EL INFIERNO
Alex
Querido diario:
¿Cómo llamarías a un niño con orejas de soplillo, nariz torcida y sin mandíbula?
Ogro.
El lunes empecé a ir a la escuela nueva. Es una mierda, como este chiste. El Hogar MacNeice es como un internado en el que debo quedarme a dormir, y aunque mi nueva habitación es más grande que la que tengo en casa, no me gusta. Está toda pintada de blanco; las ventanas no se abren, y alguien dijo que si tratas de colgarte de las puertas, se caen. Así pues, paso corriendo por delante de todas las puertas, no sea que vayan a caerse, y los otros niños se ríen de mí.
El dormitorio de la casa nueva será guay, o sea que, de momento, supongo que está bien. Aquí, la mayoría de los profesores no son demasiado simpáticos, pero hay una maestra que me cae bien. Es la señorita Kells, y aunque huele a tienda de segunda mano, parece agradable. Es mi tutora, y me visita durante una hora todos los días en mi habitación, después de clase. Si tengo algún problema, debo hablar con ella, y hablamos de muchas cosas: de matemáticas, de los lápices 2B y de Hamlet. En cada clase sólo hay diez alumnos, y eso es guay, porque se está tranquilo y nadie se burla de mí. Sin embargo, no hablamos entre nosotros, y algunos de los otros niños son unos psicópatas. Hay una niña que es un año mayor que yo y dice que estamos en un zoo, que hay un tigre en la mesa del profesor, y cosas por el estilo. Ayer me dijo que no podía sentarme en la silla que estaba detrás de ella porque había una jirafa. Miré a Ruen para asegurarme de que no había ninguna jirafa, y él puso los ojos en blanco y bostezó.
Me alegra que Ruen esté conmigo, porque echo de menos muchas cosas, y no sólo a mamá. Echo de menos despertarme en plena noche y ver a Guau durmiendo junto a mi cabeza. Echo de menos las tostadas con cebolla. Echo de menos el grifo que no para de gotear durante toda la noche y que parece el latido de un corazón. Echo de menos a tía Bev, a Jojo y la Opera House. Echo de menos la forma en que mamá mueve la uñas del dedo gordo del pie sobre el taburete mientras se toma un té y ve Coronation Street. Echo de menos a mamá incluso cuando está triste. Echo de menos nuestra casa, aunque aquí no haya cristales rotos y todo esté limpio y caldeado.
Le pregunté a Ruen si mamá y yo íbamos a quedarnos sin la casa nueva, teniendo en cuenta que tía Bev ha vuelto a su casa y no parece que mamá vaya a abandonar pronto el hospital, y él me dijo que ahora todo dependía de Anya, ya que había sido ella quien me había metido aquí. Me dijo que, aunque él podía ayudarme a escapar, yo no tenía ningún sitio adonde ir. Por un momento, pensé: «¿Por qué no vuelvo a casa y tú cuidas de mí?», pero entonces recordé que Ruen es un demonio y no puede hacer cosas normales, como cocinar y limpiar. Y es una lástima.
Pero estoy emocionadísimo por mi padre, me muero de curiosidad. ¿Qué se debe sentir cuando te liberan del infierno? ¿Será realmente feliz? ¿Estará agradecido? ¿Estará en el cielo o en otra parte? No sé nada del más allá, y cuando le pregunto a Ruen no le apetece mucho hablar de ello, sobre todo del cielo. Dice que está «demasiado conceptualizado e idealizado» y que el infierno se «juzga peyorativamente» y que tiene «mala prensa». Cada vez que le pregunto por la muerte me mira como si yo fuera estúpido.
—Es el final, mi querido muchacho —dice, chasqueando la lengua—. El cuerpo no existe. Y tampoco la tarta de chocolate. Tiene algunas ventajas, pero depende de dónde acabes.
Y entonces le pregunto dónde podría «acabar» yo y empieza a hablar de la «idealización» del cielo y la «denigración» del infierno.
Sin embargo, esta noche quiero preguntarle por mi padre. Nunca he sabido muy bien cómo o por qué murió. No asistí a su funeral y mamá nunca me ha llevado a ver su tumba, y tampoco hay fotos suyas en casa. Dijo que no pensaba hablar con nadie de él. Sólo sé su nombre, porque también es el mío: Alex. Cuando pienso si mi padre será feliz por haber salido del infierno, me viene un recuerdo de mamá, papá y yo cenando. Estábamos sentados a la mesa del salón y mamá sirvió unos bollos de pan en un plato. Mi padre cogió dos, pinchó uno con el tenedor y otro con el cuchillo y empezó a moverlos hacia arriba y hacia abajo, como si fueran dos pies bailando. Recuerdo que la luz del sol era muy intensa y que iluminaba el contorno de su cara y las arrugas de la comisura de sus ojos mientras se reía. Recuerdo que mamá le daba golpecitos con un trapo de cocina, riéndose y diciéndole que parara. En aquella época solía reírse mucho.
Cuando pienso en eso, me pongo triste, aunque estoy más confuso que triste. Estoy confuso porque cuando pienso en mi padre haciendo bailar los bollos de pan y luego pienso en lo que vi aquel día, a él disparándoles a esos dos policías, no tenía sentido. La gente mala, ¿no es siempre mala? La gente buena y amable, que les compra coches de juguete a sus hijos, ¿no es siempre buena y amable?
Después de saber que mi padre había muerto, estuve triste mucho tiempo. Un buen día desapareció, justo después de lo ocurrido en el control de policía. Nunca le pregunté a mamá si se cayó en un pozo, si lo atropelló un coche o si tenía la misma enfermedad que la abuela, que siempre se encontraba mal. Ella sólo lloraba, no paraba de llorar, y una mañana me dijo: «Tu padre se ha ido». Y yo pregunté: «¿Por cuánto tiempo?». Y ella contestó: «Para toda la vida».
Y entonces subió al piso de arriba y no volvió a bajar. A mí me pareció raro, ya que debía llevarme a la escuela, porque yo sólo tenía cinco años. Así pues, esperé durante dos horas y luego subí, miré en el baño, luego en su dormitorio y vi que estaba tumbada en la cama. Le di un golpecito y grité; «¡Despierta!», pero no se movió. De modo que tiré del edredón, empecé a patear el suelo y a dar palmas y le hice cosquillas en los pies. Entonces vi que había unas cajas debajo del edredón. Sabía lo que eran, porque estaba con mamá cuando se las dio el médico. No quedaba ni una pastilla y me sentí extraño, asustado. Entonces mamá empezó a toser y el corazón me dio un vuelco, porque me puse contento al ver que hacía ruidos. «¿Acabas de despertarte?», le pregunté, pero ella sólo se incorporó y vomitó sobre mis pies.
Recuerdo que me precipité escaleras abajo, abrí la puerta principal subiéndome a la silla del piano y salí corriendo hacia la casa de la abuela. Cuando llegué, le dije que mamá estaba enferma, que había unas cajas blancas entre las sábanas de su cama y que tenía mucha hambre. La cara de la abuela tenía una expresión horrorizada, con los ojos muy abiertos y tristes. Me dijo que me preparara yo mismo una tostada y llamó por teléfono. Luego volvimos a toda prisa a casa, pero en vez de dejarme entrar me dijo: «Vete a la escuela, vete a la escuela». Me fui a la escuela, pero durante el camino se me hizo un nudo en el estómago que era cada vez más grande. Ése fue el primer día que vi a Ruen.
—Ruen —digo, ahora.
Sólo pronuncio su nombre cuando estoy seguro de que nadie puede oírme, lo cual no ocurre muy a menudo. Él está sentado en mi cama y yo en el suelo de mi habitación, haciendo los deberes de mates. Cuando se aparece como el Anciano, se pasa mucho tiempo sentado, como si estuviera cansado. Cuando camina, lo hace arrastrando los pies, y frunce el ceño con tanta fuerza que parece que su cara fuera a derretirse. Al cabo de unos momentos, levanta la vista.
—¿Qué?
—¿Ya has sacado a mi padre del infierno?
Suelta un gruñido.
—¿Eso es un sí?
Vuelve a gruñir y luego empieza a toser. Se da una palmada en el pecho.
—Pues claro que lo he sacado.
Me incorporo.
—¿En serio? —El corazón golpea mi pecho y tengo ganas de mear—. ¿Cómo lo has hecho? ¿Has tenido que usar la fuerza? ¿Ha habido una gran pelea?
Vuelve a toser.
—Sí, sí, todo eso.
Las ideas se agolpan en mi mente. Me imagino el infierno, un lugar rojo y muy caluroso con un montón de gente, como en un concierto de Metallica. Se oyen muchos gritos y hay una ciudad, sólo que de sus muros cae una lava de color naranja y de las ventanas no paran de salir unas gigantescas llamas. Hay criaturas parecidas a los demonios que veo a todas horas, sólo que peores: éstas parecen zombis, con la piel arrancada a tiras y el rostro cubierto de sangre. Hay dragones sobrevolando el cielo rojo y unas enormes nubes de humo negro. Veo a Ruen caminando hacia un gran edificio negro con fogones junto a la puerta principal. Fuera hay unos guardias de seguridad muy altos, de rostro amenazador, provistos de largas lanzas y vestidos con armaduras. Los cascos tienen cuernos, parecidos al de un rinoceronte, y las armaduras están salpicadas de espigas. Cuando Ruen se acerca, los guardias cruzan las lanzas para impedirle que entre. Él los mira fijamente, con los ojos enrojecidos. Les dice que es un rastrillador. Los guardias se arrodillan y tiemblan ante él. Ruen levanta una pierna y abre la puerta dándole una patada.
El interior del edificio parece el de la catedral más grande del mundo: las paredes son de piedra vista y el techo tan alto que da la sensación de que vayas a caerte cuando levantas los ojos para contemplarlo. Hay criaturas repugnantes con colmillos de vampiro que chillan, se esconden y tratan de atacar a Ruen con sus garras, pero él se dirige con calma hacia el lugar donde sabe que está encerrado mi padre: una habitación que corona la torre más alta. Tiene que esquivar a un montón de criaturas, pero al final consigue llegar hasta allí. Mi padre está muy agradecido, y cuando Ruen le dice: «Me envía tu hijo», se echa a llorar. Entonces, Ruen, enfrentándose a las criaturas, emprende el camino de vuelta, seguido muy de cerca por mi padre, sólo que ahora habla en alemán y lleva una chupa de cuero. Fuera hay una Harley Davidson. Ruen y mi padre se suben a la moto y salen corriendo hacia el cielo.
—¡Vaya! —le digo a Ruen—. ¡Es igual que en Terminator!
Me mira, confundido.
—Espera… ¿Tuviste que enfrentarte también a Satanás? —le pregunto, poniéndome en pie—. ¿Iba montado en un dragón y caían trozos de carbón ardiendo del cielo?
—¿De qué me estás hablando?
—¡De cómo has salvado a mi padre! —grito.
Oigo pasos acercándose por el pasillo, por lo que bajo la voz.
—¿Estaba agradecido? ¿Le hablaste de mí?
Ruen baja la vista, como si estuviera pensando en ello. Al final se levanta y sonríe.
—Tu padre fue liberado del infierno ayer, por orden mía, naturalmente. Estaba muy agradecido y me dijo que estaría en deuda conmigo durante toda la eternidad. De hecho, dijo que esperaba que su hijo, tú, Alex, tratara de pagar parte de esa deuda en su nombre siéndome leal y ayudándome en mi investigación.
Le miro fijamente. No he entendido nada de lo que ha dicho. Aún estoy muy emocionado al saber que ha hecho lo que me había prometido. Y entonces pienso en Katie, y en lo que le hizo su madre. Y que Ruen siempre había estado en lo cierto.
—¿Lo harás, Alex?
—¿Hum?
—¿Me serás leal y me ayudarás en mi investigación, tal como pidió tu padre?
—Sí. Sí, por supuesto. Entonces, mi padre parecía feliz, ¿verdad? ¿Le gustó el cielo? ¿Preguntó por mamá? ¿Había ángeles en el cielo?
Ruen suelta un gruñido. Entonces se me ocurre algo. Algo que debería haberle dicho a Ruen para que le comentara a mi padre.
—¿Le dijiste a mi padre que lo quiero?
La cara de Ruen parece un nudo.
—¿Querías que se lo dijera?
Asiento con la cabeza y de pronto mi entusiasmo se marchita un poco, como si hubiera estado a punto de marcar un gol pero al final hubiese fallado.
—Puede que ya lo sepa, ¿no crees?
Ruen se encoge de hombros.
—¿Cómo puedo saberlo?
—¿Te pareció… que él sabía que yo lo quería? Ya sabes, porque te mandé para que lo sacaras del infierno. ¿Pudiste leerlo en su rostro?
Ruen tensa aún más la expresión de su cara. Casi podría esconderse algo entre los pliegues de su piel. Cuando pienso en eso recuerdo la vez que escondí un billete de cinco libras detrás del radiador de mi habitación. Me preguntó si todavía seguirá allí.
Ruen resopla.
—Mi querido muchacho, el amor es algo muy humano. Yo no sé nada sobre el amor —dice—. Y, si lo supiera, estaría muy, muy enfadado.
Me paso la mano por la cabeza para darle a entender que todo lo que acaba de decir es un poco de psicópata. Él mira la puerta. Por un momento pienso que está por irse y de repente querría suplicarle que no lo hiciera. Sin embargo, sólo arruga la nariz y vuelve a sentarse.
—Sabes, Ruen —le digo—, en cierto modo, tú eres como mi padre. No estoy diciendo que no quiera a mi padre, es sólo que… —De pronto, ni siquiera sé lo que quiero decir—. Estoy contento de que estés aquí.
Ruen alza una de sus rizadas cejas canosas y resopla. Me subo a la cama y me tapo. Justo en ese momento, se apagan todas las luces y me quedo a oscuras. Hacen lo mismo todas las noches, aunque no soporto la oscuridad.
Y me alegro aún más de que Ruen esté aquí.