LA FRAGILIDAD DE LAS CREENCIAS
Anya
En mi última sesión con Alex conocí a la persona que está cuidando provisionalmente de él, su tía Beverly, que llegó de Cork la noche del intento de suicidio de Cindy. Al verla, me sentí aliviada: es una mujer vivaz, cariñosa y ansiosa por ayudar a Alex en todo lo que pueda. Beverly es la hermana mayor de Cindy, le lleva once años, y es otorrinolaringóloga. No tiene hijos, y como la relación que ha tenido con Alex ha sido esporádica, está impaciente por recuperar el tiempo perdido y ser un sostén para su hermana y su sobrino.
—Ojalá hubiera llegado antes.
Me lo repite una y otra vez en la cocina, haciendo una mueca mientras mira a través del cristal roto de la ventana, cubierto de cualquier manera con cartón y cinta adhesiva. Hay manchas de moho en el fregadero. Saca un cigarrillo de un paquete recién abierto y me pregunta si me importa que fume. Le digo que no con un gesto de la cabeza. Ella abre la puerta de la cocina y sale al patio, cuyo suelo está cubierto de musgo.
—Sabía que Cindy tenía problemas. Debería haber vuelto aquí definitivamente para ayudarla. Quiero a Alex con toda mi alma. Cindy y yo discutimos bastante, pero… —Su voz se apaga y luego respira profundamente—. Tuvimos una infancia muy distinta. Nunca entendí a Cindy. Siempre se guardaba las cosas para sí misma. Mamá sí conseguía que hablara, pero conmigo nunca se sinceró.
Me vuelvo para echar una ojeada a Alex, que lleva su plato a la cocina. Lo deja sobre la mesa y me sonríe. Bev espera a que se vaya para seguir hablando.
—Es muy poco el tiempo libre que puedo tomarme para cuidar de Alex —dice, olvidándose por un momento del cigarrillo—. Pero hasta que Cindy no se recupere, soy todo lo que tiene.
—¿Y los abuelos de Alex? ¿Han muerto?
Bev apaga el cigarrillo.
—Papá falleció cuando yo era una niña —dice, con voz serena—. Y mamá murió hace cinco años. Si hubiera visto esto, se habría quedado horrorizada.
—¿Y el padre de Alex? —le pregunto—. ¿No tiene contacto con él?
Bev vuelve a entrar en la cocina, entornando la puerta, que no se cierra hasta que le da una patada, abollando la parte inferior. Lanza un suspiro.
—De ese asunto tendrá que hablar con Cindy. La identidad del padre de Alex es algo que decidió ocultarnos a todos.
Me pregunto por qué decidiría mantenerla en secreto. Lo anoto para preguntárselo a Cindy: aun cuando el nombre del padre de Alex deba seguir silenciándose, necesito más datos sobre su relación.
Mi sesión con Alex acaba mal, aunque me proporciona mucha información acerca de la relación con su madre. Cuando le pido que me haga un retrato suyo, me dibuja una imagen de él llevando en brazos a su madre, y me doy cuenta de que su autorretrato es mucho más grande que la figura de Cindy; en sus brazos, ella parece una niña vulnerable que se agarra con fuerza al cuello de Alex. De eso deduzco que Alex ha captado su fragilidad y su inestabilidad desde hace tiempo, lo cual debe de haber causado un gran impacto en su sentido de la seguridad y en su papel de protector de la familia. La representación de su padre adquiere la forma de un coche azul, que interpreto como un recuerdo de su tierna infancia: cuando iba a visitarlo, seguramente debía recogerlo en ese coche.
También me cuenta muchas cosas sobre el mundo espiritual, sobre lo que puede ver y oír, y sobre cómo lo interpreta. Gran parte de ello lo vinculo a lo que he podido ver en su entorno, y hay que relacionar su papel en Hamlet con su interpretación de la vida familiar. Me doy cuenta de que sus descripciones giran en torno a la retórica religiosa —«un dragón con siete cuernos», que creo que aparece en el Apocalipsis—, y el lenguaje que emplea para dichas descripciones está muy por encima de la forma de hablar propia de un niño de diez años.
«Ruin no es ninguna bestia, es un intelectual comprometido», señala Alex cuando le pido que me describa algunos de los seres del mundo del que me habla. Es evidente que siente cariño por Ruin, incluso lo protege, y creo que en su imaginario retrato de Ruin, Alex proyecta alguno de los sentimientos que experimenta por Cindy, y por una buena razón: aunque no es capaz de controlar a su madre, sí puede controlar a esos seres.
En general, los psicóticos tienen tendencia a construir un mundo marcadamente fantástico, con límites muy definidos y un sistema normativo que existe en la realidad; en este caso, lo sobrenatural. Alex nunca habla de ángeles, lo cual me parece muy interesante. No menciona a Dios ni a ninguna otra deidad. No obstante, afirma que hay demonios por todas partes y a todas horas, y que cuando entra en una habitación vacía, en realidad no lo está, sino que es como un pub, con grupos de demonios en los rincones, que están tramando algo, apiñados en torno a cualquier humano que se encuentre allí, tentándolo y engatusándolo mientras conspiran.
Cuando lo presiono para que me hable más detalladamente de Ruin, Alex explota. Sus descripciones de Ruin se convierten en una serie de gritos y, para mi horror, se desmaya en la silla, delante de mí.
Bev entra corriendo en el salón y lo agarra. Está débil y pálido como un cadáver; por primera vez desde que lo trato, tengo miedo. Reflexiono sobre todo lo que me ha contado sobre los demonios y los espíritus…, y, aunque desestimo inmediatamente la idea, el miedo sigue ahí. Pensándolo bien, me asombra lo frágiles que pueden ser las creencias.
Al cabo de un momento, Bev grita:
—¡Está consciente! ¡Está consciente! —Estoy en la cocina, llenando un vaso de agua para Alex. A continuación añade—: ¡Va a devolver!
Cojo el barreño que hay en el fregadero y salgo corriendo; llego justo a tiempo para recoger el vómito de Alex.
—Eso está mejor, esto está mejor —dice Bev, dándole palmaditas en la espalda y rebuscando en el bolsillo para sacar el móvil.
Me arrodillo frente a Alex y le tomo el pulso. El ritmo es acelerado y tiene las pupilas dilatadas.
—¿Cómo te encuentras, Alex? —le pregunto, con calma.
Él parpadea y trata de enfocar mi imagen. Luego se aprieta el pecho con la mano.
—Me duele.
—¿Dónde?
—Aquí.
Jadeando, Bev le desabrocha rápidamente la camisa. Cuando observo el pecho de Alex, descubro tres marcas rojas, como si algo le hubiera quemado la piel.
—¿Esto te lo hicieron en la escuela?
Bev no para de gritar y yo trato de explicarle que esas marcas deben de ser recientes…, tan recientes como mi visita, en realidad. Mientras trato de responder mentalmente a un montón de preguntas, Alex se inclina hacia delante, con el rostro muy pálido y crispado. Levanto el barreño justo a tiempo para recoger otro vómito. Bev sale corriendo hacia la cocina para buscar un paño. Cuando Alex se recuesta en la silla parecen faltarle las fuerzas, pero aun así esboza una pequeña sonrisa.
—¿Te sientes mejor? —le pregunto.
Alex asiente con la cabeza.
—¿Ruin sigue aquí? —digo con tono vacilante.
Él mira a su alrededor y acto seguido niega con la cabeza. Bev vuelve de la cocina con un paño en una mano y el abrigo de Alex en la otra. Él murmura algo acerca de un diario.
—¿Qué hacemos? —pregunta Bev, resoplando.
Después de examinar a Alex, digo:
—Hay que llevarlo al hospital.
Nos dirigimos al hospital en el coche de Bev. Una vez allí, un reconocimiento deja claro que Alex se encuentra perfectamente. El médico no encuentra ningún rastro de las marcas en el pecho, aunque Bev y yo insistimos en que las hemos visto.
—Puede que se las hiciera al estrecharse el pecho con los brazos demasiado fuerte —sugiere el médico—. O tal vez apoyándose contra algo. En cualquier caso, no hay contusiones. Ninguna marca externa.
Bev se da la vuelta y se va, con aire de frustración. Le doy las gracias al médico y tomo algunas notas aprovechando que aún tengo los recuerdos frescos en la memoria. Entiendo que la separación de Cindy ha aumentado la ansiedad de Alex, por lo que programo una visita para que pueda verla lo antes posible. Ella está en la unidad de psiquiatría del mismo hospital; me parece muy triste que madre e hijo estén ingresados. Michael se pondrá furioso.
Cuando Alex ya está acostado, acerco una silla junto a su cama y corro las cortinas para tener un poco de intimidad.
—¿Dónde está Bev? —pregunta.
—Ha salido a tomar el aire.
Está fuera, fumando.
—¿Está bien?
—Está perfectamente, Alex.
No, está hiperventilando.
—¿Y tú, cómo te encuentras?
—Estoy bien. Tía Bev me parece muy simpática. Hacía mucho tiempo que no la veía, pero es genial. —Una pausa—. ¿La he asustado?
—Sólo quiere estar segura de que te encuentras bien, eso es todo.
Alex se toca el pecho.
—¿Te duele?
Él niega con la cabeza.
—Ya no. Ha sido todo muy extraño…
—¿Qué sentiste?
Hace la intención de describirlo, pero parece no encontrar las palabras.
—Una especie de miedo —dice, finalmente.
—¿Miedo?
Asiente con la cabeza.
—¿Puedo ver a mamá ahora?
Acerco un poco más la silla y me quedo mirándolo. Es tan dulce que despierta mi instinto de protección. Por un instante, escucho un si natural provocado por una placa de petri que ha caído al suelo. Una vez más, mi mente vuelve a Poppy. Su cabeza oscura se inclina sobre el piano. «Te quiero, mamá».
Cierro los ojos y me concentro en lo que debo preguntarle a continuación. Es importante impedir que Poppy se mezcle en este caso. Alex es un paciente, no una proyección de mi hija. Ella no es un ente al que yo pueda resucitar con el aliento de otro.
—Alex, quería pedirte una cosa.
Él me mira fijamente.
—Por favor, basta de hablar de Ruin…
Niego con la cabeza.
—Te llevaré a ver a tu madre muy pronto. Pero ¿te importaría que yo también estuviera presente?
Su rostro se ilumina.
—¿Voy a ver a mamá?
—Esta tarde no. Puede que mañana, cuando te sientas mejor.
Sus ojos se llenan de lágrimas. Y, en ese preciso momento, me rodea con sus brazos y se echa a llorar. Siento subir las lágrimas por la garganta. Su vulnerabilidad se apodera de mí y, con una única excepción, nunca me he sentido tan impotente en toda mi vida.
En vista de la hospitalización de Alex, es crucial que revisemos el enfoque de su caso. Convoco una reunión para mañana por la mañana en el Hogar MacNeice y quedo con Michael para vernos por la tarde, quiero prepararlo para lo que tengo intención de proponer al equipo: trasladar a Alex a mi unidad. No obstante, no le explico por qué quiero verlo. Él parece sentirse halagado.
—De acuerdo —dice, al otro lado del teléfono, después de un largo silencio—. Ahora estoy volviendo a la oficina desde Falls Road. ¿Qué te parece si nos vemos en un lugar más informal que tu despacho?
—¿El tuyo, entonces?
—¿Qué me dices del Crown Bar?
—Como quieras.
Michael llega tarde. Lo veo acercarse entre un montón de clientes con el mismo jersey verde oscuro. Su cabeza brilla bajo las potentes luces.
—Hola —dice.
Se inclina para besarme en la mejilla. Se quita la chaqueta y la dobla cuidadosamente antes de sentarse a mi lado.
—¿Un gin-tonic? —me pregunta, jadeando.
—Zumo de naranja.
Me lanza una mirada.
—¿Tienes que conducir?
Niego con la cabeza.
—No bebo alcohol.
Él ladea la cabeza.
—Una psiquiatra infantil abstemia de la bahía del Tigre. Vaya combinación.
Me encojo de hombros.
—Me gusta cuidarme.
Michael parpadea durante unos instantes. Luego se levanta, se dirige hacia la barra y vuelve con dos vasos de zumo de naranja recién exprimido. Me siento culpable e insulsa: el Crown Bar es una joya en un país que ha convertido el acto de beber alcohol en un arte.
—El hecho de que no beba alcohol no significa que tú no puedas hacerlo —digo, y acto seguido me pregunto qué me habrá reducido al estado de constatar lo obvio.
Esta noche, su sonrisa torcida es más ancha; la acompañan un brillo en la mirada y unas mejillas sonrosadas. Mirándolo bajo esta luz, pienso que, en otras circunstancias, habría disfrutado de su compañía. Y siento ese viejo cosquilleo en el estómago. El flirteo. Que yo correspondo, consciente de que es un error. Esto no me conviene, no me conviene en absoluto. Pienso en Fi, en sus grandes ojos azules llenos de franqueza y amabilidad. Ella me diría que esto es una señal. Para Fi, todo son señales.
—¿Una señal de qué? —le pregunté en una ocasión, cuando una avispa me picó en la cara.
—Una señal de que no te crees que eres guapa —dijo.
En parte tenía razón: una vistosa cicatriz en la cara es un poderoso antídoto contra la vanidad. Y entonces la recuerdo sentada a la mesa de mi cocina, cogiéndome las manos con las suyas y diciéndome:
—Repite esto: «La muerte de Poppy no significa que tenga que renunciar para siempre a los placeres de la vida».
Le apreté las manos y luego las solté.
—No puedo decirlo, Fi. No puedo.
Ella extendió la mano y me acarició la cara. Mi amiga del alma, más joven que yo. Una madre divorciada con cuatro hijos, maternal y sencilla; incluso cuando tenía tan sólo diez años era la mejor besándome los rasguños de las rodillas.
Sin embargo, ni siquiera Fi entiende por qué quería estar sola. Cuando pierdes a un hijo, algo cambia en tu interior. No, todo cambia. Es una pérdida muy distinta, no diría peor, a la ruina económica o a ver cómo todas tus pertenencias se queman en un incendio. La muerte de Poppy fue otra clase de agonía, una pérdida diferente, incluso, a la de ver a mi madre hundiéndose en las amarillas aguas del cáncer. Añade a todo eso a todos los hombres a los que he amado y luego multiplica el resultado por lo mal que me sentó cuando todos, uno tras otro, se fueron… Aun así, lo que supuso para mí la muerte de Poppy queda muy lejos. La única forma de describirlo que se me ocurre, y raramente lo hago, ni siquiera a Fi, es que para seguir viviendo y respirando en un mundo en el que a mi hija le arrebataron la oportunidad de crecer, enamorarse, construirse un futuro y tener hijos, yo debo ser mi única fortaleza. Conduzco, no bebo y controlo lo que como a fin de que nadie, nunca, tenga que cuidar de mí. Ahorro el sesenta por ciento de lo que gano y lo deposito en una cuenta con un interés muy alto para que nunca deba depender de nadie. Y no volveré a enamorarme, porque nunca, jamás, quiero volver a soportar una pérdida tan grande.
Tras una larguísima pausa, me doy cuenta de que Michael me está mirando fijamente. Estoy convencida de que ha dicho algo que exige una respuesta y no mi mirada vacía.
—Disculpa, ¿podrías repetir lo que has dicho?
Esboza una media sonrisa y apura su zumo de naranja.
—Bueno, te decía que te he buscado en Google. Vaya palmarés de premios, doctora Molokova. La medalla Freud a la excelencia en investigación en psiquiatría infantil, nada menos. Y la Estrella Naciente de la Asociación Británica de Psiquiatría Infantil y de Adolescentes. —Me dedica un breve aplauso—. Debería pedirte que me firmaras este posavasos.
Sonrío, hasta que él me tiende un bolígrafo y levanta el posavasos. Me echo a reír, y el sonido de mi risa me parece extraño y agradable. Al final, se lo firmo y él se lo guarda en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Y qué más descubriste en Google?
Baja la mirada y comprendo que ha leído algo sobre Poppy.
—Sólo tu vergonzosa obsesión por los mondadientes, tu ardiente pasión por las alfombrillas de baño…
Ahora es él quien se echa a reír. Y aprovecho el momento.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal?
—Claro.
—¿Por qué te mandaron tus padres al psiquiatra?
Michael abre unos ojos como platos.
—¡Caramba! Eso sí que es un viaje al pasado. Tenía un amigo imaginario. ¿Por qué me lo preguntas?
Tomo nota mentalmente del «amigo imaginario». Al parecer, Alex y él tienen mucho en común.
—Porque, en tu opinión, una unidad de psiquiatría es un lugar horrible, Michael. Hay un montón de niños que, aun cuando padezcan la más grave de las psicosis, pueden llevar una vida relativamente normal cuando se los trata adecuadamente. Por eso estoy aquí.
Su sonrisa se desvanece. Durante un buen rato, se queda mirando fijamente un punto de la mesa. Cuando levanta los ojos, su mirada es dura.
—Quieres trasladar a Alex, ¿verdad?
Le cuento lo que ha ocurrido unas horas antes y le hablo de las marcas en el pecho de Alex.
—Si padece psicosis, debe ser atendido en el lugar adecuado, con los medicamentos y médicos idóneos. Exactamente como si tuviera que ser operado.
—Operado —repite, sin convicción.
—El porcentaje de éxito del Hogar MacNeice es impresionante, Michael. De veras.
Él niega con la cabeza.
—Para ti puede que sí. Pero para los que hemos vivido en Belfast durante los últimos siete años… diría que no.
Pruebo con otra táctica.
—A largo plazo, me preocupa el lugar donde va a vivir Alex. Dime, ¿has visto su casa? ¿Sabes cuántos riesgos para su salud y seguridad he detectado allí?
—¿Cuántos? —pregunta, con voz apagada, distante.
—Más de quince.
Le hablo enérgicamente de los enchufes que vi colgando de la pared y que de vez en cuando soltaban chispas; de lo viejos que estaban los radiadores, que goteaban; de las grietas en el techo, y del cristal roto de la ventana de la cocina, cubierto con cartón y cinta adhesiva. Unas condiciones en las que ningún ser humano debería ser obligado a vivir, y mucho menos una madre y un niño con problemas de salud mental.
Michael piensa en lo que acabo de decir, bebe las últimas gotas de su vaso y dice:
—Discúlpame.
Y, acto seguido, se levanta, dirigiéndose a grandes zancadas hacia la puerta del pub. Por un instante me pregunto si ha entendido bien lo que estoy haciendo realmente, y ha reaccionado simplemente dejándome aquí plantada. Tomo un sorbo del zumo de naranja y compruebo si tengo algún mensaje en el móvil.
Unos minutos después veo que Michael avanza de nuevo entre la clientela hacia la mesa.
—Hecho —dice, con una amplia sonrisa, dejándose caer en la silla que tengo al lado.
Sin embargo, no tan cerca como antes.
—¿Qué es lo que está hecho?
Tira su móvil sobre la mesa.
—Acabo de llamar a un amigo que trabaja en la asociación de la vivienda y le he contado todo lo que me has dicho. Dice que mañana por la mañana, lo primero que hará será poner a Alex y a Cindy en el primer lugar de la lista para que les asignen una nueva casa. —Levanta la mirada para buscar la mía—. Ahora debes ser tú quien decida si Alex tiene que ingresar en el Hogar MacNeice. Yo he cumplido con mi trabajo. Eso es todo.
Luego, se dirige hacia la barra y trae otro zumo de naranja para mí y una pinta de Guinness para él.