XIX

LA HUIDA

Alex

Querido diario:

Esto son dos peces en un tanque de agua. Uno se vuelve hacia el otro y le pregunta:

—¿Sabes cómo se conduce este trasto?

Supongo que ya no tengo por qué seguir escribiendo chistes, puesto que ya no voy a interpretar a Horacio: estoy en el hospital y los médicos dicen que «es totalmente imposible» que pueda salir para hacer las funciones de esta semana. Aunque, esta mañana, tía Bev me dijo algo que hizo que me sintiera un poquito mejor. Se presentó con una diadema azul en la cabeza y una camiseta muy fina con el emblema de Superman en la parte delantera, una ropa un poco extraña para una mujer. Tenía la cara sonrosada y sudorosa, y bebía de una botella de agua verde lima.

—¿Has estado escalando un muro? —le pregunté.

Me miró con expresión culpable.

—Lo siento, Alex. —Se sentó tan cerca de mí que podía oler su sudor—. Sé que te encantaría ir. Te llevaré en cuento salgas de aquí. —Echó una ojeada a su reloj—. ¿Quieres que comamos juntos?

—¿Me dejarán salir? —pregunté, muy excitado.

—Me temo que no —dijo, sacando mis zapatos de debajo de la cama—. Pero podemos ir al bar que hay al final del pasillo. ¿Te apetece?

Le dije que sí y me levanté de la cama. Me temblaban las piernas, pero tía Bev me agarró por el codo y me ayudó a ponerme los zapatos.

—Me presentaron a la directora de casting antes de que empezara la función —dijo, mientras nos dirigíamos al bar, muy despacio—. Se llama Roz. Padece de sinusitis.

Alcé la vista y, por su cara, pensé que tía Bev tenía algo realmente importante que decirme.

—¿Sinusitis? ¿Qué es eso?

—Es una enfermedad horrible y asquerosa, como si te hubieran pegado puñetazos en la nariz sin parar durante una semana.

Me quedé horrorizado.

—¿Le diste puñetazos en la nariz a Roz?

—No —dijo, pulsando un botón cuadrado de color plateado que abrió automáticamente las puertas del bar—. Lo que pasa es que su enfermedad está dentro de mi especialidad.

Nos quedamos en el umbral, observando las mesas y sillas vacías. Me alegré de que no hubiera nadie. La comida que había en los estantes del frigorífico tenía mucha mejor pinta que la que me traían en una bandeja. Tía Bev me cogió por el brazo y me acompañó hasta una mesa situada en una esquina, debajo de un enorme reloj con el dibujo de un helado.

—Le hablé de ti a Roz —me dijo tía Bev—. Le dije que eras una estrella en ciernes. Y que Quentin Taran-cómo-se-llame se moriría por tenerte en el reparto. —Se sentó en la silla metálica que tenía frente a mí y chasqueó la lengua—. Y que le mandaría el mejor irrigador nasal gratuitamente.

Me guiñó el ojo. Aunque yo no lo había entendido del todo, su forma de sonreírme hizo que mi corazón se pusiera a latir a toda velocidad. Tenía la sensación de que podía respirar más profundamente que nunca. Tía Bev abrió la carta plastificada y la estudió durante un buen rato.

—¿Qué te apetece, Alex? ¿Patatas asadas con piel y judías con queso? ¿Qué me dices de una tortilla? Podrías pedirla con beicon y pimientos.

Negué con la cabeza.

—Una tostada con cebolla, por favor.

Tía Bev bajó la carta y me miró fijamente, como si tuviera náuseas.

—¿De verdad, Alex?

Asentí con la cabeza y ella puso una expresión triste.

—Ya sé que tu madre y tú no tenéis mucho dinero, pero mientras yo esté aquí deja que te mime. Yo te quiero. En serio, pide lo que quieras.

—Una tostada con cebollas —dije, asintiendo con la cabeza—. Es lo más rico del mundo.

Y justo en ese momento, mi estómago lanzó un fuerte gorgoteo. Tía Bev volvió a sonreír y dejó la carta encima de la mesa.

—Bueno. A lo mejor me lo estoy perdiendo —dijo—. Tomaré lo mismo, ¿de acuerdo?

Se levantó para decirle lo que queríamos a la mujer que estaba detrás de la barra y me puse contento porque tía Bev iba a pedir lo mismo que yo. Cuando volvió a sentarse, me sonrió y dijo:

—Por suerte, llevo caramelos de menta en el bolso.

Cuando tía Bev se fue, me sentí bien durante un rato, pero luego empecé a encontrarme mal. Pensé que había disgustado a Anya, aunque en realidad no sabía cómo ni por qué. Traté de explicarle que las preguntas eran de Ruen, pero fui tonto al pensar que ella me creería cuando nadie me cree. Ni siquiera sé por qué le he hablado de él. No sé por qué razón me dijo Ruen que había sido yo mismo quien me había hecho daño, porque no es así. Cuando todos los médicos y enfermeras hablan conmigo lo hacen como si fuera estúpido o como si tuviera un cuchillo o algo parecido. Cuando pregunto por mamá no me miran a los ojos y dicen cosas como: «Oh, no te preocupes por tu madre» o «Alex, tu madre tiene que recuperarse, debes tener paciencia. ¿Por qué no tratas de dormir un poco?». Lo único que quiero es salir de aquí y comprobar que está bien.

Durante un tiempo no voy a volver a mi antigua escuela, y cuando abandone el hospital iré a una nueva escuela en un lugar llamado Hogar MacNeice. Anya me mostró algunas fotografías y no paraba de repetir que me encantaría, pero yo no estoy muy convencido. Por dentro parece un hospital, pero por fuera parece una mansión donde uno espera encontrar criados y sirvientas y cosas así. Hasta entonces, me han puesto deberes, pero tengo la sensación de que una aspiradora pegada a mi piel me sorbe toda la energía. Cuando me siento es como si toda la habitación se tambaleara y mi cabeza parece una enorme bala de cañón, por eso tengo que apretarme las mejillas con las manos, para volver a colocarla en su sitio.

Cuando viene a traerme el desayuno, la enfermera me pregunta qué estoy haciendo. Alzo la vista y le digo:

—Mi cabeza está a punto de despegarse.

Pienso que va a echarse a reír, pero en lugar de eso sale corriendo de la habitación, dejándome la bandeja demasiado lejos para poder alcanzarla. Oigo sus zapatos taconeando por el pasillo. Cuando levanto los ojos, mi cama está cubierta de vómito y tengo sangre en las uñas, porque me he rascado el cuello. No recuerdo haber vomitado ni haberme rascado.

Empiezo a sentirme muy raro; no soy yo.

Cuando me despierto, la cama está limpia y llevo una ropa distinta. Mi camisa y mis pantalones están colgados en el armario abierto que hay en un rincón. Fuera está lloviendo a mares, como diría tía Bev, y pienso en cómo sería si realmente toda la tierra quedara cubierta de agua.

Estoy pensando en el arca de Noé cuando alguien entra en la habitación. Creo que es una enfermera y no digo nada porque temo volver a asustarla, pero cuando alzo la vista veo que es Ruen. Es el Niño Fantasma. Echa un vistazo al pasillo y se lleva un dedo a los labios para decir «Chit». Asiento con la cabeza y un segundo después aparece un médico. Lleva una carpeta en la mano.

—¿Cómo te encuentras, Alex? —me pregunta.

—Bien —respondo.

Me aprieta el pulso con dos dedos, mira su reloj y no dice nada durante un rato. Luego desliza un estetoscopio bajo mi ropa. Siento escalofríos.

—¿Te cuesta respirar? —me pregunta.

Niego con la cabeza.

Entonces entra una enfermera, me envuelve el brazo con una tela y empieza a apretar una bolita negra hasta que la tela empieza a ponerse rígida.

—Doce y ocho —le dice al médico.

Él, después de anotarlo, le dice a la enfermera:

—¿Temperatura?

La enfermera dice algo que no consigo entender, pero el médico también lo anota.

—Muy bien —dice el médico.

—¿Ahora ya puedo irme?

Es evidente que lo que he dicho resulta muy gracioso.

—No —dice el médico, tendiéndome un vasito con pastillas—. Tienes que tomarte dos de estas dos veces al día. Debes quedarte aquí para asegurarnos de que te hacen efecto.

Miro las pastillas que hay en el vasito y frunzo el ceño. La enfermera dice:

—Son para ayudarte a dormir, Alex.

—Pero yo duermo bien —digo.

La enfermera sonríe y me tiende un vaso con un poco de agua. Sostengo los dos vasos con las manos y miro fijamente a la enfermera y al médico. Finalmente, ella dice:

—La doctora Molokova dice que debes tomártelas.

Lo dice como si yo tuviera que saberlo.

—¿Quién es la doctora Molokova?

—¿Anya?

—¡Ah!

Me llevo las pastillas a la boca. Son muy amargas, por lo que me bebo toda el agua de un solo trago. La enfermera me tiende una bandeja con comida. Parece como si Guau hubiera vomitado en el plato.

—¿Qué es esto? —le pregunto.

—Salchichas con pasta. ¿Qué quieres para merendar? ¿Cacahuetes o manzana troceada?

—Cacahuetes —dice Ruen en voz alta.

Pego un brinco. Le pido los cacahuetes a la enfermera. Ella me mira, extrañada, y luego asiente con la cabeza.

—De postre hay merengue o pudin de pan y mantequilla.

Miro a Ruen.

—Pudin de pan y mantequilla, por favor.

La enfermera coloca la bandeja que hay en la mesa que tengo al lado y se va, refunfuñando.

—No quiero estar aquí —le digo a Ruen.

—No te culpo —responde, mirando por la ventana.

Lo miro, furioso.

—No soy amigo tuyo, que lo sepas.

Parece totalmente desconcertado.

—¿Y eso por qué?

De repente, siento que mi cara está ardiendo y me tiemblan las manos. Cuando parpadeo, todo se ve borroso durante un segundo.

—Pues porque me obligaste a hacerle todas esas preguntas a Anya y ella se disgustó mucho. No quería que se disgustase, fue culpa tuya.

Ruen sonríe.

—No es culpa mía que sea tan sensible. Yo sólo necesitaba saber algo más sobre ella, eso es todo.

Al final, mi cara recupera su temperatura normal y las manos dejan de temblarme. Me ocurrió la última vez que me tomé estas pastillas, pero al cabo de unos segundos se me pasó. Giro las piernas y pongo los pies en el suelo.

—Entonces ¿por qué no le hiciste tú mismo las preguntas, eh?

—Ella quiere librarse de mí, Alex —dice, volviendo la cabeza hacia la puerta—. Quiere convencerte de que no soy real.

Eso ya lo he oído antes. Pienso que debe suponer un gran problema ser un demonio y que nadie pueda verte. Y eso, me digo, es su problema, porque si yo puedo verlo, seguro que hay más gente que también puede.

—¿Por qué sigues escondiéndote de todo el mundo? —le pregunto.

Al cabo de un segundo, me mira con mala cara desde el otro extremo de la habitación, y un segundo después está en cuclillas a mi lado, su rostro casi rozando el mío, gruñendo, unos hilillos de baba deslizándose por la comisura de los labios.

—Yo no me escondo —dice—. ¿Acaso crees que quiero ser invisible, estúpido? ¿Crees que es divertido que no te vean o que no sepan lo que eres capaz de hacer? ¿Cómo crees que… se sentiría Max Payne si todas sus hazañas pasaran inadvertidas? ¿O Batman?

Ruen se pone en pie y se aleja. Lo miro, con el ceño fruncido.

—Batman lleva un disfraz —digo.

Ruen se da la vuelta.

—¿Qué?

—Que Batman lleva un disfraz. Todos los superhéroes lo llevan para ocultar su verdadera identidad. Es parte de lo que supone ser un superhéroe. No quieren conseguir la gloria por todo lo que hacen. Sólo quieren hacer cosas buenas por la gente.

«Y no como tú», pienso.

Ruen me mira fijamente durante tanto tiempo y con los ojos tan abiertos que me pregunto si está muerto y va a desplomarse de un momento a otro.

—¿Ruen? —digo, pasado un rato.

Entonces sonríe y empieza a dar palmas. Acto seguido —y eso es lo que realmente me sobresalta— se dirige hacia a mí, frotándose las manos, y luego extiende la mano y me despeina.

—¡Qué chico más listo! —dice.

Me parece una tontería, porque en ese momento él también es un niño. Entonces me señala con el dedo y se echa a reír.

—¿Por qué hoy le parezco gracioso a todo el mundo? —le pregunto.

Sin embargo, Ruen se ríe con tantas ganas que no puede hablar. Se acerca al espejo que hay encima del lavabo y contempla su reflejo. Endereza la espalda y se mira, satisfecho de sí mismo.

—Un disfraz —dice—. O un álter ego.

—¿Qué es un álter ego?

Se vuelve para mirarme, y sigue riéndose como un idiota.

—Aquí dentro no me sirves de gran cosa, ¿sabes?

—¿Cómo?

Ruen niega con la cabeza.

—No importa. Dime, ¿tienes muchas ganas de ver a tu madre?

—Muchísimas.

—De acuerdo —dice Ruen, dando una palmada—. Sígueme.

Al levantarme de la cama, tengo la sensación de estar en un barco.

—Tranquilo —me dice.

Cierro los ojos y cuento mentalmente los huesos que tiene un adulto en la caja torácica. Luego vuelvo a abrirlos y ya me siento mejor.

—Coge tu ropa —dice Ruen.

Me acerco tambaleando al armario abierto y cojo la camisa, los pantalones, los zapatos y la chaqueta.

—Estoy listo —digo.

Ruen se queda mirando la gorra.

—Puede que necesites eso. Y la bufanda —añade—. Ahí fuera te morirías de frío. Y entonces, ¿qué haría yo?

Y se echa a reír.

En el pabellón, todo el mundo está durmiendo. Al final del pasillo, Ruen se lleva un dedo a los labios. Me paro y me escondo detrás de una puerta cuando una enfermera pasa junto a mí, empujando a un niño en una silla de ruedas. Ruen me hace un gesto con la mano y le sigo de puntillas. Más adelante veo un cartel que indica «SALIDA». Lo señalo con el dedo. Él niega con la cabeza y me dice que lo siga hasta una puerta amarilla con un cartel que dice «SÓLO PERSONAL AUTORIZADO». Al otro lado de la puerta veo una cocina a la izquierda y una salida de incendios a la derecha.

—Empuja —dice Ruen.

Me apoyo en la barra de la puerta y empujo. Y, por arte de magia, estoy en la calle.

Está oscuro como boca de lobo y llueve tanto que apenas puedo ver nada. Es una lluvia que parece una cadena metálica, pienso. Desde aquí veo el edificio donde se encuentra mamá, una construcción alta, pintada de blanco, con algo en el tejado que de vez en cuando ilumina la noche con un destello azul. Hay unos diez minutos andando hasta el edificio y estoy completamente empapado. Decido echar a correr. Corro en dirección al aparcamiento y veo a una señora con un abrigo largo hasta los pies que viene hacia mí, de modo que me escondo detrás de un seto y tomo un atajo a través de un prado lleno de barro. No pierdo de vista la luz azul. Entonces, cuando la lluvia cae inclinada a causa del viento, me quito la chaqueta y me cubro la cabeza con ella.

Cuando llego a la entrada principal estoy jadeando como un perro. Ruen aparece junto a la puerta.

—Así no te dejarán entrar —me dice—. Además, ya no es hora de visita.

Frunzo el ceño. Tengo frío, estoy cansado y siento que, si me desplomara, seguramente me quedaría aquí hasta que alguien se tropezara conmigo.

—Y entonces, ¿qué hago?

Ruen se encoge de hombros y cruza los brazos, como si no pudiera importarle menos.

—Hay una cosa que podrías hacer —dice finalmente, examinándose las uñas como si fueran algo muy interesante—. Pero antes debes prometerme que harás algo por mí.

Estoy tiritando, tengo el pelo pegado a los ojos y apenas puedo hablar. Estoy muy enfadado con Ruen por decirme que escapara y por hacerme prometer luego que haga algo más por él.

—¿Tiene que ver con Anya? —le pregunto.

Ruen levanta la vista de sus uñas y asiente con la cabeza.

Siento que me invade la rabia y me rodeo el pecho con los brazos para calentarme un poco. Tiemblo como si me estuviesen electrocutando.

—¡Vete a paseo, fracasado! —exclamo, entre dientes.

Ahora mismo lo odio con todas mis fuerzas. Me doy la vuelta y, a través de la cortina de agua, empiezo a caminar hacia el edificio. Entonces, Ruen aparece delante de mí y me paro. Mi cara chorrea y cuando alzo los ojos parece como si alguien le echara un cubo de agua. Ahora se ha convertido en Cabeza Cornuda. Nunca había estado tan cerca de él teniendo este aspecto. A tan poca distancia, el cuerno rojo no parece un cuerno…, parece líquido. Siento náuseas.

—Anya no se va a disgustar —susurra en mi cabeza—. Será un regalo para ella.

—¿Un regalo? —grito—. ¿Es que no te das cuenta, capullo? ¡No tengo ni un céntimo! ¡Sólo tengo diez años!

Doy vueltas a su alrededor, mirando fijamente al suelo.

—Tu madre te necesita, Alex —dice Ruen dentro de mi cabeza.

Siento una punzada en el corazón, pero sigo caminando.

Pero justo en ese momento, mi mente se llena con imágenes de mi madre: la última vez que la encontré en el suelo del baño, hecha un ovillo sobre su propio vómito, con la cabeza inmóvil y la lengua colgando como la de un perro. Un día, antes de eso, que entré a la cocina y la vi en el fregadero y me pregunté por qué estaría llorando y cortando zanahorias, sólo que no cortaba zanahorias y el fregadero estaba lleno de sangre. Y, antes de eso, una vez que tenía mucha prisa por ir al baño pero ella no me respondía, y cuando abrí la puerta allí estaba, inconsciente, con la cabeza a punto de sumergirse en el agua.

Y entonces la recuerdo en la cocina, mirándome mientras yo trataba de preparar un plato que se llama tostada con gorzonzola y cebolla caramelizada, pero me rendí y me hice una tostada con cebolla.

—Te pareces mucho a él —me dijo, inclinándose contra el umbral de la puerta.

—¿A quién?

Ella miró la comida y sonrió.

—A tu padre.

Y entonces recuerdo que salía de la iglesia, el día que teníamos que ensayar para el concierto de Navidad. Cantábamos «Venid, pastorcillos» y me acuerdo de que yo estaba harto de tener que estar tanto tiempo de pie y una profesora me dejó ir al baño, pero cuando entré soplaba un viento muy fuerte a través de una puerta abierta y salí a la calle.

Afuera, en la calle donde estaba la iglesia, había muchas tiendas y gente caminando por la acera. Vi a una niña comiéndose una bolsa de patatas fritas al otro lado de la calle y pensé que quizás me daría algunas, pero entonces vi a unos policías y me asusté. Y luego vi el coche azul. Había salido justo en el momento en que llegaba mi padre, como si estuviéramos unidos por una goma elástica y apareciéramos los dos en el mismo sitio y al mismo tiempo. Nunca le conté a nadie que lo había visto, ni siquiera a mamá. Creo que ni siquiera papá sabía que yo estaba allí. Recuerdo lo que dijo la gente en el funeral de los policías, que el hombre que los había matado era malo. Alguien dijo que debería arder en el infierno y que las viudas de los policías estaban muy tristes, y que la niña tendría que crecer sin su padre.

Y entonces surge otra imagen en mi cabeza, y, al hacerlo, sé que lleva enterrada siglos en mi mente, como una aguja que se ha quedado clavada en una silla y pincha a todos lo que se sientan en ella, aunque nadie sabe a qué se debe ese pinchazo.

Es mi padre, que saca algo pesado del interior de una reluciente bolsa negra y lo mete dentro del piano, donde están las cuerdas. Recuerdo que llevaba una camiseta azul y que vi el tatuaje de su brazo, el que sólo eran letras. No pude leer lo que decían, porque hacía poco que había empezado a ir a la escuela y le pregunté a él qué significaban. Me lo dijo y yo respondí:

—¿Qué?

Él sonrió.

—Es un grupo, Alex. Un grupo de hombres que creen en la libertad.

—Y en el asesinato —dijo mamá desde la cocina.

Me quedé perplejo.

—¿Estás en ese grupo?

Mi padre metió un último objeto dentro del piano y cerró la tapa.

—Sí —dijo—. Y también mi padre, y su padre y también el padre de su padre.

En mi cabeza se dibujó una larga cadena de hombres con los que yo estaba relacionado. Ahora, el último eslabón de esa cadena soy yo, sólo que no estoy seguro de si quiero seguir siéndolo, y es como si ese eslabón se hubiera partido en dos y yo estuviera en el medio.

Me arrodillo en el barro y me echo a llorar. Lloro con tanta rabia y el viento sopla tan fuerte que soy capaz de echar fuera todo el dolor que siento en mi estómago, aunque nadie pueda oírme.

Cuando abro los ojos, Ruen sigue ahí, pero se ha convertido en el Anciano. Lanzo un suspiro, aliviado.

—¿Qué clase de regalo? —le pregunto, secándome los ojos.

—Sígueme —dice.

Ruen me conduce hasta una entrada lateral del edificio donde se encuentra mamá. Es otra salida de incendios. Trato de abrir la puerta, pero está cerrada con llave.

—Ten paciencia —dice Ruen, dando un paso hacia atrás.

Yo también retrocedo unos pasos y espero en la esquina. Unos momentos después, salen dos enfermeras. Cuando la puerta está a punto de cerrarse, salgo corriendo para aguantarla y entro.

Veo que hay un baño a mi izquierda. Entro, meo y luego cojo un montón de toallas de papel para secarme el pelo y la ropa. Cuando he terminado, veo que Ruen no está. Abro la puerta y echo un vistazo afuera.

—¿Ruen? —digo, entre dientes.

No hay respuesta.

Salgo al pasillo. No hay ni rastro de Ruen. Se me retuercen los dedos como si fueran gusanos y noto el cuello y las mejillas ardientes. ¿Cómo se supone que voy a encontrar a mamá?

Avanzo por el pasillo, hundiendo mis retorcidos dedos en los bolsillos y con la cabeza gacha. Parece que no hay nadie. Tengo el corazón desbocado y siento náuseas.

Al final del pasillo hay un cartel con indicaciones. Repaso la lista y me siento confuso. ¿Dónde está mamá? Entonces leo la palabra Psiquiatría, que me resulta familiar, y sigo la flecha, que me lleva a otro largo pasillo, al final de cual oigo voces de mujer. Me paro en la esquina y espero hasta que dejo de oír las voces. Luego salgo corriendo.

—¿Puedo ayudarte?

Me quedo paralizado. Veo un enorme mostrador sobre el que cuelga un cartel con la palabra PSIQUIATRÍA. Detrás, sentada, hay una mujer rubia y gorda vestida con el uniforme de enfermera.

—Hum… —digo.

Miro a mi alrededor, buscando a Ruen.

—¿Te has perdido? —me pregunta la mujer. Asiento con la cabeza—. No deberías estar aquí —añade, chasqueando la lengua y levantándose con la intención de rodear el mostrador y acercarse a mí.

Ésta es mi oportunidad. Sé que mamá está al final del pabellón, en una habitación situada a la derecha, cuatro puertas más allá, de modo que paso corriendo junto a la mujer, que grita «¡Eh!», pero sigo corriendo hasta llegar a la habitación. Empujo la puerta, pero está cerrada, de modo que me pongo de puntillas y miro a través de la ventanilla de cristal.

Mamá está dentro. Su pelo de color amarillo está extendido sobre la almohada. Tiene el rostro demacrado y está profundamente dormida. Golpeo la puerta con los puños y grito:

—¡Mamá!

Sin embargo, no se despierta.

Vuelvo a gritar:

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!

Entonces, de repente, como surgidos de la nada, dos hombres me agarran por los brazos mientras yo grito:

—¡Mamá! ¡Te quiero!

Veo que ella abre los ojos y mira a su alrededor, pero no me ve.

Después de eso, no recuerdo gran cosa. Sé que lloré y les supliqué que me dejaran ver a mamá y que mordí a uno de los hombres en la mano y salí corriendo, pero me alcanzaron y me amenazaron con darme una torta si volvía a hacerlo.

Me llevaron a otra área de ingresos donde un guardia de seguridad que me estaba esperando me preguntó dónde vivía. Se lo dije, pero en vez de llevarme a casa con tía Bev me llevó al edificio de donde había salido.

Esta vez, después de dejarme en mi habitación, cerraron la puerta con llave.

Me metí en la cama, me cubrí con las sábanas y me quedé temblando y mirando al vacío durante siglos.

Al cabo de un largo rato apareció Ruen. Aún era el Anciano.

—Alex —dijo.

Sonreía, como si me hubiera echado realmente de menos o algo así. Lo ignoré. Se sentó junto a mis pies y me miró.

—¿Cómo estaba tu madre?

No le contesté.

—Alex, ¿recuerdas que encontré una bonita casa para que tu madre y tú os mudarais cuando ambos os hayáis recuperado?

Pensé en las fotografías de la casa que me trajo Anya, en el gran jardín trasero y en la cocina. Me emocioné al pensar en la casa, pero no quería que Ruen se diera cuenta, de modo que sólo asentí con la cabeza.

—Me dijiste que harías algo por mí si esta noche te ayudaba a encontrar a tu madre.

Lo fulminé con la mirada. Por mí podía lanzarse desde lo alto de un acantilado.

—Bueno, ya te he dicho que ese algo sería un regalo para Anya. Pero ahora hay algo más. Para tu madre.

—¡No te atrevas a hablar de mamá! —grité—. No he podido verla. La puerta estaba cerrada con llave. ¡Ahora nunca dejarán que la vea!

Ruen golpeó el aire con la mano.

—Oh, claro que sí, ya lo verás. Tú espera hasta mañana por la mañana. Anya conseguirá que la veas. Ésa es la razón por la que debemos darle su regalo. —Hizo una pausa—. Y si le das ese regalo de mi parte, yo también haré algo más por ti.

—¿Qué regalo?

Se levantó, miró el cuaderno de dibujo que había en el armario y dijo:

—¿Tienes una regla?

Asentí con la cabeza.

—¿Y un lápiz?

—¡Sí!

Se volvió para mirarme, muy serio.

—He compuesto una pieza para Anya. Le gusta mucho la música, o sea que, sin duda alguna, esto le encantará. La he compuesto en su estilo favorito. Cuando Beethoven y Mozart compusieron sus obras, siempre se las dedicaban a sus amigos, como el príncipe Karl von Lichnowsky y, en una ocasión, a Napoleón. Creo que a Anya le gustará tener una pieza musical que no sólo está dedicada a ella, sino que ha sido escrita especialmente para ella. Lo que quiero que hagas es que la escribas tal y como yo voy a dictártela.

Lo miré fijamente.

—Lo que tú digas. ¿Qué es eso que ibas a hacer por mi madre?

Se sentó, tosió y bajó los ojos.

—¿Tu madre ha mencionado alguna vez a tu padre, Alex? Desde que murió, quiero decir.

—No, pero es algo que la trastornó mucho; por eso está donde está. Si crees que voy a decir…

Ruen levantó una mano.

—No, no. Lo que iba a sugerir es que…, bueno, será mejor que lo sepas.

—¿Saber qué?

Ruen desvió la mirada y suspiró profundamente.

—Tu padre está en el infierno.

Fue como si me hubiera dado contra una pared.

—¿En el infierno?

—En la peor zona, para más señas.

Abrí la boca para decir algo, pero no conseguí articular palabra.

—¿Qué ocurre, Alex? —preguntó Ruen.

Negué con la cabeza, porque se me había llenado con tantos recuerdos de mi padre que no podía hablar. Recordé un día que vino a vernos; llevaba un pasamontañas negro en una mano y una enorme maleta negra, muy pesada, en la otra. Cuando mamá la vio, pareció asustarse mucho.

—No puedes dejar eso aquí —le dijo.

Papá le guiñó el ojo y se dirigió hacia el piano. Levantó la tapa, metió la maleta dentro y el piano sonó, aunque nadie había tocado las teclas.

—¿Qué hay en esa bolsa? —pregunté.

—Nada por lo que debas preocuparte —respondió mi padre.

Me acarició el pelo, encendió un cigarrillo y le dijo a mamá que estaba muy guapa, y la expresión preocupada de su cara desapareció.

Y entonces me acordé del pasamontañas negro, del coche azul y de los policías. Y recordé lo que había ocurrido después de aquello. Recordé que al día siguiente mamá no paró de llorar y yo comprendí que mi padre había muerto. Su foto salió en los periódicos y mamá me advirtió que no le dijera «a nadie, absolutamente a nadie», que aquel hombre era mi padre, porque si no dejaríamos de ser una familia. Los titulares decían que mi padre era «un monstruo» y que debería «pudrirse en el infierno».

—¿Papá está realmente en el infierno, verdad? —le pregunté a Ruen.

Me dedicó una larga mirada y me dijo que sí.

Sentí náuseas. Mamá se pondría muy mal si se enterara. Me cubrí el rostro con la sábana.

—Oh, no te preocupes —rezongó Ruen—. Si tú escribes por mí esa pieza para Anya, yo liberaré a tu padre del infierno.

Bajé la sábana.

—¿Puedes hacer eso?

Parecía ofendido.

—Por supuesto que puedo. ¿No crees que tu madre se pondría muy contenta al saber que tu padre no está en el infierno? Y estoy totalmente convencido de que él también me lo agradecerá.

—Entonces ¿irá al cielo?

Ruen me mostró una sonrisa tan grande que pensé que se le iba a romper la cara. Y entonces se me ocurrió algo.

—¿Por qué has escrito una pieza musical para Anya?

Ruen entornó los ojos.

—Se titula «Canción de amor para Anya», amiguito. ¿Eso no te dice nada?

—Pero tú no quieres a Anya —dije—. Tú no quieres a nadie. Eres un demonio.

Ruen arrugó la nariz.

—Siempre tan agudo, Alex. Pero lo cierto es que la realidad anida en los sentidos. Si queremos impedir que Anya nos separe, entonces debemos hacer que se cuestione las cosas que ella considera reales. Tus preguntas ya han iniciado el proceso, pero lo que ella oiga cuando toque esta pieza musical seguro que hará que deje de plantearse nada.

—¿Qué diantre significa eso? —le pregunté.

—¿Trato hecho? —dijo Ruen.

Me mordisqueé las uñas. Pensé en mamá, tumbada en aquella habitación, totalmente sola. Parecía muy pequeña en esa cama. No podría contarle lo que Ruen había hecho por papá, porque seguro que se asustaría mucho. Pero puede que, dentro de unos años sí pudiera hacerlo. Y ella se pondría más contenta que unas pascuas.

Asentí con la cabeza.

—Trato hecho —dije.