«Los caminos de Dios en la Naturaleza, como en la Providencia, no son nuestros caminos. Tampoco las obras que edificamos pueden compararse, de ningún modo, a la inmensidad, profundidad e inescrutabilidad de Sus obras, que tienen en si una profundidad mucho mayor que el pozo de Demócrito.»
Joseph Glanville
Habíamos alcanzado ya la cumbre del risco más elevado y durante algunos minutos el viejo parecía estar demasiado exhausto para hablar.
—No hace mucho tiempo —dijo por fin— que yo podría haberle guiado por este camino tan bien como el más joven de mis hijos. Pero, hace cosa de tres años, me sucedió algo que nunca le ocurrió a otro mortal… o, por lo menos, a ninguno que sobreviviera para contarlo y las seis horas de terror espantoso que soporté entonces quebrantaron para siempre mi cuerpo y mi alma. Quizás usted crea que soy muy viejo, pero no es así. Bastó menos de un día para que mis cabellos negros como el azabache se volvieran blancos, mis miembros se debilitaron y mis nervios se alterasen tanto que me echo a temblar ante el menor esfuerzo y hasta una sombra me asusta. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde esta pequeña altura sin sentir vértigo?
La «pequeña altura» a cuyo borde se había tendido a descansar, tan descuidadamente que la parte más pesada del cuerpo sobresalía del mismo de forma que gracias a que tenía apoyado el codo en el borde resbaladizo evitaba la caída, aquella «pequeña altura» se elevaba sobre un precipicio cortado a pico, cuyos costados eran de brillante roca, y que alcanzaba una profundidad de alrededor de quinientos metros, sobre muchísimos despeñaderos situados más abajo. Por nada del mundo yo me habría situado a menos de seis metros del borde. Estaba tan impresionado por la peligrosa postura de mi compañero que me tendí en el suelo, me aferré a los arbustos que tenía a mi alcance y ni siquiera me atreví a mirar al cielo, mientras luchaba en vano conmigo mismo para rechazar la idea de que los cimientos de la montaña peligraban debido a la furia de los vientos. Pasó bastante tiempo antes de que pudiera tranquilizarme y cobrar el valor suficiente para sentarme y mirar a la lejanía.
—Trate de dominar sus temores —dijo el guía—, ya que lo traje aquí para que gozara usted de la mejor vista del paraje donde ocurrió el hecho que le he mencionado y contarle toda la historia en el mismo lugar en que sucedió.
»Nos hallamos —prosiguió, con la afición a la prolijidad que le distinguía—, nos hallamos muy cerca de la costa noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en la gran provincia de Nordland, en el triste distrito de Lofoten. La montaña en cuya cima estamos se llama Helseggen, la Brumosa. Incorpórese un poco y agárrese de las matas si se marea… ¡eso es! Ahora mire usted hacia allá, hacia el mar, más lejos de este cinturón de vapor que nos rodea.
Miré, presa del vértigo, y contemplé una vasta extensión del océano. El color de las aguas era oscuro como la tinta y trajo a mi memoria el relato del geógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna imaginación humana podría concebir un panorama más deploradamente desolado. A derecha e izquierda y hasta donde podía alcanzar la mirada veíanse extendidas, como murallas del mundo, hileras de acantilados negros parecidos a insectos que se encaramasen, y su lúgubre aspecto era acentuado por la espuma de las olas que rompían a gran altura su blanca y pálida cresta, entre aullidos y rugidos incesantes. Exactamente enfrente del promontorio en cuya cima estábamos y a unas cinco’ o seis millas mar adentro, se divisaba una islita al parecer desierta; quizá sería más exacto decir que podía adivinarse su posición gracias a los alborotados rompientes que la rodeaban. A cosa de dos millas más cerca se veía otra islita, aún más pequeña, horriblemente abrupta y estéril, rodeada en varias partes por montones de rocas negras.
En el espacio que había entre la isla más distante y la orilla, el océano ofrecía un aspecto en verdad extraordinario. Aunque en aquel momento soplaba un fuerte viento hacia tierra, un bergantín que navegaba mar afuera, lo hacía con dos rizos en la vela mayor y desaparecía con frecuencia todo su casco oculto por las aguas; no obstante en el espacio mencionado no se apreciaba ningún impulso regular del viento y del mar, sólo unas acometidas cortas, rápidas y coléricas del agua en todas direcciones, tanto en la del viento como en las contrarias. No había mucha espuma, excepto en la inmediata proximidad de las rocas.
—La isla más alejada —continuó el guía— es llamada Vurrgh, por los noruegos. La más cercana es Moskoe. La que está a una milla hacia él Norte, se llama Ambaaren. Más lejos están Islesen, Hotholm, Keildhelm, Suarven, y Buckholm. Más apartadas aún, entre Móskoe y Vurrgh, se encuentran Otterholm, Flimen, Sandflesen y Skarholm. Tales son los verdaderos nombres de estos lugares, pero el que se les haya dado nombre a todos ellos es algo que ni usted ni yo podemos comprender. ¿Ha oído algo? ¿Ve algún cambio en el agua?
Llevábamos cerca de diez minutos en la cima del Helseggen, a la que ascendimos desde el interior de Lofoten, de modo que no pudimos ver el mar ni una sola vez hasta que se nos ofreció de improviso al llegar a la cima. Mientras el viejo hablaba, oí, efectivamente, un fuerte sonido que aumentaba por momentos y que parecía el mugido de un enorme rebaño de búfalos en una pradera americana. En seguida observé que el océano, hasta entonces picado, como dicen los marinos, cambiaba rápidamente, convirtiéndose en una corriente que iba en dirección Este. Mientras miraba, la corriente adquirió una velocidad monstruosa. Por segundos aumentaba su velocidad hasta alcanzar una desatada impetuosidad. En cinco minutos todo el mar hasta Vurrgh estaba dominado por una furia incontenible, pero entre la costa y Moskoe el rugido se oía con más intensidad. Allí, la vasta superficie de las aguas parecía dividirse en mil distintas direcciones, que entrechocaban y se agitaban con convulsiones frenéticas, hinchándose, hirviendo, silbando y girando en gigantescos e incontables vórtices, pero siempre en dirección Este, con una velocidad que el agua no adquiere en ningún otro lugar, excepto en las cataratas y en las cascadas.
Al cabo de unos minutos se produjo otra radical alteración de la escena. La superficie en general se alisó algo y los remolinos fueron desapareciendo uno tras otro, en tanto que hacían su aparición unas prodigiosas líneas de espuma donde antes no había nada. Finalmente esas fajas extendiéndose a gran distancia y poniéndose en comunicación, iniciaron por sí mismas un movimiento giratorio semejante al de los desaparecidos remolinos y parecieron formar el germen de otro más amplio. De pronto, de manera repentina, adquirió una existencia clara y definida, convirtiéndose en un círculo de más de una milla de diámetro. El borde del remolino estaba representado por una ancha laja de espuma resplandeciente pero ni una sola gota de ella resbalaba al interior del tremendo embudo, cuya parte interna, a juzgar por lo que podía verse, la formaba una pared de agua lisa, brillante y negra como el azabache. Con respecto al horizonte la pared tenía la inclinación de un ángulo de cuarenta y cinco grados, y giraba incesante y rápida con un movimiento oscilante y tumultuoso y lanzando a los aires un sonido parecido a una voz suplicante, mitad chillido, mitad rígido, tan fuerte que ni siquiera el Niágara poderoso lo eleva tan alto hacia los cielos en su caída.
La montaña se sacudía hasta los cimientos y las rocas oscilaban. Volví a tenderme boca abajo y me aferré a los escasos matorrales embargado por una extraordinaria agitación.
—Esto —pude por fin decirle al viejo— no puede ser otra cosa que el gran remolino del Maelström.
—Así es como lo llaman a veces —respondió—. Nosotros, los noruegos, lo llamamos el Moskoe-ström, por encontrarse la isla de Moskoe a mitad de camino.
Las descripciones corrientes de aquel vórtice no me habían preparado de ningún modo para lo que vi. La relación de Joñas Ramus, que es acaso la más detallada de todas, no puede dar ni la más pálida idea del horror y de la magnificencia de la escena, como tampoco del pasmo y sensación de novedad que confunde al espectador. Ignoro desde qué punto de vista presenció el narrador aquel fenómeno y en qué época, pero sí estoy seguro de que no la vio desde la cumbre del Helseggen, ni durante una tormenta. He aquí algunos pasajes de su descripción que merecen citarse por los detalles, aunque la impresión es demasiado pobre comparada con la realidad del espectáculo.
«Entre Lofoten y Moskoe —escribe—, la profundidad del agua anda entre las treinta y seis y las cuarenta brazas, pero del otro lado, en dirección a Ver (Vurrgh) esta profundidad disminuye tanto que no ofrece paso conveniente para un barco, a menos de correr el riesgo de encallar, lo que ocurre incluso en tiempo de bonanza. Durante la pleamar la corriente sube entre Lofoten y Moskoe con una rapidez extraordinaria, pero el rugido del impetuoso reflujo apenas es igualado por las cataratas más ruidosas e importantes. El estrépito se oye a la distancia de varias leguas y los vórtices y los abismos son tan extensos y profundos que si un barco es atraído por ellos es inevitablemente absorbido y arrastrado hasta el fondo, donde se despedaza contra las rocas y una vez que las aguas se han tranquilizado suben a la superficie los restos del naufragio. Pero esos intervalos de calma aparecen únicamente entre el flujo y el reflujo en tiempo bonancible y sólo duran un cuarto de hora y entonces, gradualmente, vuelve la violencia. Cuando la corriente es más impetuosa y su furia acrecentada por la tempestad, existe un gran peligro en acercarse a menor distancia de una milla noruega. Botes, yates y buques se han perdido por no tomar precauciones antes de llegar a su alcance. Igualmente sucede a menudo que las ballenas se acerquen demasiado a la corriente y son dominadas por su violencia; es imposible describir su clamor y sus mugidos tratando de escapar. En cierta ocasión, un oso que intentaba ir a nado desde Lofoten a Moskoe, fue atrapado por el remolino y el animal rugía tan fuerte que podía oírsele desde la costa. Grandes cantidades de troncos de abetos y de pinos, absorbidos por la corriente, reaparecen luego tan triturados y astillados que los fragmentos parecen erizados de espinas. Eso demuestra que el fondo está constituido por rocas puntiagudas contra las que los troncos son arrastrados de acá para allá. Esta corriente está regulada por el flujo y el reflujo del mar, de modo que cada seis horas alcanza el máximo de su intensidad. En el año 1645, por la mañana temprano del domingo de sexagésima, su ímpetu y violencia fue tal que hasta se cayeron piedras de las casas de la costa».
En cuanto a la profundidad del agua, no puedo imaginarme cómo pudieron averiguarla en la inmediata vecindad del vórtice. Las «cuarenta brazas» deben referirse sólo a aquellas partes del canal más cercanas a la costa de la isla de Lofoten o la de Moskoe. La profundidad en el centro del Moskoe-ström debe ser inconmensurablemente mayor y no hay mejor prueba de este hecho que la que se puede obtener con la contemplación del abismo del remolino desde la punta más elevada del Helseggen. Mirando hacia el fondo, desde el pináculo, al Flegeton rugiente, no pude por menos que sonreír al pensar en la simplicidad con que el sincero Joñas Ramus registra, como detalles difíciles de creer, las anécdotas sobre ballenas y osos. Lo que me parecía evidente era que los buques de mayor calado existentes que entraran en la zona de influencia de su mortal atracción, podrían resistir aún menos que una pluma en el huracán y desaparecerían total e inmediatamente.
Los intentos para explicarse el fenómeno, algunos de los cuales recuerdo que me parecieron muy plausibles al leerlos, ahora aparecían bajo una luz muy diferente y poco satisfactoria. La idea, por lo general aceptada, era la de que aquel vórtice, y también tres más pequeños entre las islas Feroe, «no tienen otra causa que la colisión de las olas entre sí y contra una línea de rocas y arrecifes, en el flujo y en el reflujo, y el agua queda confinada de forma que se precipita como una catarata, y así, cuanto mayor es la altura de la marea, más profunda es la caída y la natural resultante es un remolino o vórtice, cuya prodigiosa succión ha sido suficientemente demostrada con experimentos hechos a pequeña escala». Ésos son los términos de la Enciclopedia Británica. Kircher y otros suponen que en el centro del canal del Maelström existe un abismo que se adentra en el globo terráqueo, cuya salida se encuentra en algún lugar muy remoto (el golfo de Botnia es, en un caso determinado, citado concretamente). Esta opinión, aunque carente de base, era la que creía más verosímil cuando contemplaba el espectáculo, y al comentarla con mi guía quedé bastante sorprendido al oírle decir que, a pesar de ser la opinión casi universalmente aceptada sobre el asunto por la mayor parte de noruegos, no era, sin embargo, la suya propia. En cuanto a la primera opinión me confesó que era incapaz de comprenderla, cosa en la que yo estaba de acuerdo, ya que, por muy clara que parezca al leerla, se hace del todo incomprensible, incluso absurda, cuando se percibe el trueno del abismo.
—Usted ha podido observar perfectamente el remolino —siguió mi guía— y si rodea usted este risco, para ponernos a sotavento a fin de que no nos moleste tanto el rugido del agua, le contaré una historia que le convencerá de que tengo mis razones para saber algo acerca del Moskoe-ström.
Me coloqué según sus deseos y el viejo prosiguió:
—Yo y mis dos hermanos éramos propietarios de un queche, arbolado como goleta, de cerca de setenta toneladas de desplazamiento y con él solíamos pescar entre las islas, más allá de Moskoe, cerca de Vurrgh. En determinadas oportunidades la pesca es abundante en las violentas mareas de esas aguas, pero hay que tener el valor de afrontarlas. En toda la costa de Lofoten, nosotros tres éramos los únicos que nos dedicábamos, de modo regular, a la pesca entre las islas. Los lugares más frecuentados están mucho más al Sur. Es donde puede faenarse a cualquier hora, con poco-riesgo y, en consecuencia, son los lugares preferidos. Los mejores puntos de ahí enfrente, entre las rocas, no solamente abundan en las vaciedades más finas, sino que la pesca es mucho más abundante. En esta forma a menudo pescábamos en un solo día más que otros más tímidos podían conseguir en toda una semana. En realidad, especulábamos temerariamente: el riesgo de la vida a cambio de menor trabajo, y el valor era nuestro capital.
»Fondeábamos el queche en una ensenada de la costa, unas cinco millas más arriba. Teníamos la costumbre, cuando el tiempo era bonancible, aprovechar los quince minutos de calma para avanzar a través del canal principal del Moskoe-ström, mucho más arriba del remolino y luego echábamos el ancla cerca de Otterholm o Sandflesem, donde los remolinos son menos violentos que en otras partes. Allí esperábamos hasta que renaciera la calma y entonces levábamos el ancla y nos dirigíamos hacia casa. Nunca emprendíamos la expedición si no podíamos contar con un viento regular de lado, tanto para la ida como para la vuelta (un viento en que poder confiar y que no nos fallaría al regreso) y muy pocas veces nos equivocábamos en este detalle. Sólo dos veces, en seis años, nos vimos obligados a permanecer anclados durante toda la noche a causa de la calma absoluta, cosa nada común en esos lugares. En otra ocasión tuvimos que permanecer casi una semana en nuestro lugar habitual, casi muriéndonos de hambre, debido a una galerna que empezó a soplar a nuestra llegada y que agitó tanto el canal que ni siquiera podía pensarse en atravesarlo. En esta ocasión habríamos podido ser arrastrados mar afuera a pesar de todo (porque los remolinos nos hacían girar con tanta violencia que al fin largamos el ancla y la íbamos arrastrando), si no hubiéramos ido a parar a una de las incontables corrientes de través, que hoy están y al otro día desaparecen, que nos condujo a sotavento de Flimen, donde por suerte nos detuvimos.
»No podría contarle ni la vigésima parte de las dificultades que atravesamos en “nuestro terreno de pesca”: no es lugar aconsejable para quedarse aun en bonanza, pero siempre nos atrevimos a retar el Moskoe-ström sin accidentes. Aunque, a decir verdad, en más de una ocasión se nos ponía un mido en la garganta si llegábamos allí un minuto antes o después del intervalo de calma. El viento no era a veces tan fuerte como creíamos a la salida y entonces avanzábamos menos de lo deseable, mientras que la corriente hacía difícil gobernar el queche. Mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho años y yo, por mi parte, era padre de dos robustos mozos. Nos habrían sido de gran ayuda en aquellos tiempos, ya fuera usando los remos, ya fuera ayudándonos en la pesca, pero si bien estábamos dispuestos a arrostrar el peligro nosotros mismos, nos hubiera partido el corazón poner a los muchachos en tales bretes ya que, en definitiva, era un peligro evidente, era un horrible riesgo. Ésa. es la verdad.
»Dentro de pocos días se cumplirán tres años de la aventura que le voy a relatar. Era el 10 de julio de 18…, un día que la gente de aquí nunca olvidará, ya que tal día sopló el huracán más terrible surgido de los cielos. Sin embargo, durante toda la mañana y hasta avanzada hora de la tarde sopló una suave brisa del Sudoeste y el sol brillaba resplandeciente, de forma que ni los más ancianos del lugar pudieron predecir lo que iba a suceder.
»Nosotros tres, mis dos hermanos y yo, habíamos ido hacia las islas a las dos de la tarde y muy pronto cargamos el queche con pesca de la más fina y en tan gran cantidad, como no pudimos menos que reconocer, que en cualquier otra oportunidad que recordásemos. Eran exactamente las siete, en mi reloj, cuando levamos anclas y nos aprestamos para el regreso, con el fin de pasar el punto más peligroso del Ström en el período de calma, que ya sabíamos que era a las ocho.
»Avanzábamos con viento fresco de estribor y a buena velocidad,* sin pensar siquiera en peligros, puesto que, en realidad, no asomaba el menor indicio de alarma. De pronto nos vino de frente una brisa procedente de Helseggen. Era algo inesperado que nunca antes había sucedido. Empecé a inquietarme, ignorando por qué razones. Enfilamos contra el viento, pero no avanzábamos en absoluto por culpa de la contracorriente y me disponía a proponer que virásemos hacia nuestro punto de anclaje cuando, al mirar hacia popa, vi todo el horizonte cubierto por una nube singular de un color cobrizo que se elevaba con sorprendente rapidez.
»Entretanto amainó la brisa que hasta entonces nos había empujado y reinó una calma total. Derivábamos en todas direcciones. Ese estado de cosas no duró, sin embargo, suficientemente para pensar en él. La tempestad se abatió sobre nosotros en menos de un minuto y, antes de que transcurrieran dos, el cielo estuvo por completo encapotado. Oscureció tanto, y tan de repente, que en el queche tanto mis hermanos como yo no podíamos vernos mutuamente.
»Sería una temeridad pretender describir el huracán que sopló. Los más ancianos marineros noruegos nunca habían visto nada igual. Habíamos arriado todas las velas antes de que nos alcanzase, pero al primer embate del viento los dos mástiles salieron despedidos por la borda como si los hubieran aserrado, arrastrando el palo mayor a mi hermano pequeño, quien para mayor seguridad se había atado a él.
»Nuestra barca era como una leve pluma en el mar. La cubierta, despejada por completo, tenía sólo una pequeña escotilla, próxima a la proa, que teníamos la costumbre de cerrar perfectamente cuando cruzábamos el ström, como medida de precaución contra el agitado mar. En esta oportunidad y de no haber procedido siempre igual, habríamos zozobrado en un abrir y cerrar de ojos, ya que en algunos momentos estábamos cubiertos por las aguas. Cómo mi hermano mayor escapó entonces a la muerte no podría decirlo, ya que nunca pude averiguarlo. Por mi parte, después de arriar la vela de trinquete, me tendí en cubierta, apoyando los pies contra la regala estrecha de proa y con las manos agarradas de una anilla próxima a la base del trinquete. Fue mero instinto el que me obligó a obrar así y resultó ser lo mejor que hubiera podido hacer, además estaba demasiado aturdido para ponerme a pensar.
»Por algunos momentos estuvimos bajo un diluvio y durante todo ese tiempo contenía el aliento, aferrado a la anilla. Cuando no pude más me puse de rodillas, aunque sin soltar las manos, y así se me aclaró un poco la cabeza. Entonces nuestra pequeña nave se agitó como un perro saliendo del agua, sacudiéndose de encima el agua que la cubría. Trataba de dominar el estupor que se había apoderado de mí y recobrar los sentidos a fin de ver lo que podía hacerse, cuando noté que alguien me agarraba del brazo. Era mi hermano mayor y mi corazón saltó de alegría, ya que daba por descontado que había caído por la borda, pero al punto toda mi alegría se convirtió en honor, porque puso su boca junto a mi oído y gritó: ¡Moskoe-ström!
»Nunca sabrá nadie cuáles fueron mis sentimientos en aquel momento. Temblé de pies a cabeza como si sufriera el más agudo ataque de fiebre. Sabía demasiado lo que quería decir con esa sola palabra. Sabía lo que él deseaba hacerme comprender. ¡El viento que nos estaba impulsando nos llevaba en derechura al remolino del Ström y nada podía salvarnos!
»Piense usted que siempre que queríamos cruzar el canal del Ström, lo hacíamos a mucha distancia del remolino, incluso cuando el tiempo era bonancible, y luego teníamos que esperar y acechar con la máxima atención el momento de calma, pero ahora nos dirigíamos directamente hacia él bajo el empuje del huracán. Pensé que con toda seguridad llegaríamos al mismo en el momento de la calma; quedaba esta pequeña esperanza. Pero en seguida me maldije a mí mismo por haber sido lo bastante loco para abrigar esa idea. Sabía demasiado bien que estábamos condenados, aunque el nuestro hubiera sido un barco artillado y diez veces mayor de lo que era.
»A la sazón había cedido la primera furia de la tempestad o quizá no la sentíamos tanto porque corríamos delante de ella. De cualquier modo el mar que al principio el mismo viento había contenido y aparecía llano y cubierto de espuma, se alteró levantándose en enormes montañas. También un cambio singular se había operado en el cielo. Por todas partes, en cualquier dirección, estaba negro como la tinta, pero casi encima de nuestras cabezas, en el cénit, apareció un círculo despejado de cielo claro, tanto como nunca antes había visto otro igual, de un azul intenso, y a través del círculo brillaba la luna llena con un resplandor como jamás vi otro semejante. Iluminaba todo cuanto estaba a nuestro alrededor con la mayor claridad, pero ¡Dios mío, qué escena tan horrible iluminaba!
»Intenté un par de veces hablar con mi hermano, pero de algún modo que no puedo comprender el estrépito había aumentado tanto que no pude lograr que oyera ni una sola de mis palabras, a pesar de que gritaba con toda la fuerza de mis pulmones juntando mi boca a su oído. Se limitó a sacudir la cabeza, tenía el semblante lívido como un muerto y levantó uno de sus dedos como si quisiera decir: ¡Escucha!
»De momento no comprendí su idea, pero pronto cruzó mi mente un pensamiento horrible. Saqué el reloj de mi faltriquera, pero no marchaba. Miré la esfera a la luz de la luna y luego me eché a llorar y lancé lejos, al mar, el reloj. ¡Se había parado a las siete! ¡Había pasado el momento de la calma y el remolino del Ström estaba entonces en el instante de mayor furia!
»Cuando una embarcación está bien construida, debidamente estibada y no cargada con exceso, las olas de una fuerte galerna, mientras se navega, parece que se deslizan debajo del casco, cosa que apenas; puede comprender un hombre de tierra. Eso se llama, en términos marineros, surcar las olas.
»Bueno, hasta entonces habíamos surcado las olas muy hábilmente, pero ahora una ola monstruosa nos tomó por debajo y empezó a levantarnos, ¡aúpa!, ¡aúpa!, como si fuera a arrojamos hasta el cielo. Nunca hubiera pensado que una ola pudiera alcanzar tal altura. De repente descendimos rápidamente, deslizándonos hasta zambullirnos en el seno de las aguas. Me sentí enfermo y mareado como si en sueños cayera desde lo más alto de una montaña. Pero mientras estábamos en la cresta de la ola miré rápidamente a mi alrededor y, aquella mirada, fue suficiente. El remolino del Moskoe-ström se hallaba a un cuarto de milla frente a nosotros, pero no era ni con mucho el remolino acostumbrado tal y como lo ve usted ahora desde aquí, que más bien se parece al movimiento de las aspas de un molino. De no haber sabido dónde estábamos y lo que nos esperaba, no hubiera reconocido el lugar en absoluto. Pero, sabiéndolo, cerré horrorizado los ojos. Los párpados se me pegaron como en un espasmo.
»Habían apenas transcurrido dos minutos cuando advertimos que las olas habían cedido y estábamos envueltos en espuma. La embarcación dio una media vuelta muy acentuada hacia babor y en seguida salió disparada como un rayo en la nueva dirección. Al mismo tiempo el ensordecedor ruido del agua quedó apagado por completo por un agudo chillido, un sonido que podría compararse con el que producirían los escapes de miles de buques de vapor que al unísono aliviaran la presión de sus calderas. Estábamos en el cinturón de espuma que siempre rodea el remolino. Naturalmente, pensé que de un momento al otro nos precipitaríamos en el abismo cuyo fondo sólo podíamos ver de manera imprecisa debido a la extraordinaria velocidad con que nos movíamos. No creía que la embarcación se hundiera en el agua, sino que parecía resbalar sobre ella como una burbuja en la superficie de una resaca. A estribor teníamos el remolino y a babor se encontraba el océano que acabábamos de abandonar. Parecía un enorme muro movedizo que se interponía entre el queche y el horizonte.
»Puede parecer raro, pero en los momentos en que nos encontrábamos en las mismas fauces del golfo me sentía más tranquilo que cuando nos aproximábamos a él. Habiendo abandonado toda esperanza, me libré de gran parte del terror que hasta entonces me sobrecogiera. Supongo que la desesperación templó mis nervios.
»Podrá parecer que es jactancia, pero cuanto le explico es la verdad. Empecé a pensar en qué magnífica manera de morir sería aquélla y la tontería que suponía por mi parte considerar tan importante mi vida frente a un espectáculo tan maravilloso del poder de Dios. Creo que me sonrojé de vergüenza cuando la idea cruzó mi mente. Al cabo de un rato sentí el mayor interés y curiosidad por el propio remolino. Experimenté el deseo de explorar sus profundidades, aun a costa del sacrificio que iba a hacer, y lo que más lamentaba era que nunca podría contarles a mis viejos compañeros los misterios que vería. Éstas eran, en realidad, divagaciones singulares para ocupar la mente de un hombre en aquellos momentos y desde entonces me he preguntado repetidas veces si las vueltas que daba el queche no me trastornaron la razón.
»Se presentó otra circunstancia que hizo que yo recobrara el dominio de mí mismo y fue que el viento cesó, pues no podía tocarnos en la posición en que nos encontrábamos, ya que, como ha visto usted mismo, el cinturón de espuma es mucho más bajo que el nivel del océano y éste lo teníamos entonces por encima de nosotros parecido a una cresta montañosa elevada y oscura. Si nunca se ha encontrado en el mar durante una fuerte tormenta no puede hacerse mía idea de la confusión mental que ocasiona el viento y la espuma del agua combinados. Ciegan, ensordecen, ahogan a uno quitándole toda posibilidad de acción o reflexión. Pero entonces nos encontrábamos, en buena parte, libres de tales molestias, igual que a los condenados a muerte se les tienen ciertas consideraciones de las que no disfrutan cuando su suerte no ha sido aún decidida.
»Es imposible decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito del remolino. Quizás estuvimos girando durante una hora, más que flotando, volando, acercándonos poco a poco al centro, y luego cada vez más cerca del horrible borde interior. Durante todo ese tiempo no me solté de la anilla a la que me había asido. Mi hermano estaba a popa, agarrándose a un gran barril para agua que estaba vacío y firmemente amarrado a la bovedilla: era la única cosa sobre cubierta que no había sido barrida y caído por la borda al primer embate de la galerna. Cuando nos acercábamos al borde de la sima abandonó el barril y se acercó a mi anilla y en la agonía de su terror, quiso obligarme a dejarla, ya que no era lo bastante grande para que nos asiéramos ambos a ella. Nunca me había sentido tan profundamente enojado como en aquel momento, aunque me daba cuenta de que mi hermano estaba loco y que era el terror lo que le movía a hacer aquello. Pero no quise discutir y comprendiendo que, a fin de cuentas, poco importaba que uno o el otro agarrara cualquier cosa, le dejé la anilla y me fui hacia la popa para agarrarme al barril. No tuve gran dificultad debido a que el queche navegaba describiendo círculos con bastante estabilidad, solamente balanceándose de un lado para otro a favor de los inmensos surcos del remolino. Apenas me había afianzado en mi nueva posición, cuando la nave dio un fuerte brinco hacia estribor tomando una veloz dirección hacia el abismo. Musité presuroso una oración al Señor, creyendo que todo había terminado.
»Al notar la horrible sensación del descenso, por instinto me agarré con mayor fuerza del barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos no osé abrirlos, esperando la muerte instantánea y me maravillaba que ya no estuviera luchando a brazo partido con el agua. Transcurrían los segundos y yo continuaba con vida. La sensación de caída había cesado y el movimiento de la embarcación se parecía mucho al que ya tenía cuando estaba en el cinturón de espuma, con la diferencia que ahora estaba más escorada. Reuní el valor necesario y una vez más examiné la escena.
»Nunca olvidaré las sensaciones de pavor, pasmo y admiración que experimenté al mirar alrededor. La nave parecía estar suspendida, como por arte de magia, a mitad de camino, en la superficie interior del embudo de vasta circunferencia. Era de una profundidad prodigiosa y sus lados eran perfectamente lisos y parecían hechos de ébano, giraban a maravillosa velocidad y despedían una radiación brillante y fantástica, pues los rayos de la luna llena, procedentes del círculo despejado entre las nubes del que ya le hablé, derramaban una luz de dorada gloria a lo largo de las oscuras paredes e incluso mucho más adentro, a gran profundidad, hasta el punto más interior del abismo.
»Al principio me sentía demasiado confuso para observar, atento, la situación. Sólo consideraba aquella explosión de terrible grandiosidad. Cuando me recobré un poco, no obstante, mi mirada se dirigió por instinto a la parte más inferior. En dicha dirección podía obtener una visión sin obstrucciones debido al modo como el queche colgaba de la inclinada superficie del remolino. Estaba casi en equilibrio (es decir, la cubierta situada en un plano paralelo al del agua), pero éste tenía una inclinación algo superior a los cuarenta y cinco grados, así que parecía estábamos posados o suspendidos en posición lateral. Pude observar, sin embargo, que no tenía mucha mayor dificultad en sostenerme en pie en aquella situación que la que hubiera tenido sobre un tablón horizontal. Eso era debido, me imagino, a la velocidad con que girábamos.
»Los rayos de la luna parecían querer escudriñar el fondo del profundo abismo, pero no pude distinguir nada muy claramente, debido a la espesa niebla en la que todo aparecía envuelto y sobre la que brillaba un precioso arco iris, como aquel puente estrecho y endeble que, según los musulmanes, es el único camino entre el Tiempo y la Eternidad. Aquella niebla o rocío lo creaba sin duda el encuentro de las grandes paredes del embudo, cuando se juntaban en lo más profundo, pero no me atrevo a describirle el rugido que surgía de las profundidades y que se elevaba hasta los cielos.
»Nuestro primer deslizamiento hasta el mismo abismo, desde el cinturón de espuma de la parte superior, nos había llevado a una gran profundidad dentro de la pendiente, pero nuestro descenso posterior no fue ni con mucho tan grande. Dábamos vueltas sin cesar, no con movimientos uniformes, sino a sacudidas, que a veces nos lanzaban a sólo unos centenares de metros o casi junto al circuito más largo del remolino. Nuestro progreso hacia el fondo, a cada revolución, era lento, pero apreciable.
»Mirando a mi alrededor el enorme muro de líquido de color de ébano por donde circulábamos, pude darme cuenta de que nuestro barquito no era el único objeto del abrazo del torbellino. Tanto encima como debajo de nosotros, había fragmentos aparentes de navíos, grandes cantidades de maderos para la construcción, troncos de árbol y muchos otros artículos de menores proporciones, como muebles, restos de cajas, barriles, y duelas de tonel. Ya antes le expliqué la curiosidad anormal que había ocupado el lugar de mis terrores originales. La misma iba aumentando en mí a medida que nos acercábamos más a nuestro desastroso fin. Empecé a mirar, cada vez con mayor y más raro interés, los numerosos objetos que viajaban en nuestra compañía. Estaría bajo los efectos de un delirio ya que incluso trataba de divertirme especulando sobre la velocidad relativa de sus diversos descensos hacia la espuma que estaba más al fondo. Me sorprendí diciéndome a mí mismo: “Este abeto será, a no dudar, el próximo objeto que emprenda el camino final del descenso, hasta desaparecer”, y luego experimentaba una desilusión al constatar que los restos de un navío holandés lo hacían antes que el abeto en cuestión. Por último, y luego de hacer diversas apuestas de ese tipo, que invariablemente perdía, ese hecho (el resultado de mis cálculos siempre fallidos) me hizo reflexionar y fue causa de que de nuevo mis miembros volvieran a temblar y que mi corazón latiera otra vez apresuradamente.
»No era un nuevo terror el que me afectaba ahora, sino la aurora de una excitante esperanza. Ésta se despertó debido sobre todo a ciertos recuerdos y también procedía en parte de mis actuales observaciones. Acudió a mi memoria el recuerdo de la gran variedad de objetos flotantes que arribaban a las costas de Lofoten, donde se desparramaban después de haber sido absorbidos por el Moskoe-ström. La mayor parte de aquellos artículos estaban destrozados de forma muy peculiar, tan desgastados y maltratados que parecían erizados de púas, pero en aquel momento recordé que algunos no estaban deformados en lo más mínimo. No podía explicarme la diferencia excepto si suponía que los maltratados eran los únicos que habían sido absorbidos completamente y que los otros habían penetrado en el remolino retrasados, en un momento más avanzado de la marea o, por alguna razón, habían descendido tan despacio una vez que penetraron en el embudo que no llegaron al fondo antes de que apareciese la marea ascendente o descendente, según el caso. Consideraba que era posible, en cualquier caso, que fueran devueltos de nuevo al nivel del mar, sin sufrir el destino de aquellos que habían penetrado antes o fueron absorbidos con mayor rapidez. Hice también tres observaciones importantes. La primera era que, por regla general, cuanto más grandes eran los objetos, más rápidamente caían. La segunda consistía en que, entre dos masas de igual volumen, una de forma esférica y la otra de cualquier forma, la esférica bajaba con mayor rapidez, y la tercera, y última, que entre dos masas del mismo tamaño, una cilíndrica y otra de forma distinta, la primera era absorbida mucho más lentamente.
»Después de salvarme he sostenido varias conversaciones sobre el tema con un maestro jubilado de mi distrito. Gracias a él conozco los términos “cilindro” y “esfera”. Me explicó, aunque he olvidado la explicación, que lo que había observado eran la consecuencia natural de la forma de los fragmentos flotantes y me demostró por qué razón un cilindro, flotando en un vórtice, ofrecía mayor resistencia a la succión y era atraído con mayor dificultad que cualquier cuerpo que, abultando igual, tuviera una forma diferente.
»Aprecié una circunstancia sorprendente que abonaba mis observaciones y que intenté explicarme. Era la siguiente: a cada revolución que dábamos nos cruzábamos con algo parecido a un barril, o una verga rota, o el mástil de un navío, y pese a que muchas de esas cosas estaban a nuestro nivel cuando abrí por primera vez mis ojos ante la maravilla del remolino, ahora estaban más arriba de donde nosotros nos encontrábamos y parecía que habían variado bien poco su posición original.
»No titubeé ni un segundo en lo que debía hacer. Decidí amarrarme bien en el barril que hasta ahora había utilizado como sostén y cortar las ataduras que lo fijaban a la bovedilla y en seguida echarme al agua junto con él. Por medio de ademanes atraje la atención de mi hermano, señalé los barriles flotantes que teníamos alrededor e hice cuanto estuvo en mi mano para darle a entender lo que iba a intentar. Creí que por fin había comprendido, pero haya sido así o no, meneó la cabeza con desaliento y se obstinó en seguir asido de la argolla. Era imposible obligarle, era urgente actuar sin demora, así que, con el corazón hecho pedazos, le abandoné a su suerte, me até al barril con los mismos cabos que antes lo aseguraban a la bovedilla y atado a él y sin dudarlo ni un segundo más me precipité en el mar.
»El resultado fue precisamente el que esperaba. Y como soy yo mismo quien le cuenta ahora esta historia y por lo tanto puede ver que me salvé y como ya usted sabe el modo como mi salvación se llevó a cabo, voy a contarle rápidamente lo que falta para concluir la historia, que está llegando ya a su fin. Habría transcurrido una hora, .más o menos, desde que abandoné el queche cuando éste descendió un buen trecho alejándose de mí, dio tres o cuatro volteretas locas, en rápida sucesión y con mi querido hermano a bordo, se zambulló de proa inmediatamente y para siempre dentro del caos de espuma que había en el fondo. El barril al que me había atado descendió un poco más de la mitad del trecho existente entre el fondo del remolino y el punto donde salté por la borda antes de que se produjera un cambio notable en la naturaleza del remolino. Las pendientes que formaban las paredes del gran embudo se volvieron por momentos menos inclinadas. Las revoluciones del remolino fueron cada vez menos violentas. Poco a poco desaparecieron la espuma y el arco iris y el fondo del tragadero parecía ascender lentamente. El firmamento estaba claro, los vientos habían amainado y la luna llena brillaba radiante al Oeste, cuando me encontré en la superficie del océano, frente a las playas de Lofoten y encima del lugar exacto donde estuvo el remolino del Ström. Era la hora de la bonanza, pero el océano hervía aún con’ las empinadas olas resultantes del huracán. Fui arrastrado con violencia hacia el canal del Ström y en pocos minutos un rápido impulso me llevó a la parte baja de la costa, en los lugares de pesca de los marineros. Un bote me izó a bordo (me encontraba exhausto) y ahora, cuando ya no corría peligro, había perdido el habla con el recuerdo del horror vivido. Los que me izaron eran viejos amigos míos y compañeros diarios de faenar, pero no me reconocieron como no habrían reconocido a un viajero procedente de la tierra de los espíritus. Mis cabellos, que hasta el día antes eran de un negro de azabache, tenían la blancura que usted puede ver ahora. Me dijeron asimismo que todo mi aspecto parecía cambiado. Les conté mi historia. Y ellos no la creyeron. Ahora se la he contado a usted y mucho me temo que no tendrá más fe en mis palabras que la que tuvieron en ellas los pescadores de Lofoten.