LOS DIBUJOS
Anya
Todas las mañanas tengo visita con otros pacientes que están ingresados en el Hogar MacNeice. El más joven es Cara, de sólo ocho años. Trastorno del espectro autista. También es una artista con mucho talento, y la terapeuta artística que está trabajando con nosotros, Iris, parece haber hecho muchos progresos con su capacidad para relacionarse con la gente y canalizando una buena parte de su agresividad. Cara viene a enseñarme uno de sus dibujos.
—Mira —dice, con sus ojos de color avellana muy abiertos mientras señala un enorme dibujo colgado en la pared de su habitación. Hay cuatro figuras estilizadas realizando actividades diversas: jardinería, fútbol, ballet. Una de ellas parece estar reparando un coche—. Ésta soy yo, éstos son mi madre y mi padre, y este es Callum.
—Es muy bonito, Cara —le digo.
Estudio los colores que ha utilizado. Son elocuentes: en vez de su habitual preferencia por el negro, el dibujo presenta una mezcla de tonos azul celeste, rosas y amarillos. Iris también subraya que Cara ha empezado a dibujar círculos cerrados en vez de espirales sin fin, otra señal de mejora.
Hay otros niños cuyos problemas son más difíciles de resolver: Damon, un paciente de quince años, hizo una huelga de hambre voluntaria durante cuatro días antes de que sus padres lo trajeran aquí. Cuando voy a visitarlo a su habitación, se niega a mirarme a los ojos y, por supuesto, a abrir la boca para decir algo, y me veo obligada a hacer que lo sujeten para poder ponerle el suero. Las visitas al psiquiatra han revelado una psicosis, y la medicación parece funcionar: esta repentina recaída ha sido totalmente inesperada. Hay días en que pienso que la mente humana es un rompecabezas que nunca seré capaz de resolver.
La mañana siguiente al traslado de Alex al hospital, realizado tras las heridas sufridas en su casa, convoco una reunión de reevaluación en la sala de conferencias con Michael, Ursula y Howard Dungar, el terapeuta ocupacional. Estas reuniones me parecen necesarias para presentar mis resultados y conocer el punto de vista de varios expertos sobre la mejor forma de abordar el caso de Alex.
Cuando llego, Michael ya está en la sala, calentándose las manos frente a un viejo radiador que hay junto a la ventana.
—¿Qué tal tu huerto? —le pregunto.
Estudio su postura: está rígido, con el ceño fruncido, listo para la batalla. Se da la vuelta y se inclina sobre el alféizar, hundiendo las manos en los bolsillos de sus pantalones de tweed. Tiene un tic en la comisura de los labios.
—Las judías verdes tienen diez centímetros de largo —dice, con rostro inexpresivo.
Me quito el abrigo, sonriendo.
—Me encanta que un hombre me diga esas cosas.
Su boca hace un esfuerzo por esbozar una sonrisa y yo me ruborizo, preguntándome por un instante de dónde habré sacado esa respuesta.
Entonces llega Ursula, envuelta en su acostumbrado manto de presunción. Por segundo día consecutivo, lleva unos vaqueros. Anteayer salió un anuncio para cubrir la plaza de psicólogo clínico, y eso explica su evidente distanciamiento del caso de Alex. Howard llega un minuto tarde: tiene un anillo de azúcar alrededor de la boca y lleva la bragueta abierta. Tiene cincuenta años, lleva cinco trabajando en el Hogar MacNeice y siempre tiene una provisión de donuts en su mesa.
Cuando todos han tomado asiento, inicio la reunión con un breve comentario sobre el trabajo realizado con Alex hasta el momento.
—Alex Broccoli ha sido testigo en cuatro ocasiones, al menos que nosotros sepamos, del intento de suicidio de su madre. Asimismo, también ha presenciado innumerables episodios de autolesiones. Presenta síntomas de esquizofrenia, entre ellos una extrema vigilancia, leve paranoia, comportamientos extraños y frecuentes e intensas alucinaciones. Después de una primera visita en el hospital, programé una serie de pruebas para descartar cualquier origen físico de su trastorno. Los resultados de la resonancia magnética y el electroencefalograma son normales, al igual que los análisis de sangre.
Levanto la vista de mis notas para cerciorarme de que todos me siguen. Michael tiene la cabeza ligeramente levantada y sus enormes palmas apoyadas sobre la mesa de madera. Ursula me estudia a través de sus diminutas gafas rojas para leer. Howard se está rascando un corte del afeitado. Prosigo.
—Estaréis de acuerdo conmigo en que la opinión general dice que es mejor mantener a la familia unida, pero, debido al estado actual de Alex, creo que sería peligroso que permaneciera en su casa. A mi parecer, Alex necesita atención constante. Vaya por delante que haré todo lo que esté en mis manos para que Alex vea a su madre todo lo posible.
Howard alza la vista.
—¿Podrías explicar a qué te refieres cuando dices «peligroso»?
Asiento con la cabeza.
—Mis conversaciones con Alex han dejado claro que sufre frecuentes alteraciones de la percepción y fijaciones, incluido un fuerte vínculo con un amigo imaginario llamado Ruin. Este personaje es lo que más me interesa, porque me dice mucho acerca de cómo Alex se ve a sí mismo.
Ursula entrelaza los dedos.
—¿A qué te refieres?
—Alex dice que Ruin es la versión «mala» de sí mismo.
Ursula ladea la cabeza.
—¿Entonces, no dice que él, Alex, sea malo?
—No, pero creo que Ruin es la proyección de Alex. También afirma que ve demonios a todas horas y por todas partes. Quiero trasladarlo al Hogar MacNeice por un período mínimo de un mes, para tenerlo en observación y realizar todos los estudios necesarios. Pero el traslado requiere la aprobación de su madre, y Cindy se niega a darla. Actualmente se está estudiando si es la persona idónea para poder decidir por Alex, lo cual me entristece muchísimo. Si resulta que no lo es, Alex será trasladado al Hogar MacNeice lo antes posible.
Michael se inclina hacia delante.
—Creo que deberíamos considerar el hecho de que la madre de Alex está siendo tratada en la unidad psiquiátrica para adultos. Nos han dicho que permanecerá allí durante otras tres semanas. ¿No sería mejor esperar hasta que salga?
Ursula se vuelve hacia él.
—¿Y eso por qué?
—Porque la situación es muy delicada —replica Michael con calma—. Alex y su madre están muy unidos. Si esperamos hasta que Cindy salga del hospital, podrá visitar a Alex en el Hogar MacNeice. Estas visitas harán que madre e hijo se sientan tranquilos y seguros, y facilitará el tratamiento de ambos.
—¿Qué hay de las marcas en el cuerpo de Alex? —terció Howard—. ¿Ha sufrido abusos?
—Probablemente se trate de una autolesión —dice Ursula, cruzando los brazos.
—Si Alex se está autolesionando —digo—, debemos intervenir lo antes posible.
Miro a Michael, que está al otro lado de la mesa, y veo que la punta de su mandíbula empieza a enrojecer. Me pongo triste al pensar que aún no he conseguido convencerlo de que estoy de su parte.
—Tanto Alex como Cindy sufrirán mucho con la separación —dice Michael, en voz baja.
Nadie menciona lo irónico de la situación: los intentos de suicido han sido intentos de separarlos para siempre…, aunque Cindy, dado su estado de salud mental, no lo percibe de forma racional.
—Estamos ante un problema médico —le recuerdo a Michael con delicadeza—. Y un problema médico exige una intervención médica…
—¡Pero aún no has hecho ningún diagnóstico! —exclama.
Ursula se vuelve hacia mí.
—¿No decía el informe que Alex sufre defecto septal de la aurícula?
Niego con la cabeza.
—Alex ha ido de especialista en especialista como un conejillo de indias. —Apenas soy capaz de disimular el tono mordaz del comentario—. Un diagnóstico señalaba la riqueza de vocabulario de Alex y sus problemas para relacionarse como un posible síntoma de defecto septal de la aurícula, aunque yo lo descartaría por completo. Y es por eso por lo que necesito que lo trasladen al Hogar MacNeice.
Sin embargo, justo en este momento Howard y Ursula están hablando en voz alta, y me temo que mi sugerencia ha pasado inadvertida. Por un instante, Michael y yo nos miramos fijamente desde el extremo de la larga mesa, dos fuerzas en bandos contrarios. Soy la primera en desviar la mirada. Me aclaro la garganta. Ursula alza la vista.
—Lo siento —dice, con voz quebrada—. Howard y yo creemos que, en este caso, un enfoque holístico es la mejor opción, un enfoque que tenga en cuenta toda la situación. Y Cindy forma parte de ella.
Veo a Michael asentir con la cabeza en la otra punta de la mesa. Ursula prosigue:
—Por mi parte, recomiendo una terapia breve orientada a la solución del caso de Alex. Michael, tú llevas varios años trabajando con esa familia, ¿verdad?
Él la mira brevemente y luego asiente con la cabeza.
—Anya, quizás lo mejor sería que a partir de ahora Michael y tú trabajarais estrechamente en base a un programa que tome en consideración los contextos y necesidades individuales. —Le lanza una mirada a Howard—. Podríamos volver a reunirnos en un par de semanas.
Intento decir algo, pero Ursula ya se ha levantado para salir. Howard sonríe torpemente y sigue su ejemplo, deteniéndose para servirse una taza de café frío de la cafetera de acero inoxidable que hay en un rincón de la sala. Michael permanece sentado, con los ojos bajos, como yo. Antes de levantarlos, espera a que Howard sorba su café y se aleje ruidosamente por el pasillo.
—Anya —dice, con voz calmada—. Escucha… Lo único que quiero es ir muy despacio con esta familia, ¿de acuerdo? Me encanta tu dinamismo, pero aquí estamos tratando de recuperarnos después de un año de excesivo dinamismo, no sé si me explico.
Siento que me arden las mejillas. Hago un esfuerzo por recordar que el caso de Alex no es una batalla de voluntades entre mis colegas y yo, y a pesar del flujo de sangre en las orejas, trato de razonar conmigo misma y me digo que, posiblemente, esperar hasta que Cindy salga del hospital es una buena idea. No obstante, siento la necesidad perentoria de resolver este caso y no sé muy bien por qué.
Michael se pone en pie, rodea la mesa y se sienta en la silla que hay a mi lado.
—¿Te encuentras bien?
Me doy cuenta de que parece preocupado. Levanto una mano hasta la mejilla y descubro, horrorizada, que se me han saltado las lágrimas. Asiento con la cabeza y me río, tratando de reprimir las emociones, sean las que sean, que no he sido capaz de controlar.
—Sí —le digo, mirándome las yemas de los dedos, como si pudieran explicarme por qué están húmedas—. Supongo que sólo estoy tratando de acostumbrarme a este sitio. Cuando estaba en Edimburgo, en las reuniones sólo echábamos pulsos y jugábamos al póquer. No discutíamos como acabamos de hacerlo.
Él sonríe y yo aprovecho la oportunidad para pasarme un dedo por debajo de los ojos y limpiarme las inevitables manchas negras. Luego cojo el bolígrafo que me sujeta el pelo: lo quiero suelto, para que me tape la cicatriz. Michael deja de sonreír y estudia mi cara, mirando mi nuevo peinado. Y la punta de mi mandíbula.
—No pretendo ser un hipócrita —dice, con delicadeza—, pero creo que deberías tener cuidado y no implicarte demasiado en este caso.
—¿Crees que me he implicado?
—Me dijiste que los enigmas te parecían frustrantes. Tengo miedo de que el enigma que te preocupa de verdad sea Poppy. Y que veas muchas cosas de ella en el caso de Alex.
Las palabras «en el caso de Alex» las pronuncia precipitadamente. Frunzo el ceño.
—Trato continuamente a un montón de niños con problemas mentales. ¿Qué te hace pensar que…?
Michael niega enérgicamente con la cabeza.
—No con la enfermedad de Poppy, Anya. No a niños así. ¿Tienes miedo, verdad? ¿Tienes miedo de que Alex se haga daño a sí mismo, como lo hizo tu hija?
Noto la sangre hirviendo en mis venas y, por algún motivo, me cuesta respirar. Ahora está enfadado y hace afirmaciones que son producto de la rabia. Me niego a seguirle el juego. Me levanto y recojo mis notas.
—Mientras tanto —digo—, tengo intención de hablar con los profesores de la escuela de Alex y con su tía Beverly. Si encuentro alguna prueba de que se está autolesionando o de que supone un peligro para otros, estoy segura de que entenderás que no me queda otra opción que ingresarlo.
Para mi sorpresa, Michael me aprieta la mano y sólo asiente con la cabeza antes de abandonar la sala.
Cuando vuelvo a mi despacho encuentro un nuevo mensaje en la bandeja de entrada. Me siento aliviada al ver que es de Karen Holland, la profesora de Alex.
Para: A_molokova@macneicehouse.nhs.uk
De: k.holland@stpaulsprimary.co.uk
Fecha: 12/05/07 15:44
Querida Anya:
Estaré encantada de hablar con usted. ¡Por supuesto que me acuerdo de Alex! Hace tres años, cuando le di clases, estuve muy preocupada por él, y me alegra saber que por fin está recibiendo un tratamiento adecuado. Tengo un par de huecos en mi agenda para que podamos vernos en la escuela: el próximo jueves a las 5 de la tarde, el martes siguiente a las 16:30 o…, ¿qué tal hoy a las 4? ¿Necesita la dirección?
Cordialmente,
K. W.
Le contesto de inmediato para aceptar su propuesta de vernos esa misma tarde. Me cambio los zapatos de tacón por unas zapatillas de deporte. Saco el expediente de Alex del maletín, lo meto en la mochila y me dirijo, a pie, hasta las familiares calles que hay en torno a la universidad de Queen. Entre el montón de anuncios de estudiantes pegados a las farolas y a las paredes de edificios abandonados descubro un enorme y vistoso póster de la compañía teatral de Jojo, «Niños con Mucho Talento». HAMLET está escrito con unas letras que imitan los orificios de bala y hay varios dibujos de monjas empuñando ametralladoras, de niños haciendo gestos de bandas callejeras y, debajo, palabras de aprobación de varias estrellas de cine. También veo una foto muy pequeña de Alex, en el papel de Horacio, durante un ensayo; sonrío al acordarme de él inventándose chistes malos para el personaje. Jojo me susurró que los chistes malos era exactamente lo que quería, aunque la verdadera recompensa era la seguridad que había adquirido Alex: había pasado de ser un niño que en el escenario se ponía muy nervioso y a quien apenas se le escuchaba desde la primera fila, a alguien que estaba empezando a ejercer el control sobre sí mismo y a encontrar su lugar en escena. Tomo nota mentalmente de que debo invitar a Jojo a visitar el Hogar MacNeice.
Me dirijo hacia la escuela, cortando por el patio interior de la universidad, donde los edificios nuevos brillan junto a los viejos, de ladrillo rojo, que son los que yo recuerdo. Rememoro esos días de adolescente, que pasaba sentada en una alfombra con un grupo de amigos, tardo un par de segundos en recordar sus nombres, mientras en la radio sonaba Blondie y comíamos sándwiches de mermelada y bebíamos té helado.
«¿Es cierto que todo eso fue hace ya un cuarto de siglo?».
Paso por delante de un edificio nuevo con un cartel que anuncia «Escuela de Música»; sus grandes ventanales dejan ver unas aulas limpias y espaciosas. Me cruzo con dos alumnos; uno de ellos está hablando por el móvil y el otro sostiene un vaso de Starbucks. Sigo andando hacia el jardín botánico y me paro delante de la cúpula del invernadero, donde dos parterres de tulipanes blancos han crecido hasta formar un par de alas. Son tan realistas, tan relucientes, que casi parecen moverse con sus pétalos enmarañados como las plumas. Me detengo y dedico un buen rato a contemplarlas, conmovida por lo diferentes que son vistas de cerca: ahora me doy cuenta de que tienen forma de un ala de paloma y que están abiertas; la cabeza del pájaro la dibuja un parterre más pequeño, mientras que el pico está hecho con prímulas. El símbolo de la paz.
Cuando Poppy fue enterrada, no podía soportar la idea de una lápida. Me parecía demasiado definitiva, demasiado lúgubre para mi pequeña. Así pues, para su tumba, en Edimburgo, mandé esculpir unas alas de paloma con piedra de Portland, un tipo de piedra que con el tiempo se vuelve blanca. El artesano se aseguró de esculpirlas con extrema precisión; las plumas eran tan realistas que parecían moverse a la luz del sol. Esperaba que le dieran paz. Sin embargo, la paz que nunca he encontrado es la mía.
Y no sé cómo encontrarla.
Llegué a la escuela primaria St Paul a las cuatro menos cuarto, quince minutos antes de tiempo. Ubicada en una iglesia secularizada, la escuela tenía un ambiente claramente religioso que se percibía también en su interior, con murales de santos dibujados por los niños, y de fiestas religiosas. Vi escenas de Jesús y de los ángeles en las vidrieras de las ventanas, sus colores y su patetismo subrayados por el sol de la tarde. Un cartel me llevó hasta la recepción, donde había un joven escribiendo frente a un ordenador.
—He venido a ver a Karen Holland —le dije.
Él asintió con la cabeza y me pidió que firmara en el registro antes de acompañarme a la sala de profesores.
—Karen está en una reunión —me dijo, indicándome con un gesto de la cabeza la pila y la cafetera que había delante de unas butacas—. Póngase cómoda.
En una esquina de la sala había un viejo piano vertical, con candelabros torcidos como cactus sobre el teclado y la tapa abierta. Las teclas estaban amarillentas y astilladas, como los dientes de un anciano. Miré hacia la puerta para comprobar que no entraba nadie y luego pasé los dedos por las notas del primer acorde de la Patética de Beethoven. Por un instante tuve la tentación de sentarme y tocar la textura densa y ávida de ese magnífico acorde, pero me paré en seco antes de pulsar las teclas. Muy despacio, levanté las manos y dejé que el piano siguiera guardando silencio.
Cuando Poppy murió, vendí su amado piano de media cola por una décima parte de su valor sólo por no volver a escucharlo de nuevo. Me daba la impresión de que, incluso con la tapa cerrada, el viento conseguía penetrar en su interior para mover las cuerdas, haciendo emerger como fantasmas las canciones de Poppy. Yo tocaba el piano desde que era una niña: primero, jugueteando con el viejo Yamaha de mi escuela, y luego dando clases con un profesor. Para mí era muy importante dar clases de piano a mi hija, proporcionarle ese mismo placer, aunque no sabía lo hondo que calaría en mí ese sonido después de su muerte, cuánta soledad, de repente, suscitaría en mí la música que en otros tiempos había amado.
—¿Doctora Molokova? —preguntó una voz.
Me volví y en el umbral de la puerta vi a una mujer bajita y oronda, con un traje cruzado de color teja, los ojos ocultos tras unas gafas de cristales oscuros. Tenía un pelo tupido de color ámbar, cortado en forma de casquete, y llevaba unas medias marrones con una carrera. Cuando se la estreché, su mano me pareció cálida como una tostada. Con una ancha sonrisa, dijo:
—¿Cómo está? Soy Karen Holland. ¿Vamos a mi clase?
Asentí con la cabeza y la seguí por un largo pasillo que tenía las paredes cubiertas con mosaicos de África hechos con papel maché y autorretratos de treinta niños de ocho años. Busqué la cara de Alex, pero no estaba.
—He encontrado en los archivos algo que quiero enseñarle —dijo Karen cuando ya estábamos en su clase.
—¿En los archivos?
Miré a mi alrededor. Las paredes de la clase estaban cubiertas de dibujos, gráficos de los progresos y normas; en la pizarra blanca, en la pared del fondo, se proyectaba, sin sonido, una película sobre elefantes. Karen se dirigió hasta su mesa, donde pude ver que había extendido un montón de dibujos pintados por un niño para que yo los viera.
—¿Qué son? —le pregunté, incapaz de descifrar lo que parecía una serie de frases mal escritas, en letras muy grandes, y unas pequeñas figuras de perfil, trazadas con un color negro agrietado.
—Me alegro de haber guardado todo esto —dijo Karen.
Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Vi que eran pequeños y de un intenso color azul y que los entornaba en dirección a la tenue luz que se filtraba por la ventana. Volví la cabeza para examinar los dibujos desde otro ángulo.
—¿Son titulares de periódico?
Karen se volvió a poner las gafas, suspirando aliviada al atenuar la luz.
—Alex hizo esto cuando tenía unos seis años, para un trabajo escolar. Se trataba de imaginar cómo tituló la prensa el hundimiento del Titanic y aprender a emplear el lenguaje de forma concisa… Como puede ver, Alex se salió del tema de un modo que siempre me pareció muy significativo.
Leí los titulares: UN CRIMEN MONSTRUOSO, decía uno. Otro, acompañado de un dibujo que parecía un niño Jesús envuelto en una manta, rezaba: PODRIDO EN EL INFIERNO. Y otro más: VIDAS ARRUINADAS. Me fijo en la palabra arruinadas. Y pienso en Ruin, el amigo imaginario de Alex, y se enciende una bombilla en mi cabeza.
—En su momento ya les enseñé todo esto a los médicos de Alex, pero no encontraron ningún nexo —dijo Karen.
Me quedé mirándola.
—¿Le preguntó a Alex por qué había hecho estos dibujos?
Ella asintió con la cabeza.
—Parecía no saber por qué.
—Pero el trabajo era sobre la tragedia del Titanic…
Volví a echar un vistazo a los dibujos, reconstruyendo mentalmente mis charlas con Alex. Debió de leer los titulares en un periódico. Eso explicaría por qué se le ocurrió el nombre de «Ruin».
—¿Qué tal era Alex como alumno?
Karen levantó una mano para echarse su tupido pelo hacia abajo.
—Era educado y tranquilo. Un alumno por encima de la media. Diría que no tenía amigos. Me entristecía ver que era el único niño de la clase al que no invitaban al cumpleaños de un compañero…, pero son cosas que pasan, ¿sabe? Creo que el hecho de sentirse excluido contribuyó a su rabia.
Dejé de escribir.
—¿Rabia?
Ella asintió con la cabeza, aunque capté cierta reticencia a reconocerlo.
—Alex tenía…, aunque eran ocasionales…, arrebatos que acababan en un mar de lágrimas.
Recordé lo que había leído en su expediente.
—¿En una ocasión la pegó, verdad?
Karen lanzó un suspiro.
—La emprendió a golpes, y me dio un fuerte puñetazo en el pecho. Creo que se quedó peor que yo. Aun así, en su momento informé de ello a su médico, cada día estaba más nervioso, y pensé que era de su interés…
—¿Pegó alguna vez a otro alumno?
Ella negó con la cabeza.
—Nunca explicó por qué explotó. Fue como una rabieta, aunque mucho peor. Maldiciones, gritos, amenazas…
—¿Amenazas?
—Sí. Contra mí y contra otros niños. Pero eran…, ¿cómo se lo diría? Amenazas a ciegas. Como si él apenas supiera quién estaba allí. Como si no me reconociera a mí ni a la gente que lo rodeaba. Como si hubiera olvidado quiénes éramos. —Hizo una pausa, angustiada por el recuerdo—. Estaba totalmente desolado, no era él. Cuando hablé con su madre sobre ello, ella parecía muy afligida, pero no dijo nada. —Lanzó un suspiro—. En la escuela podemos ayudar a los chicos hasta cierto punto. Luego debemos pasar la pelota a la familia, lo cual, en ciertos casos, es una desgracia.
Cuando la hoja ya estaba llena de notas, le di las gracias y cerré la mochila. Ella volvió a quitarse las gafas; sus ojos se cegaron de nuevo por la luz.
—Alex no es malo —dijo—. Hay algo que nunca le conté al otro médico: después de que me golpeara, Alex me escribió una nota.
—¿Aún la conserva?
Ella asintió con la cabeza.
—Por supuesto. La tengo en casa. La guardé, como hago con todos los regalos que me hacen los niños. Dibujó un pequeño retrato de mí con la palabra «Perdóname» escrita en mayúsculas, y lo firmó mandándome besos y abrazos. Ningún niño haría eso, ¿sabe?
Sonreí al pensar en ello, y luego me pregunté por qué en el informe de Alex no se hacía ninguna mención a ese dibujo.
—Karen, usted dio clases a Alex durante varios cursos, ¿verdad? ¿Cuándo diría que su comportamiento empezó a cambiar?
—El 16 de diciembre de 2001 —dijo ella, con elocuencia. La miré y vi que sonreía con tristeza—. El día que Alex me dijo que su padre había muerto.