CANCIÓN DE AMOR PARA ANYA
Anya
Me tomo un café camino del City Hospital. Entro en la consulta del especialista y echo un vistazo a las últimas notas que ha tomado sobre Alex. Las observaciones sobre la administración del Risperidone parecían correctas, salvo por un pequeño y microscópico detalle: anoche, Alex se escapó.
Salió del edificio, cruzó el patio y entró en la unidad de adultos, donde aporreó la puerta de la habitación de su madre y mordió a un guardia de seguridad.
Cierro los ojos, tratando de que mi mente se llene con el paisaje y los sonidos del Caribe. Es una mala, pésima noticia. Sin duda alguna, da a entender que en este lugar hay problemas de seguridad, pero también evidencia la inestabilidad de Alex y un conjunto de reacciones negativas a su tratamiento. Y también afectará negativamente a mi informe.
Alzo los ojos y en el umbral de la puerta veo al doctor Hargreaves, un especialista en terapia de conducta cognitiva que trabaja en el Hogar MacNeice dos días a la semana.
—Alex es paciente suyo, ¿verdad? —dice el doctor Hargreaves, bajándose las gafas.
Hemos hablado en un par de ocasiones, y por las cuatro palabras que hemos intercambiado hasta ahora, soy consciente de que me considera una fascista de los trastornos psicóticos.
—Así es —le respondo.
Asiente con la cabeza y dice:
—¿Sabe que uno de los efectos secundarios del Risperidone es la acatisia?
La acatisia es un desasosiego extremo. Trago saliva, y él se da cuenta. Está por demostrar que la acatisia haya llevado a Alex a esa situación, pero la posibilidad de que así sea me pone enferma.
Me dirijo a la sala de reuniones. Alex está sentado en una butaca de color amarillo narciso junto a una mesa irrompible, con las piernas cruzadas y las manos debajo de los muslos. Parece muy nervioso.
—Hola, Alex —le digo, alegremente—. Lo siento, hoy llego un poco tarde. ¿Has dormido bien?
Niega con la cabeza, sin dejar de mirar al suelo.
—¿No? ¿Por eso saliste a dar un paseo?
Niega de nuevo con la cabeza.
—¿Por qué saliste a dar un paseo, entonces? A las tres de la madrugada, además. ¿Sólo porque te habías hartado de estar en el hospital?
Levanta los ojos para mirarme. Parecen cansados y están hinchados.
—Quiero decirte algo —responde, ignorando mis preguntas.
—De acuerdo.
Dejo que él tome la iniciativa. Saco mi cuaderno. Me mira durante un buen rato.
—¿Te incomoda el cuaderno, Alex?
Niega con la cabeza.
—Me da igual que escribas o no. Sólo quiero que me escuches.
Suelto el bolígrafo. Él respira profundamente.
—Sé que crees que soy un peligro para mí mismo. Pero Ruen es real. Y tengo una prueba de ello.
Me tiende una hoja de papel. Es una pieza musical, encabezada con el título «Canción de amor para Anya». Las líneas del pentagrama, las notas y las claves están garabateadas con torpeza, y está claro que han sido repetidamente borradas y reescritas. Hay fraseos y marcas de tiempo y de octavas muy precisas, y en dos momentos aparecen dos términos en italiano: andantino y appassionato. Tras echar un rápido vistazo a la música, concluyo que no se trata de una canción de amor en el sentido en que lo es una balada.
Sin embargo, hay algo más que me deja la boca seca, antes de convencerme de que se trata tan sólo de una coincidencia: la melodía inicial es idéntica a la que Poppy estaba componiendo la noche que murió. Un si alto para tres compases; un trino la, sol, la, las tres negras; otro si para tres compases; trino la, sol, la; luego un la para tres compases; de nuevo un si…, una melodía simple, que he escuchado muchas veces en mi cabeza durante los últimos cuatro años, como si guardara el secreto de lo que ocurrió la noche en que ella murió.
—¿De dónde has sacado esto? —le pregunto.
—Ruen me dijo que lo había compuesto para ti, porque te gusta la música. Me pidió que lo transcribiera para hacerte un regalo.
—¿Un regalo?
Asiente con la cabeza.
—Me dijo que es una pieza corta, porque de momento no se ve capaz de componer una sinfonía entera.
La voz de Alex es menos alegre que de costumbre, y por el deje y la firmeza de su tono se diría que ha envejecido unos años desde la última vez que nos vimos. No parece ansioso sino reticente a mostrarme lo que ha transcrito. Miro fijamente la pieza musical. Alex se inclina hacia delante y me mira a los ojos.
—Puedes preguntárselo a mi madre —susurra, moviendo los ojos de un lado a otro—. No sé tocar, y mucho menos componer. No toco ningún instrumento musical. Ni siquiera sé cantar. Entonces, ¿cómo podría haber escrito esto, eh?
Suspendo la charla con Alex hasta después de que haya podido hablar con su tutora. Abandono la sala, marco el número de Michael y le dejo un mensaje en el contestador diciéndole que me llame lo antes posible. Debe ser informado del intento de fuga de Alex.
Mientras estoy marcando de nuevo el número de Michael, suena el móvil. Es él.
—¿Por qué Alex está tomando Risperidone?
Es lo primero que me dice. En un tono agresivo y preocupado al mismo tiempo.
—¿Sabías que anoche intentó escapar?
—Pues claro que lo sé —me espeta—. Me llamaron del hospital para que fuera en seguida. Me preocupa que nos hayamos precipitado con la medicación, Anya. La última vez que vi a alguien tomando Risperidone fue a un muchacho de dieciocho años y le borró toda expresión de su rostro…
—El estado de Alex exige una intervención médica —digo, con voz calmada—. Y no creo que Cindy sea dada de alta en breve. ¿Esperarías una semana a curar una pierna rota?
—Bueno, deberías saber que Cindy no está bien —replica, fríamente—. Al menos desde que la han incapacitado para ejercer como madre de Alex.
«Eso no es culpa mía», pienso, aunque me siento culpable de inmediato. En los últimos tres días apenas he dormido nueve horas, un poco por el estrés y un poco por tratar de ponerme al día con mis otros casos. En este momento daría lo que fuera por un baño caliente y una cama.
—Esta tarde hablaré con Cindy —digo—. Y hay algo más.
—¿Qué?
—¿Alex ha ido a clases de piano alguna vez?
—Que yo sepa no. ¿Por qué?
Le hablo del regalo de Ruen. Le comento que, como pianista, me asombra su complejidad. Aun cuando Alex tuviera alguna preparación musical, la pieza sería todo un logro. Y, más importante aún, la composición me impulsa a preguntarme si Ruen es algo más que una proyección, si se trata de una persona de carne y hueso con quien Alex se relaciona de forma habitual y que es una amenaza real para su bienestar.
—¿Dónde estás? —pregunta Michael tras una pausa.
—Aún estoy en la unidad de adultos.
—No te muevas de ahí.
Diez minutos después, Michael se dirige hacia mí, cruzando el aparcamiento a grandes zancadas. Espero que entre conmigo para tomar un café mientras matamos el tiempo hasta que pueda hablar con Cindy, pero me invita a subir a su coche.
—¿Adónde vamos? —le pregunto.
Evita mi mirada.
—He concertado una cita con alguien de la Escuela de Música, en la universidad de Queen.
—¿Por qué?
—Me has dicho que querías saber si Alex había escrito esa partitura, ¿verdad?
—No, yo… —Mi voz se apaga mientras miro su coche, que ha dejado mal aparcado sobre el bordillo—. ¿De qué iba lo de la otra noche?
—¿Te refieres a Alex?
—No. Me refiero a ti, a cuando acariciaste mi rostro.
La pregunta me avergüenza, pero detesto esquivar algo que debo afrontar.
—Ah, ése es el problema —dice, con una media sonrisa—. A ver, sólo estaba preocupado por ti, ¿de acuerdo?
—¿Preocupado? Te dije que sólo salía a tomar un poco el aire…
Dejo que encuentre las palabras que parece estar buscando en el suelo. Cuando levanta la vista, tiene una expresión triste.
—No volverá a ocurrir —dice, muy despacio—. Te lo prometo.
Nos dirigimos en el coche de Michael a la Escuela de Música de la universidad, situada justo detrás del jardín botánico.
—¿Qué tal el footing? —me pregunta.
Pienso en las ampollas que me han provocado las zapatillas de deporte nuevas y en el sospechoso bulto en la rodilla, una señal de que este año tendré que volver a infiltrarme esteroides.
—No es tan apasionante como cultivar un huerto —le digo.
Me doy cuenta de que se ruboriza cuando le menciono el huerto. Entonces me cuenta que la mosca negra ha atacado sus judías verdes y que el astuto gallo del vecino le ha cogido cariño a la remolacha. Me cuenta también que ha empezado a montar a caballo con el único propósito de recoger el estiércol y llevárselo a casa («¿Y no podrías simplemente limpiar los establos?», le pregunto, a lo que él responde: «Soy demasiado educado para llevármelo sin ofrecer algo a cambio»). En cuanto a sus patatas, dice, estaban en su estómago una hora después de haberlas recogido.
De pronto, me acuerdo de mi abuela paterna, Mei, cuyo inglés se limitaba a una frase que solía decir a menudo: «Mi ying y mi yang», el equilibrio de mi vida. Ella diría que Michael es mi yang, mi contrario. El que ha sido enviado para enseñarme, y viceversa. Al escucharlo mientras describe su destartalada cabaña y los domingos que se pasa arrodillado, con tierra hasta las rodillas, siento que todas mis costumbres (un carro del supermercado lleno de bolsas de plástico de verduras orgánicas prelavadas, un apartamento de alquiler con un contrato renovable cada mes y alicatado desde el suelo hasta el techo, la capacidad de despegarme del muro artificial de la vida del siglo XXI y sumergirme en cualquier momento en otra vida) pierden su atractivo. La otra noche soñé que me despertaba en una casa con energía solar y eólica hecha totalmente de madera, barro y paja, en las islas Hébridas, y la comida que había en el plato la había cultivado en mi jardín. Cinco años atrás, eso habría sido una pesadilla. Ahora, para mi asombro, creo que es la clase de vida que desearía.
La amiga de Michael es una californiana rubia y muy guapa, profesora de composición musical con un doctorado sobre las fugas de Bach y diplomas en oboe, tuba, piano y timbales. Las siglas que acompañan su nombre son tantas que parece una frase. Me dice que la puedo llamar Melinda, y la seguimos hasta su despacho.
Michael le tiende la pieza musical de Alex. Ella se pone las gafas y la estudia.
—¡Caramba! ¿Y esto lo ha escrito un niño de diez años?
Trato de darle la explicación más lógica.
—Bueno, más o menos. Él dice que se lo ha dictado… un amigo imaginario.
Melinda enarca las cejas.
—¡Vaya! ¿Conque un amigo imaginario, eh? —Se queda mirando a Michael—. Bueno, nunca había visto nada parecido. Hay algunas influencias.
Señala la partitura con una uña corta pero con una manicura perfecta.
—Aquí hay algo de Chopin —dice—. Y puede que algo de Mozart en los compases finales. Claro que lo de las influencias es algo muy subjetivo.
Se levanta, sosteniendo la partitura, y se acerca a un piano de pie yamaha que está contra la pared del fondo.
—Tócala tú —me dice Michael, dándome un golpecito con el codo—. Después de todo, es tu canción.
Melinda se da la vuelta.
—¿Ah, tocas el piano? Te lo ruego.
Melinda coloca bien la silla para que me siente. Desentumezco las manos.
—Estoy un poco oxidada.
—Adelante —dice Melinda, sonriendo y dando una palmada en la silla—. No seas tímida. ¡Vamos a escuchar esta obra maestra!
Lo cierto es que me pongo muy nerviosa ante la perspectiva de tocar la pieza. Aunque ya he escuchado mentalmente la melodía leyendo las notas, no sé cómo me sentiré al interpretar estos ocho compases. La canción de Poppy. Es una situación que escapa a mis competencias profesionales y me hace sentir muy incómoda. Se trata de una coincidencia, pienso, pero el recuerdo de mis anteriores charlas con Alex revolotea en mi cabeza, el misterio sin resolver de las cosas que parece saber de mi hija.
No obstante, me levanto, me siento frente al piano, deslizo los dedos sobre las lisas teclas blancas y empiezo a tocar. Contengo el aliento mientras suena la melodía inicial, apretando los dientes para ahuyentar la imagen de la oscura cabeza de Poppy detrás del piano del apartamento de Morningside. Cuando llego a la segunda sección, me doy permiso para respirar y me concentro en la técnica de la pieza. Posee una sencillez, una picardía y una determinación que se apoderan de mí mientras la ejecuto. La melodía de la segunda mitad es difícil, lírica y apasionada. Echo un vistazo al título: «Canción de amor para Anya». Entonces me fijo en lo que hay escrito debajo, en letra más pequeña: «De Ruen». Ruen. Siempre había creído que el supuesto demonio de Alex se llamaba «Ruin».
Cuando termino, Melinda y Michael me dedican un aplauso.
—¡Fantástico! —exclama Michael.
Melinda asiente con la cabeza.
—Tienes mucho talento. —Me guiña el ojo, se acerca al piano y se inclina para echar otro vistazo a la partitura—. En cualquier caso, ese niño no es muy bueno escribiendo. Debería practicar un poco con las claves de sol… —Se vuelve hacia Michael—. ¿Quieres que compruebe en el ordenador si es un plagio?
Michael asiente con la cabeza.
—Por supuesto.
Una vez fuera de la Escuela de Música, llega el momento de separarnos.
—¿Quieres que te lleve? Así ves a Cindy —me pregunta Michael.
—No está lejos. Iré andando.
Empiezo a caminar en dirección al jardín botánico y Michael me sigue.
—He dejado el coche por allí.
—Gracias por hablar con Melinda. Ha sido de gran ayuda.
Michael estudia mi rostro.
—Esa pieza tiene algo que te preocupa.
No es una pregunta.
—No creo que me conozcas lo suficiente como para…
—¿Es porque crees que ha sido realmente Ruen quien la ha escrito?
Me quedo mirando un coche que está tratando de aparcar muy cerca de donde estamos, marcha atrás. Se aproxima tanto que se refleja en el capó de otro vehículo.
—Me pregunto si Ruen no será el padre de Alex —digo, pensando en voz alta.
—¿Un demonio?
—No, me refiero a que tal vez Alex se esté viendo con su padre. Si la violencia de que ha sido objeto la ha sufrido a manos de…
Dejo la frase en el aire. La idea de que el padre de Alex no esté muerto y que haya estado viéndose con él a escondidas es ridícula. Pero ya me he quedado sin respuestas. La música, el ataque, la forma en que me preguntó por mi cicatriz la primera vez que nos vimos… Y luego pienso en Ursula. Su insistencia en que deje de colgar etiquetas.
Estamos frente al jardín botánico. Una mujer está haciendo footing con dos dálmatas trotando a su lado. Michael se hace a un lado, situándose entre los perros y yo.
—Muy bien —dice, metiendo las manos en los bolsillos y sonriendo—. Consideremos esa posibilidad. ¿Es posible que Alex vea demonios?
Me vuelvo para estudiar su rostro. Está hablando en serio. Es un aspecto de él que hasta ahora desconocía. ¿Cómo es posible que un hombre inteligente e intuitivo como él se plantee que los demonios existan y que haya una mínima posibilidad de que alguien pueda verlos?
—¿Me estás tomando el pelo?
Estamos cerca de los invernaderos. Michael da un paso para situarse frente a mí, ladeando la cabeza para que deje de fijarme en un grupo de estudiantes.
—Cuando estaba en el seminario investigué mucho sobre las creencias populares. Leí muchos testimonios de gente que aseguraba haber visto cosas increíbles: ángeles, demonios, incluso a Dios. Gente que creía haber visto demonios con colas terminadas en forma de horca y que luego se daba cuenta de que esas colas eran lazos que se iban haciendo más grandes, vínculos que los unían al demonio y que los destruían. —Hace una pausa—. Una locura.
—¿Qué te llevó a interesarte por esas cosas?
—Cuando era pequeño veía a mi hermana. Mis padres nunca me habían hablado de ella. Me enteré de su existencia el año pasado. A mi abuela se le escapó que cuando yo nací hubo complicaciones por culpa del otro bebé muerto que mi madre llevaba en su barriga.
Se acerca, para evitar que alguien pueda escuchar la conversación. Tengo la sensación de que se está quitando de encima un peso que lo ha hecho sentirse solo durante mucho tiempo.
—Crecí sabiendo que tenía una hermana que se llamaba Lisa —continúa— porque ella misma me lo dijo. Sabía que se parecía a mí, sólo que era una niña, y que sólo yo podía verla. Mis padres me llevaron a varios psicólogos, me cambiaron la dieta, y entonces, cuando debía de tener unos ocho años y ellos ya empezaban a estar hartos, mi padre me amenazó con lanzarme por una ventana si volvía a mencionar a Lisa. Me dijo que ella no era real. Sea como fuere, dejé de verla. —Se muerde la mejilla—. Pero yo sé que era real. Era real.
Asiento con la cabeza, consciente de que puede que yo sea la única persona a quien le ha contado eso, y me pregunto por qué. Sin embargo, no se lo pregunto, sino que opto por darle una respuesta que encaje en los límites de nuestra relación profesional.
—¿Por eso estudiaste psiquiatría?
—Puede. Probablemente. Lo que pasa… —Hace una pausa, para aclarar sus ideas—. Supongo que necesitaba comprender cuál era la diferencia entre ver cosas de naturaleza espiritual y padecer una enfermedad mental, ¿entiendes?
—Necesitabas averiguar si de niño sufrías un trastorno disociativo o jugabas con el fantasma de tu hermana gemela.
—Bingo. Pero hay algo más: soy ateo con tendencias agnósticas.
—¿Y aun así estudiaste para ser sacerdote?
—Hay una gran diferencia entre los motivos culturales y religiosos que puede haber para estudiar algo. No conocí a mucha gente que creyera en la grandeza del cielo, ¿sabes?
—Creo que tanto la psiquiatría como los estudios religiosos se basan en creer en lo que no se puede ver.
—Yo sé que veía a mi hermana —dice, con firmeza—. Mentalmente enfermo o no…, ¿qué más da? —Sonríe, y reaparece esa invisible distancia que pone entre los dos—. Creo que hay cosas que la ciencia no puede explicar.
—¿Crees que Alex ve realmente algo?
—¿Hamlet veía realmente el fantasma de su padre?
—Es una obra de teatro, Michael…
Me mira, extendiendo la mano para tocarme el brazo.
—No estoy diciendo que los muertos hablen a través de él, Anya. Pero debe de haber una razón por la que se ha agarrado a esa identidad concreta. ¿Qué afirmaba ver Poppy?
Recuerdo el momento en que Poppy trató de explicarme cómo era ser ella. Estábamos en un restaurante, cerca de la Milla de Oro, en el centro de Edimburgo, su lugar preferido para comer carne. Quería darle la noticia con delicadeza, en un sitio donde se sintiera cómoda y feliz: iba a pasar dos meses en el centro para niños y adolescentes Cherrytree Haven.
—Los médicos dicen que tendrás una habitación para ti sola, Poppy —le dije—. Y pasarás los fines de semana en casa. Hay una piscina, un jardín y muchos otros niños.
Tragué saliva. A pesar de haber estudiado psiquiatría infantil, mi experiencia profesional sólo servía a medias cuando el objeto del tratamiento era mi propia hija de doce años. La idea de dejar a mi pequeña en un hospital psiquiátrico durante dos meses me rompía el corazón, pero no me cabía ninguna duda de que era por su bien. Pero ella empezó a sollozar. Vi que se agarraba a la silla y que se ponía pálida. Una camarera se acercó con dos platos.
—¿Quién lo ha pedido poco hecho?
Miré a la camarera y luego a Poppy.
—No puedo más, mamá —dijo, con su voz convirtiéndose en un grito—. ¿Por qué no me ayudas?
«Debería haberla escuchado. Debería haberme tomado más tiempo para entenderla…».
La gente empezó a mirarnos.
—¿Va todo bien? —preguntó la camarera.
Asentí con la cabeza, metiendo la cartera y el móvil en el bolso y pensando en la forma más rápida de sacar a Poppy de allí sin armar demasiado alboroto.
—No entiendes lo que es esto —gritó Poppy—. ¡No entiendes cómo me siento, mamá! ¿Te has preguntado alguna vez cómo me siento?
«No, cariño. Cuéntamelo».
—Tenemos que volver a casa, Poppy —susurré.
—No.
Su voz era segura, amenazadora. La camarera nos miraba fijamente, sosteniendo los platos como si fueran dos platillos.
—Vamos, Poppy —dije, esta vez con más firmeza.
Y entonces fue cuando cogió un cuchillo de carne y me lo clavó en la cara.
Podría haber sido peor. Más adelante me dijo que su intención era hundírmelo en el cuello.
Hago a un lado mis recuerdos. Me lleva mi tiempo librarme de esos oscuros ganchos. La ausencia de Poppy hace sonar constantemente en mis oídos todas las cosas que debería haberle dicho, todo lo que debería haber hecho.
Michael me ha dicho algo. Levanto los ojos para mirarlo y me lo repite.
—Decía que me preocupa que veas a Poppy en Alex. Sé lo que significa que un caso te cale hondo. En situaciones como ésta, debes asegurarte de mantener las distancias. Dejarse implicar es humano.
Irónicamente, dice «mantener las distancias» justo en el momento en que se acerca a mí, extendiendo la mano para tocarme el brazo. Miro su mano, y la retira en seguida, como si sus dedos hubiesen tocado algo que quema.
—Disculpa —murmura.
Sin embargo, por algún motivo, mi mente regresa a un momento del pasado, un recuerdo que me resulta extraño evocar justo ahora. Estoy en la cocina del apartamento de Morningside, planchando la falda del uniforme de Poppy. «Mantén las distancias», le digo.
—¿Qué fue lo que dijiste antes? —le pregunto a Michael, en un susurro.
Se ha echado atrás, sin saber muy bien qué hacer con las manos.
—¿Cuándo? ¿Sobre Alex?
—Cuando hablabas de las razones por las que afirma ver a Ruen.
—Dije que los muertos hablaban a través de él.
Mueve los párpados.
—Dijiste que los muertos no hablaban a través de él.
Se queda mirándome, con expresión confundida.
«Lo siento, cariño. Lo siento…»
Unas palabras que ya no puedo decirle a Poppy. A menos que…
Sonrío a Michael y me dispongo a irme. Una idea acaba de adueñarse de mi corazón. Una idea que nunca debería habérseme ocurrido.
«Qué no daría por decirte que lo siento».
No es una idea.
Es una tentación.