EL COMPOSITOR
Anya
Ayer fui a la unidad psiquiátrica de adultos para hablar con Cindy sobre la pieza musical de Alex. No tenía ningunas ganas de verme. Me presenté a la enfermera que estaba repartiendo la medicación y escuché la conversación a través de la puerta entreabierta de la habitación de Cindy.
—Cindy, hay una señora que quiere verla. La doctora Anya…
Un suspiro.
—Dígale que no me encuentro bien.
—Dice que se trata de su dijo, Alex.
—¿Por qué sigue viniendo aquí?
Al cabo de un momento, la enfermera salió de la habitación de Cindy y me dijo que podía entrar. Cindy estaba sentada junto a la ventana, contemplando la lluvia, y daba golpecitos con los pies, como si estuviera saltando. Llevaba el pelo sucio y se había mordido las uñas. Me quedé en el umbral, esperando a que me diera permiso para entrar.
—Hola, Cindy —la saludé, con voz cálida—. ¿Puedo pasar?
—Como quiera —murmuró.
Cogí una silla que había junto a la cama y me senté a su lado, aunque no demasiado cerca.
—Sé que tiene taller de arte —dije. Iba a quitarme la chaqueta, pero decidí no hacerlo—. No la entretendré mucho.
Cindy me miró.
—No pienso ir al taller de arte.
Hice una pausa.
—¿No?
Por toda respuesta, se mordió las uñas y fijó los ojos en la ventana, llevándose una de sus huesudas rodillas hasta el pecho.
—¿A qué ha venido?
Suavicé el tono de voz.
—Quería preguntarle si Alex ha ido a clases de piano.
—¿Ha venido por eso?
Asentí con la cabeza.
—Que yo sepa no. No es algo que podamos permitirnos, ¿sabe?
—Pero en su casa tiene un piano, ¿verdad? ¿Lo toca alguno de los dos?
—No. Es una herencia familiar. Hace años que nadie lo toca.
—¿Y en la escuela? ¿Alex tiene clase de música?
—Le gusta más hacer maquetas de castillos y cosas así. Cosas de chicos.
—Entonces, él no podría haber escrito esto, ¿verdad?
Algo dubitativa, le mostré la partitura. Cindy la cogió y le echó una ojeada.
—No —dijo, tras hacer una pausa—. Nunca ha escrito música. —Golpeó con los dedos el título que encabezaba la partitura—. Sin embargo, parece la letra de Alex. ¿Puedo echarle un vistazo más de cerca?
—Tómese todo el tiempo que quiera —dije.
Acercó la hoja a la luz que entraba por la ventana y se inclinó sobre la partitura.
—Sí, yo diría que esta es la letra de Alex. —Levantó los ojos hacia mí, perpleja y contenta al mismo tiempo—. ¡Mira por dónde! Mi niño, un compositor. La verdad es que no me sorprende.
—¿Por qué no le sorprende?
Se encogió de hombros y cambió la posición de las piernas, llevándose la rodilla izquierda hasta la barbilla, visiblemente excitada por lo que estaba viendo.
—Alex siempre ha hecho cosas que no son propias de su edad. Cosas que nunca le enseñé y que quién sabe cómo ha aprendido. Nadie diría que es hijo mío.
Asentí con la cabeza.
—Alex dice que esto lo ha escrito otra persona.
—No, está claro que es su letra…
—Ya lo sé. Alex dice que transcribió las notas, pero que fue otra persona quien compuso la música y le dijo que la escribiera.
Cindy parecía confusa. Luego se encogió de hombros.
—Bueno, si Alex lo dice, tendré que creerlo.
Me mordí el labio.
—¿Aun cuando diga que esa otra persona era un demonio?
Debió de entenderme mal.
—¿Qué tiene de malo que transcriba música? El hecho de que él no la componga no significa que no sea listo…
—No he dicho tal cosa…
Me devolvió la partitura con expresión asustada y enfadada.
—Tenga —dijo—. Deje de preguntarme por el piano, ¿de acuerdo? No es asunto suyo.
Cogí la partitura y la metí de nuevo en el maletín. Ella me observó atentamente, sin dejar de mover las manos.
—Aquí no la dejan fumar, ¿verdad? —pregunté.
Su rostro se relajó.
—No, no me dejan —repuso—. Le daría un riñón ahora mismo a cambio de un cigarrillo.
Sonreí y aproveché el hecho de que ya no sentía frustrada por mí sino por «ellos».
—Si tuviera uno, se lo daría encantada.
—Gracias —dijo ella, sonriendo tímidamente.
Bajó las rodillas. Fueran cuales fueran las emociones que habían despertado mis preguntas, era evidente que estaban remitiendo. Me incliné para coger mi maletín.
—En cualquier caso, saldrá muy pronto de aquí.
Me miró. En sus ojos había algo que me bloqueó.
—¿No es así? —insistí.
Cindy empezó a morderse las uñas de nuevo. Volví a sentarme, con la sensación de que aún tenía algo que decirme. Al cabo de unos momentos, se inclinó hacia delante, con mirada furtiva.
—Usted tiene hijos, ¿no? —dijo.
—¿Por qué me lo pregunta?
Cindy se rascó la cabeza.
—Trudy no tiene hijos, por eso no creo que lo entienda. Pero usted sabe a qué me refiero, ¿verdad?
—¿Sobre qué?
Acercó la silla.
—Que a veces parece que ellos sean los padres y nosotros los hijos. ¿Lo comprende? Como si ellos tuvieran más respuestas que nosotros.
—¿Quiere decir que Alex parece mayor de lo que es?
—Siempre ha sido muy independiente. Como si ni siquiera me necesitara. —Finalmente dejó de mover las manos, posándolas sobre su estómago. Volvió la cabeza hacia la ventana, contemplando las nubes, que se habían hecho más densas y oscuras—. Nunca quise ser madre. No suena nada bien, ¿verdad? Entonces, cuando nació Alex, me enamoré locamente de él. Era su fan número uno. Es tan increíble que apenas puedo creer que saliera de mis entrañas.
La escuché atentamente mientras el peso de sus palabras se instalaba en el silencio. Cuando hablé, empezaba a llover.
—Cindy, creo que Alex y usted deberían tomarse unas pequeñas vacaciones cuando salgan de aquí.
Durante un momento pareció desconcertada.
—¿Cuándo salga de aquí?
Asentí con la cabeza.
—No tiene por qué ser un viaje caro, pero creo que sería una buena idea que los dos se divirtieran juntos. ¿Nunca han pasado un día en la playa?
Ella negó con la cabeza y luego se echó a reír.
—Es de locos, ¿verdad? La playa está a solo cinco kilómetros de casa y nunca hemos ido. De todas formas, nunca hace sol, ¿verdad?
—Aunque esté nevando —dije, alegremente, devolviéndole la sonrisa—. Cuando salga de aquí creo que pasar tiempo juntos debería ser algo prioritario.
Cindy bajó la mirada.
—Sí. Cuando salga de aquí.
Esta mañana, después de haberme quedado dormida a las cinco de la madrugada en el suelo de mi habitación, me he despertado con el sonido de la pieza musical de Alex en mi cabeza. Tenía que tocarla. Tenía que escuchar a Poppy en sus notas, volver a sentirme cerca de ella. No, no sólo sentirme cerca… sino encontrar respuestas. El eco de su canción en la pieza de Alex creó una serie de reminiscencias que llenaban mi pequeño apartamento. Cuando nació Poppy, estuvo dos minutos sin respirar. Los médicos estaban frenéticos, ocupados entre mis piernas con un aspirador, contando —«uno, dos, tres, vamos, cariño»— hasta que al final la comadrona la cogió por los tobillos y, sosteniéndola cabeza abajo, le dio una firme palmada. Poppy lanzó un grito y yo sentí que me invadía una oleada de alivio.
Ahora, el trauma de aquel momento tenía otro eco… ¿Fue aquello lo que lo provocó todo? ¿Fue la falta de oxígeno lo que dañó su cerebro? ¿Estaba la esquizofrenia en mi acervo genético y, después de haber golpeado a mi madre y haberse saltado una generación, había alcanzado a Poppy? ¿Era por algo que yo había hecho?
¿Qué más podría haber hecho para salvarla?
Eché un vistazo al teléfono. Tenía llamadas perdidas de Fi y de Michael, y de un número desconocido. Devolví la llamada, pero no contestó nadie. Luego, tras dudar un momento, llamé a Melinda.
—¡Hola! —dijo, después de haberla saludado—. ¡Maestra! ¿Cómo estás?
Le pregunté si podría utilizar una de sus salas de ensayo durante una hora.
—Sí, sí, por supuesto —dijo, con entusiasmo—. Claro que sí. Pásate por aquí, te reservo una hora. Tenemos un Steinway en la sala principal, ¿qué te parece?
—Perfecto —dije, y colgué.
Mis dedos ya daban señales de impaciencia. Estaba ansiosa por interpretar la música. Estaba buscando una respuesta, la pieza que faltaba en el rompecabezas, y ni siquiera sabía cuál era la pregunta.
Llegué al despacho de Melinda con una coca-cola en una mano y un muffin de chocolate del tamaño de una madeja de lana Aran en la otra. Había decidido que estaba a punto de tener la regla, que mis hormonas estaban alborotadas y que ésa era la razón de mi ligero malestar. Eso, y un insomnio pasajero. Después de relamerse los labios al ver el muffin en la bolsa de plástico transparente, Melinda me acompañó hasta la sala de ensayo. Estaba vacía, salvo por el taburete del piano y el enorme Steinway. Al ver un cartel que prohibía traer comida y bebida, tiré la coca-cola y el muffin en una papelera. Melinda frunció el ceño.
—No me habría chivado —dijo.
Pero yo negué con la cabeza. Le dije que no tenía apetito y que sólo quería tocar. Cuando cerró la puerta, empecé con algunos arpegios para calentar los dedos. En los últimos cuatro años no había pulsado las teclas más de una docena de veces. Lo que me intrigaba era que, a pesar del abandono, mis manos aún recordaban los acordes de las piezas que solía tocar una y otra vez. Ya no era capaz de recordar la clave del segundo concierto para piano, de Rachmáninov, ni de leer mentalmente las notas de la Pavana para una infanta difunta, de Ravel, pero mis dedos formaron los acordes correctos sin atisbo de duda. Me sentía como una marioneta, pero al revés, como si fueran las cuerdas del piano quienes tiraran de todo mi cuerpo.
Finalmente, saqué la partitura de Alex del bolsillo y la desdoblé. Aunque podía escuchar la melodía en mi cabeza, mis dedos no estaban familiarizados con ella. Volví a echar una ojeada a la pieza y vi la imagen de Poppy inclinando la cabeza sobre nuestro piano.
«Te quiero, mamá».
Coloqué bien el folio en el atril y puse los dedos sobre las teclas. Empecé a tocar, poniendo énfasis en el si de la mano derecha, un vals en la izquierda. No había terminado con el primer compás cuando me detuve, levantando ligeramente los dedos de las teclas, mientras el corazón me golpeaba el pecho con el eco de la música en la fría sala vacía.
Fuera cual fuera el recuerdo que habían despertado aquellas primeras notas, no se trataba de una simple imagen mental. En esta ocasión, ese recuerdo me inundó las venas; mi piel revivía con el contacto de la suya la primera vez que la cogí en brazos, su mejilla contra mi pecho, su cabecita perfectamente acomodada en la palma de mi mano. La sensación era tan real que me conmocionó. Pero también era un tormento. Volví a colocar las manos sobre las teclas y continué. Esta vez, sentí sus omoplatos en forma de L apretando las palmas de mis manos mientras la abrazaba después de haberse caído de la bici, como si la música fuera un conducto entre ese tormento y yo, sin distancia temporal, sin amortiguar las sensaciones.
Seguí tocando.
Ahora sentía subir por mis muñecas, por mis brazos y por todo mi cuerpo su calor, estando conmigo en la cama después de una pesadilla, sus pies rozando los míos, sus suaves cabellos contra mi mejilla.
Cuando terminé la primera sección de la pieza, mi corazón corría y gritaba por todas las calles de mi cuerpo. Me faltaban pocos compases para terminar cuando oí un fuerte golpe en la puerta. Me detuve.
—Adelante.
La puerta se abrió, muy despacio.
Esperaba ver a Melinda, o a algún estudiante de música que no hubiera visto mi nombre escrito en la hoja de reservas que había en la puerta. Pero no: era un anciano, muy bajito, calvo, encorvado, vestido con un harapiento traje de tweed, una camisa amarillenta y una pajarita marrón. Iba a explicarle que tenía permiso para usar la sala durante una hora, pero me paré en seco al darme cuenta de que había algo en aquel hombre que me resultaba extremadamente familiar. Hice un esfuerzo por situarlo. Tenía un rostro muy arrugado y grisáceo, la boca prominente y la cabeza rapada salvo por un tupido mechón de pelo blanco como la nieve en su base. Se puso de puntillas, junto al umbral de la puerta.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —pregunté, educadamente.
Él se quedó quieto, irguiéndose ligeramente, y sonrió. Yo di un saltito hacia atrás. A pesar de ser un hombre muy mayor, era decididamente repugnante.
—Su mano derecha suena demasiado staccato —dijo, con un acento difícil de ubicar—. ¿No ha visto las anotaciones?
Me volví para mirar el folio que tenía ante mí.
—¿Se refiere a esto? —dije.
—Soy el autor de la pieza que está tocando. —Hizo una profunda reverencia—. Quería presentarme.
Me quedé mirándolo mientras se daba la vuelta y cerraba lentamente la puerta tras él.
—¿Esto lo ha escrito usted? —pregunté.
—Pues claro —repuso, dando un paso al frente—. ¿Le gusta?
Estaba perpleja, con el vello de los brazos de punta.
—¿Quién es usted?
Ahora estaba dando vueltas alrededor del piano, con las manos a la espalda, deteniéndose ocasionalmente para echar un vistazo en su interior. Me incliné para coger mi maletín. Cuando me incorporé, él estaba justo delante de mí; de repente, era lo bastante alto como para mirarme a los ojos. Sólo que los suyos no tenían iris. Eran dos masas compactas, como si tuvieran cataratas, parecían de mármol gris. Lancé un grito ahogado y retrocedí.
—Anya —dijo, mirándome a pocos centímetros de distancia—. Anya.
Sentí el corazón desbocado, me temblaban las manos. Miré la puerta.
—¿Le gustaría tener este piano? —preguntó, sonriendo—. ¿O uno parecido?
Volvió a dar vueltas alrededor del piano, acariciando la tapa con sus dedos retorcidos. Me quedé totalmente quieta, helada, tratando de entender qué estaba pasando.
—¿Ha dicho que había escrito esta pieza? —pregunté.
A pesar de la sensación de amenaza que él había traído a la sala, sentía curiosidad.
—¿No va a tocar un poco más?
—Alguien a quien conozco también afirma haberla escrito —dije.
Él se quedó mirando la partitura y sonrió.
—¿Conoce a Alex? —pregunté, observándole atentamente mientras me dirigía hacia la salida.
Él echó una ojeada a la puerta. Juraría que oí cómo se cerraba.
—Concédame sólo un momento —dijo, sentándose ante el piano—. Le prometo que no se arrepentirá.
Sentí que un sudor frío me empapaba la espalda y las axilas, mientras me decía a mí misma que debía mantener la calma, que no debía tener miedo, porque aquel hombre tendría al menos setenta y cinco años, y que si no podía defenderme de un hombre de esa edad, entonces los veinte años que había pasado en un circuito de entrenamiento habían sido una pérdida de tiempo. Pero no se trataba de un combate físico. Sentía como si me desnudaran, como si, de algún modo, me sedujeran, y la luz parecía más tenue, mientras las sombras se cerraban en los rincones, cada vez más densas.
Recordé que tenía el móvil. Con manos temblorosas, lo saqué del bolsillo y empecé a marcar un número. Un segundo después, la pantalla se apagó. Me había quedado sin batería.
Lo miré.
—Alex dice que eres un demonio —dije. En aquel ambiente pesado, aquellas palabras me parecieron ridículas—. No es una apelativo muy bonito para un amigo de la familia, ¿verdad? ¿Hay algún motivo para ello?
Él se sentó frente al piano.
—Entonces, ¿va a la universidad para eso? —dije, dirigiéndome hacia la puerta.
En un abrir y cerrar de ojos lo tenía detrás de mí, contra la puerta, el rostro amenazante. Dejé escapar un sollozo. Algo iba mal, realmente mal. Por un instante pensé que estaba sufriendo un brote psicótico. Las manos me temblaban violentamente, y el suelo se convertía en agua bajo mis pies.
—¿Se encuentra bien? —le oí decir.
Me acurruqué en el suelo, hecha un ovillo, abatida por un peso en el corazón que sólo había sido tan fuerte en otra ocasión. Sentí el momento en que vi a Poppy en la ventana y salté hacia delante, pero, una vez más, llegaba medio segundo tarde, mis manos estaban vacías, y el impulso por alcanzarla sigue animando todo lo que hago…, su ausencia es un espacio vacío hacia el que tender los brazos.
Y entonces todo cesó.
Con los ojos aún cerrados, sentí como si alguien hubiera llenado todo mi cuerpo con la luz del sol. La oscuridad se fue. Una y otra vez tuve la sensación de calor viajando a través de mí cuerpo y rodeándolo. Fue como si alguien o algo me hubiera levantado y cogido en brazos, y luego me sentí muy ligera.
En mi imaginación, dejé de ver a Poppy en el momento de su muerte. Vi su hermoso y ansioso rostro delante de mí, sus manos en mis hombros, zarandeándome. «No pasa nada, mamá. Estoy aquí. Estoy contigo». Quería abrir los ojos, pero no lo hice por si ella se desvanecía. En lugar de eso, vi mis brazos extendidos ante mí y mis manos cogiendo su rostro. Ella volvió ligeramente la cabeza para besarme en la mano.
«Mamá, no me has perdido. Todo va bien, ¿sabes?».
La atraje hacia mí y la estreché con fuerza, mi pecho lleno de alivio pero también de incredulidad. Al final, ella se soltó y me miró. Parecía mayor, una adolescente; su pelo de color castaño era mucho más largo y enmarcaba su rostro con unos rizos al estilo de Botticelli, y tenía una mirada serena y sin miedo. Sin vacío.
«Ahora vete, mamá —dijo—. Te quiero».
Cuando volví a abrir los ojos, Melinda estaba de pie frente a mí, dándome cachetes y gritando mi nombre. Sentí que inspiraba profundamente, como si acabara de emerger de las profundidades del océano. Tenía las piernas y las manos entumecidas y mi cabeza bullía como si tuviera una horrible resaca. Me llegó el fuerte aroma del pachulí de Melinda y, tras un ruido sordo, volví a la Tierra. La expresión del rostro de Melinda era una mezcla de horror y genuino alivio cuando me senté.
—¡Oh, cariño! ¡Pensé que estabas muerta! —gritó.
Negué con la cabeza para confirmar que, a pesar de mi aspecto, estaba más o menos viva. Todo mi cuerpo se estremecía, como si acabara de salir de un baño caliente o hubiera pasado un día al sol.
—La he visto —le dije a Melinda—. He visto a Poppy.
Ella me miró extrañada. Me llevé una mano temblorosa a la boca.
En cuanto se aseguró de que respiraba, Melinda sacó su móvil de la funda que llevaba colgada del cuello y llamó a seguridad. Luego se quitó el jersey de cachemira que llevaba y me lo puso alrededor de los hombros.
—Aquí hace un frío polar —exclamó—. ¿Has abierto una ventana?
Le dije que no con la cabeza, aunque el tono de preocupación de su voz me hizo sonreír. Me garantizaba que estaba sana y salva. Se echó a reír nerviosamente.
—Nunca lo adivinarías —dijo, mientras yo me ponía en pie, apoyándome en el piano para mantener el equilibrio.
—¿Qué?
Melinda cruzó los brazos y mostró una amplia sonrisa.
—La pieza que me enseñaste. Es cien por cien original.
Asentí con la cabeza para darle las gracias, echando un vistazo a la sala.
—Ese chico es un genio —prosiguió—. ¡Un auténtico niño prodigio!
Miré el piano y luego recorrí el suelo con los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó Melinda, descruzando los brazos.
—Ha desaparecido —le dije—. La partitura ha desaparecido.