XXIV

LOS PERIÓDICOS

Anya

Me despierto gritando. Tras echar un vistazo al despertador que hay en la mesilla de noche me siento confusa y no sé qué día es. Un cálculo rápido deja claro que he dormido quince horas. No puede ser.

Me incorporo y miro a través de la ventana. Un sol resplandeciente ilumina el pequeño parque que hay junto al bloque de apartamentos; los coches avanzan por la autopista en dirección a Dublín, pequeños y brillantes como caramelos. El río Lagan discurre a mi derecha como una bufanda plateada y la ciudad se extiende a lo lejos como un conglomerado de puentes y barcas, cúpulas de color verde menta y refulgentes rascacielos.

En mañanas como ésta, Belfast me recuerda una vieja fábula sobre dos hermanas gemelas idénticas que fueron separadas al nacer. Al cabo de muchos años, volvieron a reunirse: una estaba demacrada y encorvada después de años de servicio doméstico; tenía el semblante cansado y ojeroso, y los ojos oscuros y hundidos. La otra atraía las miradas allá donde iba: tenía una mirada brillante, una sonrisa radiante y un porte derecho y elegante. La hermana guapa hizo que la otra se diera cuenta de cuál podría ser su apariencia, y por primera vez en su vida, se sintió hermosa. En muchas ocasiones, Belfast es esa hermana demacrada y avejentada, pero en otras te deja ver un atisbo de la belleza de la otra.

Lo ocurrido ayer me causó la misma sensación que una ducha fría. El hecho de caer desmayada al suelo. Poppy. Aquel hombre en la sala de ensayo.

La partitura desaparecida.

Meto en mi batidora nueva, manzana, piña y kiwi troceados y me tomo el zumo mientras reviso el móvil por si tengo llamadas perdidas. Veo que vuelve a estar ahí el número desconocido. Lo marco.

Tras cinco tomos, alguien responde.

—Hola, Anya. Soy Karen. Karen Holland.

«Karen», pienso, lanzando un gemido.

—Lo siento, Karen —digo. Aún tengo la voz ronca por haber dormido demasiado—. Sigo sin novedades. Alex está en el Hogar MacNeice…

—He descubierto algo —dice ella, directa al grano—. Creo que es bastante importante. ¿Tienes tiempo para que podamos hablar?

Echo una ojeada a mi reloj.

—Tengo una reunión dentro de veinte minutos. ¿Podemos vernos esta tarde?

—Perfecto.

Después de haber colgado, siguen inundándome todos los hechos acaecidos ayer, duros e inquietantes.

Aun después de haber dormido quince horas y de que la cafeína haya llegado a mis venas, no soy capaz de concentrarme en nada. Sé que vi a Poppy: sentí su rostro en mis manos; escuché su voz; olí su pelo, su aliento. Pero no sé cómo explicarlo. Y tampoco entiendo el encuentro con ese anciano. Su cara pétrea, decrépita, esos terribles ojos vacíos, todo sigue martilleando mi cabeza con tanta fuerza que no soy capaz de borrarlo.

Le hablé a Melinda de la presencia del anciano en la sala de ensayo poco después de recuperar el conocimiento. Consultó el libro de visitas en recepción, luego las imágenes de las cámaras de seguridad, incluso contactó con todos los vigilantes del campus. Al no encontrar ni rastro de él, informamos a la policía.

—¿Ruen? —preguntó la agente de policía, mientras yo estaba sentada en el despacho de Melinda, tomando otro café. Se mostró escéptica—. ¿Se escribe R-U-E-N?

—Es el único nombre que me dio.

—¿Qué edad tenía?

—Setenta y muchos, quizás ochenta —dije.

—¿Tenía un cuchillo?

Lancé un suspiro. En aquel momento me pareció una historia absurda. No conté nada sobre la conversación que mantuvimos ni sobre cómo me sentí. Pensé en las víctimas de un secuestro que descubrían que no las habían amenazado con una pistola sino con la punta de un marcador de pizarra presionado contra su cuello. A veces, el verdadero depredador es la imaginación.

Melinda preguntó si podía hablar un momento conmigo y la agente se hizo a un lado.

—Ese hombre —dijo Melinda—. ¿Te dijo realmente cómo se llamaba?

—Sí —repuse, con convicción.

Pero acto seguido me invadió la duda. Puede que no dijera que se llamaba Ruen. Puede que ni siquiera me dijera su nombre.

—¿Estás segura? —insistió Melinda—. Lo cierto es que tu descripción se corresponde con la de uno de nuestros profesores invitados.

—Él sabía mi nombre —objeté—. Me llamó Anya.

—Tu nombre estaba en la hoja de reservas, ¿no es así? —dijo Melinda rápidamente—. Los profesores invitados no vienen muy a menudo, y a veces simplemente se presentan sin avisar. Algunos son muy mayores. Por ejemplo, ese hombre que se parece mucho a… Es un poco…, en fin, raro.

—¿Tienes alguna foto suya?

Melinda hizo un gesto con la cabeza, señalando el ordenador que había en su mesa. Le dije a la agente de policía que nos disculpara mientras rodeábamos la mesa para situarnos frente a la pantalla. Melinda movió el ratón para que desapareciera el salvapantallas y luego escribió un nombre en la casilla de búsqueda. Unos segundos después apareció el nombre de la escuela en el navegador, seguida de una lista del personal con las correspondientes fotografías. Melinda desplazó el cursor hacia abajo hasta una sección titulada «Profesores invitados» y clicó un pequeño icono.

—Aquí está —dijo.

Una vez se cargó la página, vi a un hombre calvo y sonriente, sus ojos grises ocultos tras unas gruesas gafas negras. Tenía una boca parecida, en forma de lápida, las encías superiores más anchas que sus pequeños dientes amarillos. Llevaba una americana de tweed y una pajarita. Me incliné sobre la pantalla, con el corazón desbocado.

—Es el profesor Franz Amsel —dijo Melinda—. Hace un par de noches dio una conferencia en el departamento de música. ¿Crees que puede ser él?

Miré atentamente su ancha sonrisa y sus gafas. Le dije a Melinda que el hombre que vi parecía más viejo que éste. Ella se echó a reír.

—La mayoría de estos tíos mandan fotos que son más viejas que yo —dijo, con cierta amargura—. El profesor Amsel debe de tener más de setenta años.

—Pero dijo que él había compuesto esa pieza —farfullé, desesperada por recordar lo ocurrido con más precisión, desapasionadamente.

Melinda alzó una mano.

—Deja que me ponga en contacto con él y averigüe si ayer estuvo aquí.

Tragué saliva y asentí con la cabeza. En el otro extremo del despacho, la agente de policía golpeaba el suelo con el pie. Melinda levantó el auricular del teléfono y marcó un número, colocándose un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Hola, profesor. Soy Melinda Kyle, de la Escuela de Música de la Universidad de Queen. Sí, hola. Quería saber si ayer por la mañana estuvo en una de nuestras salas de ensayo; los de seguridad están un poco histéricos porque no tenemos al día nuestro registro de visitas. Ajá… —Melinda asintió enérgicamente con la cabeza—. Así que estuvo aquí. —Sentí que mi corazón se desbocaba. Melinda parecía aliviada—. Oh, doy gracias al cielo. No, nada. No pasa nada, profesor. Yo se lo digo. Muchas gracias.

Melinda colgó el teléfono y puso los ojos en blanco. Me dedicó una sonrisa mientras se dirigía hacia la agente de policía para explicarle, en un tono de voz suave y amable, que se trataba de un pequeño malentendido. Aturdida, me senté en la silla que había detrás de la mesa, observando la imagen del profesor en la pantalla. El parecido era innegable.

Me sentía total y ridículamente estúpida. ¿Cómo había podido perder la razón hasta ese punto? ¿Cómo había podido creer que ese hombre era…? Ahora, el mero hecho de pensarlo me parecía una locura, y estaba enfadada conmigo misma. Mucho después, la rabia se esfumó y me dio miedo la forma en que funcionaba mi cerebro. Si no era capaz de mantener las piezas en su sitio, ¿qué futuro tendría como psiquiatra infantil? ¿Cómo podría siquiera aspirar a reconstruir las vidas de las demás, ayudándoles a distinguir lo que era real de lo que no lo era, si ni yo misma era capaz de apreciar la diferencia?

Siete horas después, al terminar una conversación con Karen Holland que ha durado casi una hora, suena mi móvil cuando abandono el aula. Lo que acaba de mostrarme me impulsa a salir corriendo hacia el Hogar MacNeice y a hablar con Alex de inmediato. He intentado contactar con Trudy Messenger, pero sin éxito, por eso cuando suena el teléfono pienso que es ella.

—Trudy, necesito comentarte algo sobre el padre de Alex Broccoli…

Oigo toser a alguien al otro lado del teléfono.

—Soy Ursula.

—Ah. ¿Ocurre algo?

Una pausa.

—Tengo que hablar contigo inmediatamente, si no tienes inconveniente. ¿Estás de camino hacia aquí?

—¿Puedo preguntarte de qué se trata? —le digo—. Debo hacer algunas llamadas…

—Hablaremos cuando estés de vuelta —replica ella secamente, y cuelga.

Hago el camino de regreso casi corriendo, incapaz de sólo caminar. En el Hogar MacNeice me encuentro con Ursula en recepción y firmo en el libro de registro.

—¿Quieres que hablemos en tu despacho? —le pregunto, quitándome la chaqueta.

Ella me sonríe.

—¿Por qué no hablamos en el tuyo?

Una vez en mi despacho, quito las últimas cajas de libros que descansan sobre la mesita de café y la invito a sentarse. Veo que está examinando mis pósters y los sobados dibujos que me hicieron algunos de mis pacientes en agradecimiento por su tratamiento…, un regalo con mucho más significado que cualquier otro.

—¿Cómo llevas tu vuelta a Irlanda del Norte? —me pregunta Ursula, juntando las manos.

Sirvo dos tazas de té y tomo asiento frente a ella, recuperando el aliento. Aún llevo las zapatillas de deporte.

—Mucho mejor de lo que habría imaginado —le digo, alegremente—. Quién sabe, incluso podría quedarme definitivamente.

Es una pequeña broma, para disminuir la tensión. Ella se muerde los labios.

—Me han contado lo que sucedió ayer. En la universidad.

Sostengo su mirada, pero siento que se me encoge el corazón. La excitación suscitada por el avance en el diagnóstico de Alex remite.

—Sí —digo, tras una larga y reflexiva pausa—. Me temo que no estoy muy en forma últimamente.

Le explico que mi apartamento está aún por amueblar y que aún no he acabado de desempaquetar todas las cajas. Le hablo de mis pacientes. De mis progresos en el caso de Xavier y de la eficacia de la terapia artística en Ella, nuestra paciente más reciente. Y sobre la situación de Alex.

—De hecho —le digo—, acabo de tener una reunión con una antigua profesora de Alex. Creo haber dado un gran paso en el estudio de su caso.

—Estoy segura de ello —dice Ursula, examinándose las uñas—. Pero me temo que tengo serias dudas sobre tu capacidad para ocuparte de este caso, Anya. Me han contado el episodio de la Escuela de Música. —Cuando levanta los ojos, no veo más que decepción—. Me gustaría que cogieras la baja por enfermedad.

—¿Baja por enfermedad?

—Debes comprender que tu episodio, o lo que fuera, es…, bueno, preocupante, la verdad. Tanto en lo que se refiere al futuro de nuestra actividad profesional como a tu propia salud. Siempre que interviene la policía aumenta un poco la gravedad, y con la recaudación de fondos que está haciendo el Hogar MacNeice y el reciente interés del ministro de Sanidad no querríamos dar la impresión, y disculpa, de que la institución está en manos de unos lunáticos.

Estoy alucinada. Quiero responderle, pero no encuentro las palabras. En vez de ello, mi cabeza empieza a dar vueltas a lo que acabo de ver en la clase de Karen Holland hace menos de una hora: una fotocopia de un periódico de diciembre de 2001, con el titular «VIDAS ARRUINADAS». Debajo había una enorme fotografía de un tiroteo: un hombre enmascarado junto a un coche apuntando a un policía con un arma.

—Léalo —me dijo Karen.

Ayer por la tarde, en un control de policía, cerca de Armah, dos agentes perdieron su vida en lo que el viceprimer ministro ha calificado de «monstruoso acto de odio contra el recién constituido Servicio de Policía Norirlandés». El sargento Martin Kerr, de veintinueve años, padre de una niña de dos semanas, fue alcanzado por un único disparo lanzado desde muy poca distancia. El sargento Eammon Douglas, de cuarenta y siete años, murió anoche en el hospital del condado de Armagh a consecuencia de las heridas recibidas. Dos hombres, Alex Murphy, de treinta años, de Belfast Norte, y Michael Matthews, de cuarenta y nueve, del condado de Kerry, han sido acusados esta mañana de asesinato en primer grado.

Tras bajar el periódico, miré a Karen.

—Es el mismo titular del dibujo de Alex —dijo.

Fruncí el ceño.

—Pero ¿por qué ese episodio turbaría tanto a Alex?

Karen abrió el ordenador portátil que tenía encima de su mesa y clicó un icono de internet.

—He visto esto en YouTube —dijo, y abrió una página nueva.

Me quedé mirando mientras la pantalla se llenaba con la imagen lluviosa de una tranquila calle de Belfast; a la derecha podía verse una iglesia, y a la izquierda una oficina de correos. La imagen se volvió borrosa cuando pasaban varias mujeres empujando cochecitos de bebé; se les oía hablar, aunque el vidrio no permitía escuchar lo que decían. En la calle había dos policías parando el tráfico y hablando con los conductores antes de dejarlos seguir. Por un momento no parecía que hubiera nada fuera de lo normal; era otro control de policía, como los muchos que había visto en Belfast. Frente a la reja metálica de la iglesia se apreciaba una pequeña figura, vestida con el jersey rojo de un uniforme escolar, y junto a la puerta de la oficina de correos había una niña vestida de blanco.

Entonces, un coche azul se acercó al control de policía. Sólo uno de los agentes se movió. El otro se quedó en la acera, con los brazos cruzados. Noté que se me secaba la garganta al ver que un hombre enmascarado, sentado en el asiento del acompañante, salía del coche. Sacó un arma y apuntó al policía que estaba delante de él. Por un momento dudó, y la imagen se volvió nuevamente borrosa mientras la gente corría frente a la cámara, situada, imaginé, en la parte trasera de la furgoneta de la policía. Se oyó un disparo, que rompió el parabrisas del coche azul. El hombre enmascarado dudó y levantó el arma. Unos segundos después se escuchó el sonido sordo y siniestro de otro disparo, y el policía que estaba en medio de la calle se desplomó en el suelo. Otro disparo. Alguien hizo a entrar a la niña en la oficina de correos. El policía que estaba en el borde de la calle extendió los brazos y cayó al suelo. El hombre armado se detuvo y volvió la cabeza hacia el niño que estaba frente a la iglesia; lancé un grito ahogado, esperando que fuera el siguiente. Pero el hombre bajó el arma y retrocedió unos pasos, turbado por aquel jovencísimo testigo. El conductor le hizo un gesto y el hombre subió al coche, que arrancó a toda velocidad.

Luego, la grabación se cortó para dar paso a una foto policial del asesino, un hombre de semblante hosco, que tendría poco menos de treinta años, de labios pronunciados, brillantes ojos azules y mentón femenino y hombros bien definidos: ALEX MURPHY. Me acerqué un poco más a la pantalla y vi que algo en sus ojos y en sus orejas de soplillo me resultaba familiar.

La grabación volvió a cortarse y apareció un periodista con un paraguas en una mano y un micrófono en la otra: «Al parecer, una facción disidente del IRA estaría implicada en lo ocurrido ayer aquí mismo, cuando un terrorista enmascarado disparó contra dos agentes de policía, probablemente para evitar que fuera descubierto un arsenal pesado transportado ilegalmente desde la frontera meridional…».

Pulsé el espaciador para parar la grabación. Necesitaba hacer una pausa para asimilar lo que acababa de ver. Para comprender lo que significaba. Karen cruzó el aula para cerrar una ventana por la que entraba el ruido de los niños al salir de clase. Toqueteé las teclas de YouTube, ansiosa por ver de nuevo las imágenes. La figura pixelada que había frente a la verja de la iglesia me resultaba familiar.

—¿Podemos acercar esa parte? —pregunté.

Karen clicó en un punto de la pantalla, agrandando la imagen. Estaba pixelada, pero estaba segura de reconocer aquel aterrorizado rostro infantil.

—Después de nuestra primera charla recordé algo que Alex comentó en más de una ocasión —me explicó Karen—. Decía que su madre no paraba de decirle que se parecía a su padre. Que tenía a su padre en su interior. ¿Qué piensa de ello?

Pulsé el espaciador, para volver a reproducir la grabación. Que Alex estuviera al corriente del crimen de su padre era una cosa, pero que hubiera sido testigo de él… Claro que, si lo había presenciado, era muy probable que lo hubiera borrado todo.

Las imágenes se negaban a dejar ver la cara de ese niño. Me volví hacia Karen.

—Creo que Alex sabe que su padre era un asesino.

—… sólo un par de meses —dice Ursula.

De repente estoy de vuelta en mi despacho del Hogar MacNeice, escuchando sus planes para sustituirme mientras «me recupero».

—Ursula —la interrumpo, con voz y mirada firme—. Esta tarde he descubierto algo sobre la infancia de Alex que lo cambia todo.

Ursula se quita las gafas.

—¿Ah, sí?

—Ha aparecido algo de su pasado que hace que su situación aparezca bajo una luz totalmente nueva. Necesito hablar con él y con su madre lo antes posible.

—Puedes redactar un informe para el nuevo psiquiatra de Alex —dice, lanzando un profundo suspiro—. Lo siento, Anya, pero es importante vigilar tanto la salud de nuestros pacientes como la de nuestro personal. Te mandaré por correo electrónico los impresos del servicio de salud ocupacional. —Ursula se pone en pie—. Tu baja por enfermedad empieza ahora mismo. —A continuación, inclinando la cabeza, añade—: Es mucho mejor que una ausencia forzada. O que un despido.

Cierro la boca. Antes de salir, ella me mira fríamente.