CAMBIO DE CROMOS
Alex
Querido diario:
Nuestra casa nueva ya no existe. Ya no existe ya no existe ya no existe ya no existe ya no existe ya no existe ya no existe.
Michael se presentó en el Hogar MacNeice para decírmelo. Me dijo que lo sentía mucho y ha soltado un montón de tacos. Me contó que ese supuesto amigo suyo había dejado su trabajo y que la persona que lo había sustituido vio que aún no nos habíamos mudado y nos borró a mamá y a mí de «la lista», porque no le parecía justo que hubiera gente esperando una casa mientras ambos estábamos en el hospital. Yo simplemente asentía con la cabeza mientras él iba de un lado a otro de la habitación, con los puños apretados. Cuando dejó de pasearse, salí corriendo hacia el baño y vomité.
Michael dijo que haría cualquier cosa para que tuviéramos una casa como ésa.
—Pero a mí me gustaba ésa —le dije.
Él respiró profundamente y se arrodilló para mirarme a los ojos. Sus rodillas emitieron un fuerte crujido.
—Ya sé que te gustaba esa casa, Alex —dijo—. Lo que ocurre es que el ayuntamiento ha decidido que… —Cerró el puño y lo apretó contra los labios. Me pregunté si tenía intención de darse un puñetazo—. Actualmente están construyendo un montón de casas en Belfast. Un montón de casas tan bonitas como ésa. —Michael se inclinó hacia delante y al ver sus ojos verdes me sentí un poco mejor, porque me decían que podía confiar en él—. Te lo prometo, Alex. Me ocuparé de que os trasladéis a una casa mejor.
—Pero a mamá también le gustaba ésa —dije.
Era consciente de que Michael ya lo sabía, pero lo que le gustaba a mamá era mucho más importante que lo que me gustaba a mí. Por un instante tuve la sensación de que no podía respirar y me asusté, porque sabía que mamá se pondría mal. Michael se levantó y dijo algo más, pero no lo oí, porque estaba pensando en mamá sentada en el columpio del parque, a mi lado. Fue hace mucho tiempo y ambos nos columpiábamos cada vez más alto. Lo que me importaba no era elevarme cada vez más, sino oírla reír.
Cuando Michael se fue, salí de la habitación y recorrí el largo pasillo blanco. Los demás niños y niñas del hospital estaban en el comedor, porque era la hora del almuerzo. Era un jueves, y eso significaba que había carne asada con tostadas y cebolla. Pero me daba igual. Tenía el estómago revuelto; había vomitado. Fui corriendo a los servicios, me encerré en el retrete y me senté en la taza.
Antes de ver a Ruen vi una sombra oscura en el suelo. Di un brinco, porque pensé que se trataba de una serpiente. La vi reptando por las baldosas blancas del suelo y luego pareció quedarse flotando en el aire hasta pegarse a mi jersey.
—¿Dónde estás? —dije.
Aunque no podía verlo, sabía que estaba en alguna parte.
Ruen apareció junto a la papelera bajo la forma del Niño Fantasma. Me miraba extrañado, como si se preguntara cómo sabía que estaba allí. En las manos tenía la pala y la pelota de ping-pong, pero en lugar de golpearla cruzó los brazos y me miró con el ceño fruncido.
—¿Quién es Braze? —pregunté.
La última vez que lo había visto estaba también ese otro demonio y Ruen dijo que era un médico residente.
—Cállate —dijo.
Levantó una pierna y me dio un empujón en el estómago, haciéndome caer al suelo.
—¿Qué haces? —grité.
Sin pérdida de tiempo, apretó su rostro contra el mío y dijo:
—Si no te sientas y te quedas quieto haré que tu corazón se pare y morirás.
Dejé de moverme y me senté en el suelo, tieso como un bacalao.
—Muy bien —dijo, sonriendo.
Contuve la respiración, porque estaba jadeando y tenía el corazón desbocado. No podía soportar que en ese momento Ruen se pareciera tanto a mí, porque era malvado y yo no sabía por qué.
—Quiero enseñarte algo —dijo, mirándome.
Tenía miedo, pero no de Ruen. Tenía miedo porque aquella sombra negra que conectaba mi jersey con Ruen era más gruesa de lo normal y se movía como lo hace una serpiente.
—De acuerdo —le dije—. Pero luego te vas, por favor.
—Quiero que sepas que lo que voy a enseñarte ahora no es una proyección de tu mente —dijo, y su voz sonaba distinta, como la de un hombre—. No se trata de ningún episodio psicótico. Todo es muy real, o sea que presta atención.
Asentí con la cabeza, aparté los ojos de la sombra que tenía junto a mí y luego crucé los brazos y me pellizqué los antebrazos para asegurarme de que seguía allí y que todo aquello estaba ocurriendo de verdad, porque últimamente había tenido mis dudas. Me siento tan mareado como cuando me tomo las pastillas, sobre todo con el estómago vacío. A veces es como si estuviera en un barco y a veces me convenzo realmente de que estoy en un barco, flotando en alta mar, de que las cortinas de mi habitación son icebergs, que los jardines que hay afuera son los casquetes polares y que el cielo es el océano Ártico.
—Cierra los ojos, Alex —susurró Ruen.
Negué con la cabeza. Me daba miedo la sombra.
—¿No confías en mí?
—Ya no —dije, sin pensarlo.
Ambos pusimos mala cara al mismo tiempo porque los dos sabíamos que era verdad. Ruen me miró con el ceño fruncido.
—¿Quieres que tu madre viva? —preguntó, con voz cruel.
Lancé un grito ahogado y cerré los ojos con fuerza.
—Mira —oí decir a Ruen.
Inmediatamente, en mi mente apareció una gran pantalla de cine con una imagen de mamá. Era más nítida que un recuerdo o que cuando sueñas con los ojos abiertos. Era incluso más nítida que una película proyectada en un cine, porque era como si yo estuviera allí, delante de ella. Estaba sentada en una silla roja, en la sala del hospital, viendo la televisión. Vestía una camiseta blanca muy larga y llevaba el pelo recogido en la nuca; su rostro carecía de expresión. No paraba de removerse en su asiento, como si no estuviera cómoda.
—¿Esto es real? —le pregunté a Ruen, abriendo los ojos.
—Por supuesto que sí —dijo, y volví a cerrar los ojos para seguir mirando.
Mamá se volvió hacia la mujer que estaba sentada a su lado y dijo: «¿Tiene un cigarrillo?». La mujer se quedó mirándola como si fuera estúpida y negó con la cabeza. Mamá dijo «gracias» con una voz que sonó molesta y abandonó la sala.
Luego, la imagen cambió y vi a mamá dirigiéndose hacia su habitación. Parecía preocupada y no paraba de mover las manos, yendo de un lado para otro, hablando sola. Decía cosas como: «Él ha dicho que no sirvo para nada, y tenía razón». Finalmente se tumbó en la cama. Al principio pensé que iba a quedarse dormida, pero luego vi que estaba buscando algo debajo del colchón.
Abrí los ojos.
—¿Qué está haciendo? —le pregunté a Ruen.
—Ya lo verás —dijo.
Una parte de mí quería salir huyendo de allí para ir junto a mamá, pero otra necesitaba quedarse y ver qué ocurría. Aunque en realidad yo ya sabía lo que iba a ocurrir.
Mamá metió la mano debajo del colchón y sacó un libro muy grueso. Cuando lo abrió vi que había hecho agujeros en sus páginas y había escondido en su interior un montón de pastillas blancas. Se sentó en la cama, con el libro sobre su regazo, miró un momento hacia la puerta, que estaba abierta, y luego volvió a concentrarse en el libro.
—¡No, mamá! —grité.
Sabía lo que ella estaba pensando. Abrí los ojos, pero la imagen había desaparecido y lo único que pude ver fue la puerta de color naranja del retrete, con garabatos negros, y el pomo oxidado. Así pues, cerré los ojos e inmediatamente volví a ver a mamá, aunque en esta ocasión en el libro ya no estaban las pastillas blancas y redondas. Ella estaba bebiendo un vaso de agua y lloraba. Se secó la cara y lanzó un profundo suspiro.
«Te quiero, Alex. Serás mucho más feliz sin mí».
Grité una y otra vez y abrí los ojos, pateando el suelo con los pies y forcejeando con el pestillo del retrete. Luego salí al pasillo, aunque no conseguía andar lo bastante aprisa. Tenía que llegar hasta ella, tenía que hacerlo. Siempre había conseguido detenerla, pero esta vez puede que fuera demasiado tarde. Me puse a correr, pero era como si mis piernas no me respondieran, como si estuvieran hechas de piezas de Lego y tuviera que arrastrarlas.
Estaba frente a los lavabos, en el largo pasillo blanco con fluorescentes en el techo que parecían espadas luminosas. No había nadie, ni un alma.
—¡Ayúdenme! —grité, pero mi voz era demasiado floja.
Miré a ambos extremos del pasillo. De repente, las luces empezaron a parpadear y todo quedó muy oscuro. Fuera estaba lloviendo, pero la lluvia, al chocar contra los cristales, sonaba como un silbido y me asusté mucho. No había nadie que pudiera ayudarme.
Cerré los ojos y vi a mamá dormida en su silla. Me eché a llorar.
Cuando volví a abrir los ojos vi una sombra negra al final del pasillo. Al principio parecía un enorme globo negro flotando en el aire y luego empezó a hacerse más y más grande hasta que cayó y estalló, formando una especie de charco de aceite negruzco que se extendió por el suelo. No era capaz de moverme. Estaba allí, petrificado. Aunque hubiera explotado el edificio, seguro que me hubiera quedado allí quieto. Sólo podía pensar en mamá. Me quedé mirando el charco mientras se extendía hasta alcanzar los dos lados del suelo; luego empezó a trepar por la pared y supe lo que era.
Aquel líquido negro se desprendió de ambas paredes, se quedó flotando en el aire y luego se derramó en el suelo para formar una persona. Era Ruen, con la apariencia del Monstruo. Era casi tan alto como el techo y tan ancho como el pasillo; sus ojos eran pequeños y amarillos y el color de su piel era entre negro y púrpura. No tenía orejas, ni nariz ni pelo y su boca era muy grande, llena de afilados dientes amarillos. Entonces oí su voz en mi cabeza. Era dulce, suave y amable.
—Alex —dijo—. Tu madre está muy, muy enferma. ¿Qué vas a hacer para ayudarla?
Me di la vuelta y traté de salir corriendo hacia el otro extremo del pasillo, pero mis piernas seguían sin moverse. Conseguí avanzar más o menos la distancia de cuatro puertas, pero Ruen volvía a estar allí, frente a mí. Ahora era el Anciano. Tenía las manos a la espalda y podía ver el hilo negro colgando de su chaqueta y serpenteando por el suelo.
—Alex —dijo—, tu madre va a morir.
Lo dijo como si yo fuera el responsable de que ocurriera, como si fuera culpa mía. Me eché a llorar.
—¡Que alguien me ayude! —grité.
Ruen alargó los brazos hacia mí.
—Estoy aquí. Te estoy ayudando —dijo.
Pero yo sólo quería huir. Me volví para echar de nuevo a correr, pero esta vez tropecé y me caí con los brazos extendidos y me golpeé la frente contra el suelo. Quería levantarme, pero me fallaban las fuerzas. Apoyé la mejilla en el suelo: estaba frío, y tenía todos los miembros entumecidos. Entonces sentí que Ruen estaba de pie, delante de mí.
—Aún hay tiempo, Alex, pero debes actuar con rapidez. Levántate, levántate.
Rodé por el suelo y levanté los ojos hacia él. Tenía la sensación de que todo había terminado, de que dentro de mí no había nada, de estar vacío.
—Eres un demonio —le dije—. Los demonios no ayudan a la gente, le hacen daño.
Ruen sonrió.
—Por ahora creo que soy el único que te está ayudando. ¿O no?
Miré al techo. Vi la luz parpadeando, tratando de encenderse. Me pregunté sí ahí fuera habría algún ángel. O Dios.
—Ayúdame —susurré.
—Te estoy ayudando —dijo Ruen, moviéndose a mi alrededor con las manos a la espalda—. Tu madre vivirá. Sólo tienes que hacer una cosa, Alex. ¿Crees que podrás hacer una cosa, sólo una?
Sentía correr las lágrimas por las mejillas hasta las orejas. Me apreté el pecho con las dos manos y me sentí inspirar y espirar, y deseé poder regalarle aquella respiración a mamá. No había nada, nada nada nada que deseara tanto como impedir que ella muriera.
Entonces, Ruen se inclinó. Lo tenía tan cerca que podía olerlo. Normalmente me daba náuseas, pero en esta ocasión no. Apretó contra mi mano algo frío y afilado.
—Alex, ¿recuerdas cuando cambiabas cromos con los otros niños en tu antigua escuela?
Me oí contestarle que sí.
—Pues esto es como cambiar cromos. Para que tu madre viva, debes mandar a otra persona en su lugar.
Cerré los ojos. Sabía lo que quería. Era lo que Ruen siempre había querido, y aunque no lo había dicho, lo sabía porque lo conocía.
—Quieres que mate a alguien.
Ruen se detuvo.
—¿No quieres que tu madre viva, Alex?
Rodé lentamente por el suelo hasta sentarme y miré lo que me había puesto en la mano. Al principio me pareció que era un cuchillo de cristal. Lo acerqué a la cara y vi que era el asa rota de una jarra de cristal. La punta era tan afilada que cuando la toqué ligeramente con un dedo, unos segundos después apareció un hilillo rojo de sangre encima de la uña. Ruen me miró mientras yo sostenía el arma y me dedicó una enorme sonrisa.
—No puedo hacerlo —susurré.
Pero entonces, a pesar de que tenía los ojos abiertos, apareció una nueva imagen de mamá en mi cabeza. Vi su mano en un lado de la silla, y aunque estaba dormida, vi caer su mano y supe que se estaba muriendo.
Miré a Ruen. Tenía los ojos y la boca irritados y tenía la sensación de que me estaba cayendo. Pensé en mi padre y en lo que dijo Ruen: «Mi hijo pagará mi deuda». Y pensé en mamá, columpiándose junto a mí, subiendo cada vez más alto, más alto, más alto. Se estaba riendo. Cuando se reía, sentía que el corazón se me salía del pecho. Quería volver a oír cómo se reía.
Al final susurré:
—¿A quién quieres que mate?