II

UN SUEÑO CON LOS OJOS ABIERTOS

Alex

Querido diario:

Un niño de diez años entra en una pescadería y pide un muslo de salmón. El sensato pescadero enarca las cejas y le dice: «¡Los salmones no tienen muslos!». El niño vuelve a casa, le cuenta a su padre lo que le ha dicho el pescadero, y su padre se echa a reír.

—Vale —dice el padre del niño—. Ve a la droguería y compra pintura escocesa.

Así pues, el niño se dirige a la droguería. Cuando vuelve a casa, se siente muy humillado.

—Vale, vale, lo siento —dice su padre, aunque se ríe tan fuerte que casi se mea encima—. Aquí tienes cinco libras. Ve a buscar deditos de pescado y con el cambio te compras unas patatas fritas.

El niño le tira el billete de cinco libras a la cara.

—¡Eh! ¿Qué te pasa? —grita su padre.

—¡A mí no me engañas! —le espeta el niño—. ¡Los pescados no tienen deditos!

Este diario es nuevo; me lo regaló mi madre por mi último aniversario, cuando cumplí diez años. Quería empezar cada día con un chiste nuevo, para no salirme del personaje. Eso significa recordar lo que se siente al ser la persona que estoy interpretando, un muchacho llamado Horacio. Mi profesora de teatro, Jojo, dijo que había reescrito una obra muy famosa titulada Hamlet, convirtiéndola en una «Versión contemporánea del Belfast del siglo XXI, con rap, bandas callejeras y monjas kamikaze»; aparentemente, a Shakespeare le parece bien. Mamá dice que mi ingreso en la compañía teatral es algo estupendo, pero que no debo contárselo a cualquiera que me cruce por la calle si no quiero que me den una paliza.

Representaremos la obra en la Grand Opera House de Belfast, y eso es genial, porque está a diez minutos andando desde mi casa, por lo que puedo ir a ensayar todos los jueves y viernes al salir de clase. Jojo me dijo que incluso podía inventar mis propios chistes. Creo que éste es más gracioso que el último, el de la anciana y el orangután. Se lo he contado a mamá, pero no se ha reído. Vuelve a estar triste. De un tiempo a esta parte le pregunto por qué se pone triste, pero cada vez me responde algo distinto. Ayer estaba triste porque el cartero llegó tarde y estaba esperando una Carta Muy Importante de servicios sociales. Hoy ha sido porque nos hemos quedado sin huevos.

Soy incapaz de imaginarme una razón más estúpida para ponerse triste. Me pregunto si me estará mintiendo o si cree realmente que está bien echarse a llorar cada cinco segundos. Creo que le haré más preguntas sobre por qué está triste. «¿Es por papá?», quería preguntarle esta mañana, pero luego he tenido un Sueño con los Ojos Abiertos, como lo llama el psicólogo de la escuela, el calvo, y recordé aquella vez que mi padre hizo llorar a mi madre. Normalmente se ponía contentísima cuando él venía a verla, lo cual no sucedía muy a menudo; se pintaba los labios de rojo, se peinaba el pelo como si tuviera una bola de helado sobre la cabeza y en ocasiones se ponía el vestido verde oscuro. Pero una de las veces que vino papá lo único que hizo fue echarse a llorar. Recuerdo que yo estaba sentado tan cerca de él que podía ver el tatuaje de su brazo izquierdo, un hombre, decía papá, que se había dejado morir de hambre a propósito. «No me hagas sentir mal», le decía a mamá, inclinado sobre el fregadero para echar la ceniza del cigarrillo. Siempre tres golpecitos: tac, tac, tac.

«¿No estás diciendo siempre que quieres una casa mejor? Esta es tu oportunidad, cariño».

Y justo cuando me incliné para tocar sus vaqueros, cuya rodilla derecha estaba casi raída por todas las veces que se había agachado para anudarme los cordones de los zapatos, el Sueño con los Ojos Abiertos se esfumó y sólo estábamos yo, mamá y el sonido de su llanto.

Mamá no habla de papá desde hace un millón de años, de modo que pienso que está triste por la abuela, porque la abuela siempre ha cuidado de nosotros y ha sido dura con los entrometidos de los asistentes sociales; cuando mamá se ponía triste, ella daba un manotazo en la mesa de la cocina y decía algo como: «Si no le plantas cara, la vida te derriba», y entonces a mamá parecía que se le levantaba el ánimo. Sin embargo, la abuela ya no dice esas cosas, y mamá está cada vez peor.

Así pues, yo hago lo que siempre suelo hacer, es decir, ignoro a mamá mientras deambula por toda la casa con el rostro empapado de lágrimas y busco algo que comer en la nevera y los armarios de la cocina hasta que encuentro lo que quiero: una cebolla y un poco de pan congelado. Por desgracia, no hay huevos, y es una pena, porque puede que eso hubiera conseguido que mamá dejara de llorar.

Me subo a un taburete y corto la cebolla en el fregadero, bajo el agua corriente, tal como me enseñó la abuela, así el jugo no me hace llorar, y luego la frío con un poco de aceite. Después lo meto todo entre dos rebanadas de pan. Creedme: es la cosa más rica del mundo.

La segunda mejor cosa del mundo es mi habitación. Iba a decir que era dibujar esqueletos o balancearme en las patas traseras de una silla, pero creo que ésas están en tercera posición, porque mi habitación está tan arriba, en la parte más alta de la casa, que desde aquí no oigo llorar a mamá, y porque es adonde voy cuando quiero pensar y dibujar, y también donde escribo los chistes para el papel de Horacio. Aquí arriba hace un frío glacial. Podrían conservarse cadáveres. El cristal de la ventana está roto, no hay alfombra y lo único que hace el radiador es proyectar un círculo amarillento en el suelo desnudo. Cuando me despierto, casi siempre me pongo un jersey de más, calcetines de lana y guantes, aunque a los guantes les he cortado las puntas de los dedos para poder coger los lápices. Hace tanto frío que papá nunca se molestó en arrancar el viejo papel pintado de las paredes, del que decía que estaba ahí desde que san Patricio había echado a todas las serpientes de Irlanda. Es plateado, con un montón de hojas blancas por todas partes, aunque en mi opinión parecen plumas de ángel. La última persona que vivió en esta casa dejó aquí todas sus cosas, como una cama con sólo tres patas, un armario ropero y una cómoda muy alta llena de ropa. Puede que esa persona sólo fuera perezosa, pero mejor que haya sido así, porque mamá nunca tiene dinero para comprarme ropa nueva.

Pero eso es tan solo lo mejor de mi habitación. ¿Sabéis qué es él lo más mejor de mi habitación?

Cuando aparece Ruen, porque puedo hablar con él muchísimo tiempo. Y nadie puede oírme.

Así pues, cuando descubrí que Ruen era un demonio, no me asusté, porque no sabía que un demonio fuera una cosa. Creía que era tan sólo el nombre de una tienda de motos que hay cerca de la escuela.

—Entonces ¿qué es un demonio? —le pregunté a Ruen.

En aquel momento era el Niño Fantasma. Ruen tiene cuatro apariencias distintas: Cabeza Cornuda, Monstruo, Niño Fantasma y Anciano. La de Niño Fantasma es la que se parece a mí, aunque de un modo extraño: su pelo castaño es idéntico al mío y es tan alto como yo, e incluso tiene los mismos dedos nudosos, la nariz grande y las orejas de soplillo, pero sus ojos son totalmente negros y a veces todo su cuerpo es transparente, como un globo. Su ropa también es distinta a la mía. Lleva unos pantalones anchos ceñidos a las rodillas y una camisa blanca sin cuello; va descalzo y sus pies están sucios.

Cuando le pregunté qué era un demonio, Ruen empezó a saltar y a boxear con un oponente imaginario delante del espejo que hay detrás de la puerta de mi habitación.

—Los demonios son como los superhéroes —explicó, entre golpe y golpe—. Los hombres son como gusanos.

Yo aún seguía sentado en el suelo. Había perdido la partida de ajedrez que habíamos jugado. Ruen había dejado que le arrebatara todos sus peones y alfiles y luego me dio jaque mate con tan sólo el rey y la reina.

—¿Por qué los hombres son como gusanos? —pregunté.

Él dejó de boxear y se volvió hacia mí. Podía ver el espejo a través de él, de modo que mantuve la mirada fija en su superficie más que en su cara, porque sus ojos negros me provocaban una sensación extraña en el estómago.

—No es culpa tuya que tu madre te diera a luz —dijo.

Empezó a saltar estirando los brazos y las piernas. Como es una especie de fantasma, sus saltos parecen garabatos hechos en el aire.

—Pero ¿por qué los hombres son como gusanos? —insistí.

A diferencia de los humanos, los gusanos parecen uñas que reptan y viven en el fondo de los contenedores de basura.

—Porque son estúpidos —repuso él, sin dejar de saltar.

—¿En qué sentido son estúpidos? —pregunté, poniéndome en pie.

Él dejó de saltar y me miró. Tenía el semblante irritado.

—Mira —dijo, extendiendo la mano hacia mí—. Pon la tuya sobre la mía.

Lo hice. El suelo ya no se veía.

—Tú tienes un cuerpo —dijo—, pero seguramente lo echarás a perder por culpa de todo lo que puedes hacer con él. Es lo mismo que regalarle un Lamborghini a un niño.

—Entonces ¿estás celoso? —le pregunté, porque un Lamborghini es un coche muy chulo que todo el mundo quisiera tener.

—Permitir que un niño conduzca un coche deportivo es una mala idea, ¿verdad? Alguien tiene que intervenir, impedir que el crío provoque más desastres de los necesarios.

—Entonces ¿los demonios cuidan de los niños?

Ruen parecía indignado.

—No seas ridículo.

—Pues dime, ¿qué hacen?

Entonces me dedicó su mirada de «Alex es estúpido». Es la de cuando sonríe con sólo la mitad de la boca y sus ojos se vuelven pequeños y duros, negando con la cabeza como si yo lo hubiese decepcionado. Es esa mirada la que me provoca un nudo en el estómago y hace latir más deprisa mi corazón, porque en el fondo sé que soy estúpido.

—Os ayudamos a ver más allá de la mentira.

Parpadeé.

—¿Qué mentira?

—Os creéis muy importantes, muy especiales. Y eso es una falacia, Alex. No sois nada.

Ahora tengo diez años, soy mucho mayor, o sea que sé algo más acerca de los demonios, pero Ruen no es así. Creo que todo el mundo está equivocado con respecto a los demonios, al igual que con los rottweilers. La gente dice que los rottweilers se comen a los niños, pero la abuela tenía uno que se llamaba Milo y siempre me lamía la cara y me dejaba montarlo como si fuera un poni.

Mamá nunca ve a Ruen, y yo nunca le he hablado de él ni de ninguno de los demonios que vienen a nuestra casa. Algunos de ellos son un poco extraños, pero yo simplemente los ignoro. Es como tener a un montón de parientes gruñones merodeando por la casa que creen que pueden mangonearme. Sin embargo, Ruen no da la vara. Ignora a mamá y le gusta curiosear. Le encanta el viejo piano del abuelo que hay en el vestíbulo. Se queda de pie a su lado durante horas y horas, inclinándose para examinar más de cerca la madera, como si en las vetas hubiera un pueblo en miniatura. Luego se arrima para apoyar la oreja sobre la mitad inferior, como si dentro hubiese alguien que quisiera hablar con él. Me dice que en otros tiempos ésa era una «excelente marca de piano», pero está muy enfadado por la forma en que mamá lo ha apoyado contra un radiador y porque no hace que lo afinen. «Suena como un perro viejo», dice, golpeándolo con los nudillos como si fuera una puerta. Yo me encojo de hombros y digo: «¿Y a mí qué?». Entonces se enfada tanto que desaparece.

A veces, cuando se enfada, Ruen se convierte en el Anciano. Si cuando me haga viejo me parezco a él, me suicidaré, lo digo en serio. Cuando tiene la apariencia del Anciano está tan flaco y marchito que parece un cactus con ojos y orejas. Su rostro es alargado como una azada y está lleno de arrugas tan marcadas que parece abollado, como el papel de aluminio cuando lo vuelves a utilizar. Tiene una nariz larga y aguileña y su boca me recuerda a la de una piraña. Su cabeza es lustrosa como el pomo de una puerta y está cubierta de finos mechones de pelo blanco. Su rostro es gris como un lápiz, pero las bolsas que tiene debajo de los ojos son de un color rosa brillante, como si alguien le hubiese arrancado la piel. Es feo de verdad.

Sin embargo, aún es más feo cuando se aparece como el Monstruo. El Monstruo es como un cadáver que ha estado sumergido en el agua durante semanas y al que la policía iza hasta un bote; todo el mundo vomita porque tiene la piel del color de la berenjena y la cabeza es tres veces mayor que la de una persona normal. Y eso no es todo: cuando es el Monstruo, la cara de Ruen no es una cara. La boca parece un agujero hecho con una pistola y los ojos son tan pequeños como los de una lagartija.

Y aún hay más: él dice que tiene nueve mil años humanos. «Sí, claro», respondí la primera vez que me lo dijo, pero él sólo levantó la barbilla y se pasó la hora siguiente contándome que habla más de seis mil idiomas, incluso los que ya no habla nadie. No paraba de decirme que los humanos ni siquiera saben hablar su propia lengua y que no tienen palabras adecuadas para referirse a cosas importantes como la culpa y el mal, y que era absurdo que en un país en el que llueve de formas tan distintas sólo tuvieran una palabra para definirlas, y bla, bla, bla, bla, hasta que yo bostecé durante cinco minutos seguidos y él captó la indirecta y se largó. Sin embargo, al día siguiente llovió, y yo pensé que, después de todo, puede que Ruen no fuera tan tonto. Puede que tuviera razón. Hay lluvia que tiene el aspecto de un pescado pequeño, otra que parece hecha de escupitajos y otra que se asemeja a los cojinetes. Así pues, empecé a tomar prestados libros de la biblioteca para aprender algunas palabras en un montón de lenguas absurdas como el turco, el islandés y el maorí.

«Merhaba, Ruen», le dije un día, pero él sólo suspiró y repuso: «La “h” es muda, idiota». Luego le dije: «Góða kvöldið’», y él me espetó: «Estamos aún a media mañana». Y cuando le dije: «He roa te w kua kitea», me contestó que era tan obtuso como un ñu.

—¿Qué idioma es ése? —le pregunté.

—Inglés.

Y, tras lanzar un suspiro, desapareció.

Entonces empecé a leer el diccionario para aprender las palabras raras que emplea a todas horas, como barahúnda. Intenté utilizar esa palabra con mamá hablando de los disturbios del pasado mes de julio, pero ella pensó que le estaba tomando el pelo.

Ruen también me contó un montón de cosas sobre gente de la que nunca había oído hablar. Me dijo que, durante años, uno de sus mejores amigos fue alguien llamado Nerón, pero que Nerón prefería que lo llamaran César y que a los veinte años aún mojaba la cama.

Luego también me contó que, en la cárcel, había sido compañero de celda de un tipo llamado Socra Tes cuando este fue condenado a muerte. Ruen le dijo a Socra Tes que debería huir. Incluso había convencido a algunos amigos de Socra Tes para ayudarlo a escapar, pero él no quiso hacerlo y murió.

—¡Hay que estar chiflado! —exclamé.

—En efecto —repuso Ruen.

Al parecer, Ruen tenía un motón de amigos, y eso me ponía triste, porque yo no tengo ninguno salvo él.

—¿Quién era tu mejor amigo? —le pregunté, esperando que me contestara que era yo.

Me dijo que era Wolfgang.

—¿Por qué Wolfgang? —le pregunté, y lo que quería decir era por qué Wolfgang era su mejor amigo y no yo, pero todo lo que Ruen me dijo fue que le gustaba la música de Wolfgang y luego guardó silencio.

Sé lo que estáis pensando: que estoy loco y que Ruen está en mi mente, y no sólo su voz. Que he visto demasiadas películas de terror. Que Ruen es un amigo imaginario que me he inventado porque me siento solo. Pues bueno, si pensáis todo eso, estáis terriblemente equivocados. Aunque sí es cierto que a veces me siento solo.

Cuando cumplí ocho años, mamá me compró un perro al que llamé Guau. Guau me recuerda a un viejo malhumorado, porque siempre está ladrando y enseñando los dientes y tiene el pelo blanco e hirsuto como el de un anciano. Mamá lo llama «taburete ladrador». Guau solía dormir junto a mi cama y bajaba las escaleras corriendo para ladrar a la gente cuando entraba en casa, no fuera que tuvieran intención de matarme, pero cuando Ruen empezó a aparecerse más a menudo, Guau se asustó. Ahora sólo le gruñe al vacío, incluso cuando Ruen no está aquí.

A propósito: hoy Ruen me ha dicho algo que me pareció lo bastante interesante como para escribirlo. Ha dicho que no es sólo un demonio. En realidad, su auténtico título es el de rastrillador.

Cuando me lo dijo, tenía la apariencia del Anciano, Sonrió como un gato y todas sus arrugas se tensaron como los cables del telégrafo. Lo dijo del mismo modo que tía Bev dice que es médica. Creo que el hecho de ser médica significa mucho para tía Bev, porque en nuestra familia no hay nadie que haya ido a la universidad, que conduzca un mercedes o que, como ella, tenga una casa en propiedad.

Creo que Ruen se siente orgulloso de ser un rastrillador, porque eso quiere decir que es alguien muy importante en el infierno. Cuando le pregunté qué era un rastrillador, me dijo que pensara en el significado de la palabra. Busqué en el diccionario la palabra «rastrillo», pero la definía como una herramienta agrícola, lo cual no tiene ningún sentido. Cuando volví a preguntárselo, Ruen me preguntó si sabía qué era un soldado. «Claro que sí», le contesté, y él dijo: «Bueno, si un demonio normal es un soldado, yo soy el equivalente a un general o un mariscal de campo». Y yo le dije: «Entonces, ¿los demonios combaten en guerras?». «No —repuso él—, aunque siempre están luchando contra el Enemigo». Le dije que eso sonaba a paranoia, y él frunció el ceño y dijo: «Los demonios siempre están vigilantes, no paranoicos». Aún no me ha dicho qué es exactamente un rastrillador, por lo que he decidido inventarme una definición: un rastrillador es un pobre viejo tonto que quiere enseñar sus medallas de guerra y lamenta que sólo yo pueda verlo.

Un momento. Creo que oigo a mamá abajo. Sí, está llorando otra vez. Quizás debería fingir que no la estoy oyendo. Tengo ensayo de Hamlet dentro de setenta y dos minutos y medio. Puede que sólo quiera llamar la atención. Pero mi habitación ha empezado a llenarse de demonios: son alrededor de veinte, están sentados en mi cama y acurrucados en los rincones, cuchicheando y riéndose como tontos. Hablan todos muy excitados, como si fuera Navidad o algo parecido, y uno de ellos acaba de pronunciar el nombre de mi madre. Noto una sensación muy extraña en el estómago.

Algo está ocurriendo abajo.

—¿Qué pasa? —le pregunto a Ruen—. ¿Por qué están hablando de mi madre?

Me mira y levanta una ceja, que parece una oruga.

—Mi querido muchacho, la Muerte acaba de llamar a vuestra puerta.