EL LADO AMARGO DE LA LIBERTAD
Anya
Durante los últimos días, el tiempo ha mejorado y, a la hora de comer, me siento en el césped que hay delante del ayuntamiento, contemplando la sangre nueva que circula por las venas de Belfast. Aún me sigue sorprendiendo lo mucho que ha cambiado mi tierra natal, ver a gente de todo el mundo caminando por sus calles. Incluso las señales de la globalización me reconfortan, porque demuestran que el mundo se ha acordado de Irlanda del Norte, y por primera vez desde que llegué siento que he tomado la decisión correcta. Me planteé la posibilidad de regresar a Belfast cuando Poppy iba a empezar la escuela primaria en Edimburgo. El día que tenía que decidirlo, estallaron dos coches bomba en unos barracones del ejército en Lisburn, a unos quince kilómetros de Belfast. El objetivo de la segunda bomba fue el personal médico que atendía a los que habían resultado heridos a consecuencia de la primera. Para mí ya no se trataba de una cuestión cultural, de sentirse parte de una nación o de que mi hija tuviera tres nacionalidades o sólo una. Se trataba de protegerla. Y punto.
No obstante, mi regreso al hogar ha coincidido con el inicio de la verdadera paz en este país. Y, lo que es aún mejor, las viejas amistades, a las que creía haber perdido para siempre cuando me trasladé a Escocia, han resultado ser más fuertes que nunca. Fi, mi mejor amiga, cruza todos los días el puente Albert a la hora de comer para reunirse conmigo, dispuesta a que esta vez me quede definitivamente en Belfast.
Llego al ayuntamiento justo cuando suenan las doce, después de una mañana hablando con los padres de un nuevo paciente sobre su trastorno de identidad disociativo. Xavier, un chico de trece años, muy guapo y educado, está destinado a heredar la fortuna de millones de libras de su padre, destaca en la escuela y también es campeón nacional de ajedrez. El problema es que Xavier tiene veintidós identidades diferentes, personalidades desarrolladas, normalmente, como consecuencia de algún trauma o abuso o de un desequilibrio químico. Una enfermedad muy inquietante para quienes están cerca de quien la padece. Las personalidades pueden tener distinta edad, sexo, temperamento e idioma. La coexistencia de las identidades de Xavier resulta cada vez más difícil, y algunas de ellas sufren una grave depresión. En el historial de Xavier no hay episodios de maltratos o abusos sexuales, y tampoco problemas con las drogas. Tiene unos padres que lo quieren y lo apoyan, y están destrozados al ver que su hijo está tan enfermo. Los casos como éste me recuerdan que los factores biológicos de las enfermedades mentales son fundamentales y que es necesaria la intervención médica. Evidentemente, Michael no estaría de acuerdo.
Extiendo el abrigo en el césped, me siento con las piernas cruzadas y empiezo a atacar el sushi. Diez minutos después, mi móvil suelta un pitido: un mensaje.
Perdona, cariño… ¡Reunión sorpresa con el jefe! ¿Nos vemos mañana?
¡Traeré TARTA! Fi xx
Me pongo en pie para irme cuando veo a Michael sentado en el césped, con las piernas cruzadas, al lado del monumento al Titanic. Se está comiendo una bolsa de nueces de macadamia y lleva un polo blanco en vez de su habitual jersey verde botella. Al ver que me dirijo hacia él, se levanta de un brinco.
—Doctora Molokova —dice, inclinándose para besarme en la mejilla—. Hoy Ursula ha aflojado un poco la correa, ¿verdad?
—¿Puedo sentarme contigo? —le pregunto.
Michael mira a su alrededor.
—Diría que estoy solo, ¿no? Siéntate.
Da unas palmadas en la hierba. Dudo, porque recuerdo la tensión vivida durante la reunión. Aun así, estoy ansiosa por preguntarle sobre los demonios y todo lo relacionado con el mundo sobrenatural que inspira a Alex para elaborar sus fantasías. Michael me dijo que había estado en el seminario antes de tener una crisis de fe y convertirse en asistente social. Creo que debe de haber más cosas detrás de todo eso, pero no se lo pregunto. Decido sentarme un poco más lejos del sitio que me ha indicado. El césped es muy suave y está caliente. Por un instante, la sensación de estar sentada en la hierba es tan intensa que quisiera quedarme dormida. Michael me tiende la bolsa de nueces de macadamia.
—¿Quieres una?
—¿Quieres matarme?
Agarro mi talismán y suelto una risita. Él pone los ojos en blanco.
—Ah, sí. Alergias. ¿Qué te pasaría? ¿Te llenarías de sarpullidos?
—Algo así.
Me mira fijamente, doblando ocho veces la bolsa de plástico antes de metérsela en el bolsillo.
—No, en serio. ¿Es grave?
Tomo aire, recordando de inmediato la última vez que sufrí un shock anafiláctico. Me acababa de especializar en psiquiatría infantil y presidía un simposio en Cambridge de la Asociación Británica de Psiquiatría Infantil y para Adolescentes. No había tenido ninguna reacción alérgica desde que era una adolescente, y por eso no puse mucha atención cuando llegó la hora de comer. La base de la tarta de chocolate, como admitió luego el chef, llevaba avellanas. Sólo un puñado. Sin embargo, ese delicioso trozo de tarta de chocolate bastó para provocar una reacción en tan sólo un par de minutos. Primero, esa conocida sensación en las encías, y luego en los dientes. A continuación, un vahído. Pero lo que me dio pánico fue un sabor metálico en la boca. Cuando agarré a la persona que estaba a mi lado en la mesa para decirle que llamaran a un médico, las vías respiratorias estaban tan inflamadas que apenas podía inspirar, y mucho menos hablar.
Le cuento todo esto a Michael. Cuando he terminado, abre su maletín, saca un paquete de toallitas antibacterias y se limpia las manos.
—Por si acaso —dice.
Me siento halagada por su consideración.
—Quería preguntarte por el trasfondo religioso de las descripciones de Alex —digo, con delicadeza—. ¿Tienes un minuto?
Asiente con la cabeza, posando los ojos en mi talismán.
—Dispara.
—Muy bien. He tratado a un montón de niños que afirmaban ver demonios, ángeles, lo que tú quieras, pero ninguno de ellos describió nunca el mundo espiritual con la profundidad de Alex. Sus descripciones son tan precisas que debo investigar. Tú eres católico, ¿verdad?
—En recuperación —dice Michael, guiñándome el ojo—. Eso no me convierte en ningún experto, pero veré lo que puedo hacer. Define «precisas».
—Alex me dijo que Ruen era un rastrillador.
—¿Un rastrillador? —dice Michael, frunciendo el ceño.
Le cuento el encuentro que tuve hace unos días con Alex.
—«Has dicho que Ruen es un demonio, Alex», le dije, con delicadeza. «Pero ¿qué significa eso exactamente? ¿Significa que es malo? ¿Qué trabaja para Satán?». Alex se quedó mirando fijamente un punto, junto a la ventana, inclinándose sobre él como si estuviera recibiendo instrucciones. Evidentemente, ya he visto otros casos en los que se prestaba una atención igual a un amigo imaginario, pero lo que me dejó pasmada fue lo que dijo a continuación. A ver, tiene diez años.
—¿Qué dijo?
Saco el móvil del bolsillo.
—Lo grabé —le digo a Michael, pulsando un icono en la pantalla.
Unos segundos después, la voz de Alex resulta audible a pesar del ruido del tráfico. Habla despacio, interrumpiéndose a menudo.
—El de rastrillador es un título que se concede al demonio que se encuentra más cerca de la cumbre de la jerarquía del infierno —dice Alex, haciendo una pausa para intentar pronunciar de nuevo la palabra jerarquía. Luego prosigue—: Por encima de él se encuentran Satán y sus consejeros. Mientras que muchos demonios, como las abejas obreras, son simples tentadores a los que se asigna la tarea de pescar improvisadamente ideas y sugerencias en los ríos de la flaqueza humana, esperando que alguien pique, los demonios más preparados y experimentados se encargan de convertir las tentaciones en aficiones, costumbres y pequeñas hachas que al final harán caer el árbol entero.
Hay una pausa en la grabación, mientras Alex se recupera de esa descripción tan verbosa.
—¿Y por qué un árbol? —me escucho preguntar.
Alex hace otra pausa y luego prueba con otra metáfora.
—El objetivo último de un demonio es acabar con la libertad de elección. La libertad de elección provoca un caos en el universo. Como cuando se deja de cuidar un jardín y las malas hierbas lo invaden a placer. La libertad de elección causa todos los males de este mundo. Por eso queremos acabar con ella.
—¿Queremos? —pregunto.
Recuerdo que Alex volvió a mirar el punto junto a la ventana.
—Lo siento, sólo estaba repitiendo lo que dijo Ruen. ¿Continúo?
Tomo nota de ese «queremos» y le pido que siga. Alex tose ruidosamente.
—Para nosotros, acabar con la libertad de elección es un noble propósito. Hemos ideado varios métodos para conseguirlo. La existencia de cada demonio, ya sea él o ella, está dedicada al cumplimiento de su papel, para lo que se prepara durante cientos o incluso miles de años mortales. Cada demonio que tiene un rol en el reino humano, aunque sea tan ínfimo como el de tentar o desanimar, es un científico, poseedor de milenios de conocimientos sobre la fragilidad humana. Si un demonio fracasa en su empeño, el castigo es muy severo.
Alex se interrumpe.
—Eso es un poco excesivo, ¿no? —dice Alex, dirigiéndose al punto junto a la ventana.
—¿Qué es excesivo? —le pregunto.
Alex se vuelve hacia mí.
—Si un demonio fracasa, es encadenado durante cien años en el fondo de un pozo, a un billón de kilómetros bajo la luz del sol, y luego debe volver a empezar desde cero su entrenamiento.
Asiento con la cabeza.
—A mí también me parece excesivo. —Consulto mis notas—. ¿Qué es un rastrillador?
Está claro que esa palabra es muy importante para Alex, y quiero saber todos los significados que tiene. Alex baja los ojos, como si estuviera escuchando, y luego vuelve a mirarme.
—¿Qué ocurre, Alex?
—Ruen quiere que repita lo que dice, como si fuera él quien hablara. ¿Te parece bien?
Asiento con la cabeza y miró a Alex atentamente. Parpadea un par de veces y luego empieza a hablar.
—«Soy un rastrillador. Mi trabajo consiste en entrar después de que hayan derribado las barreras, después de que se haya pasado a la acción, incluso después de que el remordimiento haya hincado sus dientes hasta el fondo de la memoria. Entonces rastrillo el alma hasta que está madura para recoger las semillas de la duda y la desesperación, para lo cual no existe léxico apropiado en ningún idioma humano. Podría dar cientos de traducciones de la palabra angustia en varias lenguas del reino humano, porque todas son distintas, y aun así, ninguna de ellas conseguiría captar su complejidad. Por eso no existe ninguna traducción para la clase de trabajo que yo hago. Nadie necesita ir al infierno para experimentarlo. Simplemente la cultivamos dentro del alma hasta que se convierte en un mundo en el interior o alrededor de un ser humano».
Alex vuelve a inspirar, relaja los hombros y deja vagar los ojos por el salón, como si estuviera aburrido.
—«Rastrillar es algo esencial a la hora de cultivar el alma para que rechace la idea de la libertad de elección. Contrariamente a la opinión popular, el alma no es como el humo o el agua: se encuentra entre lo líquido y lo metálico, como el núcleo de la Tierra. Cuando alguien la estruja, se forman surcos y se dejan huellas. El alma sólo puede quitarla Dios, eso es cierto, pero cuando se abre la puerta, cuando se despeja el camino para que yo acceda a ella, puedo moldear esa maleable sustancia y darle ilimitadas formas y abrir agujeros que conducen a la eternidad.
»Es un trabajo hecho de muchas esperas. A fin de llevarlo a cabo con eficacia, debo vigilar mientras los otros demonios realizan tareas tan complejas como analizar, tentar, sugerir, para luego desequilibrar la balanza del conocimiento humano hasta que el remordimiento y el horror allanan el camino para que yo pueda entrar. No hay ninguna alfombra roja. En esta fase estoy prácticamente solo, y no hay nadie que aplauda la tarea que hago, Sólo veo a un ser humano hundiéndose cada vez más en sí mismo, recorriendo las distancias que yo he creado con surcos y agujeros».
Cuando estoy segura de que Alex ha terminado, pulso las teclas «pausa» y «guardar» del móvil y tomo algunas notas. Llegados a este punto, no tengo nada que preguntarle. Necesito tiempo para procesar la información que acabo de obtener. Entonces, Alex dice:
—¿Puedo hacerle ahora las preguntas?
No se dirige a mí, sino al espacio vacío que hay junto a la ventana. Aun así, digo:
—¿Qué preguntas?
Alex asiente con la cabeza.
—Está bien. Aún no quiere hacértelas.
Sonrío y le doy las gracias a Alex y a Ruen por su tiempo.
—Ruen dice que ha sido un placer, señora —dice Alex.
Después de haberle hecho escuchar la grabación, Michael guarda silencio durante un buen rato. Finalmente, dice:
—Vaya, ése es un asunto muy serio.
—¿Está sacado de algún texto religioso? —le pregunto—. ¿La idea del rastrillador es parte de alguna creencia que tú conozcas?
Michael se rasca la cabeza.
—En los diez años que estudié religión, nunca me topé con la palabra rastrillador. Comprobaré si hay algún pasaje de la Biblia que haga referencia a ella, pero, hasta donde sé, la familia de Alex no es religiosa.
—No sabemos nada sobre su padre —digo—. Puede que él sí lo fuera. Y, en ese caso, la mayoría de las cosas que dice podrían ser producto de una estricta educación religiosa. —Hago una pausa para reflexionar sobre los comentarios de Alex—. ¿Qué me dices de todo eso de la libertad de elección?
—«Él se alimentará de leche cuajada y miel cuando ya sepa desechar lo malo y elegir lo bueno», Antiguo Testamento, Isaías, capítulo siete, versículo dieciséis. No, quince. El libre albedrío figura en gran parte de las creencias cristianas.
—¿Nunca investigaste sobre el padre de Alex?
Se inclina hacia delante, negando con la cabeza.
—Cindy no quiere hablar de él. Lo único que me ha dicho Alex es que murió y que fue al infierno.
—¿Al infierno? —replico, de inmediato—. ¿No al cielo?
Michael vuelve a negar con la cabeza.
—Como tú dices, fue muy preciso.
Lanzo un suspiro.
—Estas ideas religiosas, tan intelectuales, no son propias de un niño de diez años. —Cojo el teléfono y le echo una ojeada antes de metérmelo de nuevo en el bolsillo—. ¿Y qué me dices de las preguntas que, según Alex, quiere hacerme Ruin? ¿Te ha querido hacer una pregunta alguna vez?
Michael piensa en ello.
—No, creo que no. Escucha —dice. Su tono de su voz cambia, y su mirada también. Me aprieta el brazo. Yo me suelto, obedeciendo a un reflejo incontrolado, y él parece alarmado—. ¿Qué pasa? Me he limpiado las manos.
—No, no es eso.
—Entonces ¿qué es?
«Tienes cuarenta y tres años —me digo—. Eres perfectamente capaz de poner límites a una relación profesional». Aun así, me siento avergonzada cuando le cuento qué es.
—Preferiría que siguiéramos siendo colegas y punto.
Me mira como si yo hubiese perdido el juicio y siento que me arden las mejillas. Sin embargo, en el pasado había dejado que algún hombre cruzara las fronteras de la amistad y luego me quedaba mirando su cara de desilusión cuando el sentimiento no era correspondido. Prefería adelantarme a los acontecimientos para que no supusiera un obstáculo en el tratamiento de Alex.
—Pues es una pena —dice él, muy tranquilo—. No voy a la Opera House con ningún colega, pero pensaba que esta noche podríamos compartir un taxi para asistir al Hamlet de Alex.
Suspiro, aliviada.
—No me importa compartir un taxi.
Michael parece muy contento.
—Estupendo. Te recogeré a las siete, ¿de acuerdo?
Iba a decir: «No, nos vemos allí», pero él ya ha cambiado de tema: me habla de su huerto y de sus coles de Bruselas. Y añade que un día tendríamos que tomar un zumo de naranjas recién exprimidas.
Sólo cuando me pongo a buscar un vestido adecuado para ir a la Grand Opera House me doy cuenta del mucho tiempo que me ha absorbido el caso de Alex a lo largo de las últimas semanas… Mi apartamento sólo está medio amueblado y lleno de cajas aún sin abrir, lo cual significa que no tengo a mano platos, cubiertos ni sillas, y apenas unas cuantas prendas de vestir. Hasta ahora no me había dado cuenta. Rebusco en una caja con la etiqueta «ROPA» y coloco una docena de conjuntos sobre las baldosas mejicanas rojas del salón. Todos son negros, y cada uno es una variación de un mismo tema: falda hasta la rodilla o por debajo de ella. Tras haber barajado diversas posibilidades, mi mente vuelve instintivamente a Poppy. La recuerdo de pie junto a mí, en nuestro apartamento de Morningside, sacudiendo la cabeza mientras saco ropa de mi armario. A diferencia de mí, que carezco de él, Poppy tenía sentido de la elegancia antes de que fuera capaz de formar una frase entera: hurgaba en el cesto de la ropa sucia, eligiendo los colores y las telas que le gustaban para ponerse una prenda alrededor de la cabeza y la espalda, y luego me cogía unos zapatos de tacón para tambalearse sobre ellos por nuestro pequeño apartamento.
—¿Qué te parece éste? —recuerdo haberle preguntado, probándome por encima otro conjunto negro.
Ella puso los ojos en blanco, negando con la cabeza.
—Toda la ropa que tienes es negra —dijo, buscando en mi armario—. ¿Por qué no tienes nada rojo? ¿O naranja? ¿O incluso amarillo?
—¿Me quedarían bien esos colores?
Me echó una rápida ojeada.
—Tienes la piel aceitunada y el pelo y los ojos de color castaño oscuro.
—Lo tomaré como un sí.
Hurgando en el estante de los zapatos, encontró un vestido blanco.
—¡Ajá! Vamos a ver.
Examiné el vestido y vi que aún tenía colgada la etiqueta. Un diseño de Stella McCartney que había comprado siguiendo un impulso. En aquella época, mi lema era: «Si puedes vivir sin él, hazlo…, a menos que sea de Stella». Actualmente, he acotado un poco el lema. Poppy me lanzó el vestido.
—Es perfecto —dijo.
Negué con la cabeza.
—Es demasiado ceñido.
Poppy volvió a poner los ojos en blanco.
—Mamá, tú estás delgada. ¿Por qué no lo luces?
Y en el mismo instante en que sus precoces palabras resuenan en mis oídos, veo algo en el fondo de la caja, algo que ni siquiera recuerdo haber empaquetado. Algo blanco. Lo cojo, lo saco de la caja y veo la etiqueta. Es el mismo vestido. No me lo puse la noche en que ella insistió en que lo hiciera. No pegaba conmigo, dije.
Me lo quito todo menos la ropa interior y me pongo el vestido por la cabeza. Está cortado de forma muy elegante por encima de la rodilla, tiene una sola manga, un recatado escote recto que me queda justo por debajo de la clavícula y una discreta cremallera dorada en uno de los costados. El vestido me sigue quedando perfecto. Y aun así, no pega conmigo.
A las siete en punto, oigo el claxon de un coche en la calle. Cojo el maletín y mi talismán y cuando salgo a la calle veo a Michael de pie, junto a un taxi. Viste un traje azul marino y una camisa blanca recién planchada, sin corbata. Lleva el pelo peinado hacia atrás. Mantiene la puerta del coche abierta.
—Buenas noches —dice.
Me quedo callada, convencida de que he elegido mal el vestido.
—Está usted encantadora, doctora Molokova —dice, dedicándome una leve inclinación de cabeza.
Le sonrío y me meto en el asiento trasero.
Una vez en la Grand Opera House, le digo a Michael que entre y busque los asientos mientras yo trato de encontrar a algún miembro de la compañía que me lleve entre bastidores, para asegurarme de que Alex está bien. Veo la cabeza plateada de Jojo moviéndose entre el gentío que llena el vestíbulo y la llamo. Al oír su nombre, se da la vuelta y le hago un gesto con la mano.
—¿Va todo bien? —le pregunto, tras descubrir un rincón junto al hueco de la escalera—. Me refiero a Alex.
Su rostro parece crispado.
—Con Alex todo va de maravilla —dice—. Lo que ocurre es que nos falta un actor. Bueno, en realidad se trata de una niña, Katie. ¿Quién va a interpretar a Hamlet ahora? Bueno, gracias a Dios, tenemos a un suplente. Pero ¿se lo imagina? ¡La noche del estreno!
—¿Qué ha ocurrido?
Se aprieta la frente con la mano.
—La pobre ha sufrido un accidente. Se ha roto la pierna en seis partes distintas al caerse por unas escaleras. Sea como sea, nos las hemos arreglado. Pero esta noche ha venido una directora de casting de Londres, Roz Mardell. ¿Sabe quién es?
Niego con la cabeza. Chasquea la lengua, en señal de desaprobación.
—Roz está preparando el reparto para el Hamlet de Tarantino, ¿se da cuenta? —Se abanica con la mano—. Creo que Alex tiene muchas posibilidades.
—¿De veras?
Siento una repentina mezcla de entusiasmo y pavor. Entusiasmo por la oportunidad que significaría para Alex y pavor por el impacto emocional que le puede suponer.
—¿Sabe? Su tía Bev ha venido —me dice, a toda velocidad—. Está arriba, en un palco, por si quiere saludarla.
Un adolescente con una camiseta con el logo «NIÑOS CON MUCHO TALENTO» llama a Jojo con un gesto de la mano desde el otro extremo del vestíbulo.
—Será mejor que me vaya —dice—. Le sienta muy bien este vestido, por cierto.
—Gracias —respondo.
Jojo se abre camino hasta la otra punta del foyer antes de que yo suba las escaleras para acomodarme en el anfiteatro.
En el semicírculo de butacas ocupadas localizo el pelo rubio de Michael. Avanzo despacio entre bolsos y piernas hasta llegar a mi sitio, a su lado, justo cuando empiezan a apagarse las luces.
—¿Todo bien? —me susurra, inclinándose hacia mí.
Me llega su olor, un penetrante aroma a lima de la loción para después del afeitado, a turba y a nueces de macadamia, y olvido por qué me ha preguntado si todo va bien. Asiento con la cabeza y sonrío, tirando tímidamente del dobladillo de la falta del vestido para cubrirme las rodillas.
El telón se alza al son del tambor de la orquesta que hay en el foso. Una tenue niebla cubre el escenario, donde una figura que empuña un arma camina, aterrorizada.
—¿Quién anda ahí? —grita una voz de niño.
Una segunda figura cruza el escenario en dirección al niño, con una mano en la funda de pistola que lleva en la cintura. Las dos figuras chocan.
—¿Bernardo?
—¿Francisco?
—¿Qué estás haciendo aquí, en plena noche?
—Relevarte de la guardia, idiota. Es más de medianoche.
—¿En serio?
Una tercera figura cruza el escenario, un niño que al instante identifico como Alex. Vestido con ropa de camuflaje, lleva el pelo peinado a la antigua, con la raya a un lado. Calza unas botas negras y no se parece en nada al niño nervioso y tímido al que estoy tratando. Todo lo contrario: camina con porte decidido, y cuando habla, su voz es más grave, llena de autoridad. Una brisa despeja la niebla a su alrededor mientras suenan los instrumentos de cuerda de la orquesta.
—Francisco… ¿Adónde vas?
Intercambian unas breves palabras.
—Bernardo monta guardia. Buenas noches.
Otra figura aparece detrás de Alex y le golpea con fuerza en el hombro para que dé un brinco.
—¡Marcelo! —grita Alex—. ¡La próxima vez avisa!
Marcelo levanta su pistola para indicar que va armado y luego asiente en dirección a Bernardo.
—Estás más nervioso que de costumbre, Bernardo. ¿Se ha dejado ver el fantasma?
Bernardo niega con la cabeza.
—Esta noche no.
Marcelo se vuelve hacia Alex.
—Horacio dice que no se creerá lo que hemos visto hasta que no lo vea con sus propios ojos. ¿No es así, Horacio?
Alex se pasa por la cabeza la bandolera del rifle y coloca el arma sobre el follaje, junto a sus pies. Se pone cómodo, como si fuera a acostarse.
—Los fantasmas no existen, idiotas.
—Sí existen —dice Bernardo, agachándose para recoger hojas y ramitas para hacer una hoguera… o, en este caso, unas tiras de un material rojo iluminadas desde arriba y movidas por un ventilador—. Anoche lo vimos, antes de la una. Es idéntico al rey.
Marcelo también se agacha.
—Es el rey.
Por el rabillo del ojo veo que Michael se vuelve hacia mí, el rostro medio a oscuras y medio iluminado por el foco del escenario. Me dedica una sonrisa, orgulloso de Alex, que yo le devuelvo. La inquietud por Alex que sentía antes de que empezase la función (es su primera aparición en público, y en un momento en que su vida familiar es muy agitada) está empezando a desvanecerse, y cuando del foso se eleva una lenta melodía al piano, un sonido muy familiar invade mi mente. Es la canción de Poppy, la que estaba componiendo la noche que murió. Se me seca la boca. Lo que está ocurriendo en el escenario pasa a un segundo plano mientras en mi imaginación veo el rostro de Poppy.
Sin embargo, en vez de recordarla a mi lado, dándome clases de moda y riéndose de mi decisión de ponerme ese top con esos zapatos, siento profundamente su ausencia.
—¡Ahí está! —oigo gritar a Alex—. ¡Un fantasma! ¡Oh, me llena de pavor y asombro!
Mis pensamientos penetran en un territorio cercado con un alambre de púas, con guardias armados que, dispuestos en varios puntos, mantienen a distancia a los intrusos. Los ignoro, cruzo la zona de mis recuerdos de Poppy hasta llegar al día que descubrí que estaba embarazada. Al padre de Poppy lo había conocido en la facultad de medicina: Daniel Shearsman, un investigador norteamericano que estaba pasando un semestre en el University College de Londres. Nunca tuvimos una relación, si exceptuamos un memorable fin de semana que pasamos en Suiza y que empezó en el vestíbulo de un destartalado centro de convenciones donde se celebraba un congreso para posgraduados y terminó en un hotel de estilo minimalista con vistas al lago de Ginebra. Daniel nunca supo de la existencia de Poppy. Cuando me enteré de que estaba en estado, iba ya por la undécima semana, y me lo guardé para mí, como si se tratara de un secreto inconfesable.
—Este fantasma… —grita Alex en el escenario, con voz temblorosa—. Este fantasma es una profecía. Una señal de que algo va mal en nuestra nación. Algo le preocupa.
Paso por delante de los guardias, recordando, con un leve estupor, los meses que, durante mi embarazo, dormí en colchones que me prestaron mis amigos, por miedo a que mi madre, durante un brote psicótico, le hiciera daño al bebé; luego en el parto: la suave carita de Poppy que me mostró una enfermera, con los ojos cerrados, como si le molestara la luz del sol. Luego, me acuerdo de cuando la llevé a casa, a mi nuevo apartamento de estudiante, donde dormíamos todas las noches acurrucadas en una cama muy pequeña, junto a una ventana; y de Edith, una vieja y excéntrica solterona que vivía en el piso de abajo, que todos los días barría las escaleras del edificio y se ofreció para cuidar de Poppy mientras yo acababa los estudios; recuerdo el primer día que me di cuenta de que a Poppy le ocurría algo. Bueno, de que era diferente. Fue el día que Edith me dijo que ya no podía seguir cuidando de ella.
—¿Por qué? —le pregunté.
Siempre que la bajaba a su apartamento, los ojos castaños de Edith se iluminaban, pero desde hacía un tiempo, su expresión, cuando me abría la puerta, parecía preocupada, como si dudara a la hora de hacerse cargo de mi hija. Al oír mi pregunta, Edith bajó la mirada, buscando las palabras.
—Mató a uno de mis peces —dijo Edith, tartamudeando y parpadeando, para reprimir unas lágrimas de incredulidad.
Pensé en la enorme pecera con peces tropicales que Edith tenía en su pequeño salón, lleno de motitas azules y largas espirales de color púrpura que parecían lazos, aunque Edith, orgullosamente, me había dicho que eran bettas, unos peces japoneses.
—Lo lanzó fuera de la pecera, como un gato —continuó Edith, con labios temblorosos—. Lo vi boqueando en el aparador.
—Lo siento muchísimo —dije, horrorizada.
Me volví hacia Poppy, que estaba de pie a mi lado. Estaba tan aburrida que se había puesto a bailar y tiraba de mi brazo para que nos fuéramos. Me agaché y la agarré por su pequeño mentón, volviendo su rostro hacia mí. Vi la cara de Daniel en la suya: la frente ancha, el negro pelo rizado cayendo sobre sus hombros.
——Poppy, dile a Edith que lo sientes mucho y que le compraremos otro pez.
Poppy puso los ojos en blanco, desvió la mirada y siguió bailando y saltando. Edith me miró, negando con la cabeza.
—Hay más cosas —dijo—. Son tonterías, pero muy extrañas…
Echó una ojeada a Poppy, como si fuera algo impuro.
—Sólo tiene tres años —razoné, apartando a Poppy de las piernas de Edith.
Fingía estar arañándola, gruñendo y riéndose.
—Lo siento.
Edith se adentró en la oscuridad de su pasillo, cerrándome la puerta para siempre. Ahora recuerdo que Poppy nunca se disculpó.
—Haber llegado a esto…
Observo a Alex en el escenario y veo que ha conseguido estar de cara al público mientras habla con sus compañeros, pronunciando sus diálogos con claridad y precisión. Echo un vistazo al dobladillo del vestido, ajustado a mis rodillas, y me doy cuenta de que por fin, cumplidos los cuarenta, llevo una vida normal. Una vida en la que no debo encontrar excusas para el comportamiento de Poppy. Una vida en la que no debo disculparme con los padres de un compañero de clase de Poppy porque ella le ha pegado, ni rogar a un montón de médicos de familia que busquen un tratamiento adecuado, ni rechazar a un potencial amante tras otro porque mi hija necesitaba una estabilidad que una relación perjudicaría. Una vida sin Poppy.
Y, aunque me horroriza la idea, una parte de mí se siente aliviada.
Cuando termina la primera escena, una salva de aplausos me sobresalta, rescatándome del pasado y devolviéndome al presente. Doy un pequeño respingo y levanto las manos, como si acabara de aterrizar en mi butaca. Michael se vuelve hacia mí.
—¿Estás bien?
El escenario se queda vacío y la orquesta vuelve a tocar mientras el cortejo nupcial de Claudio y Gertrudis empieza a desfilar. Me pongo de pie.
—Creo que sólo necesito tomar un poco de aire fresco.
Trato de llegar hasta la salida, avanzando entre bolsos y piernas, y cruzo las puertas que conducen a las escaleras. Bajo los peldaños de dos en dos hasta el vestíbulo. Ignoro al personal que me pregunta si quiero comprar chucherías o souvenirs y me abro paso entre las personas que guardan cola ante la taquilla. Una vez en la calle, me quito los zapatos y siento un gran alivio al disfrutar del contacto frío y húmedo del asfalto y de la indiferencia del intenso y ruidoso tráfico. Me alejo un poco de la entrada y apoyo la cabeza contra la fría pared.
—¿Anya?
Me doy la vuelta y veo a Michael en la entrada, con su traje azul marino ondeando al viento. Se dirige sigilosamente hacia mí.
—¿Seguro que estás bien?
La preocupación ha llenado su cara de arrugas. Desvío la mirada, ansiosa porque se vaya. No me apetece tener que dar explicaciones, y mentir me pone nerviosa. Cruzo los brazos.
—Estoy bien —digo, volviéndome hacia él y forzando una sonrisa—. Sólo tenía un poco de calor, eso es todo.
Él asiente con la cabeza, aunque su expresión preocupada sigue ahí. Tendría que haber pillado la indirecta y volver a entrar, pero no lo hace.
—Alex está genial, ¿verdad?
Sonríe, tratándose de agarrar a la esperanza de seguir hablando. Intento igualar su entusiasmo, pero antes de que pueda decir nada siento un nudo en la garganta y mis ojos se llenan de lágrimas. Levanto una mano, avergonzada.
—No pasa nada —murmuro—. De verdad. Vuelve a entrar; te estás perdiendo la función.
Me quedo mirando el tráfico, aliviada al sentir el aire fresco que sopla cuando pasan los coches, mientras las luces de la Opera House bailan, reflejadas en las relucientes carrocerías. Michael sigue aquí, con las manos en la cintura, observándome. Veo las arrugas que tiene bajo los ojos, y la leve pelusa gris que cubre su mandíbula. Estoy a punto de decirle «por favor», pero él se acerca. Lo miro, asustada por el dolor que veo en sus ojos. Sin decir una palabra, me acaricia la mejilla. Su pulgar, delicada y deliberadamente, se posa en la cicatriz que me hizo Poppy. Busco su mirada, preguntándome qué es lo que está haciendo. Es como si se hubiera aventurado a cruzar el límite que yo había trazado entre nuestra relación profesional y una posible relación sentimental. No intenta besarme, no dice nada. Sólo deja su mano ahí, con esa intensa mirada que enciende la mía.
Al cabo de unos instantes, baja la mano y vuelve a entrar.