LAS PREGUNTAS DE RUEN
Anya
La situación en que se encuentra Alex ha sido un shock, por no decir otra cosa.
Había vuelto a mi butaca del anfiteatro de la Opera House justo cuando Alex estaba en el escenario, consolando a Hamlet por el precipitado matrimonio de su madre viuda y su tío. Observé al resto del público: muchos espectadores se habían inclinado hacia delante, ansiosos por escuchar los consejos que aquel joven iba a darle a Hamlet. Me sentía orgullosa de Alex y me preguntaba si habría superado una etapa. Miré a Michael y pensé en el tratamiento de Alex. ¿Debería recibirlo en casa? ¿Debería dejar de lado el lado el escándalo que se armaría si Cindy era declarada incapaz para ejercer como madre de Alex y trasladarlo al Hogar MacNeice, un lugar que, según ella, era un manicomio? Los síntomas de Alex, ¿eran los propios de una psicosis o del estrés postraumático?
Sin embargo, algo ocurrió durante ese intervalo. Cuando bajó el telón y el público empezó a levantarse de sus asientos, localicé a Jojo en el fondo de la sala, dirigiéndose a toda prisa hacia el otro extremo. Vi que le hacía un gesto a un miembro de la compañía y luego se dio la vuelta para echar un vistazo a las filas de butacas, como si estuviera buscando a alguien. La saludé con la mano, pero ella no me vio. Me incliné hacia delante para llamar la atención de Michael.
—¿Ocurre algo? —le pregunté.
—¿Qué quieres decir?
Siguió mi mirada hasta la parte delantera del auditorio, donde dos chicos con una camiseta de NIÑOS CON MUCHO TALENTO corrían hacia la puerta por donde había salido Jojo. Me dirigí hacia allí, seguida de Michael.
Cuando llegamos al camerino, Michael apartó a un técnico que le impedía el paso y vio cómo estaba todo: parecía que alguien lo hubiese registrado de arriba abajo. Bonnie, la niña que interpretaba a Ofelia, dijo que ella había oído mucho ruido procedente del camerino. Cuando entró, vio a Alex golpeándose contra la pared y luego desplomándose hacia atrás en el suelo. Permaneció inconsciente unos momentos. Bonnie pensó que estaba muerto.
Fui a buscar a Beverly, la tía de Alex, y le dije que su sobrino había sufrido un accidente, aunque aún no sabía con seguridad qué había pasado. La unidad de la Cruz Roja ya se había llevado a Alex a urgencias, según nos dijo un miembro de la compañía, aunque estaba más ansioso por encontrar a un suplente para la función que por contestar a mis preguntas. Beverly, Michael y yo tomamos un taxi y llegamos a urgencias del City Hospital un poco después. Allí, una enfermera nos acompañó hasta una sala anexa a la unidad de pediatría.
Alex tenía un aspecto horrible. Sus ojos estaban inyectados en sangre y su nariz magullada e hinchada. Una enfermera me dijo que las contusiones que presentaba la zona lumbar hacían pensar que él mismo se había lanzado contra la pared. Sin embargo, una autolesión era poco probable que hubiese provocado esas contusiones tan fuertes: parecía como si alguien mucho más alto que Alex lo hubiera levantado y lo hubiese lanzado desde aproximadamente unos tres metros de distancia.
Sólo se me ocurría pensar que la tensión de tener que representar la obra había podido con él. Cuando leí el original de Shakespeare y la adaptación de Jojo, me di cuenta de que la relación entre Hamlet y su padre se caracterizaba por un espeluznante sentimiento de deuda, por la obligación que tenía Hamlet de vengar a su padre. Sospecho que debo investigar más a fondo la relación entre Alex y su padre, por eso tomo nota mentalmente para obligarlo a hablar de ella. Pero está claro que deberé esperar hasta que esté físicamente recuperado.
Cuando llegué a casa no fui capaz de dormirme. Compartí un taxi con Michael. Hicimos el trayecto en silencio. No paraba de hacerme preguntas mentalmente, un montón de cómos y porqués, volando en círculos, como un buitre, en torno al tema de la obra. Lo cierto es que ya había encontrado la respuesta, pero quería roer hasta los huesos para no sentirme culpable. Nunca debería haber permitido que Alex saliera en la obra. Debería haber previsto la presión que un papel tan importante supondría para él en un período tan delicado de su vida. Y debería haber insistido, insistido en que Alex fuera trasladado al Hogar MacNeice.
Cuando el taxi se detuvo frente a mi apartamento, me volví hacia Michael.
—En cuanto le den el alta en el hospital, voy a ingresar a Alex en el Hogar MacNeice —le dije.
Michael se mordió la mejilla, mirando el espacio vacío que nos separaba.
—Lo sé —dijo, tranquilo.
Por un momento, sus ojos se cruzaron con los míos; eran azules, y estaban llenos de una gran tristeza. Se dio la vuelta, miró por la ventanilla y el taxi se alejó.
Al día siguiente, cuando fui a visitar a Alex, ya estaba vestido. Su tía Beverly ya había ido, según me dijo una enfermera. Le había llevado sus cosas. Aunque se había sentado muy derecho, aún se retorcía de dolor, pero aun así había tenido tiempo de vestirse; llevaba una camisa blanca y marrón a rayas con una pajarita roja. En el bolsillo de la camisa guardaba una foto de su nueva casa. Me dijo que así la tenía cerca de su corazón. Me alegró saber que algo que yo había hecho le hacía tan feliz.
—¿Dónde está Michael? —me preguntó, cuando cerré la puerta.
—En su despacho, supongo. ¿Querías verlo?
Alex negó con la cabeza. Vi que le habían cambiado el vendaje, pero la luz plateada de la mañana revelaba que los cardenales de su cara estaban adquiriendo el tono azulado causado por un fuerte golpe. Era consciente de que se trataba de un grave episodio de autolesiones, capaz de socavar por completo su aparente felicidad.
—¿Cómo te encuentras hoy? —le pregunté.
De repente, parecía no saber si mirarme a los ojos. Frotándose el bíceps, dijo:
—Me duele.
—Apuesto a que sí.
Acerqué una silla a la mesa, pensando cuál sería la mejor forma de abordar el tema de su padre. Era importante hacerlo con delicadeza, dejando claro que, fuera lo que fuese que había hecho su padre, a él no le afectaría. Sobre la mesa había una bandeja con restos de comida del desayuno: una macedonia echada a perder, un bol de yogurt griego y unas gachas con piñones. Lo saqué todo de la mesa y lo dejé en el suelo, junto a la puerta. Luego le tendí a Alex un vaso de agua.
—Puedes comer lo que quieras, si te apetece —dijo, mirando la bandeja del desayuno—. Yo no tengo apetito.
—Gracias, Alex —repuse, sonriendo—. Eres muy amable. Pero soy alérgica a los frutos secos, ¿recuerdas?
—¿A los frutos secos?
Asentí con la cabeza.
—Sí, eso son piñones —dije, mirando las gachas.
—Ah, sí. Los frutos secos te dan sueño.
Recordé la mentira que había dicho.
—Exacto.
—No parecen frutos secos. Parecen balas muy pequeñas.
Reconocí de inmediato aquel tono de voz grave. Algunos de los niños que había tratado recientemente habían sido testigos de la violencia de Irlanda del Norte en primera persona. Una niña, Shay, se quedó ciega a consecuencia de un disturbio en Drumcree ocurrido hace unos años. Está en tratamiento por depresión. Otro chico de quince años de Carrickfergus recibió un disparo a bocajarro en la rodilla (allí lo llaman «rodillazo») porque su padre había desertado de una organización terrorista. El trauma provocado por aquel hecho lo había convertido en un suicida en potencia. Michael insiste en que Cindy y Alex no han sufrido a causa del conflicto irlandés, pero yo tengo mis dudas. «Conflicto irlandés» es una expresión complicada para los que no viven de cerca la violencia; para los niños que han crecido con él, el conflicto irlandés es algo que simplemente forma parte de lo cotidiano.
—¿Has visto alguna vez una bala, Alex? ¿O una pistola?
—¿En la vida real? ¿A eso te refieres? —respondió, mirando al suelo—. Sí.
—¿Podrías decirme dónde?
Negó con la cabeza.
—¿Vino algún policía a detener a tu padre?
Al oír la palabra policía se puso rígido, y luego negó con la cabeza enérgicamente. A continuación cerró los ojos, apretándolos con fuerza, y arrugó la cara, concentrado, cerrando los puños de ambas manos. Yo iba a decir algo, pero esperé a que se relajara. Al cabo de un minuto, posé una mano sobre su hombro.
—Te prometo que no te va a pasar nada aunque me cuentes lo que ocurrió.
Alex abrió los ojos y me traspasó con la mirada.
—Ruen quiere que te haga unas preguntas. ¿Te parece bien?
—¿Por qué quiere que hagas eso? —le pregunté, con mucho tacto.
Alex reflexionó a fondo sobre mi pregunta.
—Creo que sólo quiere saber más cosas de ti —dijo—. Tal vez porque él y yo somos amigos…, o algo así…, y también quiere ser amigo tuyo.
—¿Qué clase de preguntas quiere que me hagas?
—Hum… No estoy seguro. Cosas de adultos, supongo. Ruen es muy rar…
Se paró en seco cuando iba a decir «raro». Luego miró a su izquierda y se echó a reír, tapándose la boca con la mano.
—Si tú contestas a mis preguntas, yo responderé a las tuyas, ¿de acuerdo?
—¿Sobre Ruen?
—No, Alex. Sobre tu padre.
Parpadeó y luego me dedicó un tímido asentimiento de cabeza.
—Muy bien… Si van a entrevistarme, hagámoslo bien —dije, despreocupadamente. Saqué el móvil del bolsillo y busqué la aplicación «grabar voz»—. Vamos a grabarlo, ¿de acuerdo? Como si fuera una entrevista de verdad.
Alex se encogió de hombros.
—Me da igual, no son mis preguntas.
Se sacó un trozo de papel del bolsillo de los pantalones. Me incliné hacia delante y vi una lista de preguntas escritas con un rotulador negro. Después de aclararse la garganta, Alex dijo:
—Primera pregunta. ¿Tu hija se llamaba Poppy?
Apenas pude contener un grito ahogado. Aquello no podía ser una mera suposición, y soy muy estricta a la hora de dar detalles sobre mi vida privada a mis pacientes. Traté de adivinar cómo habría podido descubrir su nombre. Michael nunca se lo habría dicho. Al escuchar el nombre de sus labios noté el sudor en la frente y en la espalda, entre los omoplatos. Finalmente, dije:
—¿Por qué quieres saberlo, Alex?
—Yo no. Ruen.
—¿Por qué Ruin quiere saber cosas sobre mi hija? —pregunté, tensa.
Alex hizo una pausa.
—No estoy seguro.
—De acuerdo —dije, recobrando la compostura—. Siguiente pregunta.
—¿Tu hija murió hace cuatro años?
Esta vez sentí que el corazón se me desbocaba. Quería irme. No, quería salir corriendo de allí, pero me recordé que el tratamiento de Alex estaba en un momento crítico. Por fin, me estaba contando cosas acerca de Ruin. Conté mentalmente hasta diez y respiré hondo, tratando de controlar mis emociones. Tenía que concentrarme en el verdadero motivo por el que Alex me estaba haciendo esas preguntas. Cuando abrí los ojos, vi que se sentía visiblemente incómodo.
—Lo siento mucho —dijo, en voz baja—. Es sólo que… Le prometí a Ruen que te haría estas preguntas. Yo no quería ponerte nerviosa.
Volví a respirar con normalidad.
—¿Podrías preguntarle a Ruin por qué está tan interesado en saber cosas de Poppy?
Alex se volvió y repitió mi pregunta a Ruin, quien, supuestamente, estaba detrás de él. Al cabo de unos segundos de silencio, se volvió de nuevo hacia mí y dijo:
—Ruen dice que le caes muy bien y que te admira porque sabes tocar el piano.
Recordé el comentario sobre Ravel que me hizo la primera vez que nos vimos.
—Me encanta tocar el piano. Pero eso ya lo sabías, ¿no? ¿Podríamos pasar a la siguiente pregunta?
Alex se revolvió en la silla y fijó los ojos en la lista.
—Tercera pregunta. ¿Crees en Dios?
—El jurado aún sigue deliberando sobre eso, Alex —dije, pero luego me corregí—: Lo siento, quería decir Ruin.
Decidí aceptar la posibilidad de que Ruin estuviera presente en la habitación, consciente de que ello hacía que Alex se sintiera seguro: la espalda derecha, su mirada sosteniendo la mía.
—Entonces, eso responde ya a la cuarta pregunta —dijo Alex.
—¿Que es…?
—¿Crees en Satanás, el príncipe del infierno?
—¿Cuál es la siguiente pregunta?
—Si pudieras conseguir lo que deseas, ¿qué pedirías?
Al considerar la amplitud de la pregunta, mis hombros se relajaron. Solté una larga y lenta exhalación. «Poppy —pensé—. Viva y sana», y justo entonces me fijé en un cartel del Servicio Público de Salud Británico que había colgado en una pared. Era un campo de amapolas[1]. Sonreí.
—Da igual —dijo Alex—. Ruen dice que ya has respondido a la pregunta.
Fruncí el ceño.
—¿Podrías decirme por qué Ruin quiere saber todas estas cosas, Alex?
Estuvo un buen rato sin pronunciar palabra. Al final, asintió con la cabeza.
—Sólo falta una pregunta —dijo, en voz baja.
Me sentí decepcionada al ver que empezaba a esquivar las preguntas directas. Respiré profundamente y pensé en la forma de retomar la conversación sobre su padre.
—Cuando quieras.
Alex respiró profundamente.
—¿Quieres a Michael?
Me eché a reír, pero en vez de responder me quedé mirando muy atentamente a Alex. Bajó los ojos hacia la mesa, como si se sintiera avergonzado.
—¿Que si quiero a Michael? —repetí, tras una larga pausa.
Alex asintió con la cabeza, muy despacio. ¿Por qué querría saber eso?
—Siguiente pregunta —dije.
—No hay más…
—Siguiente pregunta —repetí, con una insistencia que nos sorprendió a ambos.
A Alex empezó a temblarle el labio. Miró con expresión temerosa hacia su derecha y luego volvió a mirarme.
—Da igual —dijo, hundiendo los hombros—. Ruen dice que ya conoce la respuesta.
Vi cómo doblaba el trozo de papel antes de que yo, discretamente, pulsara una tecla del móvil para grabar mis preguntas.
—¿Podríamos hablar un poco más de tu padre? —dije, recostándome en la silla para fingir que me encontraba más cómoda—. Háblame de él. ¿Qué aspecto tenía? ¿Qué recuerdos tienes de él?
Alex asintió con la cabeza. Pasaron unos segundos. Le eché un cable.
—¿Era bueno contigo?
Pensó en ello.
—Sí, creo que sí. Murió cuando yo era muy pequeño, ¿sabes? Recuerdo pocas cosas de cuando estaba vivo.
—¿Qué recuerdas? ¿Podrías contármelo?
Respiró profundamente.
—Recuerdo que le gustaba comprarme coches de juguete. A veces íbamos a nadar, y cuando venía para quedarse siempre traía bolsas llenas de comida.
—¿O sea que era él quien siempre se quedaba contigo y con tu madre? ¿Estuviste alguna vez en su casa?
Alex negó con la cabeza.
—Papá vivió en muchos sitios distintos. Creo que estuvo viviendo un tiempo en América, y también en Dublín y en Donegal. En una ocasión dijo que vivía en un establo.
—¿En un establo?
Alex arrugó la nariz.
—Dijo que era un lugar apestoso y muy incómodo.
—Seguro que lo era. ¿Sabes por qué vivía en un establo?
De pronto pareció perderse entre sus recuerdos: las piernas, que casi siempre balanceaba en la silla, se quedaron quietas, y su mirada era distante.
—Se pasaba todo el día en la cocina, preparando platos muy raros que a mamá no le gustaban, pero aun así se los comía porque tenía hambre.
—¿Qué clase de platos?
—No me acuerdo. Olían raro y a veces me hacían saltar las lágrimas. —Una pausa—. Tenía tatuajes en los brazos.
—¿Tatuajes?
—Sí. Tenía una bandera irlandesa aquí —dijo, dándose una palmada en el bíceps—. Y unas palabras aquí —añadió, tocándose el antebrazo derecho.
—¿Qué palabras?
—En realidad, creo que no eran palabras. Eran letras que significaban algo, pero no sé qué.
Contuve la respiración; no quería presionarlo demasiado.
—Y cuando tu padre murió…, ¿cómo te sentiste, Alex?
Miró al frente.
—Supongo que me sentí solo. Hasta que mamá me trajo a Guau. Entonces me sentí mejor. Ella no paraba de llorar.
—¿Lloró cuando murió tu padre?
—Sí, pero también estaba enfadada. Y asustada. Quería tirar el piano, pero Ruen dijo que no lo hiciéramos.
—¿Dónde está Ruen ahora, Alex?
Miró a su alrededor.
—Estaba aquí hace un minuto. No sé adónde ha ido.
—¿Te ha hecho daño Ruen? ¿O te dijo que te lo hicieras?
Una expresión de miedo cruzó por su mirada.
—El policía… —dijo.
Y entonces se echó a llorar. Lo rodeé con mis brazos, pero no quiso seguir hablando.
Dejé a Alex en el hospital con instrucciones de que se pusieran en contacto conmigo en cuanto le dieran el alta. Mientras tanto, llamé a la terapeuta de Cindy para saber si había dado su autorización para que ingresaran a Alex.
—No, no ha dado su autorización. —Trudy lanzó un suspiro—. Pero la he incapacitado para ejercer como su madre. De momento será su tía quien decida por él, y ella sí ha dado su autorización.
Hubo una pausa mientras ambas reflexionábamos sobre la gravedad de la situación. Si Cindy no había dado su autorización, el hecho de que su hermana actuara en contra de sus deseos sería un trago muy amargo. Me sentía muy mal por no haber sido capaz de convencerla de que tratar a Alex en el Hogar MacNeice era lo mejor para él… De hecho, ella interpretaría esa decisión como un paso más en la desmembración de su familia. Sentía que estaba entre la espada y la pared, pero aun así estaba decidida a tratar adecuadamente a Alex. Literalmente, es su única esperanza.
La gravedad de las alucinaciones de Alex y el tiempo que lleva sufriéndolas indican que su estado está empeorando. A Poppy le ocurrió lo mismo. Si no se tratan, en un espacio de tiempo muy corto existen muchas posibilidades de que Alex se ponga en peligro a sí mismo y a los demás, igual que hizo Poppy. No puedo permitir que eso le ocurra a otro niño, a otra madre. Tras haberlo hablado con Ursula y con Michael, decido recetarle una dosis muy pequeña de Risperidone. Durante algunas semanas, haremos el seguimiento de los efectos, con visitas regulares.
Volví a mi despacho para pasar a limpio mis notas y escribir un correo electrónico colectivo a Michael, Howard y Ursula.
Para: U_hepworth@macneicehouse.nhs.uk;
_dungar@macneicehouse.nhs.uk; Michael_Jones@lea.gov.uk
Cc: Trudy_Messenger@nicamhs.nhs.uk
De: A_molokova@macneicehouse.nhs.uk
Fecha: 16/06/07 17:03
Queridos compañeros:
Os escribo para informaros de que he dispuesto el traslado de Alex al Hogar MacNeice, donde permanecerá ingresado unos dos meses. Le estoy tratando por esquizofrenia precoz. En breve os pondré al corriente de mis visitas con él y del programa de tratamiento que estoy confeccionando. La próxima reunión está prevista para el 19/06 a las 14:30. Espero veros a todos.
Saludos.
Anya
Apenas acababa de pulsar la tecla «enviar» cuando entró un nuevo mensaje.
Para: A_molokova@macneicehouse.nhs.uk
De: Michael_Jones@lea.gov.uk
Fecha: 16/06/07 17:03
¿Eres consciente de que eso significa que Alex será dado en adopción?
Enviado desde mi BlackBerry.
Me quedé mirando fijamente el correo electrónico de Michael. Tenía la boca seca. Sentí su mano acariciándome el rostro.
Y, de repente, me lo cuestioné todo.
Para: A_molokova@macneicehouse.nhs.uk
De: Michael_Jones@lea.gov.uk
Fecha: 16/06/07 17:03
¿Eres consciente de que eso significa que Alex será dado en adopción?
Enviado desde mi BlackBerry.
Me quedé mirando fijamente el correo electrónico de Michael. Tenía la boca seca. Sentí su mano acariciándome el rostro.
Y, de repente, me lo cuestioné todo.
El fantasma que he visto podría ser el diablo, y el diablo tiene poder para asumir una apariencia agradable; sí, y tal vez, aprovechándose de mi flaqueza y mi melancolía, con la influencia que ejerce sobre tales espíritus, quiera condenar mi alma.
WILLIAM SHAKESPEARE, HAMLET