de tensión cruzaba su rostro.

—No me importa.