NIEBLAS DE LA MENTE
Anya
Ayer fui a ver a Cindy para hacerle unas cuantas preguntas sobre la vida familiar de Alex y sobre su padre. Normalmente, un padre es la primera visita obligada cuando se trata de detectar alguna anomalía (comportamiento retraído, cualquier síntoma de que un niño oiga voces o tenga alucinaciones, un repentino alejamiento de la escuela y los amigos), pero, por desgracia, la depresión de Cindy, ha creado un velo que oculta cualquier problema que no la afecte a ella directamente. Un historial de abusos, ya fuera mientras era una niña o ya una adulta, ha sido agravado por su fracasada relación con el padre de Alex. Desde entonces, los repetidos intentos de suicidio han sido su forma de enfrentarse al problema. Sus «pulseras», como ella las llama, o las numerosas marcas blancas en sus muñecas, producto de sus episodios de autolesiones, no son fáciles de ocultar. Ella cree que Alex está en tratamiento para afrontar sus intentos de suicidio, lo cual, en parte, es cierto.
En cuanto al tratamiento de Cindy, me alegra saber que está a cargo de la doctora Trudy Messenger, una de las psiquiatras con más experiencia y, me atrevería a decir, más simpáticas de todo el Reino Unido. Es famosa por conseguir que sus pacientes se sientan como seres humanos después de una primera visita. Tras años considerándose a sí mismos unos marginados, rechazados y vilipendiados por un montón de gente que no entendía su enfermedad mental, esos pacientes experimentan una especie de regreso al hogar en la consulta de Trudy. Ha conseguido que Cindy esté ocupada todos los días con una serie de actividades, la mayoría de ellas artísticas y artesanales, y cuando llego, está terminando un precioso bordado de un perrito blanco.
—Es para Alex —me dice, con una tímida sonrisa—. Es Guau. Quiere muchísimo a ese perro. Esos dos son uña y carne. Sé que a los niños no les gustan los bordados, pero puede que esta vez haga una excepción.
Dedico unos minutos a hablar de las instalaciones del hospital antes de comentarle con delicadeza que estoy preocupada por la salud mental de Alex. Ella parece desconcertada.
—Alex ya ha visto a varios terapeutas —dice—. Pero nunca se han mostrado realmente preocupados por él. Y también ha hablado con Michael. Y tampoco puede esperarse que un niño que vive en el barrio donde vive esté siempre más feliz que unas pascuas. Eso es culpa mía.
—No creo que Alex esté deprimido —digo.
—Entonces ¿a qué se refiere?
Le digo que estoy estudiando otras posibilidades. La tranquilizo, diciéndole que soy optimista y que pienso que puede curarse, pero que quiero asegurarme de que recibe la atención adecuada.
—Me gustaría que me hablara del padre de Alex —digo, en voz baja, recordando de pronto la charla con Karen Holland y los dibujos de Alex esparcidos por su mesa.
Su rostro se ensombrece.
—¿Por qué quiere que le hable del padre de Alex?
Mi tono de voz es dulce.
—La relación de un niño con su padre es importante para forjar su identidad y encontrar su lugar en el mundo.
Cindy suelta el hilo y la aguja y cruza sus delgados brazos con fuerza.
—Nunca le he dicho a nadie quién es el verdadero padre de Alex. Bueno, excepto a mi madre.
—No quiero un nombre —digo, con mucha delicadeza—. ¿Diría usted que era un buen padre?
Mira por la ventana. Con una mano se aprieta la muñeca de la otra, dibujando un círculo a su alrededor con el índice y el pulgar.
—Visitaba a Alex de vez en cuando. Puede que algunos días al mes. A veces se quedaba con nosotros una semana. Luego no lo veíamos en dos meses. —Alza los ojos—. Le puse Alex por él.
Asiento con la cabeza.
—¿Abusó alguna vez de Alex?
Parece indignada.
—No, jamás. No se puso a dar saltos de alegría cuando le dije que estaba embarazada, pero se ocupó de nosotros. Ése fue el motivo de que…
Se interrumpe.
—¿El motivo de qué? —le pregunto.
Inspira.
—A veces se llevaba a Alex a jugar a ping-pong; decía que era bueno para sus reflejos. Se preocupaba por esas cosas. Le compraba coches de juguete. Alex los odiaba.
—¿Cuándo dejó Alex de verlo?
Levanta una mano para taparse los ojos y baja la cabeza. Tengo que ir despacio.
—Si me permite la pregunta, ¿cuáles eran las circunstancias cuando desapareció de la vida de Alex?
Ella niega con la cabeza, apretándose la frente con la mano. Me pongo en cuclillas a su lado.
—Cindy —le digo, rozando ligeramente su mano—. Le prometo que le hago todas estas preguntas para poder ayudar a Alex.
Baja la mano y me mira fijamente con unos ojos llenos de rabia, ardientes.
—Usted cree que está chiflado.
—No —la tranquilizo—. Pero me ha dicho que ve ciertas cosas que, aparentemente, podrían hacerle daño.
Cindy abre unos ojos como platos.
—¿Alguien le está haciendo daño? ¿Es alguien de la compañía de teatro?
Niego con la cabeza.
—Alex afirma que tiene un amigo llamado Ruin. Estos últimos días, durante nuestras sesiones, Alex se ha puesto bastante agresivo, y dice que Ruin está enfadado. ¿Ha visto alguna vez si tenía marcas en el cuerpo, heridas de origen inexplicable?
Cindy entorna los ojos.
—Yo no lo he maltratado, si es lo que está insinuando.
—Creo que es posible que sea Alex quien le hace daño a Alex —digo, en voz baja.
Ella escruta mi rostro con expresión dolida y confundida.
—¿Por qué dice eso? ¿Por qué dice que se hace daño a sí mismo?
Dudo, confusa por el hecho de que ella, cuyos brazos muestran cientos de cicatrices, resultado de sus autolesiones, no conciba que Alex pueda hacer lo mismo. Y, como si supiera lo que estoy pensando, se agarra el antebrazo con una mano; a la luz de sol, sus cicatrices parecen ríos plateados.
—¿Y si estuviera diciendo la verdad? —dice, con el labio tembloroso—. Alex nunca haría eso, ¿verdad? Tiene mucho talento, y es mucho más listo y valiente que yo. —Me mira a los ojos—. Él no haría algo así.
—Si Alex la ha visto a usted autolesionándose, es posible que él también lo haya hecho.
Mis palabras retumban en la habitación. Cindy arruga la cara y deja escapar un largo sollozo inarticulado. Tardo unos instantes en comprender por qué está llorando: hasta ahora, nunca se había planteado el impacto que sus problemas podían tener en su hijo.
Me levanto para ir a buscar una caja de pañuelos. Cindy coge uno con una mano temblorosa y se seca los ojos.
—Quiero verlo.
Alex fue al hospital esa misma tarde. Le pregunté a Cindy si le parecía bien que yo también estuviera presente durante la visita. Esperaba que me preguntara por qué, pero parecía que mi comentario sobre las supuestas autolesiones de Alex la hubiera noqueado. Quería asegurarme de poder conseguir la información que necesitaba para responder a estas apremiantes preguntas: ¿hay alguna relación entre Ruin y Cindy? ¿O entre Ruin y el padre de Alex? Las alucinaciones de Alex, o, mejor dicho, su enfermedad, ¿tiene su origen en algún hecho del pasado?
La unidad psiquiátrica para adultos está en las mismas instalaciones que el Hogar MacNeice. Está rodeada por una extensa zona verde con pequeños parterres de flores y aislada del mundo exterior por unos abetos muy altos y varios invernaderos con plantas y hortalizas que cultivan los propios pacientes. Una de las enfermeras sugirió que Alex y Cindy dieran un paseo, y que yo me ocupara de la supervisión médica necesaria, de modo que me llevé tres abrigos y un paraguas, por si los nubarrones que cubrían el cielo decidían soltar un chaparrón, y salimos. Cindy quería enseñarle a Alex los resultados de su actividad en el taller de horticultura, de modo que nos dirigimos hacia los invernaderos.
Dejé que Alex y Cindy caminaran unos pasos por delante de mí, y vi que él la llevaba cogida del brazo. Entre ambos existía un cariño mutuo, y también se les veía contentos: en varias ocasiones, Alex hizo reír a Cindy, apretándole la cintura para conseguir que su risita se convirtiera en una carcajada, a lo que ella respondía dándole un golpecito en la cabeza, asegurándose de que no fuera muy fuerte. Eran casi de la misma altura, aunque, al lado de Alex, la figura de Cindy parecía la de un pajarito: los huesos de los tobillos y de las muñecas sobresalían de sus piernas y sus brazos como sendos botones blancos. Me fijé en que tenían la misma forma de andar.
Llegamos a uno de los invernaderos, en cuyo interior había un montón de tomateras y cestos colgados llenos de exuberantes lobelias. Fuera, Alex y Cindy se sentaron en torno a una taza de váter que alguien había llenado con narcisos de un vivo color amarillo. Cindy me hizo un gesto con la mano para que me uniera a ellos.
—He ganado un premio —me dijo, con expresión radiante—. El primero en toda mi vida.
—¿De dónde has sacado el váter, mamá? —preguntó Alex, inspeccionando la parte trasera, rota, y visiblemente perplejo al ver lo incongruente que resultaba al lado del resto de las macetas.
—No te preocupes por eso, Alex —repuso Cindy, mirándome de nuevo. Me di cuenta de que estaba ansiosa por compartir su éxito—. Usted es inteligente, ¿verdad? —me dijo—. ¿No adivina lo que pretendía hacer?
Examiné la caótica disposición de los narcisos, aunque sus trompetas daban a entender que estaban sanos y que cuidaban de ellos. Buena señal. También vi que Cindy había pintado la palabra ESPERANZA en el borde de la taza.
—Bueno, eso es una declaración de intenciones, ¿no? —dije, guiñándole el ojo a Alex—. Aun cuando hayamos tocado fondo, podemos crear algo bonito.
Cindy me dedicó un breve aplauso.
—¿Lo ves, Alex? Ya te dije que era inteligente. Los narcisos significan esperanza. Pensé que plantarlos en una taza de váter sería poético o algo así. Además, querían tirarla y pensé que sería una pena.
Alex parecía disgustado.
—Pero es un váter, mamá. Es asqueroso.
Mientras volvíamos al pabellón, Cindy rodeó los hombros de Alex con el brazo y apoyó la mejilla en su cabeza, y él la agarró con fuerza por la cintura. Ambos caminaban tan despacio que tuve que pararme y fingir que me quitaba una piedra del zapato.
Cuando a lo lejos apareció la entrada del pabellón, pensé que iba a llover. En pocos segundos, el cielo, hasta entonces de un azul oscuro, se volvió de un color gris pizarra, y el viento empezó a soplar tan fuerte que las florecillas blancas que había cogido salieron volando, como si alguien me hubiese golpeado las manos. Estaba a punto de gritarles a Cindy y Alex que sería mejor que entráramos, pero entonces observé algo muy extraño. Los dos habían desaparecido, y la entrada de la unidad psiquiátrica para adultos ya no se veía, y tampoco los árboles y los invernaderos. Ni siquiera se veía la hierba que crecía a mis pies. Por unos instantes me quedé allí, en silencio, en medio de la oscuridad, barajando posibilidades. ¿Niebla? ¿Un apagón?
En cuanto me di la vuelta para buscar a Alex y a Cindy, una luz blanca destelló ante mis ojos; era tan brillante que me tambaleé hacia atrás, momentáneamente cegada. Cuando me recuperé, la niebla se había ido. Alex y Cindy estaban un poco más allá, caminando tranquilamente hacia la entrada. El cielo se había cubierto de nubes blancas, y a mi alrededor sólo había una extensión de césped y árboles. Aun así, me sentía agitada por la experiencia, que no era capaz de explicar. Le pregunté a Alex y a Cindy si había visto alguna luz, pero ambos parecían desconcertados. Durante el resto del camino hasta el Hogar MacNeice sentí que tenía los nervios de punta, conmocionada por lo que había ocurrido.
Cancelé una reunión con Harold, Ursula y Michael, me fui directamente a casa y dormí nueve horas seguidas. Llegué a la conclusión de que, desde hacía un tiempo, mi cabeza echaba de menos la almohada.