EL MAYOR SUEÑO DE MI VIDA
Alex
Querido diario:
Un sándwich entra en un bar y dice:
—Una pinta de Guinness, amigo.
Y el camarero le contesta:
—Lo siento, aquí no servimos comida.
Debo darme prisa en escribir, porque tengo ensayo general con vestuario de Hamlet, y Jojo se enfada muchísimo con la gente que llega tarde. Últimamente han pasado cosas buenas y cosas malas. Las buenas son tan buenas que no estoy muy seguro de que las malas puedan considerarse malas, porque han perdido importancia. La primera cosa buena es que vino Anya y me dijo que podía ver a mamá. Pensé que pasaría un tiempo hasta que pudiera verla, porque según tía Bev aún está recuperando fuerzas. Pero cuando la vi, no podía creer lo mucho que había mejorado. Se había lavado el pelo y sus cabellos no parecían unos espaguetis que llevaran una semana en la nevera, sino que los tenía suaves y lustrosos. Sus mejillas eran de color rosado y no tenía ojeras. Llevaba una camiseta blanca muy larga que le ocultaba casi por completo las marcas de los brazos. Eso me puso muy contento.
—¡Alex! —exclamó mamá cuando entré. Su voz sonaba normal y me abrazó tan fuerte que empecé a toser—. ¿Cómo estás?
Luego, antes de que pudiera contarle que tía Bev había tirado todas las cebollas y hablarle de la obra y de lo que mucho que me gustaría que asistiera, dijo:
—¿Sabes? Me ha ocurrido algo muy extraño. Anoche soñé con la abuela y me dijo que tenía que darte un abrazo muy fuerte.
—¿También te dijo que me rompieras las costillas? —le contesté, frotándome la parte del costado que me había apretado.
Ella se echó a reír, pero yo hablaba muy en serio. Anya dijo que esperaría fuera. Mamá asintió con la cabeza, y cuando Anya se fue, me preguntó si me estaba haciendo preguntas que me molestaban. Pensé en Ruen, pero no quería decir nada que la preocupara.
—Y a ti, ¿te ha preguntado Anya algo que te haya molestado? —le dije.
—No. Pero mi terapeuta no para hacerme de preguntas sobre mi infancia. Siempre quiere que le hable de mi muñeca favorita. —Chasqueó la lengua y luego habló con una voz rara, como si estuviera imitando a alguien—. ¿Por qué la llamaste Fea? ¿Por qué la vestías de negro? ¿Por qué la ponías boca abajo cuando entraba tu padre adoptivo?
—¿Por qué ponías la muñeca boca abajo cuando entraba tu padre adoptivo?
Me miró, extrañada.
—Lo siento, Alex —dijo, bajando la mirada—. No debería haber dicho eso. A veces me olvido de que eres un niño, ¿sabes? Dime, ¿cómo estás?
Me encogí de hombros.
—¿Cuándo volverás a casa?
Se mordió el labio y se mesó el pelo. Las raíces volvían a teñirse de negro. Iba a decirle que si volvía a casa podría ayudarla a ponerse aquel potingue de color azul, pero ella dijo:
—No lo sé.
—Guau te echa de menos.
—¿Guau me echa de menos?
Asentí con la cabeza. Se inclinó hacia delante y me miró de cerca. Me toqué la cara por si tenía alguna mancha o algo parecido.
—Hijo, tú nunca… te has hecho daño a propósito, ¿verdad? —me preguntó.
Sentí que me ardían las mejillas.
—Me preguntaba si yo… Bueno, tú no eres como yo, ¿verdad? Tú eres Alejandro Magno, ¿no?
Justo en aquel momento escuché una voz en mi cabeza que pronunciaba las palabras «Alejandro Magno», y pude ver el salón de casa, pero desde el techo. Durante un segundo recordé a mi padre gritando: «¡Alejandro Magno!». Me llevaba sobre sus hombros y no paraba de saltar. De pronto, el recuerdo se desvaneció.
Mamá iba a decirme algo, pero entonces una enfermera llamó a la puerta y entró en la habitación.
—Siento interrumpir —dijo, aunque no parecía sentirlo—. Trudy piensa que hoy debería salir a pasear, Cindy. Quizás podría llevar a Alex al invernadero y enseñarle lo que hizo con el horticultor.
Mamá asintió con la cabeza.
—Vale, vale. Vamos, Alex, déjame que te enseñe lo que se puede hacer con una taza de váter.
Después de eso, no vi a Ruen en todo el día. Recordé que me había comentado que Anya iba a decirme por la tarde que nos mudaríamos de casa, pero no lo hizo y yo pensé: «La próxima vez que lo vea voy a decirle bien claro que no quiero que seamos amigos». Sin embargo, no apareció, y fue genial, porque por la tarde, cuando volví a casa, Guau me lamió la cara y aulló como si me hubiese echado realmente de menos, y durmió en mi cama toda la noche.
Anya no vino a verme por la tarde, pero sí lo hizo esta mañana, porque es sábado. Ella no dejaba de sonreír. Le pregunté qué pasaba y me dijo que me sentara, y eso hice. Entonces empezó a sacar un montón de cosas de su maletín y las colocó encima de la mesa.
—Esta —dijo— es vuestra nueva casa.
No podía creerlo. La observé mientras extendía varias fotografías y dibujos de nuestra nueva casa ante mis ojos. Entonces entró tía Bev y empezó a hacer todas las preguntas que yo quería hacer pero no podía, como: «¿Lo sabe Cindy?». «¿Cómo lo ha conseguido?». «¿Dónde está la casa?». «¿Cuándo podrán trasladarse?». «¿No es una broma, verdad?».
Anya no paraba de retorcerse las manos y de dar saltitos, como si ella también fuera a mudarse. Creo que estaba muy contenta, aunque no sabía que ése era el Mayor Sueño de Mi Vida. Tía Bev decía cosas como: «Bueno, demos las gracias por esto al elefante que está en el cielo, porque esta casa se está cayendo a pedazos», y «¿Es una vivienda municipal? ¡Es impresionante!».
—Y aún hay más —dijo Anya—. Si en algunas de las fotos parece que las habitaciones no están terminadas es porque es una casa sin estrenar.
—¿Sin estrenar? —pregunté, tratando de recordar cuál había sido la última vez que había estrenado algo.
—Incluso podréis escoger el papel de las paredes —dijo Anya, ensanchando su sonrisa—. Y el equipamiento de la cocina. La puerta de entrada puede ser del color que más os guste. El ayuntamiento quiere que los inquilinos sean dueños de su casa.
—¿Qué? —dije, porque eso no tenía sentido.
Anya se echó a reír. Era un sonido ligero, como de una campanilla, y me eché a reír, aunque no tenía nada de divertido. Se volvió hacia tía Bev, que estaba sonriendo, y no paraba de cruzar y descruzar los brazos, como si no supera qué hacer con ellos.
—Han decidido que la calle se llamará Paz —le dijo Anya a tía Bev.
Por alguna razón, a ambas les pareció muy gracioso, y se estuvieron riendo un buen rato. Al parecer, los políticos mandaron derribar una de esas viejas calles donde se solían levantar barricadas y organizar manifestaciones, de modo que lo echaron todo abajo y contrataron a un poeta para que rebautizara todas las calles nuevas y escribiera un poema que se grabaría en una pared, en lugar de un mural con hombres armados.
—¿Qué poema? —preguntó tía Bev.
—Se titula «Belfast Confetti», y su autor es Ciaran Carson —explicó Anya.
Sacó una hoja de su maletín y empezó a leer en voz alta.
De pronto, mientras avanzaba el comando antidisturbios, llovían signos de exclamación, Tuercas, tornillos, clavos, llaves de coche. Una fuente de signos rotos. Y la explosión. Un asterisco en el mapa. Esta línea separada por guiones, una ráfaga de fuego cruzado… Trataba de terminar mentalmente una frase, pero seguía tartamudeando, Todos los callejones y calles secundarias estaban bloqueados con puntos y comas. Conozco este laberinto tan bien… Las calles Balaclava, Raglan, Inkerman, Odessa… ¿Por qué no puedo escapar? Cada movimiento está puntuado. La calle Crimea, otra vez sin salida. Armas, escudos Kremlin-2. Máscaras antidisturbios. Walkie-talkies. ¿Cómo me llamo? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? Una descarga de signos de interrogación.
Anya dejó la hoja sobre la mesa.
—Lo están grabando con letras de casi un metro de altura.
Me quedé mirando las fotografías durante un siglo, mientras tía Bev y Anya charlaban. La fachada de la casa era muy grande; no tenía casas adosadas, y había un jardín. La cocina era amplia, y sabía que eso iba a gustar a mamá. Delante había un camino de entrada, por si teníamos coche y no queríamos dejarlo en la calle, para evitar que alguien nos reventara las ruedas. Pensé en lo que supondría tener coche y en todos los sitios a los que podríamos ir, como la bahía de Helen, Portrush y la Calzada de los Gigantes. Mi cabeza se llenó con tantas ideas y deseos que acabé con jaqueca.
—Bueno, Alex —dijo Anya finalmente—. ¿Qué piensas?
No contesté, pero no porque no estuviera pensando nada, sino porque estaba pensando demasiado, y creía que si abría la boca, las palabras explotarían hacia fuera, como una de esas cajas del cotillón de Nochevieja.
—No pareces muy entusiasmado —dijo tía Bev.
Vi que Anya extendía el brazo para tocarla, como para advertirle que no debía haber dicho eso.
—Gracias —dije, dirigiéndome a Anya.
A continuación, me hizo un montón de preguntas acerca de Ruen, los demonios y sobre si yo podía ver ángeles.
—Hay demonios por todas partes —dije.
—¿Están aquí ahora? —me preguntó ella.
Parecía muy nerviosa. Miré al hombre gordo que volvía a estar suspendido sobre su cabeza. A veces sólo podía ver una parte de su cuerpo, como un pie o su barriga, con ese ombligo en el que probablemente podría meter mi cabeza. Tenía los ojos negros, y cuando me sonreía, también podía ver sus dientes.
—¿Alex?
Lo señalé con el dedo, porque en ese momento podía verlo entero.
—Está gordo —dije.
—¿Quién es?
—Tu demonio.
Parecía perpleja.
—¿Yo tengo un demonio?
Extendió los brazos, como si acabara de echar una larga siesta. La manta que le tapaba la pilila se deslizó. Desvié la mirada.
—¿Podrías decirme cómo se llama? —preguntó Anya.
Volví a mirarlo, pero estaba desapareciendo.
Me encogí de hombros. Entonces Anya me preguntó qué aspecto tenían los demonios y por qué creía yo que podía verlos, pero estaba aún tan entusiasmado por lo de la casa que ni siquiera recuerdo qué le respondí. Era como si en mi imaginación se proyectara una película sobre la casa y pudiera ver claramente todas las habitaciones, que eran muy bonitas, preciosas. Luego me preguntó algo absurdo y, de repente, la proyección de la película se interrumpió y volví de nuevo al salón.
—Alex, ¿has sido alguna vez testigo de un ataque terrorista?
Le pregunté qué quería decir.
—Una amenaza de bomba o un tiroteo. ¿Has resultado herido alguna vez en un disturbio?
Reflexioné sobre ello. El primer marido de la abuela murió a causa de la explosión de una bomba y el año pasado alguien prendió fuego a un coche y lo empujó por nuestra calle.
Anya asintió con la cabeza y tomó notas.
—¿Y un policía, Alex? ¿Has visto alguna vez a un policía que resultara herido?
Sentí náuseas y negué con la cabeza. Ella me miró muy de cerca.
—¿Estás seguro?
Vi el rostro del policía en mi imaginación, torciendo la boca en una mueca extraña, mientras su cabeza se inclinaba ante mí. Iba a decir algo, pero mis manos se cerraron y supe que decir algo era un error, un error, un error.
—Respira hondo —dijo Anya.
Cuando abrí los ojos, mis brazos rodeaban mi cuerpo con mucha fuerza. Cuando volví a la normalidad, le dije:
—En televisión vi gente que asistía al funeral de un policía. Estaban llorando.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Sentiste pena por esa gente?
Me eché a llorar. Anya extendió la mano y me tocó el brazo.
—No pasa nada —dijo—. ¿Viste lo que le había ocurrido al policía? ¿Le hirieron?
Asentí con la cabeza y me froté los ojos.
—Alex, ¿tu padre era policía?
—Ahora me gustaría ir a acostarme —dije.
—¿Viste algo en televisión, Alex? ¿Algo sobre un policía?
Su voz empezaba a sonar muy lejana. Me levanté y me dio la sensación de que mis pies estaban hechos de cubitos de hielo fundiéndose.
—Hablaremos luego —dijo Anya mientras yo ya me iba, esperando que hubiera olvidado todas las preguntas que me había hecho.
No dije nada y subí a mi habitación. Por algún motivo, sabía que Ruen estaría allí. En cuanto abrí la puerta, Guau fue corriendo hacia mí, ladrando, y luego se escondió detrás de mis piernas y gimoteó. Me incliné, le acaricié la cabeza y vi que estaba temblando. Me incorporé y entré en mi habitación.
—Hola, Ruen —dije.
Era el Niño Fantasma y, como de costumbre, estaba sentado en la silla que hay junto al armario, con los brazos cruzados, como si estuviera enfurruñado. Sonreí. A decir verdad, le había echado de menos y me moría por contarle las novedades, aunque él ya estaba al corriente de ellas.
Me senté en la cama y le hizo un gesto a Guau para que pasara, pero se quedó en el umbral de la puerta, mirando a Ruen y gruñendo. Al final, lanzando un gemido, se fue escaleras abajo. Pensé en las fotos que Anya me había enseñado y miré a Ruen.
—Tengo algo que decirte.
Él alzó la mirada. En realidad, parecía un poco nervioso, como si pensara que iba a decirle que se fuera. El nudo que Anya me había provocado en el estómago se fue deshaciendo y le sonreí.
—Quiero darte las gracias —susurré.
—¿Quieres darme las gracias?
—Sí.
Entonces me puse en pie, sintiéndome mejor a cada minuto que pasaba. Unos momentos después estaba dando brincos, pensando en nuestra casa.
—¡Gracias, gracias, gracias! ¡La casa es fantásticamente fantástica! ¿Cómo lo has hecho? ¿Dónde la has encontrado?
Aunque abrió mucho la boca, no dijo nada. Yo dejé de saltar y me eché a llorar otra vez. Ruen parecía muy confuso. Me senté en el suelo y me cubrí la cara con las manos. Mi cabeza parecía estar a punto de estallar.
—¡Lo siento! ¡Lo siento mucho! —dije—. No quería ser desagradecido ni tratarte mal. Yo sólo…
Mi corazón, que hacía unos momentos era como un periódico viejo y arrugado, empezó a llenarse de calor, como si alguien lo abrazara. Cuando levanté los ojos, Ruen había desaparecido.
—¿Ruen?
En la habitación sólo estaba yo, pero de pronto pareció llenarse de luz, como si el sol hubiese entrado en ella, y olía a fresas. No sabía qué estaba ocurriendo. Sólo me sentía feliz. Y, por alguna razón, pensé en la abuela, y eso me hizo llorar de nuevo, porque hacía siglos que no me acordaba de ella. La abuela también se pondría muy contenta si supiera que mamá y yo íbamos a ir a vivir en una casa nueva. Cuando ella murió, yo era muy, muy pequeño, pero recuerdo que le suplicaba a mamá que se mudara a su casa, porque no le gustaba pensar que estábamos solos. También solía gritarles a nuestros vecinos, pero ellos ni siquiera le devolvían los gritos, porque tenían mucho miedo de ella.
Debí de quedarme dormido, porque de golpe vi que estaba tumbado en la cama, bajo las mantas, y ya estaba oscuro. Eché un vistazo a la silla y vi que Ruen estaba sentado en ella.
—¿Adónde has ido? —le pregunté, pero él no me contestó.
Me levanté de la cama. Entonces volví a ver mentalmente todas las fotografías de la casa y sonreí de nuevo.
—Ruen, no encuentro palabras para darte las gracias por esto.
—¿De veras?
Negué con la cabeza.
—En todos los diccionarios del mundo no hay palabras para expresar lo agradecido que estoy. ¡De hecho, estoy más agradecido que un campo cubierto de queso rallado!
Me miró mientras seguía hablando de zanahorias gratinadas, enormes salchichas y Alejandro el Agradecido. No me mostraba su sonrisa de «Alex es estúpido», pero me daba igual.
—¿Qué tal si me demuestras lo agradecido que estás? —dijo.
Dejé de reírme.
—Vale Estoy así de agradecido —dije, extendiendo los brazos—. No, así. —Salí corriendo hacia el otro lado de la habitación, golpeé la pared y luego volví de nuevo al otro lado y di otro golpe—. Un billón de veces.
Ruen se puso en pie.
—¿Puedo sugerirte algo?
Asentí con la cabeza. Él miró a su alrededor.
—Coge lápiz y papel.
Busqué los cuadernos de dibujo en el armario y al final encontré uno debajo de la almohada. Guau había mordisqueado el lápiz que cogí, pero unos minutos después encontré un rotulador en el cajón de los calcetines.
—Ya está.
Ruen volvió a sentarse y formó un triángulo con los dedos, algo que siempre hace cuando está muy pensativo.
—Me gustaría que escribieras las siguientes preguntas y, cuando yo te lo diga, que se las hicieras a Anya.
—Vale —dije.
Y Ruen empezó a dictar.