XXIII

LAS COSAS QUE SON REALES

Alex

Querido diario:

¿Qué le dijo el papa Julio II a Miguel Ángel?

—Venga, hijo, baja, ya lo empapelaremos.

Hoy me he levantado muy temprano porque era sábado y a las diez tenía que ir a ver a mamá. Parecía la mañana del día de Navidad. Puse el despertador a las siete para tener tiempo de ducharme antes de que los demás se levantaran y para lavarme los dientes, limpiarme las orejas y cortarme las uñas. Tenía miedo de que los empleados de la lavandería se hubiesen olvidado de lavarme la ropa, así que me aseguré de tener más tiempo para lavarla yo mismo y secarla. Pero todo marchaba bien, porque cuando eché un vistazo al armario vi que estaban la camisa, los pantalones y el chaleco, todo inmaculado y muy bien planchado.

Me he levantado bastante antes de que sonara el despertador, de modo que he estado un buen rato bajo la ducha. Me he pasado una hora limpiando los zapatos y luego, con un rotulador negro, he pintado todas las marcas para que parezcan superlimpios. Cuando terminé sólo eran las ocho. Así pues, he ordenado todas las fotografías y dibujos de nuestra nueva casa que he pegado a las paredes y me he pasado un rato imaginándome a mamá y a mí viviendo allí, preparando la comida juntos en la cocina, sentados en el jardín cuando haga sol y colgando pósters de lirios y delfines.

Después hice un dibujo para mamá con un bonito mensaje. Decía así: «Mamá, espero que te mejores pronto, porque te quiero, y si te sintieras tan bien como te quiero, te sentirías realmente muy bien».

Mamá me estaba esperando en la sala que comparte con los demás pacientes de su pabellón. Llevaba unos vaqueros nuevos y una camiseta azul. Se había maquillado ligeramente: un poco de color rosa pálido en los párpados y las mejillas, y negro en las pestañas. Me puse tan contento al verla que casi me eché a llorar; me di cuenta de que ella había notado que estaba emocionado y también estuvo a punto de llorar. Cuando me soltó, me senté frente a ella, sonriendo.

—Dime, ¿te gusta la nueva escuela? —me preguntó, aunque lo dijo como si no le gustara que fuera a una escuela nueva.

—Está bien —dije—. Sólo es temporal, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Qué es eso que me has traído?

Tenía el cuaderno de dibujo en las manos.

—He hecho muchos dibujos nuevos. Anya me dijo que era bueno para mi recuperación. ¿Quieres verlos?

Mamá me dedicó una sonrisa forzada y asintió con la cabeza.

Deliberadamente, había dejado de dibujar esqueletos, porque parecían incomodar a la gente, de modo que dibujé cosas como las flores que crecen en la ventana de mi habitación, mi clase y un retrato de Guau. Cuando mamá vio el dibujo de Guau, su rostro mostró una franca sonrisa. Estuvo acariciando el dibujo durante un buen rato y luego se llevó una mano a la boca.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Ella respiró profundamente y luego cogió mi mano entre las suyas.

—Alex —dijo—. Lo siento mucho, pero Guau también tendrá que mudarse a una nueva casa.

—¿Qué quieres decir?

No escuché todo lo que dijo porque mi corazón empezó a latir muy fuerte, como si lo tuviera en las orejas, pero básicamente dijo que Guau había sido trasladado a una perrera cuando tía Bev tuvo que regresar a Cork durante una semana, porque en casa no había nadie para darle de comer o sacarlo a pasear, y tía Bev no podía llevárselo con ella. Cuando mamá habló de una perrera, yo sabía que se refería a la RSPCA (Sociedad Real para la Prevención de la Crueldad contra los Animales). Me imaginé a Guau encerrado, con todos los demás pobres perros ladrando, moviéndose en círculos dentro de una jaula del tamaño de nuestro baño y preguntándose qué habrá hecho mal para tener que acabar ahí.

Debí de empezar a jadear, porque de repente mamá me estrechó entre sus brazos y dijo:

—¡Oh, Alex! Lo siento muchísimo, todo es por mi culpa.

—¿No podemos hacer que vuelva? —pregunté.

Mamá me abrazó muy fuerte y cuando volvió a mirarme, su maquillaje se deslizaba por su cara en líneas negras y húmedas.

—Tal vez —dijo—. No volveré a prometerte nada que no pueda cumplir. Así que digamos tal vez. Si aún sigue allí.

Quería preguntarle si pensaba que el personal de la RSPCA podía haber sacrificado a Guau, porque había oído decir a alguien que lo hacían constantemente, porque tenían demasiados perros. Pero tenía miedo de que eso preocupara aún más a mamá. Finalmente recordé mis buenos modales, saqué un pañuelo del bolsillo y se lo tendí a mamá. Ella sonrió y se secó la cara.

—¿Cuándo volverás a casa? —le pregunté.

Mamá desvió la mirada.

—No lo sé.

Por un momento pensé qué podría decir o hacer para hacerla feliz. Pensé de inmediato en Ruen salvando a mi padre, pero no quería contarle la parte del infierno, porque pensaría decididamente que yo estaba loco. Así, pues, le dije:

—Mamá, sé que echas de menos a papá y sé que has estado muy triste desde que murió. Pero creo que tal vez algún día volvamos a verlo. En el cielo, ya sabes.

Mamá se quitó el pañuelo de la cara muy despacio. Parecía enfadada. «¡Oh, no! —pensé—. Sólo he conseguido empeorar las cosas».

—Alex, ¿qué quieres decir con muerto? —preguntó ella, con el rostro desencajado.

—Sí, cuando murió, esa mañana que te encontré en la cama con las pastillas y la abuela llamó a una ambulancia y…

Dejé de hablar porque ella me miraba como si me hubiese vuelto loco. Tenía la boca abierta y en su frente se formó una arruga que empezaba a convertirse en la letra V.

—Mamá —dije, al cabo de un momento—. Lo siento, supongo que no debería hablar de eso.

Entonces, ella bajó las manos y lanzó un suspiro tan grande que su espalda se encorvó.

—Lo siento mucho —dijo, en la que era su vigésimo novena disculpa desde que llegué—. Pensé que lo habías entendido, Alex. —Miró de nuevo a través de la ventana y el sol iluminó su rostro. Por un instante, volvió a parecer joven—. La abuela siempre decía que te trataba como si fueras mayor de lo que eras, que esperaba demasiado de ti. —Volvió a mirarme y me sonrió—. Supongo que era porque siempre parecías mucho mayor. ¿Sabías que empezaste a andar cuando sólo tenías diez meses?

Empecé a sentir un nudo en el estómago. Ella seguía hablando como si hubiera alguien más en la habitación.

—La asistente sanitaria dijo que era algo extraordinario, que nunca había visto a un bebé de diecinueve meses hablar así. Decía que hablabas como un niño de tres o cuatro años, sobre todo teniendo en cuenta que los niños siempre van muy por detrás de las niñas. —Sus ojos sonreían—. Hacías que me sintiera muy orgullosa de ti, Alex. Cuando naciste, tuve mucho miedo. No sabía cómo debía alimentarte, cómo cuidar de ti. No sabía cómo arreglármelas. No sabía cómo darte lo que necesitabas. Pero tú nos sorprendías a todos.

—¿Estás diciendo que papá no está muerto? —le pregunté.

—Tú ya lo sabes, Alex. Está en la prisión de Magilligan, ¿recuerdas? Traté de llevarte allí de visita, pero me dijiste que no querías…

Me eché hacia atrás, como si acabara de darme un puñetazo en la cara.

—¿Alex? —dijo.

Se inclinó hacia delante, con los brazos extendidos. Sentí que la cabeza me daba vueltas, como si alguien la girara por mí.

—No pasa nada —decía ella.

Sin embargo, su boca se abría y se cerraba y yo no podía oír nada, porque mi corazón latía muy fuerte, y era como si yo no supiera hablar, porque no sabía cómo transformar las sensaciones en palabras.

—Él… Pero… —Y luego—: ¿Dónde está Magilligan?

—Está a unos cien kilómetros de aquí, después de la Calzada de los Gigantes.

Mi boca estaba llena de saliva. Mamá suspiró y se frotó la cabeza.

—Quiero decirte algo, Alex.

Me levanté y me senté a su lado, pero tenía la sensación de estar flotando.

—Tú no te merecías todo esto —dijo—. Durante mucho, mucho tiempo, he pensado que…, bueno, que tú no te merecías a alguien como yo. Que te merecías a una madre mucho mejor de lo que yo he sido. Y pensaba que era por mi culpa que mis padres adoptivos abusaron de mí. Que me lo merecía.

Asentí con la cabeza, aunque no estaba muy seguro de lo que estaba diciendo. ¿Los «padres adoptivos» no eran personas que no eran tus verdaderos padres?

—Pero lleva un tiempo sentirte bien contigo mismo después de sentir que has malgastado toda tu vida.

—¿A qué te refieres cuando dices padres adoptivos?

Mamá frunció el ceño.

—Ésta es la cuestión, Alex. No he sido sincera contigo ni conmigo misma. La abuela no era mi verdadera madre, ¿sabes? Ella me adoptó cuando yo tenía más o menos tu edad.

No estoy seguro de lo que ocurrió después de que mamá me contara eso. Fue como si un enorme tubo de cristal hubiera caído del techo y me hubiera aprisionado en su interior, como cuando la gente atrapa a una araña dentro de un vaso y no puede salir. Lo único que era capaz de oír eran los latidos de mi corazón desbocado y mis propios pensamientos. Que eran éstos: «¿La abuela no es mi abuela?».

«¿Tía Bev no es mi tía de verdad?».

«¿Papá no murió?».

«Entonces, ¿a quién sacó Ruen del infierno?».

Sin embargo, debí de decir lo que mamá esperaba, porque ella siguió hablando. Creo que se refería a la casa nueva y sus planes para decorarla cuando saliera del hospital, porque no paraba de decir cosas como «pintura roja, o tal vez naranja toscano» y «un montón de lámparas elegantes». Y mientras ella decía todo esto, una idea cruzó mi mente como un expreso de medianoche: «Ruen está mintiendo».

«Ruen está mintiendo».

«Él no sacó a mi padre del infierno».

No había edificios cavernosos ni dragones en el cielo.

¿Y qué fue lo que dijo? ¿Que mi padre quería que yo pagara su deuda?

En otras palabras: Ruen pensaba que podía contarme una mentira gorda y, ya puestos, pedirme algo a cambio.

Me puse en pie.

Ahora, mamá hablaba prácticamente sola, diciendo que siempre había querido poner moqueta en las escaleras. Se secaba las lágrimas de los ojos, aunque al mismo tiempo sonreía.

—Quizás podamos volver a empezar —dijo.

Le cogí la mano.

—Te quiero, mamá —le dije—. Pero tengo algo que hacer.

Y me fui cuando ella estaba decidiendo entre el color rosa o el melocotón para las baldosas del baño.

Cuando dejé a mamá, me llevaron de vuelta al Hogar MacNeice. En cuanto cruzamos la puerta principal roja se oyó un gran estruendo y una señora con una red en el pelo y un delantal me hizo avanzar por el pasillo muy despacio para que no pisara ningún cristal roto.

—Hoy estoy torpe —dijo, mostrándome los dedos, como si le sorprendiera tenerlos en las manos.

En el suelo había al menos diez frascos rotos y un enorme charco de agua. Me quedé mirando uno de ellos y vi el rostro de Ruen sonriéndome, aunque no estaba allí. Sabía que estaba enfadado con él.

La señorita Kells me estaba esperando en la puerta de mi habitación. Me dirigí hacia ella.

—Quiero ir a nadar —le dije.

Ella me miró, muy seria, y me di cuenta de que sus ojos y su boca eran exactamente iguales que los de Michael. Iba a decírselo, pero pensé que me preguntaría quién era Michael, de modo que me callé.

—Alex —dijo—. Me gustaría hablar contigo de algo muy importante.

—¿Ahora?

Ella asintió con la cabeza.

—Lo siento, pero no puedo —contesté, pero no le dije por qué.

No le dije que necesitaba tener una charla con un demonio de nueve mil años de edad que me había mentido diciéndome que había irrumpido en el infierno para liberar a mi padre y luego exigirme algo a cambio. Y que necesitaba encontrar un sitio tranquilo y apartado para hacerlo, porque si yo me ponía a gritar en mi habitación se habría presentado todo el mundo para calmarme y darme más pastillas blancas.

—Tengo que practicar el estilo mariposa —dije, mirando de forma exagerada la señal de la piscina que había detrás de ella.

La señorita Kells se agachó junto a mí y yo pensé en libros de segunda mano de páginas amarillentas.

—Alex, ya sabes que puedes contármelo todo —dijo—. Eso es lo bueno de tener un tutor personal. Nada de lo que me digas te va a crear problemas, ¿comprendes?

Asentí con la cabeza. No lo comprendía, pero cuando me dijo eso sentí que el nudo del estómago se derretía como si fuera mantequilla y noté una sensación muy cálida recorriendo todo mi cuerpo. Abrí la boca. Ella asintió con la cabeza, animándome a hablar. Quería hablarle de Ruen. Quería pedirle consejo, de modo que dije:

—Señorita Kells, ¿qué haría usted si alguien en quien confiara mucho le contara una mentira horrible?

Ella sonrió y en sus ojos vi que sabía por qué le hacía esa pregunta, y pensé que tal vez alguien le había mentido como me habían mentido a mí. Se acercó un poco más y dijo:

—Le diría que no quiero volver a verlo. Por mucho que la quisiera, nunca volvería a confiar en esa persona.

Asentí con la cabeza y ella me cogió la mano, aunque la suya parecía hecha de aire caliente.

—¿Necesitas mi ayuda, Alex?

—Sí.

Sin embargo, negué con la cabeza, porque no sabía cómo podría ayudarme.

—Si en el futuro necesitas mi ayuda, sólo tienes que decírmelo —dijo.

—Gracias —contesté.

Iba a hacerle otra pregunta, pero cuando volví a mirar ya se había ido.

Hice un montón de largos en la piscina, golpeando mi cuerpo contra las olas con cada brazada, imaginándome que estaba luchando con Ruen. De vez en cuando me tomaba un descanso al terminar un largo, agarrándome al borde y, en voz baja, ordenaba a Ruen que me dejara ver su horrible y pétreo rostro. Pero no aparecía.

Al final, salí del agua y me dirigí a la sauna. Los otros niños estaban fuera, jugando a fútbol; el socorrista estaba junto a la piscina, de modo que tenía la sauna para mí solo. Entré y me tendí en un banco, imaginando que mis poros rezumaban puro odio. Oí a alguien tosiendo y abrí los ojos. En el otro extremo de la sauna, a través del vapor, vislumbré a un anciano. Tenía cara de malo y una sonrisa de piraña; llevaba un traje con un lado deshilachado. El hilo serpenteaba a través del vapor hasta llegar al dobladillo de mi toalla.

—¿Me has llamado? —dijo Ruen.

—Eres un embustero —le grité.

—Ah.

No parecía molesto por la acusación, de modo que lo desafié:

—Me dijiste que habías sacado a mi padre del infierno, y no es verdad.

Nada, salvo el silbido del vapor. Luego:

—¿Y cómo has llegado a esa conclusión?

Me había puesto de pie y señalaba con el dedo hacia él, que estaba sentado en el banco que tenía frente a mí.

—Mamá me dijo que mi padre está vivo y coleando en la prisión de Magilligan, así que no sé a quién sacarías del infierno, Ruen. De hecho, no creo que sacaras a nadie. Lo que creo es que te lo inventaste todo. Y no creo que te deba nada.

Ruen se levantó y me miró, enojado. Por un momento pensé que iba a cambiar de apariencia y a convertirse en el Monstruo sólo para asustarme. Sin embargo, sólo se quedó mirando fijamente un rincón. Cuando miré en esa dirección, vi a otro demonio sentado, que iba tomando cuerpo entre el vapor. Llevaba un traje de tweed como el de Ruen, pero nuevo. El demonio parecía más tímido y joven que él. Por lo que vi, estaba escribiendo algo en un cuaderno.

—¿Quién es ese? —pregunté.

El demonio iba a presentarse, pero Ruen lo interrumpió.

—Es Braze —dijo—. Es un médico residente. No le hagas caso.

Cogí la toalla, con la intención de irme. Cuando ya estaba junto a la puerta, Ruen dijo:

—Tu madre te mintió, Alex.

Cerré los puños, apreté los dientes y me volví, muy despacio.

—¿Qué es lo que has dicho?

—Que tu madre te mintió —repuso Ruen, muy tranquilo.

—Pero ¿quién te crees que…?

Ruen levantó la mano.

—Por favor —dijo.

Me puse a temblar de rabia. Mi boca estaba completamente rígida, como si tuviera mucho frío. Ruen puso la mano sobre el banco, invitándome a sentarme.

—Tienes diez segundos para explicarte —dije, sin tomar asiento.

Ruen lanzó un suspiro.

—El hombre al que salvé era tu verdadero padre —dijo—. El que está en la prisión de Magilligan no lo es. Nadie sabe que tu padre no es tu verdadero padre. Ni siquiera tu abuela.

De repente recordé lo que me dijo mamá en una ocasión sobre la abuela: «Ella no es tu abuela de verdad». Recordarlo y constatar que era cierto fue un golpe tan duro que tuve que parpadear para no echarme a llorar.

—¿Por qué iba a mentirme mamá sobre quién era mi padre, eh? —grité—. ¿Cómo te atreves a llamar mentirosa a mi madre…?

—No lo he hecho —dijo Ruen—. Sólo he dicho que ella mintió. No es lo mismo, querido muchacho. Tu madre mintió para protegerte. Mintió porque te quiere, y porque sabe muy bien hasta qué punto te haría daño una revelación como ésa. Sólo te lo he dicho porque me has obligado a hacerlo. Miró al otro demonio, que seguía escribiendo.

Ahora no podía reprimir las lágrimas, y tampoco podía evitar que mi corazón latiera a toda velocidad o que todo mi cuerpo se empapara en sudor y que goteara por mi cara y mis brazos. Respiré profundamente. Se me escapó un sollozo y luego vinieron las lágrimas, muy calientes.

Al final, Ruen se acercó a mí. Yo tenía las manos en la cara. Él me dio una palmadita en la espalda.

—Tranquilo —dijo—. No podías saberlo. —Luego se dio la vuelta y olfateó—. Ya me compensarás.