XI

LA COSECHA DE LA FRESA

Alex

Querido diario:

Un hombre entra en la consulta del médico con una zanahoria en la nariz, un pepino en una oreja y un plátano en la otra.

—¡Ayúdeme! —le dice al médico—. ¡No sé qué me pasa!

El doctor se queda mirándolo y responde:

—Está claro que usted no come bien.

Bueno, ahora estoy en el hospital, aunque no para visitar a mamá. Estoy en el hospital porque Ruen se volvió loco, se convirtió en un monstruo y atacó a algo que según él era un ángel, aunque yo no vi ninguno. Vino anoche, cuando todo el mundo ya se había ido a casa y oía los pasos de las enfermeras en el pasillo. Espero no perderme el ensayo de mañana. Todo el mundo me pregunta por el dolor del pecho, pero ya no lo siento, y Ruen tampoco.

Llegó justo después de que Anya se fuera. Al principio, al verlo, me puse un poco nervioso, porque me asustó de verdad. Se presentó como el Niño Fantasma; sostenía una pala de ping-pong azul con la mano, con la que trataba de mantener en equilibrio una pelotita blanca.

—Es una pena que te hayan metido aquí —dijo—. Si no, podrías jugar una partida conmigo.

Estaba de pie junto a la cama y empezó a botar la pelota, contando los rebotes.

—Deja de hacer eso —le dije—. Podría oírte alguien.

Me miró con sus horribles ojos negros.

—¿Eres tonto o qué? Nadie puede oírme.

—Pero pueden sentirte, ¿no?

Ruen dejó de botar la pelota.

—¿Qué quieres decir?

—No seas estúpido, ya sabes qué quiero decir.

Se sentó en la cama, a mi lado. Vi los pliegues de la manta deslizándose bajo sus piernas y tiré de ella porque tenía frío.

—Adelante, entonces —dijo, sonriendo y cruzando los brazos—. Teniendo en cuenta que tú eres el único que puedes ver los dos mundos, ¿por qué no me pones al corriente? ¿Cómo puede sentirme la gente, Alex?

—Te sienten y ya está, ¿vale? Te huelen, así es como lo hacen.

Ruen hizo pucheros. Espero que yo no parezca tan mariquita cuando hago pucheros.

—¿Por qué siempre tienes que ser tan malo? Lo único que intento es ayudarte.

Estaba por decirle que era un auténtico llorica, pero luego me pregunté si realmente estaba tratando de ayudarme.

—Eso es lo que hice antes, ¿sabes? —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—¡Ah! ¿Ahora sí quieres oírlo?

Me senté y miré a mi alrededor. El resto de los pacientes estaban durmiendo; la luz que había sobre mi cabeza titilaba y oía a las enfermeras riéndose en la salita. Una de ellas no paraba de resoplar; parecía un cerdo. Luego, otra se echó a reír como un caballo y pensé que nunca había visitado una granja.

Ruen cogió la pelota y la mantuvo en equilibrio sobre su cabeza.

—Tú no puedes verlo todo, ¿sabes? —dijo—. A los ángeles, por ejemplo. ¡Son tan molestos!

Estaba pensando cómo sería una granja y de pronto se me ocurrió que él tenía razón: nunca había visto un ángel. Ni siquiera había pensado en ello hasta que Anya lo mencionó. «¿Cómo es eso de que no ves ángeles?», me había preguntado. «¿Y qué me dices de Dios? ¿Y el diablo?». Le dije que Dios era un hombre con barba blanca, un traje rojo y de rostro alegre, y que el diablo también era rojo y sonreí, aunque era malo por naturaleza. «¿Es eso lo que crees que eres, Alex?», dijo Anya. Le pregunté a qué se refería y ella dijo «No importa». Le dije que los ángeles tenían un largo pelo dorado, grandes alas blancas con plumas y que normalmente vivían en lo alto de los árboles de Navidad. Le conté esto a Ruen y él se pasó un brazo en torno a la cintura y soltó una risita.

—¡Oh, qué tonto eres, Alex! —exclamó—. Los ángeles no son así, en absoluto. De hecho, los ángeles quieren hacerte daño.

Éste es el problema de Ruen cuando es el Niño Fantasma. Siempre está tratando de demostrar que es más listo que yo, pero a veces dice cosas que me hacen reflexionar.

—Creía que los ángeles eran buenos y que protegían a la gente.

Ruen se dejó caer de la cama y empezó a andar arrastrando los pies, apretándose el estómago con una mano y soltando grititos, como si mi estupidez lo hubiera trastornado y estuviera a punto de morir. Al final se tiró al suelo y lanzó un profundo suspiro, como si se hubiera muerto de verdad.

—¿Ruen? —dije.

Sentí una aguda punzada de dolor en el pecho, porque era posible que estuviera realmente muerto. Entonces dio un salto, se puso de pie y me mostró una enorme y estúpida sonrisa.

—¡Soy yo quien te protege! —Se acercó a la cama y puso su rostro muy cerca del mío—. Ellos saben que tienes el don de poder ver nuestro mundo, y eso no les gusta.

—¿Por qué?

Ruen miró de nuevo a su alrededor por si alguien podía vernos mientras hablábamos. La enfermera que parecía un cerdo seguía resoplando y yo pensé qué pasaría si una vaca se paseara por el pasillo. Ruen se sentó en la cama, a mi lado.

—Porque todo el mundo cree que los ángeles son hermosos, cuando en realidad son unas criaturas espantosas. Y ellos prefieren que todos piensen lo contrario.

—Entonces ¿los ángeles quieren atacarme?

—¿No has visto aparecer de vez en cuando unas lucecitas blancas?

Encogí un hombro para dar a entender que puede que sí, pero ¿a quién le importa? Aunque, en realidad, sí había visto lucecitas blancas. A veces aparecían cuando estaba asustado o cuando Ruen trataba de que hiciera algo; era como si un rayo de sol se escapara del cielo para entrar en la habitación. Ruen cogió la pala y la pelota como si tuviera intención de irse.

—¿Te vas? —le pregunté, tratando de conseguir que no pareciera que me importara un comino que se fuera o no.

Él se volvió y sonrió.

—Quieres que me quede, ¿verdad? Estás asustado.

—No, no lo estoy —dije.

Sin embargo, cuando se dio la vuelta y se sentó de nuevo, rodeándome con un brazo, lancé un gran suspiro de alivio.

Cuando estaba a punto de quedarme dormido, Ruen dijo que yo era tan aburrido como irse de picnic con la abuela y se marchó. Entonces tuve un sueño que fue genial y horrible al mismo tiempo. Básicamente fue horrible, porque no quería que fuese un sueño. Cuando me desperté, me senté, me tapé los ojos con las palmas de las manos y me puse a cantar una y otra vez la única canción que me sé, «Venid, pastorcillos».

Soñé con la abuela. La abuela me recordaba a un dóberman, lo cual parece muy raro pero lo que quiero decir es que ella era muy gruñona y la gente tenía miedo de decirle lo que no debía; sin embargo, si alguien le caía bien, lo protegía y ahuyentaba a la gente mala. En una ocasión, dos hombres llamados alguaciles llamaron a la puerta de Doris, su vecina, porque querían su sofá. La abuela salió corriendo a la calle con una escoba y golpeó a los dos hombres hasta que se fueron; según ella, Doris no había hecho ningún mal a nadie, aunque yo me preguntaba por qué querrían su sofá, porque tenía pelos de gato por todas partes. La abuela vivía a una parada de autobús más cuatro minutos y cuarenta y cinco segundos andando de nuestra casa y todo el mundo la llamaba «abuela», como si ese hubiera sido su nombre desde que nació. Era bajita, y la piel de la cara le temblaba cuando se echaba a reír; casi todos sus dientes eran piezas de metal atornilladas en las encías, y fumaba tanto que su voz era grave como la de un hombre. A veces encendía un cigarrillo cuando otro aún humeaba en el cenicero. Estaba enferma desde hacía muchos años. Recuerdo que una vez, sosteniendo un cigarrillo en cada mano, dijo que prefería «ir apagándose que desaparecer».

La abuela estaba muy orgullosa del jardín que tenía en la parte de atrás de su casa, porque no conocíamos a mucha gente que también tuviera uno; ella, de pequeña, había crecido en una casa cuyo jardín era de cemento. Así pues, decidió plantar fresas, que eran rojas como los buzones de correo y grandes como la nariz de un hombre muy gordo. La única vez que la abuela me regañó fue un día que me las comí, porque decía que las necesitaba para preparar mermelada.

—La mermelada se conserva siempre —solía decir—, pero las fresas sólo duran una temporada… o sólo unos minutos si tú les pones tus sucias manos encima.

Así pues, en mi sueño yo estaba en su cocina y ella me decía que saliera al jardín a recoger fresas para preparar mermelada. Fuera hacía mucho sol y las nubes parecían ovillos de lana en el cielo. Me metí entre la hierba, que era muy alta. Había una serpiente. Al principio me asusté mucho y retrocedí, pero cuando le eché de nuevo un vistazo, vi que no era una serpiente sino una sombra. Luego me di cuenta de que la sombra era muy larga, aunque no pude ver de dónde venía. La seguí entre la hierba hasta el fondo del jardín. Al levantar los ojos, vi a Ruen de pie, frente a mí. Era el Anciano. La sombra conducía hasta un hilo que colgaba de su traje, lo cual me pareció absurdo.

—¿Qué quieres? —dije.

Él miró la sombra, bajando los ojos. Entonces fue cuando vi que la sombra se dividía en dos, como una horca. Una de ellas conducía hasta Ruen y la otra hasta mí, y se estrechaba en torno a mi pecho.

—¿Qué es esto? —le pregunté.

Ruen simplemente hizo ese gesto de ensanchar las fosas nasales y tirarse de las orejas, en cuyo interior pude ver unos pelos blancos. Eso significa que está enfadado, pero yo sólo lo miré fijamente. Entonces la abuela me llamó a través de la ventana de la cocina.

—Quiere hacerte daño, Alex.

Eso me pareció muy extraño, porque la abuela nunca había visto a Ruen. Sin embargo, en el sueño pensé que tal vez se habían conocido. Me volví y le contesté, gritando.

—¿Qué quieres decir?

Ella empezó a agitar la mano.

—Entra en casa, Alex. Él no es bueno para ti. No le hagas caso.

Negué con la cabeza.

—No pasa nada, abuela. Ruen es mi amigo.

La abuela apretó el alféizar de la ventana con la mano. Parecía muy enfadada.

—No, no lo es, Alex. Quiere que creas que no eres nada. Quiere dañar tu alma.

—¿Mi alma?

Cuando me di la vuelta, Ruen ya no estaba. Luego, cuando miré de nuevo a la abuela, la ventana de la cocina estaba cerrada, aunque podía verla lavando los platos, exactamente como recordaba. Me volví hacia el campo de fresas, pero bajo las hojas verdes no eran rojas y jugosas como de costumbre. Parecían manchas de sombras muy gordas y olían a mierda.

Aun así, las recogí y las llevé adentro. Me dirigí hacia la mesa para dejar la cesta y para decirle algo sobre las fresas a la abuela. Quería decirle que no era culpa mía que se hubieran estropeado. Sin embargo, cuando ella las sacó de la cesta eran rojas y hermosas, y yo pensé que era tonto, por lo que no dije nada. La abuela canturreaba y estaba contenta, y no había ningún cigarrillo a la vista.

—¿Lo mezclas tú, Alex? —dijo la abuela, echando las fresas en un cazo hirviendo mientras sacaba el azúcar del armario.

Cogí una cuchara de un tarro que había sobre la mesa y empecé a remover; las fresas burbujeaban y olían deliciosamente.

La abuela añadió un poco de azúcar al cazo y dijo:

—La memoria es muy extraña, Alex. A veces nos hace daño sin que nos demos cuenta.

Asentí con la cabeza, aunque no tenía idea de a qué se refería. Pensé que eso era lo que decía la gente mayor cuando estaba a punto de perder la chaveta.

Entonces eché un vistazo al interior del cazo que estaba removiendo. La mermelada ya no era una masa hirviendo de grumos viscosos, como un vómito de Guau, sino que se había convertido en un estofado frío que la abuela podía verter en los tarros que había colocado encima de la mesa de la cocina.

—Ahora, Alex, agarra bien los tarros para que no derrame la mermelada cuando la vierta.

Dejé de remover la mezcla y me acerqué a la mesa. Con un gesto de la cabeza, la abuela señaló los seis tarros que había sobre el mantel inmaculado y yo cogí uno con las dos manos.

—Agárralo fuerte —dijo ella.

Así lo hice. La abuela cogió el cazo y lo inclinó sobre el tarro que yo agarraba. La mermelada cayó en su interior. Entonces, la abuela dijo:

—Con fresas se puede preparar mermelada, pero con mermelada no se pueden preparar fresas.

Me quedé mirándola.

—¿Qué quieres decir?

La abuela dejó el cazo en su sitio y me acarició la cara.

—Ruen quiere convertirte en alguien que no eres. Quiero que recuerdes quién eres, Alex. ¿Tú sabes quién eres?

Asentí con la cabeza.

—¿De qué conoces a Ruen? —preguntó.

Sonrió, y la cocina empezó a llenarse de una luz muy brillante. La luz era cada vez más intensa, hasta que todo desapareció.

Entonces, algo cambió. Cuando miré a mi alrededor, ya no estaba en la cocina de la abuela. Estaba en una calle con casas y con un montón de gente. Reconocía la calle, aunque no sabía cómo. Era estrecha, con el asfalto negro y mojado, con muchas tiendecillas de piedra y una oficina de correos al otro lado. La gente corría por la acera y yo estaba delante de una iglesia. Creo que había estado cantando en el coro, porque oía una canción y me sabía la letra.

Frente a mí vi a un hombre con una máscara negra, vestido con una chaqueta y unos vaqueros negros. Y entonces fue como si el tiempo se hubiese detenido. Levantó un fusil y apuntó hacia mí. Había palomas volando; tenían las alas extendidas y yo podía ver sus plumas blancas. Alguien estaba bebiendo una coca-cola, y la lata había quedado suspendida en el aire, con el líquido derramándose como una cinta marrón. A mi lado había un policía que volvió su rostro y se quedó con los labios fruncidos, como si tuviera miedo o estuviese enfadado. Su cara estaba borrosa.

Miré de nuevo al hombre de la máscara negra. Veía sus ojos azules a través de los agujeros de la máscara, mirándome fijamente. Vi su arma, negra, brillante y húmeda. Apretó el gatillo y escuché un golpe muy fuerte. A mi lado, el policía dobló las rodillas y levantó los brazos, como una marioneta. Mientras el policía se desplomaba en el suelo, el hombre bajó el arma y empezó a quitarse la máscara. Mientras tanto, yo lo observaba, con el corazón desbocado y la boca abierta.

Justo antes de despertarme, vi su cara.

Era yo.