LA LLAMADA
Anya
Trudy Messenger me llama cuando estoy en mi apartamento, con ambos brazos cargados de ropa y libros que no sé si volver a meter en las cajas o en los armarios que había acabado de comprar. Oigo el móvil y pienso que será Michael. La voz de Trudy suena enojada y aliviada al mismo tiempo.
—¿Anya? He hablado con las secretarias del Hogar MacNeice. Me han dicho que estarías ausente por un tiempo…
Cojo aire. Me falta el aliento.
—¿En qué puedo ayudarte, Trudy?
Su tono de voz es más suave.
—Se trata de Cindy, la madre de Alex Broccoli. Está en cuidados intensivos.
—¿En cuidados intensivos?
Una pausa.
—Es raro que ocurra algo así, porque en general la seguridad es extrema… De alguna manera, consiguió barbitúricos y…
Es como si de repente el suelo se hubiera hundido dos metros bajo mis pies. La oigo pronunciar palabras como «intento de suicidio», «coma» y «daños cerebrales», y luego habla de tiempos y procedimientos con voz ligeramente chillona, pero a mucha distancia, como si en los alrededores estuviera tomando tierra un avión. Al final, se hace el silencio al otro extremo del teléfono, y una imagen terrible cobra vida en mi mente: Ursula presentándose en la habitación de Alex, llevándose las palabras a la boca como si fuera un arma oculta.
—¿Se lo han contado a Alex?
—Todavía no.
Me dejo caer en la cama, pensando mentalmente los próximos pasos que habrá que dar.
—Iré a verlo en seguida. ¿Cuándo puedo llevarlo a visitar a Cindy?
—No podrás llevarlo —dice Trudy—. Al menos de momento. Están haciendo todo lo que pueden, pero no sé si… Ha venido la hermana de Cindy. Está destrozada. Para Alex sería muy traumático estar aquí en estos momentos. Vamos a esperar hasta que se calmen las cosas y tengamos más claro cuál es la situación de Cindy.
Asiento al teléfono, pensando en la forma de ver a Alex sin tener que enfrentarme a Ursula. Lo más probable es que si se entera del intento de suicidio de Cindy se esforzaría aún más para impedir que lo viera. Y ahora mismo, Alex me necesita más que nunca.
El Volvo verde de Michael entra en el aparcamiento del Hogar MacNeice unos segundos antes de mi llegada. Ursula aparece en lo alto de las escaleras, con los brazos cruzados. Bajo del coche y me dirijo a toda prisa hacia la entrada, seguida a pocos pasos por Michael, consciente de la mirada de Ursula y pensando en cómo esquivarla.
El primero en hablar es Michael.
—Creo que por el bien de Alex, Anya debería hablar con él, ¿no te parece?
Estoy al final de las escaleras, mirándola.
—El niño pregunta por ti —dice ella, frunciendo los labios—. Está muy preocupado por su madre.
Siento una aguda punzada en el estómago.
—¿Se lo has dicho?
Ursula duda.
—No sé cómo, pero él ya lo sabía. Incluso nos dijo dónde había escondido las pastillas.
Decido ignorarla, subiendo los escalones de dos en dos. Justo cuando pienso que está por decirme que me vaya u obligarme a hacerlo, se hace a un lado para dejarnos pasar.
—No firméis en el registro —nos dice a Michael y a mí cuando los tres cruzamos la puerta principal.
La seguimos mientras avanza rápidamente por el pasillo. Michael se detiene junto a la máquina que hay a lado de las puertas que conducen a los despachos y llena dos vasos, uno de agua y el otro de café expreso, y me tiende uno.
—Éste es para Alex —dice, indicando el vaso de agua con un gesto de la cabeza—. Pareces cansada.
Nos reunimos con Ursula frente a la sala de terapia. Al llegar a la puerta, se da la vuelta.
—No pienso dejar constancia de esta reunión —dice, sin tapujos—. A los ojos de la fundación no queda bien que, cuando menos lo esperas, aparezca un miembro del personal que está de baja por enfermedad.
Miro por encima de su hombro para observar a Alex a través de los paneles de cristal. Está sentado en una butaca, de cara a la puerta. Lleva una camiseta blanca con la cara de Bart Simpson y unos vaqueros nuevos. Me fijo en que se ha cortado el pelo. Vestido con ropa de niño tiene otro aspecto. Normal. Luego se coge la cabeza entre las manos, hundiendo los dedos en el pelo, como si quisiera arrancársela. Empieza a mecerse. Le hago un gesto de asentimiento a Ursula y me quedo mirándola mientras gira la llave y empuja la puerta. Le hago una seña a Michael para que entre primero.
—No —dice Alex cuando levanta la vista—. Tú —añade, señalándome a mí.
Michael y yo intercambiamos miradas. Me vuelvo hacia Alex.
—¿Sólo quieres hablar conmigo, Alex?
Él asiente con la cabeza. Michael se encoge de hombros y me pasa el vaso de agua.
—Te esperaré en el vestíbulo —dice, levantando una mano hacia mi hombro, para volver a bajarla en seguida.
Espero a que se pierda de vista antes de cerrar la puerta y sentarme en la silla que está frente a Alex. Me mira, con el semblante pálido e inexpresivo.
—¿Qué estás bebiendo? —son sus primeras palabras.
Dejo el vaso en el suelo, junto a mi silla.
—Un expreso —le tiendo el vaso de agua. Lo coge, pero no bebe ni dice «gracias», lo que es bastante extraño en él.
—¿Qué tal estás hoy? —le pregunto, con delicadeza.
—Asustado —susurra.
A pesar de su aspecto aparentemente tranquilo, sé que su cabeza es una tormenta de preguntas y suposiciones. Quiero extender mis brazos hacia él, para estrecharlo con fuerza.
—No quiero hacerlo —dice de repente, poniéndose en pie.
—¿No quieres hablar conmigo?
—No —dice, negando con la cabeza. Echa una ojeada a mi expreso y luego se detiene—. ¿Cuándo podré ver a mamá?
—En cuanto los médicos digan que se encuentra bien —le contesto, con calma. Me quedo sentada, esperando que él también vuelva a sentarse—. Te lo prometo. En cuanto sepa que…
—¡Pero será demasiado tarde! —grita.
Entonces llaman a la puerta. Pego un brinco en la silla y veo a Michael, jadeando después de la carrera. Posa una mano en mi hombro y se inclina sobre mí.
—Bev está de camino —susurra—. Acaba de dejarme un mensaje en el móvil.
Siento un cierto alivio.
—¿Alguna novedad de Cindy? —pregunto, tranquila.
Michael niega con la cabeza. Sin embargo, me siento un poco mejor al saber que Bev viene hacia aquí. En estos momentos, Alex necesita todo el apoyo posible. Mientras cierro la puerta, oigo a Alex sentándose de nuevo.
—¿Estás bien, Alex?
Aparta la mirada de un rincón y la dirige hacia mí. Luego asiente nerviosamente.
Algo va mal. Obviamente, era de esperar, pero Alex está más agitado que de costumbre, muy ansioso, y cuando se bebe el vaso de agua veo que le tiembla la mano. Mientras lo estudio, reconozco bajo su compostura una energía familiar, ésa que he acabado por relacionar con las visitas de Ruen. Pienso en mi reunión con Karen Holland. En las imágenes de YouTube. Alex me observa atentamente y hago un esfuerzo por reprimir una sonrisa. Quiero preguntarle por su padre y el tiroteo, pero he decidido de antemano que hoy no es el día para tener esa conversación. Cojo mi vaso y me bebo el expreso para dejar claro que estoy cómoda y relajada. Sabe raro. Tomo nota mentalmente de no volver a tomar un expreso de máquina.
Alex se inclina hacia delante, retorciéndose las manos.
—He recordado algunas cosas sobre mi padre —dice.
—¿Ah, sí?
Ahora parece inseguro y me doy cuenta de que aún no me ha mirado a los ojos. Así pues, coloco mi silla junto a la suya en vez de quedarme frente a él, para demostrarle que estoy de su lado y no en su contra.
—Sí, bueno, no es nada importante.
—Yo creo que sí es importante. ¿Me lo cuentas?
Vuelve a fijar su mirada en el rincón que está detrás de mí. Me resisto a preguntarle si está viendo a Ruen.
—Ocurrió un sábado por la mañana —dice, muy despacio, levantando gradualmente sus ojos hasta encontrar los míos—. O puede que fuera un domingo. Papá no hablaba con ninguno de nuestros vecinos. De hecho, cuando venía a vernos solía entrar por la puerta trasera o se calaba la gorra de béisbol que llevaba. Yo estaba sentado en el sofá, viendo algo en televisión. Recuerdo que papá estaba mirando a través de la ventana principal; luego se levantó y se dirigió hacia la puerta de entrada, aunque yo no había oído llamar a nadie. Cuando fui tras él, vi que estaba hablando con la señora Beaker, que vivía tres casas más arriba. Iba a hacer la compra, como de costumbre. Debe de tener mil años, y cuando camina va tan encorvada que sólo puede verse los pies. Estaba lloviendo a cántaros, pero no podía abrir el paraguas. Entonces, mi padre le preguntó: «¿Adónde va?». Y ella dijo: «A hacer unas compras». Papá negó con la cabeza, le sonrió y le dijo que le diera la lista de la compra, que él se ocuparía de hacerla. La señora Beaker volvió a su casa y papá y yo fuimos a comprar lo que quería. Papá ni siquiera le pidió el dinero. Ella estaba tan contenta que lo besó en ambas mejillas.
Su voz ha subido unos decibelios y se ha enderezado. Pasan unos segundos. De pronto, su cara se contrae y su sonrisa se convierte en una mueca. Veo que tiene algo en la mano, escondido entre las piernas. Debe de haberlo cogido cuando le he abierto la puerta a Michael.
—No pasa nada, Alex —le digo, con delicadeza—. Es bueno recordar cosas agradables de tu padre. Demuestra que quieres perdonarlo.
Hace un esfuerzo por seguir hablando, los labios temblorosos.
—Pero… pero ¿qué habría hecho ella…? Quiero decir, si hubiese sabido que…
No termina la frase. Miro a través de los paneles de cristal, buscando a Michael, esperando que podamos ver pronto a Cindy. Cuando miro de nuevo a Alex, veo que se ha cubierto el rostro con las manos. Extiendo un brazo hacia él.
—Alex… —empiezo, pero me paro en seguida, invadida por una sensación de náuseas tan fuerte que me tapo la boca por miedo a vomitar.
Alex me mira.
—¿Te encuentras bien? —pregunta, aspirando por la nariz.
Asiento con la cabeza.
—Creo que sí. Me estabas hablando de tu padre.
—¿Te ha entrado sueño? —susurra.
Niego con la cabeza. Cuando me recompongo, él continúa.
—Mi padre podía ser muy amable —dice, sin dejar de rechinar los dientes a causa de su turbación.
«Igual que tú», estoy por decirle, pero entonces siento un cosquilleo en la boca, como si algo se deslizara por las encías. Instintivamente, me llevo la mano a mi talismán, pero me doy cuenta, horrorizada, de que por primera vez lo he olvidado en casa.
—Pero ¿qué pasa cuando alguien también es un asesino? —dice Alex—. ¿Cómo puede ser amable si es malo? ¿Cómo podía ser auténtico lo que hacía? Todo era mentira, ¿no?
Cuando abro la boca para responderle, mi garganta se cierra y tengo la sensación de que me estoy ahogando. Me inclino hacia delante para recuperarme y respirar, pero antes de darme cuenta estoy con las manos apoyadas en el suelo, junto a la mesa, tratando de coger aire.
Alex se pone en pie y me mira con el rostro petrificado. Veo que se lleva el brazo a la espalda, para esconder lo que tiene en la mano. Sé lo que está ocurriendo, pero no soy capaz de explicar por qué. «Shock anafiláctico —grito mentalmente—. Shock anafiláctico. Pero ¿cómo? ¿Por qué está pasando?». Me concentro en respirar, empleando el tiempo que me queda en explicarle a Alex lo que debe hacer.
—¿Te ha entrado sueño? —le oigo decir.
«¿Por qué me lo preguntas?».
Muy despacio, levanto la cabeza y de inmediato tengo la sensación de que alguien me ha agarrado el cuello con una mano invisible, apretando con fuerza. Me atraganto.
—Ayúdame —le digo—. Michael. Busca a Michael.
Pero Alex se da la vuelta y se queda mirando la casa de muñecas. Es entonces cuando veo algo que no debería sorprenderme pero que me empuja a emplear las fuerzas que me quedan para levantar la cabeza y observarlo con más atención. En el suelo hay un tubo de plástico volcado, de los que se compran en una máquina expendedora. Un tubo de gominolas, quizás. O… Junto a la abertura hay un rastro de polvo; parece arena. Y entre la arena hay una piedrecita. No, no es una piedrecita.
Es un cacahuete.
Sin pérdida de tiempo, me obligo a mirar a mi izquierda para echar un vistazo a mi café, que ha ido rodando hasta la pata de la mesa. Tengo que mirarlo dos veces, pero ahí está: en el borde del vaso hay también restos del mismo polvo beis.
El corazón martillea mi pecho y mi mente se dispara en todas direcciones.
«Mantén la calma, respira, respira…»
«¿Cómo lo ha hecho? Hace un minuto yo no miraba…»
«¿Ha echado polvo de cacahuete en mi café? Eso debe ser…»
«¿Por qué lo ha hecho? ¿No es consciente de lo que hace?».
«¿No se da cuenta de que me está matando?».
Alex está hablando deprisa y en voz muy alta, soltando disculpas y explicaciones. Mis brazos se quedan sin fuerzas y caigo de bruces al suelo, la mejilla contra la moqueta. Tengo los brazos extendidos a ambos lados de mi cuerpo y las rodillas dobladas. Es vital que respire despacio, que los latidos del corazón sean lo más lentos posible. Siento cómo se forma la saliva en mi garganta y soy presa del pánico. Parece como si me estuviera ahogando.
Hago un esfuerzo para abrir un ojo. Al final lo consigo y veo a Alex de pie, sobre mí. Se mueve de un lado a otro, el rostro contraído en una mezcla de terror y aflicción. «Ruen», le oigo murmurar, y entonces lo comprendo. Ruen lo ha obligado a hacer esto, o, mejor dicho, la creencia en torno a la cual él ha construido su propia imagen como hijo de un asesino…, un asesino en potencia. Recuerdo las imágenes de YouTube, de un Alex de cinco años de edad en una esquina del plano, observando. De repente, todo tiene sentido. Era demasiado pequeño para procesar el significado de lo que había visto. Lo que luego apareció en los medios de comunicación, los periódicos, los reportajes en televisión, debió de despertar en él sentimientos negativos hacia el hombre al que siempre había admirado. Un hombre al que quería. Su padre.
Quiero recordarle a gritos el titular que vi en los dibujos que había hecho en clase de Karen Holland: VIDAS ARRUINADAS. Quiero que establezca la relación. Ruen es la encarnación de su conflicto, la personificación de su forma de procesar lo que significa ser el hijo de un asesino. Necesito que comprenda sus propios sentimientos. Antes de que sea demasiado tarde.
Se me cierran los párpados, sumiéndome en la oscuridad. No oigo nada salvo el sonido de mis leves jadeos. Oigo los pasos de Alex acercándose y sus gemidos de terror. Y un ruido sordo de algo arrastrándose. Ha empujado mi silla hasta la puerta, el respaldo bien apoyado contra el pomo.
—Lo siento, lo siento —le oigo decir. Está suplicándole a alguien o a algo, moviéndose delante de mí—. No quiero morir. No quiero morir.
Trato de pensar en algo que no sea la terrible y desconocida sensación que me ha invadido, la lengua pesada, el imperioso deseo de perder la consciencia. Pero no debo ceder. Haciendo acopio de todas mis fuerzas, levanto la cabeza y abro los ojos cuanto puedo, lo bastante para ver a Alex sobre mí. Por fin veo lo que esconde: un grueso trozo de cristal roto.
—Alex —susurro, aunque mi voz parece más una gárgara de flema, lágrimas y saliva reunidas en mi garganta.
Él se inclina ligeramente, sollozando. El movimiento renueva mis fuerzas y los temblores empiezan a remitir. Mis respiraciones son más largas. Lo intento. Intento decírselo. Es lo único que puedo hacer para disipar las tinieblas que empañan mi conciencia. Pero no puedo hablar.
Lo último que veo es a Alex levantando el trozo de cristal por encima de su cabeza, la luz del fluorescente del pasillo reflejándose en su afilada punta.