XVII

«ACUÉRDATE DE MÍ»

Alex

Querido diario:

No he sido yo, yo no me hice eso pero, al parecer, aquí todos piensan que sí lo hice y ya estoy harto. No sé qué pasó. Estoy hecho un lío y me siento extraño. Ruen no estaba y Bonnie no paraba de gritar. Vino una ambulancia y me llevaron en una camilla. En la calle había un montón de gente, pero también un montón de demonios.

En el hospital, todos los médicos me preguntaban: «Alex, ¿te lo has hecho tú? ¿Te has lanzado contra una pared? ¿Te diste un puñetazo en la cara?», y así todo el rato. Entonces, como no les respondía, me preguntaron por qué lo había hecho.

Sin embargo, esta noche, cuando estaba en el escenario, sucedió algo incluso más raro.

Pero empecemos por el principio. Ha sido el día más enloquecedor que hemos tenido durante todos los ensayos, bueno, quizás no todo el día, pero sí las tres horas antes de que se levantara el telón. Jojo sudaba y no paraba de soltar palabrotas, y nadie se acordaba de sus diálogos. Katie no se presentó y todos estábamos muy preocupados. Jojo nos hizo sentar y nos dijo que Katie había sufrido un accidente y que Aoife interpretaría a Hamlet. Pensé en lo que Ruen me había pedido que le hiciera a la madre de Katie y por un momento me sentí mal. Él tenía razón. Si hubiera hecho lo que me había pedido, Katie estaría bien.

Entonces, Jojo se enteró de que iba a venir una directora de casting, y eso la puso aún más nerviosa. «Se llama Roz Mardell», no paraba de repetir, por si nos cruzábamos con ella y no pronunciábamos correctamente su nombre, lo cual resultaría embarazoso.

—Si se acerca a alguno de vosotros, le dais la mano, le decís que lleva un vestido muy bonito y que os encantaría hacer una prueba de cámara. —Jojo se abanicó con la mano, como si estuviera a punto de desmayarse—. ¡Alguno de vosotros podría salir en una película!

Me miré en el espejo que tenía ante mí. «¡Eso sería una pasada!», pensé, y entonces decidí que me encantaría aparecer en una película, como todos esos amigos famosos de Jojo, y cuando fuera muy famoso, volvería a Belfast y dirigiría una compañía teatral infantil, igual que Jojo. Pero entonces tuve una sensación muy extraña, como si me hubiese hundido hasta el pecho en unas arenas movedizas. Era imposible que yo acabara saliendo en una película. Sólo era Alex, de Belfast, con una madre que estaba loca.

Jojo nos hizo sentar en círculo, en el escenario, con las piernas cruzadas y las manos en las rodillas, para decir «Um», y eso me hizo recordar esa sensación extraña y empecé a reírme entre dientes. Entonces, Liam cambió la palabra por «Rum», que acabó convirtiéndose en «Bum», y todo el mundo se echó a reír.

Jojo dijo que había contratado a maquilladores y técnicos profesionales para la noche del estreno, por eso todo parecía tan real, y entonces, cuando llegó la orquesta, estaba tan emocionado que sentí náuseas. Sabía que éramos más de veinte actores, pero no me hacía a la idea de formar parte de algo tan guay. Por un momento tuve la sensación de que una cálida ola hubiese pasado por encima de mí, como si todo fuera a salir bien.

Y entonces, un segundo después, fue como si otra ola volviera a pasar por encima de mí, pero el agua estaba helada, y me dije: «¿Y si todo sale mal?».

Fue justo después de eso cuando vi a Ruen. Volvía a ser el Anciano y se pavoneaba por delante del escenario contemplando un enorme piano negro que alguien acababa de colocar allí. Era evidente que le gustaba mucho, porque no paraba de inspeccionar su interior, mirando las cuerdas, y pasaba sus horribles manos por las teclas.

Cuando se alzó el telón, se me pasaron todos los nervios. Cerré los ojos y me dije: «Soy Horacio», y entonces me olvidé de todo lo que había ocurrido. Bajé la voz y pensé en cómo, según Jojo, debía hablar Horacio y lo importante que era el personaje al final para continuar la historia de Hamlet.

La orquesta dejó de afinar los instrumentos y la gente que cuchicheaba entre el público guardó un silencio tan sepulcral que parecía que todos se hubieran ido a casa. Sin embargo, sabía que seguían allí. El escenario se iluminó, pero sólo tenuemente. Entre bastidores, todo el mundo estaba tenso y nervioso.

Del escenario llegaban gritos y ruido de pasos. Oí a Liam pronunciando sus diálogos.

—Relevarte de la guardia, idiota. Es más de medianoche.

Me tocaba salir. Eché un vistazo a mi traje, un uniforme militar con unas relucientes botas con cordones y un mono de combate con distintivos que recordaban los lugares donde había llevado a cabo mis hazañas. En la cara tenía unas manchas oscuras y una enorme arma falsa a la espalda. Respiré profundamente y salí al escenario, colocándome bajo el foco.

—Francisco… ¿Adónde vas? —dije, en voz alta.

Volví la cabeza hacia el público, pero apenas conseguía ver a nadie, aunque sabía que estaban allí. La luz del foco era tan fuerte que parecía que en el escenario sólo estuviéramos Liam y yo. La película del amigo de Jojo se proyectaba en la pared opuesta. Esa película siempre me recordaba a Ruen, porque la figura parecía una persona real, aunque detrás se podía ver la pared. La orquesta empezó a tocar muy fuerte, como si los violines gritaran y chillaran. Dije mi frase:

—Ahora puedo verlo con mis propios ojos. Os creo. Es real.

Sin embargo, cuando volví a mirar la película, no era la misma. El hombre llevaba un pasamontañas y una chaqueta negra. Pensé que alguien habría cambiado el rollo del proyector. El hombre estaba allí, de pie, empuñando un fusil.

Entonces, Aoife salió el escenario, vestida de Hamlet. Se quedó mirando el fantasma y extendió el brazo para tocarlo.

—Es mi padre —dijo—. ¡Es mi padre! Oh, Hamlet, mi progenitor, mi amadísimo padre, mi homónimo… Decidme, ¿por qué estáis aquí?

El fantasma se volvió para mirar a Aoife. La voz del amigo famoso de Jojo llenó el teatro.

—He sido asesinado por el mismo traidor que se ha casado con tu madre…

Aoife miraba al fantasma mientras éste hablaba con ella, diciéndole que vengara su muerte. Parecía asustada y se agarraba a mí. Yo estaba paralizado.

—Acuérdate de mí, Hamlet.

Miré al fantasma, que levantó el arma. Y entonces fue como si el escenario, el humo, la película con el amigo famoso de Jojo y el público desaparecieran de golpe. Y yo ya no era Horacio.

«Acuérdate de mí…».

Aoife ya no estaba a mi lado. El escenario había desaparecido, y en su lugar había un negro mar de rostros. Yo estaba junto a un camino vecinal, en lo que parecía ser Irlanda del Norte, aunque no estaba seguro. Detrás de mí había una fila de tiendas de piedra, una iglesia y una oficina de correos. Varias mujeres empujaban cochecitos por la acera, que era muy estrecha, y una niña con un vestido amarillo estaba en la entrada de una tienda, comiéndose una bolsa de patatas fritas, que de vez en cuando lanzaba a las palomas. El camino era negro y brillante, como si hubiera estado lloviendo. A ambos lados había dos policías, uno mayor, el otro joven. Un poco más allá, aparcado, había un coche patrulla. «Es un control de policía», me dije. En la parte de atrás vi que había una cámara que apuntaba hacia la patrulla. Por el camino, en dirección al puesto de control, se acercaba un coche azul.

—Disfruta de ellos mientras sean pequeños —dijo el policía que estaba al otro lado del camino—. Dentro de poco empezarán a pedirte que les dejes el coche y a chuparte la sangre.

Al ver el coche que se acercaba, el policía joven se colocó en medio del camino y levantó la mano.

A medida que el coche azul se iba aproximando, vi a dos hombres en su interior, en la parte delantera. El hombre sentado en el asiento del conductor era tan bajito que apenas podía verle la cara por encima del volante, pero cuando estuvo más cerca vi que era viejo y calvo, aunque tenía un poco de pelo blanco en la nuca. El otro hombre llevaba el rostro cubierto con un pasamontañas negro. Sentí cómo se me aceleraba la respiración y los latidos del corazón, porque sabía quién era.

Aquel hombre era mi padre.

El policía que estaba en medio del camino le gritó algo al más viejo, que cogió la radio y empezó a hablar por ella. El policía que estaba en medio del camino sacó la pistola de la funda que llevaba en la cintura, y cuando el coche azul se detuvo, mi padre bajó y le apuntó con un arma.

Todo ocurrió tan deprisa que debí de perderme algo. Muy cerca, una mujer que empujaba un cochecito se puso a gritar y salió corriendo hacia la oficina de correos; luego, alguien salió a la calle y agarró a la niña que estaba dando de comer a las palomas y cerró la puerta de la tienda. Otro hombre se quedó allí, paralizado, como si se hubiese convertido en una estatua de hielo. El policía joven levantó las manos.

—¡No dispare! —gritó.

Por su voz, no parecía que tuviera miedo, sino que estuviera dando una advertencia, pero yo estaba lo bastante cerca como para verle la cara, crispada y empapada en sudor. El policía más viejo apuntaba a mi padre con su pistola y yo estaba muy asustado.

Sin embargo, mi padre no lo estaba. Le sostenía la mirada al policía que estaba en medio del camino y pude ver que el color de sus ojos era idéntico al mío, aunque él no me miraba.

—Hay otra patrulla muy cerca de aquí —dijo el policía más viejo, sin dejar de apuntar a mi padre con la pistola—. No merece la pena, amigo. No podrá ir muy lejos.

Mi padre volvió la cabeza hacia el conductor, como si tuviera que preguntarle algo, y en esa fracción de segundo, el policía más viejo le disparó, pero la bala no alcanzó a mi padre e impactó en el parabrisas del coche azul. Mi padre se dio la vuelta de golpe y apuntó con su arma al policía más joven, que también desenfundó su pistola. Sin embargo, mi padre fue el primero en disparar.

Contemplé toda la escena como si se desarrollara en cámara lenta.

El hombre que parecía una estatua de hielo dejó caer su lata de coca-cola.

Las palomas alzaron el vuelo.

El cielo rebotó sobre el camino húmedo.

La cabeza del policía se volvió hacia mí. Tenía la boca crispada, en una extraña mueca, y su cara estaba borrosa. De su frente manaba sangre, como si fuera un cuerno rojo.

Mi padre se volvió y oí otro disparo. Sonó como un petardo, sólo que mucho más fuerte. El otro policía extendió los brazos; luego dobló las rodillas y cayó al suelo. Y cuando volví a mirar, mi padre ya se había metido de nuevo en el coche azul, y el viejo que estaba al volante se alejó, derrapando.

Cuando levanté nuevamente los ojos no estaba en el puesto de control ni en el escenario. Estaba en mi camerino, delante de un espejo, y ya no llevaba el mono de combate, sino tan sólo los bóxers y las botas negras. Tenía la cara mojada y la boca roja, y no paraba de temblar. Levanté el brazo para ver las marcas; me temblaba, pero no estaba sangrando. Detrás de mí había alguien. Era Bonnie Nicholls.

—Alex —susurró—. Alex, ¿qué ha pasado?

Eché un vistazo al camerino y por alguna razón parecía que hubiesen entrado a robar. La mesa que había frente al espejo estaba boca abajo, con las patas hacia arriba. Una de las enormes fotografías que colgaban de una de las paredes estaba hecha añicos y mi taquilla estaba abierta, con todo lo que contenía tirado por el suelo.

—¿Qué ha pasado, Bonnie? —pregunté.

Sin embargo, antes de que ella pudiera contestarme, empezaron a temblarme las piernas, la oí gritar y todo se volvió negro.

Cuando me desperté, estaba en la cama de un hospital, vestido con otra ropa, y me dolía todo el cuerpo, como si me hubiera pisoteado un dinosaurio. Las enfermeras me dieron una medicina que hizo desaparecer casi todo el dolor. Tenía un ojo morado y la nariz tan hinchada que cada vez que decía: «Yo no he sido» sonaba algo así como «Do do he dido». Cuando se fueron las enfermeras, vino un médico, pero lo único que quería saber es por qué me gustaba dibujar esqueletos. Me enfadé tanto que me puse a gritar y vi que escribía «accesos de rabia» en un cuaderno.

Anya, Michael y tía Bev llegaron un poco más tarde. Me sentí tan aliviado al verlos que me eché a reír. Esto desconcertó a tía Bev, pero también la hizo reír, aunque tenía una mirada de preocupación.

—Pareces una reina —le dije a Anya, aunque sólo quería decir que tenía buen aspecto.

Llevaba un inmaculado vestido blanco, iba maquillada y con el pelo recogido hacia arriba, lo cual hacía que su cuello pareciera mucho más largo. Aunque me dedicó una sonrisa, me pareció que estaba a punto de echarse a llorar.

—¿Qué ha ocurrido, Alex? —dijo—. ¿Ha sido Ruen?

Michael cerró la puerta y Anya echó un vistazo a las hojas en las que los médicos habían escrito sobre mí. Entonces empezó a hacerme más preguntas, pero yo tenía sueño y sólo quería una tostada con cebolla y una taza de té.

—¿Sabes tú qué ha ocurrido? —le pregunté a Anya.

—Esperábamos que fueras tú quien nos explicara qué ha ocurrido, Alex —contestó Anya.

Me apreté los ojos con las palmas de las manos y respiré varias veces profundamente. Estaba muy confuso. «Quizás sea verdad que me estoy volviendo loco», pensé.

Cuando aparté las manos de los ojos me di cuenta de que lo había dicho en voz alta. Michael y Anya me estaban mirando de un modo muy extraño. Al cabo de un buen rato, ella dijo:

—¿Estabas preocupado por tu madre esta noche, Alex? ¿Sucedió algo en los ensayos?

Iba a contarle lo del policía, el tiroteo y que había visto a mi padre, pero cuando abrí la boca para hablar no me salían las palabras, sólo unos largos sollozos. Me eché a llorar tan fuerte que todo mi cuerpo se agitaba y me dolía mucho la espalda.

Tía Bev se acercó a la cama, se sentó y me agarró la mano. Luego me rodeó con los brazos y me estrechó durante un buen rato.

—¿Ha sido un accidente? —me preguntó al soltarme, con un hilo de voz—. ¿O te lo has hecho tú mismo? Ya sabes que puedes contármelo; no me enfadaré. Sólo queremos ayudarte.

En aquel preciso instante apareció Ruen. Era el Niño Fantasma. Debí dar un brinco del susto, porque Anya me preguntó inmediatamente si me ocurría algo. Ruen estaba de pie, junto a la cama, mirándome fijamente con la mirada de «Alex es estúpido».

—¡No soy estúpido! —le grité.

—No pasa nada, Alex —dijo Anya.

Sin embargo, yo negué con la cabeza, porque no estaba hablando con ella. En aquel momento odié los ojos de Ruen: parecían más grandes que de costumbre, como si fueran a salírsele de las órbitas, pero aun así eran oscuros como dos trozos de carbón que pudieran ver en mi interior. Me tapé los ojos con las manos.

—Diles que has sido tú —dijo Ruen, asintiendo con la cabeza y sonriendo.

Por su forma de decirlo, sonó más como un buen consejo que como una orden, como si él supiera algo que yo ignoraba y fuera una buena idea hacer lo que me decía. Lo repitió:

—No pasa nada, Alex. Tú díselo.

Respiré profundamente.

—He sido yo —dije.

Tía Bev casi me había soltado del todo y Anya y Michael intercambiaron una mirada. Me arrepentí de haberlo dicho. Quería que tía Bev volviera a abrazarme. Quería preguntarle a Ruen por qué me había dicho que dijera lo que acababa de decir.

—¿Podríamos seguir hablando por la mañana? Ahora estoy muy cansado.

Anya se acercó a la cama y se agachó para poder mirarme a los ojos.

—¿Tú te has hecho esto, Alex? ¿O ha sido Ruen?

Ruen tenía una expresión enfadada. Me acordé del control de policía.

—Mi padre hizo algo malo, muy malo —dije, muy despacio.

La cara de Anya cambió, como si hubiera visto algo que no había visto hasta aquel momento.

—¿Tu padre te hizo daño, Alex? —me preguntó.

Negué con la cabeza.

—¿Le hizo daño a tu madre?

Negué de nuevo con la cabeza.

—¿Podrías decirme qué fue lo que hizo?

Por un instante estuve a punto de contárselo, pero entonces tuve una sensación nueva. Me sentí muy avergonzado, lo cual no tenía sentido, porque no era culpa mía. Sin embargo, sentía como si yo fuera a decepcionarla.

—Tal vez quieras contármelo después de haber dormido —dijo Anya.

Me alegré de oír eso, porque estaba realmente agotado, me dolía todo y mi cerebro estaba hecho papilla. Asentí con la cabeza, me acosté y cerré los ojos. Después de asegurarme de que se habían ido, le dije a Ruen:

—¿Por qué me hiciste decir eso?

Miraba a través de la ventana, como si estuviera buscando a alguien. No me contestó, y yo le repetí la pregunta. Estaba empezando a enfadarme con él.

—¿Por qué me has obligado a mentir? —le pregunté.

Se volvió hacia mí y acercó tanto su rostro al mío que casi se rozaban. Su aliento olía a carnicería en un día soleado. Volví la cabeza.

—Pero has sido tú quien se ha hecho eso, Alex —susurró. Ya no parecía enojado; era como si sintiera pena por mí—. Pobre Alex —continuó, cogiendo la pala de tenis y lanzando la pelota contra la pared—. ¿No te das cuenta, verdad?

—¿Darme cuenta de qué?

—De que has sido tú quien lo ha hecho.

—¿Y cómo lo he hecho? —le contesté, a gritos, aunque me dolía el pecho—. ¿Cómo pude flotar en el aire y lanzarme contra la cómoda?

—¿No estabas durmiendo, en aquel momento?

—Lo veo un poco difícil. Me estaba preparando para la tercera escena…

Dejó de lanzar la pelota y ladeó la cabeza, como si hubiera pensado algo que a mí no se me había ocurrido.

—¿Y no podría ser que soñaras que te estabas preparando para la tercera escena?

Ahora parecía que mi cerebro estuviera hecho de carne picada. Sólo quería dormir.

—Ahora tengo que dormir, Ruen —le dije.

Él hizo un gesto afirmativo,

—Te prometo que no le contaré nada de todo esto a tu madre.

«¡Pero si mamá ni siquiera sabe que existes!», pensé, pero no dije nada porque si era verdad que yo me había hecho eso no quería que mamá lo supiera. Se pondría mucho peor. Y me alegré de que Ruen pensara mantenerlo en secreto.

—¿Crees que mamá está bien? —dije.

—Oh, sí, estoy convencido de ello. ¿Quieres que compruebe si está bien, Alex?

Asentí con la cabeza y me sentí aliviado.

—Sí, por favor. Me encantaría.

Ruen sonrió y se inclinó sobre mí.

—¿Puedo pedirte que hagas algo por mí?

Asentí con la cabeza.

—Mañana por la mañana me gustaría que le hicieras a Anya las preguntas que te dicté. ¿Harías eso por mí, Alex? Te estaría muy agradecido.

—Vale.

Y después de eso ya no recuerdo nada más, porque me quedé dormido y soñé con la abuela toda la noche.