Con un corazón rebosante de furiosas fantasías
De las cuales soy el capitán,
Con una ardiente lanza y un caballo de aire
Me dirijo al desierto.
(Canción de Tom O’Bedlam)
Según noticias procedentes de Rotterdam, esta ciudad parece vivir en extraordinaria excitación filosófica. La verdad es que han ocurrido allí fenómenos de naturaleza tan insólita, tan enteramente nuevos y opuestos a opiniones preconcebidas, que, a mi modo de ver, no dejan lugar a dudas de que, a estas alturas, toda Europa debe estar alborotada, conmocionada toda la física y salidas de madre toda razón y astronomía.
Parece ser que el día… (no estoy seguro de la fecha exacta) una multitud, llevada de un propósito que no se especifica con claridad, se reunió en la gran plaza de la Bolsa de la muy acondicionada ciudad de Rotterdam. La jornada era calurosa —lo cual no es frecuente en esa época del año— y la brisa era apenas perceptible. A la muchedumbre no le malhumoraba ser rociada por amistosos chubascos de momentánea duración procedentes de grandes nubes blancas distribuidas por la bóveda azul del firmamento. Sin embargo, a eso del mediodía una ligera pero evidente agitación se apoderó de todos los presentes; diez mil lenguas comenzaron a badajear, e instantes después diez mil caras se volvieron a lo alto, diez mil pipas cayeron de las comisuras de otras tantas bocas y un grito, sólo comparable al rugir del Niágara, resonó largo, estentórea y furiosamente, por la ciudad entera y los alrededores de Rotterdam.
La causa del alboroto no tardó en descubrirse. Por detrás de la enorme masa de uno de esos nubarrones de recortado perfil, a los cuales ya me he referido, se vio surgir despaciosa, en un claro abierto en, el espacio azul, una sustancia extraña, heterogénea, aunque de apariencia sólida, de forma tan singular y fantástica a la vez que resultaba por completo incomprensible, y no debidamente admirada por la multitud de vigorosos ciudadanos que abajo seguían boquiabiertos. ¿Qué podría ser? Por todos los demonios de Rotterdam, ¿cabía considerarlo un presagio? Nadie lo sabía, nadie podía imaginarlo. Nadie, ni siquiera el burgomaestre Mynheer Superbus Von Underduk, facilitó la más pequeña clave que permitiera desentrañar el misterio. Así las cosas, puesto que nada más razonable se podía hacer, cada hombre volvió a colocarse cuidadosamente la pipa en la comisura de la boca, y, fijos los ojos en el fenómeno, fumaron, descansaron, anadearon de un lado para otro, gruñeron significativamente… volvieron a sus anadeos, gruñidos, descansos y finalmente… fumaron de nuevo.
Mientras, el objeto de tanta curiosidad y tanto humo comenzó a descender más y más sobre aquella importante ciudad. Pocos minutos más tarde estaba tan cerca que se le podía distinguir con claridad. Resultó ser, sí, no había duda, una especie de globo, aunque huelga decir que un globo como aquél nunca se había visto antes en Rotterdam. Porque, pregunto yo, ¿quién había oído hablar alguna vez de un globo construido enteramente de mugriento papel de periódico? En Holanda nadie, por cierto. Y, sin embargo, todos los presentes tenían ante sus mismísimas narices, o, mejor dicho, encima de ellas, el objeto en cuestión, confeccionado (me consta gracias a testimonios dignos de crédito) con el material indicado, el cual, como todo el mundo sabe, no es el más adecuado para semejante propósito. Esto constituía un atroz insulto para el sentido común de los ciudadanos de Rotterdam. Consideraron, además, que la forma presentada por el fenómeno era, si cabe, aún más reprensible. Era ni más ni menos que un inmenso gorro de bufón vuelto del revés. Tal similitud no quedó por cierto suavizada cuando, tras una inspección más atenta, la muchedumbre advirtió que del ápice colgaba una borla. En torno al borde superior o base del cono, se formaba un círculo de pequeños instrumentos parecidos a cascabeles que, entre todos, interpretaban sin cesar la canción de Betty Martin.
Pero aún había algo peor. Sujeto por medio de cintas azules atadas al extremo de aquel fantástico armatoste, colgaba, a modo de barquilla, un gigantesco sombrero de piel de castor con alas anchísimas, copa hemisférica, ancha cinta negra y hebilla de plata. Por curioso que pueda parecer, muchos ciudadanos de Rotterdam juraron que no veían dicho sombrero por primera vez. Es más: la mayoría lo contempló como si se tratase de algo familiar y la vrow Gretten Pfaall, cuando lo vio, lanzó una exclamación de gozosa sorpresa, declarando que era idéntico al que usara en otros tiempos el bueno de su marido.
A este respecto conviene advertir que cinco años antes Pfaall, junto con otros tres compañeros suyos, desaparecieron de Rotterdam de manera imprevista e inexplicable, y hasta el momento de escribir esta narración fracasaron todos los intentos de obtener datos sobre su paradero. Bien es verdad que unos cuantos huesos que se creían humanos se encontraron en un montón de basura, en un descampado que se halla hacia el este de la ciudad. Algunos hasta llegaron a imaginar que en aquel lugar se había cometido un horrible asesinato cuyas víctimas habían sido probablemente Hans Pfaall y sus amigos. Pero continuemos.
El globo (pues eso era a todas luces) había ido descendiendo, y se encontraba ya a no más de treinta metros del suelo, lo cual permitía a la multitud, apiñada debajo, tener una visión suficientemente clara de su tripulante. Se trataba de alguien verdaderamente singular. No medía más de unos sesenta centímetros de altura, lo cual no le deparaba especial equilibrio, pues se tambaleaba dentro de la canasta que colgaba del globo, hasta el punto que hubiese caído al suelo de no contar aquélla con una baranda circular que le llegaba al pecho, de la cual salían unas cuerdas que unían la plataforma al globo. El cuerpo del hombrecillo era desproporcionadamente ancho, de modo que todo él resultaba muy redondo y absurdo. Sus pies, naturalmente, quedaban ocultos. Enormes resultaban sus manos. Llevaba el cabello casi blanco peinado hacia atrás y unido en una queue a la altura de la nuca. Tenía una nariz desmesurada, torcida y muy roja; ojos grandes, brillantes e inteligentes; barbilla y mofletes, aunque arrugados por los años, carnosos y colgantes. En cuanto a orejas, nada. En caso de que contara con ellas, no presentaba trazas visibles.
El extraño hombrecillo vestía un gabán suelto, de raso celeste, y ceñidos calzones de montar del mismo color que se ajustaban a la altura de las rodillas con broches de plata. Su chaqueta era de una extraña tela amarilla y refulgente. Se tocaba con un sombrero de tafetán blanco airosamente ladeado. Completaba su atuendo un largo pañuelo de seda carmesí que, tras darle vueltas en torno al cuello, se separaba de éste para caer delicadamente sobre su pecho, donde formaba un fantástico lazo de enormes proporciones.
Cuando se encontraba, como he dicho, a unos cien pies del suelo, el pequeño y anciano caballero pareció sentirse víctima de agudos temblores. No se diría que le agradaba en absoluto la perspectiva de llegar a la terra firma. En consecuencia comenzó a arrojar arena que llevaba en un saco de tela, tras levantarlo con grandes esfuerzos. Efectuada la maniobra, el artefacto quedó un rato suspendido en el aire, durante el cual su pasajero se puso a buscar y rebuscar entre sus ropas hasta dar con una voluminosa cartera de piel. La sopesó un poco con gesto inseguro, mientras la contemplaba con clara sorpresa, como admirado por su peso. Por fin la abrió para extraer de ella un sobre muy y grande, lacrado y atado cuidadosamente con una cinta roja, que dejó caer a los pies del burgomaestre Superbus von Underduk. Su Excelencia se inclinó para recogerlo, mientras el aeronauta, sin abdicar por un momento de su inquietud, se dispuso a largarse cuanto antes, como si ya nada quedara en Rotterdam que le retuviera. Tal era su premura que, al descargar el lastre para aligerar el peso de la nave, no se dio el trabajo de vaciar el contenido de los sacos, sino que los echó llenos, uno tras otro, de tal suerte que —media docena en total— fueron a dar sobre las espaldas del infortunado dignatario, quien no menos de seis veces rodó por el suelo, ante los ojos de todos los ciudadanos de Rotterdam. No debe suponerse, no obstante, que el gran Underduk dejó pasar impunemente tal impertinencia del hombrecillo. Se asegura que durante su media docena de revolcones, lanzó no menos de otras tantas claras y furiosas bocanadas de su pipa, que no dejó de morder con todas sus fuerzas mientras duró el episodio. Por otra parte se afirma que, Dios mediante, no está dispuesto a desprenderse de ella antes de que le llegue la muerte.
Entretanto, el globo ganaba altura. Como la alondra, se elevó sobre la ciudad, hasta desaparecer serenamente detrás de una nube muy parecida a aquella tras la cual surgiera poco antes. Así, los buenos ciudadanos de Rotterdam vieron con ojos maravillados la desaparición definitiva del visitante. La atención de todos se centró pues en la carta cuya caída y consecuencias tan fatalmente subversivas resultaran para la persona y la dignidad de Su Excelencia Von Underduk. En honor de éste cabe manifestar que en el curso de sus movimientos circunvalatorios no descuidó ni por un instante la capital misión de preservar la epístola, que no hubiese podido caer en más adecuadas manos, puesto que iba dirigida a él mismo y al profesor Rubadub, que ostentaban oficialmente los cargos de presidente y vicepresidente en la Escuela de Astronomía de Rotterdam. Ambos dignatarios decidieron abrir el sobre en el acto, y se encontraron con la siguiente extraordinaria y, ni que decir tiene, seria comunicación:
«A Sus Excelencias Von Underduk y Rubadub, presidente y vicepresidente de la Escuela de Astrónomos, ciudad de Rotterdam.
»Sus Excelencias acaso recuerden a un humilde artesano llamado Hans Pfaall, de profesión remendón de fuelles, quien, en compañía de otros tres hombres, desapareció de la ciudad de Rotterdam hace aproximadamente cinco años en circunstancias que muchos considerarían inexplicable. Con la venia de Sus Excelencias, yo, redactor del presente mensaje, vengo a declarar que soy precisamente el citado Hans Pfaall.
»Es bien sabido por la mayoría de mis conciudadanos, que durante cuarenta años ocupé la pequeña edificación cuadrada, de ladrillos, que se halla al iniciarse la senda llamada de Sauerkraut. La misma constituía mi residencia habitual hasta el momento de mi desaparición. Mis antepasados, desde tiempos inmemoriales, ya la habían habitado, y he de recordar que ellos antes que yo habían ejercido escrupulosamente la respetable y lucrativa profesión de remendón de fuelles. A decir verdad, hasta hace pocos años, es decir, hasta que las cabezas de las gentes se trastornaran con la política, pocos oficios mejores y más lucrativos podía desempeñar un honesto ciudadano de Rotterdam: gozábamos de créditos liberales, nunca nos faltaba trabajo y no carecíamos de dinero y buena voluntad. Pero, como he dicho, pronto comenzamos a padecer los efectos de la libertad, los largos discursos, el radicalismo y todo eso. Personas que fueron hasta poco antes los más serios clientes de mi tienda no encontraban un momento para pensar en nosotros. Empleaban todo su tiempo en lecturas sobre todo lo referente a revoluciones y adecuar el paso a los progresos de la inteligencia y del espíritu de la época. Si el fuego del hogar necesitaba aire, salían del paso abanicándolo con el periódico y, en tanto el gobierno se debilitaba, se habría dicho que el cuero y el hierro lograban durabilidad, porque en poco tiempo no hubo fuelle en Rotterdam que necesitara una sola puntada ni el más insignificante toque de martillo. La situación no podía durar. En poco tiempo me vi más pobre que las ratas y, con mujer e hijos que alimentar, mi penuria no tardó en hacerse insoportable. Me puse a considerar cada vez con mayor frecuencia el modo más adecuado de poner fin a mis días. Los acreedores no me dejaban tiempo para la contemplación. Mi casa fue literalmente asediada de la mañana a la noche. Tres individuos, en particular, no dejaban de custodiar mi casa, para amenazarme con poner en marcha la ley en cuanto me veían asomar la nariz por la puerta. Juré que me vengaría de ellos en cuanto pudiera tenerles a mi merced. Creo que tal idea fue la que apartó de mi mente la tentación del suicidio, que pensaba en principio llevar a cabo utilizando un mosquete con el que me volaría la tapa de los sesos. Tras pensarlo mejor resolví disimular mi ira, con promesas y palabras corteses en espera de que llegase el momento en que, por un giro favorable de la suerte, pudiese llevar a cabo mi venganza.
»Un día en que conseguí burlarles, aunque con ello no me sintiese menos abatido, me puse a dar vueltas al azar por las más recónditas callejas. De pronto me encontré ante los escaparates de un librero. Entré en su tienda y, al ver una silla que por allí había destinada a la clientela, me dejé caer sobre ella pues estaba rendido. A poco y sin saber por qué, eché mano al primer libro que vi en un anaquel cercano y me puse a hojearlo. Resultó ser un opúsculo sobre astronomía especulativa, escrito no sé bien si por el profesor Encke, de Berlín, o por un francés de nombre parecido. Contenía sumarias informaciones sobre la especialidad, expuestas de manera tan interesante que a poco me cautivó su contenido hasta abstraerme por completo. Lo leí dos veces de cabo a rabo antes de volver a cobrar conciencia de lo que sucedía a mi alrededor. Anochecía, de modo que resolví volver a casa. Pero el folleto (que asociaba ahora en mi mente a un descubrimiento sobre neumática que me comunicara en gran secreto un primo mío que vive en Nantes) había dejado en mí una impresión indeleble. Mientras deambulaba por las calles sombrías, daba vueltas y revueltas a los audaces y a veces ininteligibles razonamientos del autor. Ciertos pasajes, sobre lodo, afectaron grandemente mi imaginación y, cuanto más meditaba sobre ellos, más intenso se tornaba el interés que el librito despertara en mí.
»Era yo hombre de muy limitada cultura general y desconocía, desde luego, todo cuanto guarda relación con la filosofía natural; pero, lejos de que tales deficiencias me llevasen a desconfiar de interpretaciones apresuradas, estimulaban aún más mi encendida imaginación. Hasta fui lo bastante engreído (o, por el contrario, sensato) como para preguntarme si aquellas vagas ideas, surgidas de mentes desordenadas y apenas susceptibles de presentar meras apariencias a mi mal preparada mente, no contendrían a menudo toda la fuerza, la realidad y todas las propiedades inherentes al instinto o la intuición.
»Era ya tarde cuando volví a mi hogar, e inmediatamente me acosté. Sin embargo, mi mente estaba demasiado excitada, no podía dormir y pasé la noche entera sumido en honda meditación. Al día siguiente me levanté muy temprano, volví a la librería y me gasté el poco dinero que me restaba, a cambio de varios volúmenes sobre mecánica y astronomía práctica. Ya felizmente en casa de ellos, dediqué desde entonces la mayor parte de mi tiempo libre a estudiarlos, hasta que me vi dueño de un saber suficiente como para llevar a la práctica un proyecto inspirado no sé si por el diablo o por mi ángel tutelar. Al mismo tiempo me esforcé por llegar a acuerdos con los tres acreedores que mayores quebraderos de cabeza me depararan hasta entonces. Terminé por lograr mi propósito, aunque viéndome obligado a vender buena parte de mis muebles con el fin de satisfacer la mitad de lo que les adeudaba. En cuanto al resto, les aseguré, se lo entregaría en cuanto pudiese poner en marcha una idea que tenía en perspectiva. Para llevarla a efecto, agregué, necesitaba el apoyo de ellos. No me vi en grandes dificultades para ganarlos a mi causa porque eran hombres ignorantes.
»Así las cosas me esforcé, auxiliado por mi mujer y actuando con el mayor secreto y cautela, por convertir en dinero cuantos bienes poseía y solicité empréstitos que (me avergüenza confesarlo) no estaba en condiciones de reembolsar. Así pude reunir una suma considerable, que empecé por gastar en la compra de cierta muselina francesa muy fina, en piezas de once metros. También adquirí bramante, barniz de caucho y demás. Por fin mandé tejer expresamente una cesta de mimbre amplia y profunda con lo que completé todo lo necesario para armar y equipar un globo de extraordinarias dimensiones. Di instrucciones a mi mujer para que lo confeccionará lo antes posible y le expliqué cómo quería que lo hiciese. Tejí el bramante hasta formar una red del tamaño requerido, dotándola de amarras y de cuerdas. Compré acto seguido una serie de instrumentos de precisión y materiales útiles para experimentar en las regiones más altas de la atmósfera.
»Esperé finalmente la ocasión favorable para transportar por la noche a cierta retirada zona del este de Rotterdam cinco barriles forrados de hierro con capacidad de unos doscientos litros cada uno y otro aún mayor. También llevé seis tubos de estaño, que medían siete centímetros y medio de diámetro y tres metros de largo, a más de cierta cantidad de una determinada sustancia metálica, o semimetal, cuyo nombre no revelaré. Por último trasladé al lugar una docena de botellones conteniendo un ácido de uso muy frecuente. El gas que resulta de poner en contacto estos dos elementos no había sido obtenido jamás con anterioridad a mis trabajos y, de serlo, nunca se aplicó a propósitos parecidos a los míos. Me limitaré a insinuar que se trata de un componente del azoe, casi generalmente considerado irreductible, y «pie su densidad es 37,4 veces menor que la del hidrógeno. Se trata de una sustancia que carece de sabor, aunque no de olor. En estado puro arde con llama verdosa y resulta instantáneamente letal para los seres vivos. Por mi parte no tendría inconveniente en revelar este secreto; pero pertenece (como ya he sugerido) a un ciudadano de Nantes, Francia, quien me lo comunicó con la mayor reserva. El mismo individuo, desconociendo por completo mis intenciones, me comunicó un medio de confeccionar globos a partir de las membranas de cierto animal, a través de las cuales cualquier escape de gas resulta prácticamente imposible. Estudié el proyecto, pero decidí no adoptarlo porque el coste era demasiado elevado. Por otra parte consideré que si la muselina francesa especial se recubría de barniz de caucho, podría rendir resultados parecidos a un precio muy inferior. Hago mención de tal circunstancia debido a que me creo en el deber de efectuar de antemano una declaración en su favor, pues estimo probable que más tarde el personaje en cuestión intente un ascenso en globo sirviéndose del nuevo gas y el material al que he aludido. En tal caso no desearía arrebatarle el honor que sobre él pudiese recaer en mérito a su singular invento.
»En los lugares donde, según mis planes, habrían de colocarse los barriles más pequeños durante la tarea de inflar el globo, practiqué en secreto pequeños agujeros. El conjunto de éstos formó así un círculo de siete metros y medio de diámetro. En medio de él había proyectado colocar el barril mayor, de modo que cavé un hoyo más hondo. En cada uno de los cinco agujeros pequeños coloqué un bote con capacidad para contener unos veintidós kilos de pólvora de cañón y en el mayor, un barrilito en el que cabían sesenta y siete kilos. Luego comuniqué los botes con el barrilito por medio de un reguero de pólvora disimulado y en uno de aquéllos introduje una mecha que sobresalía algo más de un metro. Cubrí entonces el hoyo mayor, colocando sobre él el barril grande. El otro extremo de la mecha asomaba apenas veinticinco milímetros y no era fácilmente perceptible porque quedaba casi cubierto por el barril. Acto seguido rellené los orificios restantes, colocando sobre ellos los correspondientes recipientes.
»Aparte de los materiales que he enumerado, llevé secretamente al dépôt una versión mejorada del aparato de condensación del aire atmosférico debido al señor Grimm. Sin embargo, no tardé en advertir que el artefacto requería considerables transformaciones si había de servir al propósito concreto al cual lo destinaba. Puse pues manos a la obra y puedo decir que, con gran esfuerzo y perseverancia, conseguí finalmente dejarlo todo a punto. El globo quedaba en condiciones de ser usado. Contendría en definitiva más de doce mil metros cúbicos de gas, suficientes, según mis cálculos, para elevarme por los aires junto con mis aparatos y también, siempre que supiese ingeniármelas, con ochenta kilos de lastre. Le di tres capas de barniz, y pude comprobar que la muselina tenía las cualidades de la seda en cuanto a resistencia, y que su costo resultaba mucho más reducido.
»Cuando todo quedó dispuesto, exigí a mi mujer que me jurase guardar el mayor secreto sobre cada una de mis acciones, a partir de mi primera visita a la librería. A cambio, le prometí estar de regreso en cuanto las circunstancias lo permitiesen. Puse en sus manos todo el dinero que me sobró y me despedí de ella sin albergar a su respecto la menor inquietud. Era lo que la gente llama una mujer notable, capaz de hacer frente, sin mi ayuda, a cualquier problema. A decir verdad, creo que siempre me ha considerado un pobre diablo, uno del montón sólo capaz de edificar castillos en el aire, y creo que se sintió mejor al verse libre de mí.
»Era una noche muy oscura cuando nos despedimos. Al dejar mi casa por última vez, llevé conmigo en calidad de aides de camp a los tres acreedores que tantos quebraderos de cabeza me causaron. Entre todos acarreamos la barquilla, el globo y los aparejos, llevándolos por senderos apartados hacia el lugar donde se encontraba el resto del equipo. Nadie había tocado nada, y de inmediato comencé los preparativos.
»Estábamos a primero de abril. Como ya he dicho, la noche era muy oscura. No se alcanzaba a ver una sola estrella y de vez en cuando caía una fina llovizna que nos molestaba mucho, pero el globo era el motivo de mi ansiedad. A pesar de las capas de barniz que lo cubrían, se hacía cada vez más pesado a causa de la humedad. También la pólvora estaba expuesta a sufrir daños. Insté pues a mis tres acreedores a que trabajaran con diligencia. Debían machacar hielo en torno al barril central y agitar el ácido en los otros. No dejaban, sin embargo, de importunarme preguntándole qué pensaba hacer con semejante aparato, y quejándose por el trabajo agotador que les obligaba a hacer. Según decían, eran incapaces de concebir qué se conseguía calándose hasta los huesos a cambio de participar en aquella horrible ceremonia ritual. Por mi parte, comencé a sentir tremenda inquietud, y seguí trabajando con todas mis energías, porque estaba seguro de que aquellos imbéciles pensaban que había hecho un pacto con el demonio y lo que yo hacía nada tenía de bueno. Temía asimismo que me abandonaran. Sin embargo, pude evitarlo prometiéndoles que les pagaría hasta el último céntimo lo adeudado si lograba llevar a buen término mis proyectos. Como es natural, interpretaban a su modo mis palabras, imaginando sin duda que no iba a tardar en verme dueño de grandes sumas de dinero y con tal de que les pagase las sumas adeudadas y algo más como pago por sus servicios, no creo que se inquietasen por lo que pudiera suceder a mi alma o a mis huesos.
»Después de cuatro horas y media de trabajo consideré que el globo estaba ya suficientemente inflado. Le incorporé la barquilla instalados en el interior mis aparatos: telescopio, barómetro con importantes modificaciones; termómetro, electrómetro, compás, brújula, reloj con segundero, campana, megáfono, etcétera. También incorporé a mi aparejo un globo de cristal, en el que había hecho el vacío, cuidadosamente cerrado con su tapón, sin olvidar el condensador, cal viva, una barra de lacre, abundante agua de reserva y gran cantidad de comestibles de los que, como el pemmican, contienen alto valor nutritivo y ocupan escaso espacio. También metí en la barquilla un par de palomas y una gata.
»La noche ya casi había transcurrido, y consideré que había llegado el momento de iniciar mi viaje. Como por descuido dejé caer al suelo el cigarro que estaba fumando y, al agacharme para recogerlo, disimuladamente prendí fuego a la mecha la cual, como va he dicho antes, asomaba por debajo de uno de los barriles. Ninguno de mis tres acreedores advirtió la maniobra, salté a la barquilla, corté la única cuerda que me retenía a tierra y sentí el gozo de ver que el globo se elevaba con pasmosa rapidez, llevando sin esfuerzo los ochenta kilos de lastre y hubiese podido llevar mucho más. En aquel momento mi barómetro marcaba setecientos sesenta y dos milímetros, y el termómetro, diecinueve grados centígrados.
»Pero, apenas alcanzados los cuarenta y cinco metros de altura, llegó a mis oídos un estruendo, seguido de un verdadero huracán de fuego, pedruscos y maderas encendidas, metal al rojo vivo y miembros humanos destrozados, lo que me llenó de espanto y me hizo caer en el fondo de la barquilla, temblando de terror. Comprendí haber subestimado de veras algunos aspectos de mi proyecto y que las peores consecuencias del mismo aún estaban lejos de agotarse. Un segundo después, toda mi sangre pareció agolpárseme en las sienes y en ese instante un gran estrépito que no olvidaré jamás estalló en la noche y fue como si la bóveda del cielo se hendiese por la mitad. Más tarde, con tiempo y paz para reflexionar, deduje que, por lo que a mí respecta, la explosión había sido extremadamente violenta porque precisamente me hallaba sobre el lugar donde se produjo, es decir, en la línea de su mayor potencia. Pero en ese momento sólo pensé en salvar la vida. El globo acusó la conmoción y en seguida se dilató furiosamente y comenzó a girar con velocidad vertiginosa. Por último, moviéndose con la incertidumbre y las vacilaciones de un ebrio, me lanzó por encima de la barquilla y quedé colgando a tremenda altura, cabeza abajo y el rostro hacia fuera, apenas sujeto por una débil cuerda de un metro de largo, que por azar colgaba de una grieta cerca del piso de la barquilla de mimbre, en la cual, cuando ya me precipitaba en el vacío, se enredó providencialmente mi pie izquierdo.
»Es imposible, completamente imposible, hacerse una idea del horror de mi situación. Jadeé tratando de respirar, estremecimientos convulsivos, comparables a los que produce la fiebre, agitaban en mi cuerpo cada nervio y cada músculo, y parecía como si los ojos se me fuesen a escapar de sus órbitas. Sentí unas espantosas náuseas y finalmente perdí el conocimiento.
»Cuánto tiempo permanecí en tal estado es algo que no acertaría a establecer. Sin embargo, no debió de ser poco porque al recobrar, aunque parcialmente, el sentido de la existencia, amanecía ya y el globo se encontraba a prodigiosa altura sobre la inmensidad del mar, y no se divisaba la menor porción de tierra en el vasto horizonte. No obstante, mis sensaciones no eran tan aterradoras como algunos podrían suponer. Ciertamente, había mucho de demencial en la frialdad con que examiné la situación. Me llevé ambas manos a la altura de los ojos, una primero y luego la otra, considerando por qué razón mis venas estaban tan hinchadas y mis uñas tan espantosamente oscuras. Presté luego cuidadosa atención a mi cabeza, sacudiéndola varias veces hasta convencerme de que no se encontraba, como temiera en un principió, tan hinchada como el globo. Después hundí las manos en los familiares bolsillos de mis pantalones, advirtiendo que no se encontraban allí ciertas tabletas ni la cajita con mondadientes que solía llevar. No sabiendo a qué atribuir las desapariciones, pese a lo mucho que me esforcé, me sentí inexplicablemente preocupado. Me pareció entonces que algo debía estar hiriéndome el talón izquierdo, y en ese momento una débil comprensión de los hechos comenzó a abrirse paso en mi cabeza. Pero, por extraño que parezca, no sentí asombro ni me horroricé. Si algo cruzó por mi mente fue una cómica satisfacción ante la habilidad que me sería menester desplegar para salir airoso del trance. Ni por un momento se me ocurrió pensar que mi seguridad estaba en grave peligro.
»Por espacio de unos minutos permanecí sumido en la más profunda meditación. Recuerdo muy bien que con frecuencia apretaba los labios, llevándome el pulgar a un lado de la nariz y efectuando los gestos y muecas propios del hombre que, cómodamente apoltronado, reflexiona sobre asuntos intrincados o importantes. Una vez que consideré haber puesto suficientemente en orden mis ideas, me llevé con cautela y deliberación las manos a la espalda para desprender la gran hebilla de acero del cinturón que sujetaba mis pantalones. La hebilla tenía tres dientes los cuales, por estar algo oxidados, giraban dificultosamente en su eje. Tras no pocos esfuerzos conseguí, sin embargo, situarlos en ángulo recto con respecto al resto y constaté con agrado que quedaban firmes en tal posición. Sosteniendo la hebilla entre los dientes, me dispuse a deshacer el nudo de mi corbata. Me fue preciso descansar varias veces antes de llevar mi intento a feliz término, aunque conseguí lo que me proponía. Afirmé luego la hebilla a uno de los extremos de la corbata, y para mayor seguridad, me até firmemente el otro en torno a la muñeca. Dirigiendo entonces el cuerpo hacia arriba en un prodigioso despliegue de fuerza muscular, logré al primer intento lanzar la hebilla por encima de la baranda de la barquilla y fijarla, como lo tenía previsto, en el borde circular del cesto de mimbre.
»Mi cuerpo se hallaba en esos momentos inclinado hacia el lado de la barquilla, formando con él un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, pero no ha de creerse que, en consecuencia, me encontraba tan sólo a cuarenta y cinco grados de la línea de aplomo. Lejos de ello, permanecía en posición casi paralela al plano del horizonte, puesto que el cambio de situación que acababa de llevar a efecto había forzado la inclinación de la barquilla, alejándola de mí, con lo cual mi situación se hacía mucho más peligrosa. El lector ha de considerar sin embargo que, cuando me vi arrojado fuera de la cesta, si hubiese caído con el rostro vuelto hacia el globo y no hacia fuera, que fue lo que sucedió —o si, por otra parte, la cuerda de la que estaba suspendido hubiese asomado accidentalmente por encima del borde superior de la barquilla y no de una grieta cerca del fondo— no habría podido alcanzar lo que acababa de conseguir y la posteridad se hubiera visto privada para siempre de las revelaciones que ahora hago. Tenía, por tanto, sólidas razones para sentirme agradecido aunque, a decir verdad, estaba aún demasiado atontado para sentir lo que fuera. Seguí, pues, colgado de tan extraordinaria manera por espacio de un cuarto de hora más, tal vez, sin esbozar siquiera un movimiento, mientras mi mente seguía en un estado muy extraño, de gozo torpe. Pero esta sensación no tardó en desvanecerse, dando paso al horror, la congoja y una especie de desamparo y de desastre. En realidad la sangre acumulada durante tanto tiempo en los vasos del cerebro y la garganta, que hasta entonces me levantara delirantemente el ánimo, comenzaba ahora a retirarse a sus cauces naturales. La claridad que vino a sumarse a mi percepción del peligro sólo sirvió, sin embargo, para privarme del dominio de mí mismo y del valor para afrontarlo. Por fortuna esta debilidad no duró mucho. A tiempo vino en mi auxilio la desesperación. Lanzando gritos frenéticos y esforzándome en sacudir mi cuerpo hacia arriba, conseguí asirme ron mano férrea al tan anhelado borde de la barquilla. Retorciéndome pude deslizarme por encima de él y al fin caí de bruces dentro de la cesta, presa de intensos escalofríos.
»Hasta un poco más tarde no pude recuperarme lo bastante para prestar atención al globo. Tras examinarlo con detención lo encontré intacto, circunstancia que me proporcionó intenso alivio. Todo mi instrumental estaba a salvo y no había perdido provisiones ni lastre. Tanto empeño había puesto en asegurar ambas cosas que, a decir verdad, no era posible que algo malo les sucediese. Mi reloj marcaba las seis. El ascenso continuaba a ritmo vivo: el barómetro señalaba una altitud real de seis mil metros. Exactamente debajo de mí, en medio del océano, se veía un pequeño objeto negro, más bien oblongo, que se asemejaba, por su tamaño y varios caracteres más, a una pieza de dominó. Dirigiendo a él mi telescopio, vi con toda claridad que se trataba de un barco de guerra inglés dotado de noventa y cuatro cañones, cabeceando vigorosamente con la proa puesta al Oeste-Sudoeste. Cerca de él no se veía nada, fuera del océano, el cielo y el sol, que se encontraba ya alto.
»Pero ya va siendo tiempo de que explique a Sus Excelencias el objeto de mi viaje. Recordarán Sus Excelencias las malhadadas circunstancias que me empujaron en Rotterdam a tomar la resolución de poner fin a mis días. No era que me disgustase la vida por sí misma, sino a causa de las miserias resultantes de mi situación. En tal estado de ánimo, deseoso de vivir aunque cansado de la vida, el folleto que hallé en casa del librero, unido al oportuno descubrimiento de mi primo de Nantes, abrieron nuevos horizontes a mi imaginación. Por último me decidí. Resolví marcharme y seguir con vida; dejar el mundo pero continuar existiendo. En resumidas cuentas, y para hacer a un lado los enigmas, me propuse llegar a la luna, sucediera lo que sucediese. Ahora, aun a riesgo de que se me tome por más loco de lo que realmente soy, detallaré de la mejor manera que pueda los argumentos que me llevaron a creer que un logro tal, aunque sin duda dificultoso y lleno de peligros, no se hallaba más allá de lo posible para un espíritu audaz.
»La separación real entre la luna y la tierra era lo primero que debía ser considerado. Ahora bien, la distancia media entre los centros de los dos planetas equivale a 59,9643 veces al radii ecuatorial de la tierra, es decir, unos trescientos ochenta y dos mil kilómetros. Me refiero al trecho promedial; pero es menester tener presente que la órbita de la luna es la de una elipse cuya excentricidad suma no menos del 0,05484 del semieje mayor de la propia elipse. Como el centro de la tierra está situado en su foco, si yo llegara de algún modo a la luna hallándose ésta en su perigeo, la distancia enunciada disminuiría materialmente. Pero, aun sin referirnos por ahora a tal posibilidad, me parecía casi seguro que, de todos modos, podría deducir de aquellos trescientos ochenta y dos mil kilómetros, el radius de la tierra —digamos míos seis mil quinientos— y el de la luna, que es aproximadamente de mil setecientos cuarenta. En total, cabía restar ocho mil doscientos cuarenta, con lo cual la distancia real a recorrer bajo circunstancias promediales era de trescientos setenta y tres mil setecientos sesenta kilómetros. Tal no era, cavilaba yo, una distancia tan extraordinaria. Viajando, se ha recorrido la tierra varias veces a un promedio de noventa y cinco kilómetros por hora; y una velocidad mayor era previsible en el futuro. Pero aun a ese paso me bastarían ciento sesenta y un días, no más, para alcanzar la superficie lunar. Por lo demás, muchas particularidades me inducían a pensar que mi velocidad promedio de crucero podría superar en mucho los noventa y cinco kilómetros por hora. Dado que estos razonamientos dejaron honda impresión en mí, volveré luego a ellos con más detenimiento.
»El punto que debía ser abordado después era de importancia muy superior. Según las indicaciones proporcionadas por el barómetro, nos encontramos con que en los ascensos, a partir de la superficie de la tierra, al llegar a los trescientos metros de altura hemos dejado atrás aproximadamente un tercio de la masa de aire atmosférico; que a tres mil doscientos hemos dejado dos tercios y a cinco mil quinientos, elevación que no está lejos de la del Cotopaxi, hemos superado la mitad de la masa material, o, por lo menos, la masa ponderable de aire que circunda nuestro planeta. Podemos calcular asimismo que a una altitud que no exceda la centésima parte del diámetro de la tierra, es decir, ciento veintinueve kilómetros, la rarefacción del aire sería tal que la vida no podría soportarla. Por otra parte, los más delicados instrumentos que poseemos para afirmar la presencia de la atmósfera serían inadecuados para asegurarnos que existe. Sin embargo, no pasé por alto el hecho de que estos últimos cálculos se fundan enteramente en nuestros conocimientos experimentales sobre las propiedades del aire y en las leyes mecánicas que regulan su dilatación y compresión en lo que podríamos llamar, expresándonos en términos comparativos, la vecindad inmediata de la tierra misma. Al propio tiempo se admite en general que la vida de los seres es y debe ser esencialmente incapaz de modificarse a cualquier distancia inalcanzable desde la superficie de nuestro planeta. Ahora bien: el conjunto de esos razonamientos y datos ha de ser considerado, por supuesto, como simplemente analógico. La mayor altura jamás alcanzada por el hombre es la de siete mil seiscientos metros y fue registrada por la expedición aeronáutica de los señores Gay-Lussac y Biot. La cifra es muy modesta, incluso si se la compara con los ciento veintinueve kilómetros a que nos hemos referido, y no se puede descartar la idea de que el punto admite dudas y otorga amplios márgenes a la especulación.
»Pero lo real es que, al ascender a cualquier altitud, la cantidad ponderable de aire superado en un ascenso ulterior no guarda en absoluto relación con la altura adicional que se alcance (como puede deducirse claramente de cuanto ya se ha expuesto), sino con una proporción constantemente decreciente. En consecuencia resulta obvio que por mucho que se ascienda es imposible, literalmente hablando, llegar a un límite más allá del cual no haya atmósfera. Ésta debe existir, concluí, aunque sólo sea en estado de infinita rarefacción.
»Por otra parte yo sabía que no faltaban las argumentaciones que pretendían probar la existencia de un límite atmosférico real y definido, pasado el cual no habría aire en absoluto. Pero quienes defendían tal límite habían descuidado, a mi modo de ver, un hecho que, si bien no implica una refutación lisa y llana de sus teorías, merece cuidadoso análisis. Al comparar los intervalos que median entre las sucesivas apariciones del cometa de Encke en su perihelio y observar del modo más preciso todas las perturbaciones debidas a la atracción de los planetas, se comprueba que los períodos disminuyen gradualmente, es decir, que el eje mayor de la elipse del cometa se acorta de manera lenta pero perfectamente regular. Pues bien: tal sería el caso si imaginamos la resistencia experimentada por el cometa en un medio etéreo extremadamente rarificado que reinara en las regiones en que se inscribe su órbita, pues resulta evidente que tal medio debe, al retardar la velocidad del cometa, aumentar su fuerza centrípeta mediante la desaceleración de su fuerza centrífuga. En otras palabras, la atracción solar estaría alcanzando de continuo mayor poder y así el cometa sería atraído un poco más a cada revolución. A decir verdad no hay otro modo de explicar la variación indicada. Pero insisto: puede observarse que el diámetro real de la nebulosidad del cometa se contrae rápidamente ante la proximidad del sol, y se dilata con igual rapidez al encaminarse el astro a su afelio. ¿Me asistía o no razón al suponer con M. Valz que tal aparente condensación de volumen tiene su origen en la compresión del mismo medio etéreo al que he aludido, el cual se densifica en relación directa a su proximidad con el sol? El fenómeno de forma lenticular que también suele llamarse luz zodiacal, merecía toda atención. La brillantez, muy apreciable en los trópicos e imposible de confundir con otras de origen meteórico, se extiende oblicuamente y hacia arriba partiendo del horizonte, siguiendo, por lo general, la dirección del ecuador solar. A mí me ha parecido que se relaciona con una atmósfera rarificada que se extendería desde el sol hasta llegar, por lo menos, a la órbita de Venus, aunque opino que va infinitamente más lejos[1].
»A decir verdad, no considero que el medio del que hablo se reduzca a la zona en la cual se inscribe la elipse del cometa y a la inmediata vecindad del sol. Es fácil, por el contrario, creer que reina en todas las regiones de nuestro sistema planetario, aunque condensado en lo que llamamos atmósfera de los planetas. En algunos de éstos quizá se modifique en función de consideraciones puramente geológicas, es decir, que cambie o varíe de proporciones (o de naturaleza absoluta) por obra de materias volatilizadas desde las órbitas respectivas.
»Una vez adoptado tal punto de vista en la materia, no vacilé más. Dando por sentado que durante mi viaje me encontraría con una atmósfera esencialmente igual a la que baña la superficie de la tierra, concebí que, mediante el muy ingenioso aparato del señor Grimm, no tardaría en verme capaz de condensarla en cantidad suficiente para poder respirar. Así quedaba superado el principal obstáculo del viaje a la luna. Había gastado bastante dinero y trabajado mucho en adaptar el aparato a los fines que me proponía, y contemplaba confiado la perspectiva de usarlo con éxito, siempre que pudiese completar mi viaje en un período razonable de tiempo.
»Esto me lleva de nuevo a tratar el índice de velocidad al que me sería posible viajar.
»Es cierto que los globos, en las primeras etapas del ascenso desde la tierra, se elevan a una velocidad relativamente moderada. Ahora bien, la fuerza de elevación radica por entero en la gravedad superior del aire atmosférico si se le compara con la del gas encerrado en el globo. Aparentemente no se estima probable que, a medida que éste gana altitud y llega sucesivamente a estratos atmosféricos en que las densidades disminuyen con rapidez, la velocidad original se vaya acelerando. Por otra parte yo ignoraba que en anteriores ascensiones registradas, lo que resultaba aparente era una disminución en el índice absoluto de la velocidad ascendente. Sin duda ello sucedió, entre otras causas, por culpa de algún escape de gas posibilitado por globos mal construidos y cubiertos por barniz ordinario. Se diría, pues, que el efecto del escape bastaba para neutralizar los efectos de la aceleración que cabía esperar al disminuir la distancia entre el globo y el centro de gravedad. Consideré entonces que, de encontrar durante mi viaje el medio que imaginara y resultar que el mismo se constituía esencialmente de lo que denominamos aire atmosférico, poco importaría a qué extremo de Tarificación lo encontraría —es decir, en lo concerniente a mi poder de ascensión— puesto que el gas contenido en el globo no sólo quedaría en sí sujeto a similar Tarificación (previendo la eventualidad estaba en condiciones de permitir un escape de gas suficiente para evitar una explosión) sino que, siendo lo que era, continuaría en todos los casos presentándose específicamente más liviano que cualquier compuesto de nitrógeno y oxígeno. Podría, pues, suceder —en verdad existía una seria posibilidad en tal sentido— que a cierta altura alcanzase un punto en el que los pesos sumados de mi inmenso globo, del gas inconcebiblemente ligero encerrado en él, de la barquilla y su contenido, igualaran el peso de la masa atmosférica desplazada. Se comprenderá en seguida que ello constituía la única circunstancia capaz de detener mi vuelo hacia las alturas. Sin embargo, aunque esto sucediera, me quedaba el recurso de deshacerme de lastre y otros objetos pesados hasta totalizar ciento treinta kilos. En tanto, la fuerza gravitacional seguiría disminuyendo a ritmo constante en proporción al cuadrado de las distancias, con lo que, a velocidad prodigiosamente acelerada, llegaría por fin a las remotas regiones donde la fuerza de atracción de la tierra sería superada por la de la luna.
»Existía, empero, otra dificultad que me causaba cierta inquietud. Se ha observado que en los ascensos en globo se sufren, a partir de determinada altura, no ya sólo dolores al respirar, sino grandes molestias en la cabeza y el cuerpo, acompañadas habitualmente de hemorragias por la nariz. Se presentan además, según se dice, síntomas de índole alarmante, todo lo cual no deja de aumentar a medida que se asciende[2]. Esto representaba una objeción capaz de causar espanto. ¿Y si tales síntomas se fuesen intensificando hasta causar la muerte? Tras mucho cavilar concluí que eso no era posible. El origen debía buscarse en los efectos de la progresiva disminución de la presión atmosférica habitual sobre la superficie del cuerpo y en la consecuente distensión de los vasos sanguíneos superficiales. No podían reflejar una verdadera desorganización del sistema biológico, como en el caso de la dificultad respiratoria, porque la densidad atmosférica es químicamente insuficiente para renovar como es debido la sangre en un ventrículo cardíaco. Fuera de esta falta de renovación no veía, pues, motivo para que la vida no pudiese preservarse aun en el vacío, pues la expansión y compresión del pecho, que recibe comúnmente el nombre de respiración, no es más que una doble acción muscular que constituye la causa, no el efecto del respirar. En pocas palabras, llegué a la conclusión de que, al acostumbrarse el cuerpo a la falta de presión atmosférica, las sensaciones dolorosas disminuirían gradualmente. Mientras no fuese así, confiaba, para soportarlas, en mi férrea constitución física.
»Hasta aquí, con la venia de Sus Excelencias, he detallado algunas, aunque no todas las consideraciones que me llevaron a proyectar el viaje a la luna. Proseguiré mi relato exponiendo los resultados de intento tan audaz en apariencia y, de todos modos, tan totalmente sin precedentes en los anales de la humanidad.
»Tras alcanzar la altitud que he mencionado —es decir, seis mil metros— arrojé fuera del transportador unas cuantas plumas, las cuales me indicaron que seguía subiendo con suficiente rapidez. No era menester, por tanto, descargar lastre, lo cual me alegró, ya que deseaba conservar tanto peso como me fuera posible. La razón era obvia: no podía saber con certeza cuál sería el índice de gravitación ni la densidad atmosférica de la luna. Hasta entonces no había sufrido ninguna molestia física, respiraba con libertad y no sentía dolor alguno de cabeza. La gata descansaba, muy compuesta, sobre el abrigo que me quité un momento antes, contemplando con aire de nonchalance a las palomas. Éstas, con las patas atadas para evitar que escaparan, picoteaban con entusiasmo el arroz que yo esparciera para ellas por el suelo de la barquilla.
»A las seis y veinte el barómetro indicaba una elevación de algo más de ocho mil metros. El panorama que se extendía a mis pies parecía ilimitado. En realidad no era difícil calcular, con ayuda de la trigonometría esférica, qué extensión de tierra se presentaba a mis ojos. La superficie convexa de un segmento cualquiera de una esfera es a toda la superficie de dicha esfera lo que el seno verso del segmento es al diámetro de la esfera. Ahora bien: en mi caso, el seno verso —es decir, el espesor del segmento que se extendía por debajo de mí— era más o menos igual a mi elevación, o elevación del punto de observación sobre la superficie. Por tanto, “entre ocho mil y trece mil metros” es la frase que expresaría la proporción de área terrestre que contemplaba. En otras palabras, divisaba la mil seiscientasava parte de la superficie total del globo. El mar se veía tan sereno como un espejo aunque, mirado a través del telescopio, pude percibirlo en estado de violenta agitación. El navío no se atisbaba ya. Sin duda se había perdido hacia el Este.
»Comencé a sentir intermitentes aunque intensos dolores de cabeza, en especial cerca de los oídos, aunque continuara respirando con suficiente holgura. Ni la gata ni las palomas mostraban signos de sufrir molestia alguna.
»A las siete menos veinte el globo penetró en una zona de densas nubes que me causaron grandes problemas pues no sólo dañaron mi condensador sino que me empaparon las ropas. Se trataba, por cierto, de un, singular rencontre: no hubiese creído posible que nube de tal naturaleza pudiera hallarse a tanta altura. Pensé que lo mejor sería soltar dos sacos de dos kilos cada uno, con lo que me reservaba aún setenta y seis kilos más. No tardé así en superar la dificultad y de inmediato pude advertir que había logrado un fuerte aumento de velocidad A los pocos segundos de sobrepasar la nube, un rayo de vivida luz la recorrió de un extremo al otro, incendiándola por entero, como si estuviese compuesta de carbones inflamables. Esto, lo recuerdo, sucedía a plena luz diurna. No hay fantasía que pueda describir lo sublime que el espectáculo hubiese resultado en medio de las tinieblas de la noche. El propio infierno hubiese hallado en él su imagen. Aun así me espeluzné al mirar hacia el abismo que se abría bajo mis pies, aunque permití a mi imaginación que bajase a recorrer los extraños espacios abovedados, las arreboladas simas y los escalofriantes precipicios creados por el fuego horrendo e insondable. Me había salvado de milagro. Si el globo hubiese permanecido un poco más dentro de la nube —es decir, si las inconveniencias de la humedad no me hubieran aconsejado descargar lastre— mi destrucción habría sido probablemente la consecuencia. Tales peligros, aunque no suelan tenerse en cuenta, figuran sin duda entre los mayores que se puedan encontrar en los viajes en globo. Afortunadamente yo había alcanzado ya una elevación demasiado grande para albergar temores al respecto.
»Ascendía ahora con rapidez. A eso de las siete, el barómetro marcaba una altura no inferior a los quince mil metros. Empecé a sentir verdadera dificultad para respirar. Además, me dolía mucho la cabeza. Sentí humedad en las mejillas, y descubrí que era sangre que me salía de los oídos. También los ojos me preocuparon mucho. Al pasar una mano por ellos tuve la impresión de que se habían separado considerablemente de sus cuencas. Todos los objetos existentes en la barquilla y hasta el propio globo se me antojaban deformados. El conjunto de síntomas superó lo que preveía, infundiéndome cierta alarma. En ese momento, con gran imprudencia y sin detenerme a pensar, arrojé por la borda tres unidades de lastre de dos kilos cada una. La acelerada velocidad de ascenso me elevó con excesiva brusquedad, sin la necesaria gradación, hacia un stratum altamente rarificado de la atmósfera, y el resultado fue casi un saldo fatal para la expedición y para mí mismo. Fui súbitamente víctima de un espasmo que me duró más de cinco minutos; y aun al cesar éste en cierta medida, apenas podía aspirar aire a largos intervalos y jadeando. La hemorragia por oídos y nariz, entretanto, continuaba. Hasta sangraba un poco por los ojos. Las palomas parecían extraordinariamente afectadas y hacían esfuerzos por escapar. La gata maullaba con acento lastimero, la lengua colgándole fuera de la boca, y recorría la barquilla de acá para allá, como envenenada.
»Demasiado tarde comprendí la gran temeridad que significó la descarga de lastre y tuve la impresión de que moriría al cabo de pocos minutos. Los padecimientos físicos que experimenté contribuyeron a incapacitarme casi por completo para realizar cualquier esfuerzo para salvar mi vida. Me quedaba un escaso poder de reflexión y la intensidad de mi jaqueca parecía acrecentarse por momentos. Consideré, pues, que mis sentidos no tardarían en abandonarme por completo, y ya había echado mano a una de las cuerdas que accionaban las válvulas con el fin de intentar el descenso, cuando el recuerdo de la mala pasada que les había jugado a mis tres acreedores y las posibles consecuencias que la misma tendría que acarrearme en caso de volver a tierra, me disuadieron por el momento. Tumbándome sobre el suelo traté de recuperar mis facultades. Así pude al menos considerar la conveniencia de sangrarme. Careciendo de bisturí me vi obligado a efectuar la operación de la mejor manera posible, dadas las circunstancias. Finalmente acerté a abrirme una vena del brazo izquierdo con ayuda de mi cortaplumas. Apenas comenzó a brotar la sangre sentí un claro alivio; y al perder algo así como el contenido de media jofaina de dimensiones corrientes, la mayor parte de los trastornos más graves se disipó por completo. Sin embargo, no consideré del caso ponerme de pie en seguida. Como pude me até el brazo, permanecí inmóvil alrededor de un cuarto de hora, al cabo del cual me incorporé para encontrarme más libre de cualquier dolor que en el transcurso de la última hora y cuarto. No obstante, la dificultad de respirar seguía siendo casi la misma, y me di cuenta de que pronto me sería absolutamente necesario hacer uso de mí condensador. Entretanto, al ver a la gata, que de nuevo había hecho cama de mi abrigo, descubrí asombrado que durante mi indisposición había dado a luz una camada de tres mininos. Un aumento en el número de pasajeros era algo que, para mí, resultaba completamente inesperado; pero me causó alegría porque venía a proporcionarme una posibilidad de poner en cierto modo a prueba cierta hipótesis que, más que cualquier otra cosa, me había impulsado a intentar el ascenso. Yo suponía que la resistencia habitual a la presión atmosférica en la superficie de la tierra era la causa, al menos parcial, de los padecimientos propios de los seres vivos colocados a cierta altura de dicha superficie. Si los gatitos mostraban sufrir molestias en igual medida que la madre, debía considerar que mi teoría era errónea. En cambio, si sucedía otra cosa, tendría una poderosa confirmación.
»Hacia las ocho me encontraba ya a veintisiete mil metros de altitud. Estimaba evidente que el índice de velocidad no sólo se incrementaba, sino que tal fenómeno hubiese ocurrido, aunque en menor medida, si no hubiera descargado lastre alguno. A intervalos volvieron los dolores violentos de cabeza y oídos, y de nuevo sangré intermitentemente por la nariz. Sin embargo, en conjunto sufría mucho menos de lo que pudiera esperar, aunque la respiración no dejara de resultarme cada vez más penosa. Cada aspiración iba acompañada de un desagradable espasmo del pecho. Extraje el aparato condensador y me dispuse a prepararlo para su uso inmediato.
»La vista de la tierra era, a esta altura de mi viaje, realmente maravillosa. Hacia el Oeste, Norte y Sur la mirada se perdía en una infinita sábana oceánica, al parecer estática, que por momentos se enriquecía con matices de azul más y más profundo. Hacia el Este, muy lejos, la distancia no impedía discernir las islas de la Gran Bretaña, las costas atlánticas completas de Francia y España y un pequeño trecho de la parte septentrional del continente africano. No se divisaba ni rastro de edificios: las más orgullosas ciudades de los humanos se habían esfumado de la faz de la tierra.
»Lo que más me sorprendió en lo que aparecía debajo de mí fue la aparente concavidad de la superficie del planeta. Sin haberlo pensado mucho, esperaba ver la verdadera convexidad hacerse más evidente a medida que subía. Sin embargo, me bastó una rápida reflexión para explicar la discrepancia. Una línea que se trazara perpendicularmente desde mi posición hasta la tierra habría formado la perpendicular de un triángulo rectángulo en el cual la base se extendería desde el ángulo recto hasta la línea de horizonte y la hipotenusa desde ésta hasta mi posición. Pero mi altura era casi nula en comparación con mi panorama. En otras palabras, la base y la hipotenusa del supuesto triángulo hubiesen tenido en mi caso tal longitud, comparadas con la perpendicular, que las otras dos podían casi considerarse paralelas. Tal es la razón por la cual el horizonte del aeronauta parece siempre encontrarse por encima del nivel de la barquilla. Pero como el punto situado directamente debajo de él le parece, y con razón, hallarse a gran distancia, también cree, naturalmente, verse a gran distancia por debajo del horizonte. De ahí la impresión de concavidad, que ha de mantenerse hasta que la altura observe una proporción tan grande con respecto al panorama, que el aparente paralelismo de base e hipotenusa desaparezca.
»Por entonces las palomas parecían experimentar tales sufrimientos que decidí dejarlas en libertad. Comencé por desatar una, de magnífico plumaje gris moteado, y colocarla sobre la baranda de la barquilla. Daba muestras de agudo malestar. Miraba ansiosamente en torno, movía las alas y dejaba escapar quejas. No resultaba fácil persuadirla de que abandonara la nave. Al fin resolví cogerla para lanzarla a media docena de yardas, por los aires. Pero, contra lo esperado, nada hizo por descender sino que se puso a intentar con todas sus ansias el retorno al globo, al tiempo que no cesaba de lanzar agudos y penetrantes chillidos. Consiguió por fin su designio; pero, apenas logrado, la cabeza le cayó sobre el pecho y se desplomó, muerta, sobre el suelo de la cesta.
»La otra no iba a ser tan desafortunada. Para evitar que siguiese el mismo camino que su compañera y se abstuviera de intentar la vuelta, la lancé con toda energía hacia abajo, alegrándome al advertir que continuaba descendiendo por sí sola a gran velocidad, sirviéndose cómoda y naturalmente de sus alas. No tardó en desaparecer de mi vista. Sin duda volvió sana y salva a la tierra. En cuanto a la gata, que parecía haberse recobrado en gran medida de su malestar, se puso a devorar alegremente el ave muerta, tras lo cual se durmió con todo el aspecto de sentirse satisfecha. Su cría se mostraba muy animada y, por ahora, no daba signo alguno de desazón.
»A las ocho y cuarto, no pudiendo respirar sin sufrir intolerables dolores, me dispuse a ajustar en torno a la barquilla el dispositivo que formaba parte del equipo de condensación. Tal dispositivo requerirá una pequeña explicación. Sus Excelencias habrán de tener bondadosamente en cuenta que mi propósito fundamental era rodearme por entero de una defensa que me aislara de la atmósfera altamente rarificada que me rodeaba. Mediante mi condensador me proponía introducir en el recinto así practicado cierta cantidad de atmósfera que sirviese para respirar. Con tal fin había preparado un saco muy fuerte, absolutamente a prueba de escapes de aire y hecho de caucho flexible. En él, que era de dimensiones suficientes, cabía toda la barquilla. Quiero decir que aquél debía desplegarse por debajo del piso y elevarse por los costados a lo largo de las cuerdas hasta llegar al borde más alto o anilla a la que se fijara la red. Pasé pues el saco por debajo, dejando todo encerrado en su interior. Faltaba ahora fijar sus extremos superiores al aro de la red. En otras palabras, era menester colocarlos entre la red y la anilla. Pero si la red era separada de la anilla con el fin de permitir el paso del saco, ¿cómo se sostendría entretanto la barquilla? Pues bien: la red no estaba atada a la anilla directamente, sino a una serie de lazos corredizos, o dogales, de modo que sólo deshice los nudos uno a uno, dejando que la barquilla colgara del resto. A medida que insertaba una porción del extremo del saco volvía a hacer los nudos, aunque no en la anilla, lo cual hubiese sido impracticable porque ahora el saco se encontraba en medio, sino a una hilera de grandes botones que se hallaban en el material de que estaba hecho el saco, a cosa de un metro por debajo de la boca de éste. Los espacios entre los botones correspondían a los intervalos existentes entre los lazos. Hecho esto, desaté unos cuantos nudos más del borde, para meter por la abertura más cantidad de saco, de modo que los lazos sueltos pudiesen unirse a los botones. De este modo conseguí introducir toda la parte superior del saco entre la red y la anilla. Como es natural, la anilla colgaría ahora dentro de la barquilla, mientras todo el peso de éste y de su contenido se sostendría sólo por los botones. Esto podría crear a primera vista cierta inadecuada dependencia. Sin embargo, no era así en absoluto, no sólo por la fortaleza de los botones, sino porque se hallaban tan cerca entre sí que apenas una porción insignificante del peso total era sostenida por cada uno. En verdad, si la barquilla y lo que acarreaba hubiesen pesado el triple, no me habría inquietado. Levanté de nuevo la anilla dentro de la cobertura de caucho elástico, empujándola hasta su altura anterior, aproximadamente, con ayuda de tres varas livianas previstas para el caso. Con esto buscaba, como es obvio, mantener el saco distendido arriba y fijar en su sitio la parte inferior de la red. Todo lo que ahora restaba por hacer era unir la boca del saco, lo cual pronto quedó arreglado cuando recogí los pliegues de la tela para unirlos y retorcerlos con fuerza por dentro mediante una especie de tourniquet fijo.
»En los lados del envoltorio así dispuesto en torno a la nave, había previsto la colocación de tres cristales gruesos pero claros, a través de los que podía mirar horizontalmente sin dificultad en todas direcciones. En la zona del suelo había una cuarta ventana de la misma especie, que correspondía con una pequeña abertura existente en el suelo de la barquilla. Esto me habilitaba para mirar hacia abajo. Me resultó imposible colocar un dispositivo similar en la parte superior debido al método de cierre adoptado, a causa de las arrugas de la tela, de modo que hube de conformarme con no ver posibles objetos situados directamente en mi cénit. Esto, claro, carecía de importancia pues, aunque me las hubiera arreglado para colocar una ventana en la parte de arriba, el globo me habría impedido ver gran cosa a través de ella.
»A unos treinta centímetros por debajo de una de las ventanas laterales se veía un boquete de siete centímetros y medio de diámetro, dotado de un aro de bronce que en su parte interior llevaba un labrado en hélice. A él se atornillaba el largo tubo del condensador. El resto de éste quedaba, por supuesto, dentro del recinto protegido por la tela elástica. A través de dicho tubo fluía la corriente de atmósfera rarificada del exterior, atraída por un vacío creado en el cuerpo del aparato, para ser descargada en estado de condensación dentro del recinto, donde se mezclaba con el escaso aire existente allí. Al repetir la operación varias veces, el lugar terminó por llenarse de una atmósfera apta para la respiración. No obstante, en espacio tan reducido no tardaría en viciarse, haciéndose nocivo para el frecuente contacto con los pulmones. Cierta válvula colocada en el suelo de la barquilla lo expulsaba aprovechando la circunstancia de que el aire denso no tardaba en proyectarse en la atmósfera más tenue que reinaba en la parte inferior. Con el fin de evitar el inconveniente de provocar un vacío total en algún momento, no efectuaba jamás la purificación en un solo acto, sino de manera gradual: la válvula se abría tan sólo unos segundos para cerrarse luego hasta que uno o dos impulsos de la bomba del condensador hubiesen sustituido la atmósfera desalojada. Por el simple gusto de experimentar puse a la gata y a su cría en una cesta pequeña, que suspendí de un gancho colocado bajo el suelo junto a la válvula, a través de la cual podía alimentar a los animales cuando fuera preciso. Conseguí esto corriendo un pequeño riesgo antes de cerrar la boca de la cámara y sirviéndome de una de las varas antes mencionadas, al extremo de la cual había fijado un garfio. En cuanto el aire denso fue admitido en el recinto, la anilla y las varas fueron innecesarias. La expansión de la atmósfera encerrada distendió la tela de caucho.
»Al dejar completadas las operaciones antedichas y lleno ya el recinto como he indicado, sólo faltaban diez minutos para las nueve. Mientras estuve trabajando hube de soportar tremendas dificultades para respirar, al tiempo que me arrepentía por la negligencia, incluso la demencia, que me llevaran a dejar para último momento asunto de tal importancia. Sin embargo, una vez resuelto, no tardé en cosechar los beneficios de mi invento. De nuevo respiraba con total libertad y soltura. Y en verdad ¿por qué no habría de ser así? También estaba agradablemente sorprendido de verme aliviado en gran medida de los intensos dolores que hasta poco antes me atormentaran. Cierta ligera jaqueca acompañada de una especie de distensión en las muñecas, tobillos y garganta era lo único de lo que podía ahora quejarme. Me resultaba evidente que la mayor parte de los malestares debidos a la escasa presión atmosférica se habían ido desvaneciendo como yo esperaba y también que gran parte de los dolores que tuviera que soportar en el curso de las dos horas últimas debían atribuirse por entero a la deficiente respiración.
»A las nueve menos veinte, es decir, poco antes de cerrar la abertura del recinto, el mercurio había llegado a su límite o, para expresarlo mejor, dejó de funcionar el barómetro, el cual, como he manifestado antes, era una versión mejorada del aparato conocido. Por entonces indicaba una altura de cuarenta mil metros. Podía divisar en consecuencia no menos de unas trescientas veinteavas partes de la superficie terrestre. A las nueve había perdido otra vez de vista la tierra hacia el Este, aunque no antes de advertir que el globo viraba rápidamente hacia el Nor-Noroeste. El océano a mis pies continuaba presentando una aparente concavidad, aunque mi visión era interrumpida con frecuencia por obra de las masas nubosas que aparecían flotando acá y allá.
»A las nueve y media intenté el experimento de lanzar un puñado de plumas por la válvula hacia el exterior. Lejos de quedar suspendidas, como yo esperaba, cayeron perpendicularmente hacia abajo con la rapidez de una bala, en masse y a la mayor velocidad. En muy pocos segundos estuvieron fuera del alcance de mis ojos. No acerté a explicarme en seguida la razón de tan extraordinario fenómeno, ya que no me inclinaba a pensar que mi velocidad ascensional se hubiese incrementado de tan prodigiosa manera. Sin embargo, no tardé en comprender que la atmósfera era ya demasiado rara para sostener nada. Ni aun las plumas. De ahí que cayeran tan pesadamente. Me habían confundido las velocidades sumadas e inversas de lo que caía y lo que se elevaba llevándome a mí dentro.
»Hacia las diez observé que tenía muy poco de qué ocuparme. Todo iba bien en el globo que, según pensaba, ascendía a ritmo creciente. Lamenté carecer ya de medio alguno que me indicase los progresos que iba realizando. No sufría dolores ni incomodidades de especie alguna, sintiéndome mejor que en cualquier otro momento a contar desde mi partida de Rotterdam. Me ocupé en examinar mis variados aparatos y en regenerar de vez en cuando la atmósfera reinante. Resolví cuidar de esto último a intervalos regulares de cuarenta minutos, más con el fin de conservarme en perfecta salud que por absoluta necesidad, pues no era menester renovarla con tanta frecuencia. Entretanto no dejaba de imaginar lo que podría suceder en el futuro. Mi fantasía se desbordaba por los ignotos y soñados campos lunares. La imaginación, por una vez libre de ataduras, vagaba a su antojo entre las variopintas maravillas de una tierra sombría e inestable. Creía ver selvas lívidas y añosas, dentados precipicios y cataratas que se precipitaban en medio de gran estrépito por abismos sin fondo. Luego, en pleno mediodía, llegaba a soledades quietas, nunca alcanzadas por los aires del cielo, en las que crecían vastos prados cubiertos de amapolas y de gráciles flores parecidas a los lirios, inmóviles para siempre en medio del silencio. Otras veces viajaban, muy abajo, hacia otro país que era un lago impreciso y sombrío, de fronteras marcadas por una línea de nubes.
»Pero fantasías tales no eran las únicas que poblaban mi mente. También visiones más sombrías y horrendas se abrían paso con demasiada frecuencia para sacudir las profundidades de mi alma con la vaga posibilidad de que se materializaran. Sin embargo, rehusé entregarme por demasiado tiempo a mis pensamientos ni dejarme llevar por tales especulaciones, ya que juzgaba razonablemente que los peligros reales y tangibles de mi viaje bastaban para reclamar por entero mi atención.
»A las cinco de la tarde, mientras me ocupaba de regenerar la atmósfera, aproveché para observar por la válvula a la gata con su prole. La pobre parecía sufrir mucho y no tuve dificultad en atribuir la mayor parte de sus pesares a dificultades respiratorias. Pero el experimento mostraba resultados extrañísimos con los gatitos. Esperaba, naturalmente, notar en ellos ciertos signos de malestar, aunque no tan marcados como los de la madre. Esto habría bastado para mostrar la exactitud de mi teoría respecto a la resistencia habitual contra la presión atmosférica. Pero me sorprendió encontrarlos, tras atento examen, gozando a lodas luces de plena salud. Respiraban con la mayor soltura y la más perfecta regularidad, sin mostrar la más ligera señal de malestar. Sólo pude explicármelo llevando más lejos mi teoría. Supuse que la atmósfera altamente rarificada acaso no fuera, como yo daba por sentado, químicamente insuficiente para la vida y que el ser nacido en tal medio podría probablemente ignorar los inconvenientes respiratorios. En cambio, de descender hacia los estrata más densos, cercanos a la tierra, quizá sufriese torturas de naturaleza similar a las que yo mismo experimentara últimamente.
»Me causó hondo pesar el fastidioso accidente que, poco después, fue causa de la pérdida de mi pequeña familia gatuna, privándome, además, del conocimiento en esta materia que una experimentación continuada podría haberme deparado. Al pasar una mano por el orificio de la válvula con el fin de alcanzar un vaso de agua a la gata, la manga de mi camisa se enredó en el nudo que sostenía el cesto, de modo que se desprendió del gancho. Si el todo se hubiese desvanecido de pronto en el aire, no se hubiera borrado de mi vista de manera más brusca e instantánea. No exagero al decir que no transcurrió más de una décima de segundo entre el desprendimiento de la canasta y su desaparición con todo lo que en ella iba. Mis mejores deseos la siguieron en su camino a la tierra aunque, como es lógico, no albergase esperanzas de que la gata ni sus pequeños llegaran a vivir para narrar sus infortunios.
»A las seis observé gran parte del área visible de la tierra hacia el Este. Estaba envuelta en espesa penumbra que continuó extendiéndose con gran rapidez hasta que, a las siete menos cinco, toda la superficie observable quedó sumida en la oscuridad nocturna. Sin embargo, hasta mucho más tarde los rayos del sol poniente no dejaron de iluminar el globo; y tal circunstancia, aunque por cierto perfectamente prevista, no dejó de proporcionarme un gozo infinito. Era evidente que, llegada la mañana, podría contemplar el naciente resplandor muchas horas antes que los ciudadanos de Rotterdam, a pesar de que la ciudad se encontraba más al Este. Y así, proporcionalmente a la altura alcanzada, disfrutaría cada día de períodos más y más largos de luz solar.
»Resolví llevar un diario de mi viaje en el que consideraría como una jornada cada espacio de tiempo de veinticuatro horas continuas, sin prestar consideración a los intervalos de oscuridad.
»A las diez sentí sueño y decidí tumbarme para dormir durante el resto de la noche. Pero se me presentó una dificultad que, por notoria que resulte, había escapado a mi atención hasta aquellos momentos. Si dormía como era mi intención, ¿cómo se regeneraría ad interim la atmósfera en el recinto? Respirar la misma durante más de una hora sería imposible. Si extendiera tal período quince minutos más, las peores consecuencias eran de temer. La consideración de tal dilema me causó no poca inquietud; y, tras los peligros que había pasado, costará creerme cuando digo que tan serio se me antojaba que por un momento perdí toda esperanza de cumplir con mi designio, pensando que me iba a ser necesario emprender el descenso. Pero fue un flaquear pasajero. Reflexioné que el hombre es, de todos los seres, el más esclavo de la costumbre y me dije que muchos hechos en la rutina de su existir son considerados por él esenciales y solamente lo son porque los ha incorporado a sus hábitos. Cierto que no podía vivir sin dormir; pero me era posible, en cambio, despertar a cada hora durante toda la duración de mi reposo. La operación de regenerar bien la atmósfera me llevaría cinco minutos cono máximo. La única dificultad real radicaba en ingeniar un sistema que sirviera para despertarme en el momento debido. El problema me ocasionó, he de confesarlo, no pocas dificultades antes de dar con una solución. Naturalmente, conocía la anécdota del estudiante que, para evitar dormirse sobre sus libros, sostenía entre sus manos una esfera de cobre. El estruendo que ésta causaba si el sueño le hacía relajar la mano, servía para despertarle con un sobresalto. Pero el recurso era inaplicable a mi caso, en verdad muy diferente, ya que no deseaba permanecer despierto sino ser despabilado a intervalos regulares de tiempo. Al fin di con el siguiente sistema que, por simple que parezca, saludé como un invento por entero comparable al del telescopio, la máquina de vapor o la propia imprenta.
»Es preciso dejar constancia de que el globo, a la altura alcanzada, seguía su curso hacia lo alto a ritmo parejo y sin desviarse. En consecuencia arrastraba la barquilla con tan perfecta firmeza que no hubiese sido posible discernir en él la más leve oscilación. Este hecho me favoreció mucho al llevar a la práctica cierto proyecto. Mi reserva de agua había sido colocada a bordo en barriles de veinte litros que yo afirmara en torno al piso de la barquilla. Deshice las ataduras de uno de ellos y, tomando dos cuerdas, las até firmemente y de forma paralela a dos puntos opuestos de la baranda, de manera que formaran una suerte de sostén, sobre el cual deposité el cuñete, afirmándolo en posición horizontal. A unos veinte centímetros más abajo de las cuerdas y a cosa de metro y medio del suelo dispuse otro sostén, hecho éste de una tabla delgada que era la única pieza de madera de tal formato que llevaba conmigo. Sobre este anaquel y exactamente debajo del barril coloqué un jarro de tierra cocida, y practiqué en seguida un agujero debajo de aquél y frente al jarro, que tapé con un cono de madera blanda. Maniobrando con el espiche hacia dentro y hacia fuera del hoyo, conseguí al cabo de mucho experimentar colocarlo en el grado exacto de compresión requerido para que el agua, al colarse por el agujero y caer dentro del jarro, lo desbordara a los sesenta minutos. La operación era sencilla: bastaba considerar qué cantidad caía en determinado espacio de tiempo. Una vez puesto a punto el dispositivo, el resto era obvio. Arrastré la cama hasta la parte delantera de la barquilla, de modo que, al acostarme, la cabeza me quedara precisamente debajo de la boca de la jofaina. Era evidente que al transcurrir una hora ésta, al quedar llena, tendría que desbordarse por la boca, la cual quedaba un poco por debajo del borde. No menos claro resultaba que el líquido, al caer desde una altura mayor de un metro, no podía sino dar en mi rostro, con lo que me despertaría de inmediato, aunque me hallara sumido en el sueño más profundo.
»Habían pasado las once cuando quedó lista mi obra. En seguida me metí en el lecho, confiando por completo en la eficacia de mi invento. No fui defraudado: cada sesenta minutos exactos, mi leal cronómetro me despertó. Tras vaciar entonces la jofaina en el barril y hacer funcionar el condensador, me volvía a tumbar en la cama. Las interrupciones regulares del sueño me causaron, he de decirlo, menos molestias de las que había previsto. Cuando por fin me levanté eran las siete y el sol había alcanzado varios grados por encima de la línea de mi horizonte.
»3 de abril. El globo se halla realmente a inmensa altura y la convexidad de la tierra se manifiesta ahora con mi sorprendente claridad. Debajo de mí, sobre el océano, se ha extendido un grupo de manchas que eran, sin duda, islas. Sobre mi cabeza, el cielo se veía negro azabache y sobre él se destacaban las brillantes estrellas. De hecho ha sido así desde el primer día de mi ascensión. Lejos, hacia el Norte, he percibido una línea o franja fina, blanca y extraordinariamente luminosa, que se extendía por los límites del firmamento. No dudo de que se trataba del disco meridional d los hielos del mar polar. Mi curiosidad se ha visto muy avivada, pues esperaba pasar mucho más al Norte y encontrarme acaso en algún momento encima mismo del Polo. Deploro que mi gran elevación me haya impedido efectuar un prolijo examen del panorama, que es lo que hubiese deseado. Mucho es, sin embargo, lo que podría afirmarse. Nada más extraordinario ha ocurrido durante la jornada. Todos mis instrumentos han seguido funcionando correctamente y el globo continúa subiendo sin movimientos perceptibles. El frío ha sido tan intenso que me fue preciso ajustarme bien el abrigo. Al extenderse la oscuridad sobre la tierra me acosté, aunque durante muchas horas fue aún pleno día en torno mío. El reloj de agua desempeñó puntualmente su misión y dormí profundamente hasta la mañana, descontando las periódicas interrupciones.
»4 de abril. He despertado con buena salud y excelente ánimo para asombrarme ante el singular cambio que se ha producido en el aspecto del mar. Ha perdido en gran medida la profunda coloración azul que le fuera propia hasta ahora para asumir un tono gris blancuzco, cuyo brillo encandila. La convexidad del océano es tan marcada que toda la masa de agua distante parece precipitarse hacia los abismos del horizonte; tanto que por un momento me encontré prestando involuntaria atención a los ecos de la colosal catarata. Las islas ya no se ven. No sabría decir si se han perdido en el horizonte por el Sudeste o si mi aumento de elevación las ha colocado fuera del alcance de mi vista. El frío ya no es intenso. No ha ocurrido nada de importancia. Pasé el día leyendo gracias a que cuidé de proveerme de libros.
»5 de abril. He contemplado el singular fenómeno del sol que se elevaba mientras toda la superficie terrestre aún visible seguía envuelta en sombras. A su tiempo, sin embargo, la luz se extendió por doquier y de nuevo pude apreciar la línea de hielo hacia el Norte. Resultaba hoy muy perceptible y también de un azul más intenso que el de las aguas del océano. Sin iluda me acerco a ella y muy de prisa, por lo demás. He creído distinguir de nuevo una franja de tierra hacia el Este y otra más por el Oeste, aunque no podría afirmarlo. Tiempo clemente. Nada digno de mención ha sucedido durante el día. Temprano a la cama.
»6 de abril. Sorprendido de ver la línea de hielo a distancia media y un inmenso campo, también de hielo, extendiéndose por el horizonte septentrional. Es evidente que, de mantener el globo su actual derrotero, no tardará en situarse por encima del Océano Helado. No dudo de que terminaré viendo el Polo. Durante toda la jornada seguí acercándome al hielo. Al llegar la noche los límites del horizonte se ampliaron materialmente de pronto, por obra sin duda de la conformación de la tierra, que presenta el aspecto de un esferoide achatado en ambos polos, y del hecho de sobrevolar el globo las planas superficies del círculo polar ártico. Cuando por fin me rodeó la penumbra, me fui ansiosamente a la cama, temiendo atravesar la zona que tanta curiosidad suscitaba en mí, cuando no tuviese oportunidad de observarla.
»7 de abril. Me levanté temprano y pude por fin contemplar con indecible gozo lo que no podía sino ser el propio Polo Norte. Allí, precisamente bajo mis pies, estaba, fuera de toda duda. Pero —¡ay!— tan inmensa era la altura a que me hallaba, que no era posible ver nada con nitidez. En verdad, a juzgar por la progresión de los números que indicaban mis distintas altitudes en diferentes momentos entre las seis de la mañana del 2 de abril y las nueve menos veinte del mismo día y meridiano (a dicha hora dejó de ser útil el barómetro), podía concluir razonablemente que el globo volaba, a las cuatro de la madrugada del 7 de abril, a una altura que no podía ser inferior a los ciento diecisiete kilómetros por encima del nivel del mar. Tal distancia podrá, parecer inmensa; no obstante, los datos a partir de los cuales la he calculado, arrojaron un resultado que muy probablemente se queda corto. De todos modos he observado, fuera de toda duda, la totalidad del diámetro más vasto de la tierra. Todo el hemisferio norte se desplegaba ante mí como una carta en proyección ortogonal y el gran círculo del ecuador venía a formar los límites de mi horizonte. Sus Excelencias podrán, empero, imaginar sin esfuerzo que las escondidas regiones, inexploradas hasta hoy, que se sitúan dentro de las fronteras del círculo polar ártico, aunque directamente bajo mis pies y vistas, por tanto, de frente, y no sesgadas, resultaban comparativamente diminutas por hallarse a distancia demasiado alejada del punto de vista. No admitían, en consecuencia, un análisis más preciso. Mas lo que podía percibirse era ciertamente singular y apasionante. Hacia el norte del amplísimo borde ya mencionado y que aun el más inexperto podría considerar el límite más dilatado dentro del conocimiento de estas regiones, una sábana de hielo ininterrumpida, o casi, continúa extendiéndose. En los primeros grados, su nivel es muy claramente plano. Más adelante se deprime formando un valle y, por último, haciéndose no poco cóncava, desemboca, ya en el Polo mismo, en un centro circular nítidamente definido, cuyo diámetro aparente subtiende con respecto al globo un ángulo de unos sesenta y cinco segundos. Su coloración sombría, aunque variable en intensidad, era siempre más oscura que cualquier otro punto situado en el hemisferio visible, y hasta llegaba a la más absoluta negrura. Sobre lo que existe más allá, poco podría decirse.
»Hacia las doce, el centro circular había disminuido claramente en circunferencia y a eso de las siete de la tarde le perdí por completo de vista: el globo sobrevoló el brazo izquierdo del hielo deslizándose lejos, en dirección al ecuador.
»8 de abril. He notado una sensible disminución del diámetro aparente de la tierra, aparte de una alteración muy patente del color y la apariencia generales. Toda el área visible presentaba en diferente medida tintes amarillos pálidos y un brillo que en ciertas zonas resultaba doloroso a la vista. Mi percepción hacia abajo se veía, además, considerablemente entorpecida por la densa atmósfera de las cercanías de la tierra, cargada de nubes, entre las cuales sólo de vez en cuando acertaba, a atisbar la tierra. Esta dificultad de obtener una visión directa me había fastidiado en diverso grado durante las últimas veinticuatro horas. Pero mi actual altura, enorme como era, parecía reunir los flotantes y vaporosos cuerpos, con lo que el inconveniente se fue haciendo, como es natural, más y más acentuado. Aun así, pude percibir diáfanamente que el globo planeaba por encima de los grandes lagos del continente norteamericano y que adoptaba una ruta hacia el Sur, como si quisiera llevarme pronto a los trópicos.
»Esto último no dejó de brindarme la más cordial satisfacción. Lo consideré como el feliz augurio de mi definitivo éxito. En verdad el rumbo que hasta hoy llevara me había causado honda inquietud, pues era evidente que, de continuar por él mucho más tiempo, no habría posibilidad de llegar ni remotamente a la luna, cuya órbita se inclina hacia la eclíptica, formando un ángulo pequeño de cinco grados, ocho minutos y cuarenta y ocho segundos. Por raro que parezca, sólo en estos momentos tardíos comencé a comprender el gran error que cometiera al no despegar de la tierra desde algún punto situado en el plano de la elipse lunar.
»9 de abril. Hoy el diámetro de la tierra había disminuido en grado sumo y el color de la superficie adquiría a cada hora que transcurría un matiz amarillo más acusado. El globo mantuvo su rumbo con firmeza hacia el Sur, llegando a las nueve de la noche al borde septentrional del golfo de México.
»10 de abril. A eso de las cinco de la madrugada fui súbitamente arrancado al sueño por un fuerte y aterrador estrépito parecido al crepitar de una gigantesca llama. No he podido explicarme cuál podría ser la causa. Ha sido de muy breve duración y en nada parecido a algo que yo hubiese experimentado anteriormente en la tierra. Innecesario resultará añadir que me alarmé mucho. Lo primero que se me ocurrió pensar fue que el globo había explotado. Pero, tras examinar toda la nave, no pude descubrir nada irregular. Pasé gran parte del día meditando sobre suceso tan extraordinario, sin dar con la clave que lo explicara. Me acosté insatisfecho, lleno de ansiedad y agitación.
»11 de abril. Descubrí que el diámetro de la tierra se había reducido de manera sobrecogedora y aumentado por primera vez de modo considerable el de la luna. Faltan sólo dos días para el plenilunio. Necesito ahora largos y penosos trabajos para condensar aire atmosférico dentro de mi recinto en cantidad suficiente para permitirme seguir con vida.
»12 de abril. Se ha producido una singular alteración en el curso del globo que no por aguardada dejó de proporcionarme inequívoca delicia. Habiendo alcanzado en su dirección anterior un punto cercano al paralelo veinte de latitud sur, se volvió de pronto, describiendo un ángulo agudo hacia el Este. Así continuó a lo largo de todo el día, manteniéndose cerca, si no plenamente, al plano exacto de la elipse lunar. La perceptible vacilación de la barquilla, que merece ser señalada, fue consecuencia de tal cambio de rumbo y perduró, con variada intensidad, durante muchas horas.
»13 de abril. De nuevo me sentí alarmadísimo al repetirse el fuerte ruido crepitante que me aterrara el día 10. He pensado mucho sobre el fenómeno sin poder lograr una explicación satisfactoria. Gran merma del diámetro aparente de la tierra que ahora subtiende con relación al globo un ángulo de unos veinticinco grados. No se veía en absoluto la luna, que se halla cerca de mi cénit. He seguido en el plano de la elipse, aunque dirigiéndome ligeramente hacia el Este.
»14 de abril. Decrecimiento extremadamente rápido del diámetro de la tierra. Hoy he pensado mucho sobre la idea de que el globo recorre en realidad la línea de ápsides hacia el punto de perigeo. En otras palabras, mantiene directamente el derrotero que le llevará a la zona de la órbita lunar que se acerca más a la tierra. La luna estaba precisamente sobre mi cabeza y en consecuencia oculta para mí. Pesadísima y larga faena para mantener la necesaria condensación de la atmósfera.
»15 de abril. Ni siquiera los perfiles de continentes y mares de la tierra podían ya apreciarse con claridad. Hacia las doce oí por tercera vez el horripilante ruido que tanto me sobresaltara antes. Esta vez, sin embargo, duró unos momentos más y fue ganando gradual intensidad. Por último, mientras, estupefacto y lleno de espanto, esperaba no sé qué horrenda destrucción, la barquilla vibró con extremada violencia y una gigantesca y llameante masa de una materia que no acerté a distinguir, con el estrépito de mil rugientes truenos, pasó horrísona y flameando con furia junto al globo. Al calmarse en cierta medida mis temores y mi perplejidad, supuse fácilmente que debía tratarse de algún poderoso fragmento volcánico arrojado por aquel mundo al que tan rápidamente me aproximaba. Casi con certeza pertenecía a la singular especie de materias que ocasionalmente se recogen en la tierra y a las que, por falta de apelativo más adecuado, se denominan meteoritos.
»16 de abril. Hoy, mirando lo mejor que pude hacia lo alto a través de las ventanas laterales, alternativamente pude contemplar, para mi gran contento, una pequeñísima parte del disco lunar, que parecía sobresalir de la enorme circunferencia del globo. Mi agitación fue extrema pues ya me quedaban pocas dudas de que pronto iba a culminar mi peligrosa travesía. En verdad el trabajo exigido ahora por el condensador alcanza un grado angustioso y apenas me deja tiempo para descansar un poco. Dormir me ha resultado casi imposible. Me he sentido muy enfermo. El cuerpo me temblaba por causa del agotamiento. Consideraba imposible que la naturaleza humana pudiese tolerar tan intenso padecimiento por mucho tiempo más. Durante uno de los intervalos, ahora breves de oscuridad, un nuevo meteorito ha pasado cerca de mí. La frecuencia de estos fenómenos ha comenzado a ocasionarme mucha aprensión.
»17 de abril. Esta mañana hará época en mi viaje. Ha de recordarse que el trece, la tierra subtendió una amplitud angular de veinticinco grados. El catorce la misma había decrecido en gran parte. El quince observé una disminución aún más rápida; y, al recogerme, la noche del dieciséis, observé un ángulo no mayor de unos siete grados y quince minutos. ¡Cuál no sería, en consecuencia, mi estupor al despertar esta mañana de un sueño breve y penoso y encontrarme con que la superficie que se extendía a mis pies había aumentado de volumen hasta el límite de subtender no menos de treinta y nueve grados en su diámetro angular aparente! ¡Estaba aterrorizado! No hay palabras que den una idea adecuada del horror sin límites y de la sorpresa que me invadieron, me poseyeron y me abrumaron por completo. Las rodillas me temblaban, me castañeteaban los dientes y se me erizaban los cabellos. ¡De modo que el globo había estallado! Tales fueron las primeras y tumultuosas ideas que cruzaron velozmente mi mente. ¡Sin duda, el globo había estallado! ¡Caía y caía, con impetuosa y jamás vista celeridad! ¡A juzgar por la inmensa distancia que dejaba atrás tan rápidamente, no tardaría más de diez minutos en encontrarme con la superficie y ser aniquilado! Pero al cabo vino en mi ayuda la reflexión. Hice una pausa y comencé a dudar. Eso era imposible. Razonablemente no podía caer a tanta velocidad. Aunque me aproximaba con toda evidencia al plano sólido que se extendía debajo de mí, lo hacía a un ritmo que no guardaba en absoluto relación con la presteza que al principio concibiera. Tal consideración sirvió para calmar mi perturbado ánimo, hasta que logré considerar al fenómeno bajo su justo ángulo. En realidad la sorpresa debió privarme bonitamente de mis sentidos, ya que había sido incapaz de apreciar la enorme diferencia aparente entre la superficie que se hallaba debajo de mí y la de la madre tierra. Ésta se encontraba en realidad encima de mi cabeza, oculta totalmente tras el globo, mientras la luna, la mismísima luna en toda su gloria, yacía allá abajo, a mis pies.
»El anonadamiento y la sorpresa que en mi mente produjo tan extraordinario cambio en el planteo de la situación era tal vez a fin de cuentas la porción de mi aventura menos susceptible de ser explicada. En sí, el bouleversement no sólo era natural e inevitable, sino que yo mismo lo había previsto mucho antes como un hecho que cabía esperar si llegaba en mi viaje a cumplir la etapa en la cual la atracción del planeta dejaría paso a la del satélite o, más precisamente, aquella en que la gravitación del globo hacia la tierra sería menos poderosa que la gravitación hacia la luna. De seguro había despertado de un pesado sueño con los sentidos alterados para concebir un fenómeno estremecedor que, aunque esperado, no creía tan próximo. La revolución en sí misma debió, claro está, tener lugar de manera suave y gradual; y no resultaba en absoluto indubitable que, de haberme hallado despierto cuando ocurriera, hubiese captado alguna evidencia interior de una inversión, es decir, un inconveniente o desajuste de mi persona o de mi instrumental.
»Será casi superfluo decir que en cuanto me hice cargo de la situación real, luego de superar el pánico que había anulado todas mis facultades, mi atención se centró, en primerísimo lugar, sobre la apariencia física de la luna. Se desplegaba debajo de mí como un mapa y, aunque la consideraba aún a respetable distancia, los accidentes de la corteza se presentaban muy definidos a mis ojos, con nitidez patente y por completo inexplicable. Me extrañó la total ausencia de océanos, mares y aun lagos, ríos o masas acuáticas cualesquiera. A primera vista, esta característica se me presentó como el rasgo más extraordinario de la condición geológica lunar. Sin embargo, por raro que parezca, avizoraba vastas regiones llanas de aspecto decididamente aluvial, aunque la mayor parte del hemisferio visible estaba cubierta casi enteramente de innumerables montañas volcánicas de forma cónica que se hubiesen dicho artificiales antes que protuberancias naturales. La más elevada de ellas no excede los cinco mil trescientos metros, pero un mapa de las zonas volcánicas de los Campi Phlegraei proporcionaría a Sus Excelencias idea más cabal de la superficie en conjunto que cualquier irrisoria descripción que yo juzgara del caso intentar.
»La mayor parte de los volcanes se halla evidentemente en actividad, lo cual me han dado a entender tremendamente la furia y el poder de que son capaces al despedir repetidas veces y con gran estrépito materias que llamamos por error meteoritos, los cuales escapaban hacia arriba y pasaban cerca del globo con frecuencia cada vez más aterradora.
»18 de abril. Hoy me he encontrado con un enorme aumento de la masa aparente de la luna. La evidentemente acelerada velocidad de mi carrera descendente comenzó a infundirme gran alarma. Conviene tener presente que en la etapa más temprana de mis especulaciones sobre la viabilidad de un viaje a la luna, la existencia en su contorno de una atmósfera cuya densidad correspondiese a la masa del planeta, entraba ampliamente en los cálculos, pese a muchas teorías contrarias y he de añadir, al escepticismo general sobre la existencia de atmósfera lunar alguna. Pero, además de lo que de mi parte concluyera en lo referente al cometa de Encke y a la luz zodiacal, me habían afirmado en mis creencias ciertas observaciones del señor Schroeter, de Lilienthal. Éste había observado la luna a los dos días y medio de hallarse en cuarto creciente, a poco de ponerse el sol y antes de que fuese visible la parte sombría. Continuó así su observación hasta que ésta se hizo manifiesta. Los dos cuernos del satélite se fueron adelgazando hasta formar prolongaciones muy agudas y evanescentes cuyos extremos aparecían ligeramente iluminados por los rayos solares antes de que nada fuese aparente en el hemisferio oscuro. Poco después, todo el limbo en sombras se iluminó. Esta prolongación de los cuernos hasta más allá del semicírculo, pensé, debía ser consecuencia de la refracción de los rayos del sol en la atmósfera lunar. Calculé asimismo la altura de la atmósfera (que podía refractar luz suficiente hacia el hemisferio oscuro como para producir un crepúsculo más luminoso que la luz reflejada desde la tierra cuando la luna se halla a treinta y dos grados del cuarto creciente). Deduje que tal altura debía ser de cuatrocientos veinte metros de París. En consecuencia supuse que la mayor altura entre las capaces de refractar el rayo solar se situaba en los mil seiscientos treinta y ocho metros. Mis hipótesis sobre el punto recibieron confirmación, además, en un pasaje del volumen ochenta y dos de las Memorias filosóficas en el cual se establece que durante un ocultamiento de los satélites de Júpiter, el tercero desapareció tras permanecer uno o dos segundos en estado indefinido mientras el cuarto se hizo invisible cerca del limbo[3].
»Sobre la resistencia o, dicho con más propiedad, sobre el apoyo de una atmósfera existente en el estado de densidad imaginado, tenía yo, naturalmente, puestas todas mis esperanzas. Confiaba en ella para efectuar con éxito la última etapa de mi descenso. Si, después de todo, me equivocaba, sólo podía esperar, como final de mi aventura, mi desintegración en átomos al aplastarme contra la rugosa superficie del satélite; y a fe mía que me sobraban razones para estar aterrado. Me encontraba a una distancia comparativamente ínfima de la luna. Entretanto, el trabajo exigido por el condensador no se había reducido en lo más mínimo y no acertaba a dar con signo alguno que indicase un decreciente enrarecimiento del aire.
»19 de abril. Esta mañana, a eso de las nueve, para mi gran alegría, cuando la superficie de la luna se encontraba aterradoramente cercana y mis aprensiones al máximo, la bomba de mi condensador dio por fin señales evidentes de una alteración atmosférica. Alrededor de las diez tuve razones para creer que su densidad había aumentado considerablemente. A las once poco trabajo reclamaba ya el aparato y a las doce, luego de algunas vacilaciones, me aventuré a destornillar el tourniquet. Al no advertir consecuencias adversas, abrí del todo el revestimiento de goma elástica, quitándolo del lugar que ocupara. Como era de esperar, espasmos y jaqueca fueron los efectos inmediatos de experimentación tan precipitada y ahíta de peligros. Pero decidí enfrentarme lo mejor posible a ésas y otras dificultades de la respiración, puesto que no llegaban a amenazar mi vida y quedarían sin duda atrás en cuanto me aproximara a los estrata cercanos a la luna, cuya densidad sería superior. La aproximación resultaba extremadamente arriesgada. No tardé en comprobar con alarma que aunque tal vez no me engañara en cuanto a la existencia de una atmósfera cuya densidad fuese proporcional a la masa del satélite, había errado al suponer que tal densidad, aun en la superficie, pudiera ser suficiente para sostener el gran peso contenido en la barquilla de mi globo. Aunque tal debiera haber sido el caso y eso en la misma medida que en la superficie de la tierra, la gravedad real de los cuerpos en ambos planetas dependía de la medida o grado de condensación atmosférica. Mi precipitada caída aportaba, sin embargo, pruebas de que tal no era el caso. Por qué no lo era, resulta algo que sólo puede explicarse haciendo referencia a las posibles perturbaciones geológicas a las que ya he aludido. De todos modos, ya estaba cerca del planeta y caía con terrible ímpetu. Me apresuré, en consecuencia, a arrojar por la borda, ante todo, el lastre, luego los barriles de agua, después mi aparato condensador con su agregado de goma elástica y por fin todo cuanto de peso había en la barquilla. Pero en vano. Seguía cayendo con terrible rapidez y apenas me encontraba a ochocientos metros de la superficie. Como último recurso, pues, me quité abrigo, sombrero y zapatos tras lo cual corté las cuerdas que unían la barquilla, cuyo peso no era escaso, al globo propiamente dicho, quedando yo colgado por ambas manos a la red. Apenas me quedó tiempo para observar que todo el campo, hasta donde se perdía de vista, estaba sembrado de innumerables y diminutos habitáculos. No tardé en caer de bruces en pleno corazón de una ciudad de fantástica apariencia y en medio de una gran muchedumbre de feos y pequeños seres, ninguno de los cuales dejó escapar una sílaba ni se dio el trabajo de prestarme auxilio. Permanecían allí, los muy imbéciles, riendo ridículamente y mirando recelosos mi persona y al globo. Volví el rostro con desdén hacia lo alto, donde se hallaba la tierra que poco antes abandonara, quizás para siempre. Parecía un inmenso escudo de cobre opaco de unos dos grados de diámetro, inmóvil en medio de los cielos y tocado en uno de sus bordes por un semicírculo creciente que se hubiese dicho del más brillante oro. No se veían huellas de tierra ni de agua y el conjunto aparecía moteado en diversos sitios. Las zonas tropicales y ecuatoriales lo circundaban.
»De tal modo, y espero con esto dar placer a Sus Excelencias, tras una serie de grandes ansiedades, peligros inauditos y escapadas únicas, había alcanzado a culminar felizmente mi travesía a los diecinueve días de partir de Rotterdam, sin duda la más extraordinaria y trascendental jamás acometida o concebida por cualquier habitante de la tierra.
»Pero aún he de continuar con el relato de mis aventuras. Sus Excelencias bien podrán imaginar que tras residir cinco años en un planeta no sólo profundamente interesante en sí gracias a su propio y peculiar carácter, sino, además, por la íntima conexión que guarda con el mundo habitado por el hombre, del cual es satélite, poseo información secreta que quisiera confiar tan sólo a la Escuela de Astrónomos del Estado. La misma supera en importancia al relato de las peripecias, por maravillosas que se juzguen, propias del voyage tan afortunadamente concluido. Tal es la situación. Poseo muchos, muchos conocimientos que comunicaría con el mayor placer. Gran parte de ellos tiene que ver con el clima del planeta, con sus prodigiosas alternancias de frío y calor, con su luz solar implacable y abrasadora que dura una quincena para dar luego paso a otra, de temperaturas más frías que las polares. Podría referirme también a la constante transferencia de humedad por destilación como la que se opera in vacuo desde el punto inmediatamente situado bajo el sol hasta el más alejado de él; a la zona variable de agua que corre; a los seres mismos, a sus costumbres, maneras e instituciones políticas; a la peculiar apariencia física que presentan; a la fealdad que les distingue; a su carencia de orejas, inútiles apéndices en una atmósfera tan particularmente modificada; a su consecuente ignorancia del uso y las propiedades del habla; al modo como sustituyen a la palabra acudiendo a un singular sistema de intercomunicación; a la incomprensible conexión entre cada individuo de la luna con algunos individuos de la tierra, conexión análoga a la de las órbitas del planeta y su satélite e igualmente dependiente, en virtud de lo cual vidas y destinos de los habitantes de uno se entretejen con las vidas y los destinos de los habitantes del otro. Pero sobre todo, si así place a Sus Excelencias, podré revelar muchos y oscuros misterios que existen en las regiones exteriores de la luna, regiones que, debido a la sincronización casi milagrosa de la rotación del satélite sobre su propio eje y a su sideral revolución en torno a la tierra, jamás han mirado hacia la tierra y, si a Dios así le place, jamás lo harán, para someterse al escrutinio de los telescopios humanos. Todo ello y mucho más aún, describiré con sumo agrado.
»Pero, para ser breve, he de recibir mi recompensa. Estoy ansioso por volver a mi familia y a mi hogar. Como precio de las ulteriores informaciones que revele, y considerando la luz que estoy en condiciones de arrojar sobre muchas ramas importantes de la ciencia física y metafísica, he de solicitar que, en mérito a la influencia del honorable cuerpo que Sus Excelencias rigen, se me absuelva del delito del que soy culpable por haber dado muerte a mis acreedores poco antes de dejar Rotterdam. Tal es el propósito perseguido por la presente comunicación. El portador, habitante de la luna a quien he persuadido para que oficiara de mensajero tras instruirle adecuadamente, aguardará todo el tiempo preciso la decisión que Sus Excelencias tengan a bien adoptar, para retornar a mí con el perdón solicitado, si es que puede de algún modo obtenerse.
»Tengo el honor de quedar, etcétera. De Sus Excelencias el muy humilde servidor,
»Hans Pfaall».
Al terminar la lectura de tan extraordinario documento, el profesor Rubadub dejó, según se dice, caer al suelo su pipa, presa de extremada perplejidad; y Mynheer Superbus von Underduk, quien se había quitado las gafas, se puso a limpiarlas para guardarlas luego en uno de sus bolsillos. Había olvidado a estas alturas su persona y su rango hasta el punto de dar tres vueltas sobre sus tacones, en el colmo del asombro y la admiración. No le cabían dudas al respecto: el perdón debía concederse. Al menos eso fue lo que juró rotundamente el profesor Rubadub y lo que pensó por fin el ilustre Von Underduk al agarrar del brazo a su colega científico mientras, sin pronunciar palabra, Se abría camino hacia su casa, donde deseaba deliberar sobre las medidas que hubieran de adoptarse. Al llegar a las puertas del hogar del burgomaestre, el profesor se aventuró a sugerir que, dado que el mensajero había juzgado prudente desaparecer, atemorizado mortalmente a no dudarlo por la salvaje apariencia de los ciudadanos de Rotterdam, el perdón de poco valdría, puesto que nadie más que un hombre de la luna emprendería tan largo viaje. El burgomaestre concedió que la afirmación era certera y el asunto quedó pues en un punto muerto. No sucedió lo mismo con los rumores y las especulaciones. Al publicarse la carta hubo gran variedad de habladurías y menudearon las opiniones. Alguno que otro sabihondo se cubrió de ridículo al sostener que todo el episodio era pura paparrucha. Pero tal palabra es, según creo, un término general que tal clase de personas aplica a toda materia que se sitúa más allá de su comprensión. I’or mi parte, me siento incapaz de concebir sobre qué datos se fundaba la acusación.
Veamos lo que dicen.
Primero. Que ciertos bromistas de Rotterdam albergan cierta especial antipatía por ciertos burgomaestres y astrónomos.
Segundo. Que un extraño enanito y brujo de aldea que perdiera ambas orejas por obra de una fechoría, falta desde hace varios días de la vecina ciudad de Brujas.
Tercero. Que los papeles de periódico pegados por toda la superficie del globo correspondían a diarios de Holanda, de modo que no podían proceder de la luna. Se trataba de papeles sucios en extremo; y Gluck, el impresor, estaba dispuesto a jurar sobre la Biblia que habían visto la luz en Rotterdam.
Cuarto. Que el propio Hans Pfaall, considerado como un pillo y un borracho, y los tres caballeros holgazanes a los que la carta llamaba acreedores del primero habían sido vistos dos o tres días antes en un bodegón de los suburbios, recién llegados, con dinero en los bolsillos, de un viaje ultramarino.
Finalmente. Que según opinión aceptada por la gran mayoría, o que debiera serlo, el Colegio de Astrónomos de la ciudad de Rotterdam, como todos los del resto del mundo —por no hablar de colegios y astrónomos en general— no son ni un ápice mejores ni mayores ni más sabios de lo que deben ser.
* * *
NOTA. — Estrictamente hablando, apenas existen similitudes entre el esbozo sin pretensiones que se ha leído y la Historia de la Luna, del señor Locke; pero, dado que ambos tienen el carácter de paparruchas (aunque el primero contiene mucha sorna en tanto el otro es un trabajo absolutamente serio) y que en los dos casos el tema es el mismo, vale decir la luna —los dos tratan, por lo demás, de acentuar la verosimilitud acudiendo a detalles científicos— el autor de Hans Pfaall considera necesario decir en defensa propia que su propio jeu d’esprit se publicó en el «Southern Literary Messenger» unas tres semanas antes de iniciarse el del señor L. en el «New York Sun». Imaginando una similitud que acaso no exista, algunos diarios de Nueva York copiaron el Hans Pfaall, cotejándolo con la Paparrucha Lunar, como medio de identificar al escritor del primero con el otro.
Dado que muchas personas más resultaron en verdad defraudadas por la Paparrucha Lunar aunque no quieran reconocerlo así, podría resultar divertido mostrar por qué nadie debió sentirse engañado, y puntualizar los detalles de la historia que debieron bastar para dejar sentado su verdadero carácter. En verdad, por rica que fuese la imaginación desplegada en este ingenioso relato, el mismo carece de gran parte de la fuerza que pudo darle un cuidado más escrupuloso de los hechos y la analogía general. Que el público se haya visto despistado, así fuera un instante, es hecho que sirve para probar la ignorancia enorme que prevalece en general cuando de temas astronómicos se trata.
La distancia entre la tierra y la luna es, en números redondos, de trescientos ochenta mil kilómetros. Si deseásemos establecer en qué medida una lente puede acercar el satélite (o cualquier objeto distante) sólo debemos, naturalmente, dividir la distancia por la ampliación o, más estrictamente, por el índice de poder de penetración espacial del cristal. El señor L. hizo que su lente tuviera un poder de cuarenta y dos mil aumentos. Si se divide trescientos ochenta mil (distancia real a que se encuentra la luna) por aquella cifra, se obtienen noventa kilómetros, que vendrá a constituirse en distancia aparente. Ningún ser vivo podría ser visto a tal distancia y menos aún los diminutos puntos particularizados en la narración. El señor L. habla de las flores que llegó a ver Sir John Herschel (la papaver rhoeas, etcétera) y que distinguió el color y la forma de los ojos de los pajarillos. Poco antes, además, observó que su lente no podía captar objetos cuyo diámetro fuese inferior a cuarenta y cinco centímetros; pero aún esto, como he dicho, es conceder demasiada potencia al telescopio. Dicho sea de paso, se afirma que tan prodigiosa lente fue confeccionada en la óptica de los señores Hartley and Grant, en Dumbarton. Sin embargo, dicho establecimiento dejó de trabajar mucho antes de que la paparrucha se publicara.
En la página trece de su edición en forma de folleto, al referirse a un «velo velludo» existente sobre los ojos de una especie de bisonte, el autor sostiene: «Acudió de inmediato a la aguda inteligencia del doctor Herschel que tal era un rasgo providencial que servía para proteger la vista del animal de los cambios de luminosidad que iban desde el máximo brillo a la oscuridad completa, a que se ven sometidos periódicamente todos los habitantes del lado visible de la luna». No obstante, lo dicho no puede considerarse una observación muy «aguda» del doctor. Los habitantes del lado visible de la luna no conocen en absoluto la oscuridad, de modo que mal puede hablarse de los «máximos» que él menciona. En ausencia de sol, cuentan con la luz procedente de la tierra, que equivale a trece veces la de una luna, sin nubes.
La topografía es por doquier, aunque se adopte en general como bueno el mapa lunar de Blunt, enteramente distinta de lo que éste o cualquier otro mapa establecen y también varía mucho de una zona a otra. También los puntos cardinales están confundidos de manera inextricable. El autor parece ignorar que en un mapa lunar correcto tales puntos no se concuerdan con los terrestres. El Este se encuentra a la izquierda, etcétera.
Engañado tal vez por designaciones tan vagas como las de Mare Nubium, Mare Tranquillitatis, Mare Foecunditatis, etcétera, otorgadas a las zonas oscuras por astrónomos del pasado, el señor L. ha entrado en minucias respecto a océanos y otras masas de agua en la luna, cuando no hay punto en materia astronómica más positivamente probado que el referente a la total ausencia de tales masas en ella. Si se examinan las fronteras entre luz y sombra (hallándose el satélite en creciente) cuando tal frontera atraviesa alguna de dichas zonas oscuras, se observa que la línea divisoria es rugosa y dentada. Si las mismas estuvieran cubiertas de líquido se las vería, evidentemente, tersas.
La descripción de las alas del murciélago-hombre en la página veintiuna no es sino una copia textual del informe de Peter Wilkins sobre las alas de sus isleños voladores. Este solo hecho podría haber suscitado sospechas, por tratarse aquélla de una obra de ficción.
En la página veintitrés nos encontramos con lo siguiente: «¡Cuán prodigiosa influencia ha de haber ejercido nuestro planeta, trece veces mayor que su satélite y sujeto pasivo de afinidad química, encontrándose ambos en estado embrionario en la matriz del tiempo!» La frase es muy bonita; pero bueno será señalar que ningún astrónomo habría formulado afirmación parecida a ningún periódico y menos aún a una revista científica, pues la tierra, en el sentido de que hablamos, no es trece sino cuarenta y nueve veces mayor que la luna. Objeción similar merece toda la parte final de la paparrucha. En ella, con el fin de introducir al lector en lo referente a ciertos descubrimientos sobre Saturno, el filosófico informante se adentra en una detallada descripción del planeta en términos más propios de un escolar, ¡y esto en el «Edinburgh Journal of Science»!
Pero hay un punto en particular que descubre la ficción. Imaginemos que alguien poseyera el poder realmente necesario para llegar a distinguir seres vivos en la superficie lunar. ¿Qué sería lo primero en atraer la atención del observador terrestre? Ciertamente no la conformación ni el tamaño ni demás particularidades de esa especie, sino, ante todo, su notable posición. ¡Podrían aparecérsele andando de cabeza, como las moscas en un techo! El observador real habría dejado escapar de inmediato una interjección de sorpresa (por preparado que se encontrase, gracias a conocimientos previos) ante la singularidad de la posición en que los viera. ¡En cambio el observador ficticio ni siquiera hace mención del asunto y dice haber visto los cuerpos enteros de tales criaturas cuando se le podría demostrar que pudo haber visto tan sólo el diámetro de sus cabezas!
También podría hacerse notar, a modo de conclusión, que el tamaño, y en particular los poderes, de los hombres murciélagos (la capacidad de éstos, por ejemplo, para volar en atmósfera tan enrarecida si es que en verdad la luna tiene atmósfera), así como la mayor parte de las demás fantasías sobre la existencia de animales y vegetales, se oponen en general a todos los razonamientos analógicos sobre estos temas. Sin embargo, aquí la analogía suele hacer las veces de demostración concluyente. Acaso resulte interesante agregar que todas las sugerencias atribuidas a Brewster y Herschel a principios del trabajo, sobre «una transfusión de luz artificial a través del objeto focal de visión», etcétera, pertenecen a la especie de escritura figurada que cae propiamente bajo la denominación de galimatías.
Existe un límite real y muy preciso para efectuar descubrimientos ópticos entre las estrellas; un límite cuya naturaleza se comprende con sólo establecerlo. Si en verdad la construcción de telescopios llegase a ser tal como se requiere, el ingenio humano terminaría por colocarse a la altura de la tarea y podríamos tenerlos de todos tamaños. Lamentablemente, el aumento en el volumen de las lentes y, en consecuencia, en el poder de penetrar los espacios es proporcional a la disminución de la luz en el objeto, por obra de la difusión de sus rayos. Éste es un inconveniente contra el cual la inteligencia humana nada puede, puesto que sólo es posible ver un objeto mediante la luz directa o reflejada que lo envuelve. La única luz artificial que podría proporcionar el señor Locke sería la que él pudiese arrojar no ya sobre el «objeto focal de visión», sino sobre el objeto real que desea ver. En otras palabras, sobre la luna. Se ha calculado reiteradamente que cuando la luz proveniente de una estrella se difunde tanto que llega a hacerse tan débil como la luz natural que procede del conjunto de las estrellas en una noche clara y sin luna, la misma ya no es visible a efectos prácticos.
El telescopio del conde de Ross construido recientemente en Inglaterra, posee un speculum que mide ciento tres metros y medio de superficie reflectante, en tanto el de Hersche apenas cuarenta y seis. El tubo metálico de aquél tiene ciento ochenta y tres centímetros de diámetro y su ancho es de trece centímetros en los bordes y doce y medio en el centro. Pesa tres toneladas. La distancia focal llega a poco más de quince metros.
He leído recientemente un librito singular y bastante ingenioso, en cuya portada se lee: «L’Homme dans la Ivne, ou le Voyage Chimérique fait au monde la Ivne, nouvellement découvert par Dominique González, Aduanturier Es pagnol, autrement dit le Courier Volant. Mis en notre langue par J. B. D. A. Paris, chez François Piot, près la Fontaine de Saint Benoist. Et chez J. Geignard, au premier pilier de la grand’salle du Palais, proche les Consultations, MDCXLVIII». 176 páginas.
El escritor asegura haber traducido del inglés la obra de un tal mister D’Avisson (¿Davidson?). Pero hay mucha ambigüedad en la afirmación: «l’en ai eu —dice— l’original de Monsieur D’Avisson, médecin des mieux verzez qui soient aujourd’hui dans la cônoissance des Belles Lettres, et surtout de la Philosophie Naturelle. Je lui ai cette obligation entre les autres, de m’auoir non seulement mis en main ce Livre en anglois, mais encore le manuscrit du Sieur Thomas D’Anan, gentilhomme Ecossois, recomendable para sa vertu, sur la version du quel j’ad-voue que j’ay tiré le pian de la mienne».
Luego de narrar irrelevantes aventuras al estilo de las de Gil Blas, las cuales le llevan treinta páginas, el autor cuenta que, sintiéndose enfermo durante una travesía por mar, la tripulación le abandonó junto con su sirviente negro en la isla Santa Elena. Con el fin de contar con mayores posibilidades de conseguir alimentos, ambos se separaron para vivir tan lejos uno del otro como les fuera posible. Esto implicaba adiestrar palomas con el fin de que les sirviesen de correo. A poco, las mismas aprendieron a llevar también paquetes de cierto peso, que fue aumentado gradualmente. Al fin se les ocurre la idea de sumar las fuerzas de gran número de aves para que transporten al propio autor. Conciben un artefacto para llevar a cabo tal propósito y del cual el libro nos ofrece una detallada descripción, que se completa con un grabado en metal. En él vemos al señor González con gorguera y gran peluca, jinete en algo que se parece mucho a un palo de escoba, sostenido en el aire por multitud de cisnes salvajes (ganzas[4]), de cuyas colas cuelgan las cuerdas que sustentan al aparato.
El principal acontecimiento descrito en la narración del señor González gira en torno a un hecho de gran importancia del que no se da noticia al lector hasta acercarse el final del libro. Las ganzas, con las cuales llega a familiarizarse, no habitan en realidad la isla de Santa Elena, sino la luna. Siguiendo una inmemorial costumbre, emigran anualmente desde nuestro satélite hasta alguna zona de la tierra. Pero al llegar la estación propicia deben, naturalmente, volver a casa. Así el autor, que sólo pretendiera un día requerir los servicios de las aves con el fin de realizar un corto viaje, es llevado inesperadamente hacia las alturas hasta que, luego de un tiempo muy breve, llega al satélite. Allí se encuentra, entre otras cosas raras, con que las gentes disfrutan de una felicidad extrema; que carecen de leyes; que mueren sin sufrir; que miden de uno a diez metros; que viven quinientos años; que son regidos por un emperador llamado Irdonozur y que les es posible saltar dieciocho metros y, libres de la fuerza de gravitación, volar sirviéndose de abanicos.
No resisto la tentación de ofrecer un espécimen de la filosofía general del libro.
«He de describir al lector —dice el señor González— la naturaleza del lugar en que me encontré. Todas las nubes estaban bajo mis pies o, si se prefiere, extendidas entre mi persona y la tierra. En cuanto a las estrellas, como no había allí noche, mostraban siempre él mismo aspecto. No brillante como nos resulta habitual, sino pálido y muy semejante al de la luna por la mañana. Sin embargo, eran perceptibles unas pocas que parecían diez veces (si no me equivoco) más grandes de lo que resultan vistas desde la tierra. La luna, a la que sólo faltaban dos días para estar llena, era tremendamente grande.
»Debo recordar que las estrellas sólo aparecían en el lado del globo vuelto hacia la luna; y que cuanto más cerca de ellas se hallaban, mayores parecían. Recuerdo asimismo que, fuese el tiempo bonancible o borrascoso, me encontraba siempre en medio de la distancia más corta entre la luna y la tierra. Estaba convencido de ello por dos razones: porque mis aves volaban siempre en línea recta y porque en cuanto intentábamos descansar éramos arrastrados insensiblemente en torno al globo terráqueo. Por mi parte comparto la opinión de Copérnico, quien sostiene que la tierra nunca deja de girar de Este a Oeste, pero no sobre los polos equinocciales, llamados comúnmente polos del mundo, sino sobre los del zodiaco. Sobre este punto me propongo hablar con mayor amplitud cuando cuente con tiempo para refrescarme la memoria en materia astrológica, la cual estudié en Salamanca siendo joven para olvidarla luego».
Dejando de lado los dislates que he reproducido en cursiva, el libro no carece de cierto derecho a ser atendido, ya que proporciona una muestra ingenua de las nociones astronómicas al uso en nuestros días. Una de ellas consiste en presumir que el «poder gravitacional» sólo se extiende hasta una distancia corta de la superficie terrestre. Así vemos a nuestro viajero «arrastrado insensiblemente en torno al globo», etcétera.
Ha habido otros «viajes a la luna», pero ninguno tan meritorio como el que acabo de mencionar. El de Bergerac es absolutamente insensato. En el tercer volumen de la «American Quarterly Review» se encontrará una minuciosa crítica sobre cierto «viaje» de la especie que nos ocupa; una crónica en la que resultaría difícil decidir qué pone más de manifiesto el crítico, si la estupidez del libro o su propia y absurda ignorancia de la astronomía. No recuerdo el título de la obra, pero el medio empleado para viajar, deplorable en su concepción, resulta más pobre que el de las ganzas imaginadas por nuestro buen amigo el señor González. El aventurero, al cavar la tierra, da con un metal peculiar por el que la luna siente fuerte atractivo. De inmediato construye con él una caja que, dejada sin ninguna atadura terrestre, vuela; con ella despega el escritor rumbo al satélite. El vuelo de Thomas O’Rouke es un jeu d’esprit no del todo desdeñable y ha sido traducido al alemán. Thomas, héroe de la historia, es en realidad guardabosque de un noble irlandés, cuyas excentricidades son las que dan lugar al relato. El «vuelo» se lleva a cabo sobre un águila que se eleva desde Bantry Bay.
En todas esas brochures, el propósito es siempre la sátira, ya que describen las costumbres de los selenitas cotejándolas con las nuestras. En ninguna hay esfuerzos que persigan la credibilidad de los detalles del viaje en sí. Se diría que los autores desconocen por completo en todos los casos cuanto tiene que ver con la astronomía. En Hans Pfaall la concepción es original y lo mismo cabe decir del intento de dar verosimilitud al relato por aplicación de principios científicos (en la medida en que la antojadiza naturaleza del tema lo permite) a la descripción del viaje entre la tierra y la luna.