A lo largo de la mañana no sucede nada. Nosotros no sabemos dónde buscar a Nasiotis y él no da señales de vida. Kula y Dermitzakis vuelven a Jefatura soñolientos y con las manos vacías. Les ha sustituido Vlasópulos, aunque no abrigo muchas esperanzas de que la vigilancia dé frutos. Obviamente, ya hemos emitido una orden de arresto y hemos distribuido la descripción de Nasiotis, pero ¿qué descripción podemos dar de alguien a quien nunca hemos visto y cuya cara sólo vio una testigo brevemente, cuando se hizo pasar por visitador médico?
Guikas me llama por teléfono cada media hora para preguntar si hay novedades. Se ha formado una cadena. El ministro llama al director general de la policía, éste llama a Guikas y Guikas llama a la última rueda del carro, que soy yo.
El teléfono suena poco después de las doce.
—Señor comisario, tenemos aquí a alguien que le interesa.
—¿A Yerásimos Nasiotis?
—Exacto. Estaba a punto de subir a un avión de Alitalia con destino a Roma. Está retenido en espera de sus órdenes.
Nervioso, decido ir al aeropuerto en persona, pero acaba prevaleciendo el sentido común.
—Mándamelo enseguida.
Llamo primero a Vlasópulos para decirle que tenemos a Nasiotis y luego informo a Guikas.
—Lo hemos conseguido. ¡Enhorabuena, Kostas! —exclama como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
—Sí, pero ahora tendremos que protegernos de la ira popular —respondo.
En cuanto cuelgo el teléfono oigo algarabía en el pasillo. Los reporteros abren la puerta e irrumpen en mi despacho.
—¿Habéis detenido al Recaudador Nacional? —pregunta la bajita y rechoncha con las medias color rosa.
Alguien ya ha sacado tajada de la información, me digo. A saber si ha sido uno de los nuestros, algún responsable del aeropuerto o un empleado de la línea aérea.
—Hemos detenido a un sospechoso que trataba de huir, pero aún no le hemos interrogado.
—¿Puede darnos su nombre? —pregunta la esquelética.
—En este momento no puedo deciros nada. Emitiremos un comunicado oficial cuando concluya el interrogatorio y tengamos más datos.
—¿Ni siquiera su nombre? —insiste el joven periodista que siempre va con vaqueros y camiseta.
—No puedo daros ningún dato hasta que concluya el interrogatorio.
Se retiran decepcionados mientras me imagino el alboroto que se montará en la entrada, porque se quedarán para esperar a Nasiotis y tratar de coserle a preguntas.
—Lo has logrado otra vez, comisario —dice Sotirópulos—. Eres lento, anticuado e insoportable, pero siempre consigues tu objetivo.
—Sí. Soy lento, anticuado e insoportable, lo sé muy bien.
—Pero conozco a algunos que son muy elocuentes y, a la vez, ineficaces e inútiles. ¿Me dirás quién es el asesino?
—Un griego de nacionalidad alemana. Lo descubrimos por pura casualidad. No te daré su nombre, porque podríamos estar equivocados. No hay por qué difamarle si resulta ser inocente.
—Tienes razón, lo acepto. Pero me vas a dar algunos detalles, ¿verdad?
—Te daré más detalles de los que aparezcan en el comunicado de prensa oficial, pero has de tener paciencia.
—De acuerdo. Aunque preferiría que fuera alemán.
—¿Por qué? —pregunto sorprendido.
—Porque ahora los alemanes dirán: sí, vive en Alemania, tiene la nacionalidad alemana, pero sigue siendo griego, ¿qué os creíais? —Se ríe de su propio chiste y se va.
Cuando me quedo solo, llamo a Stavrópulos.
—El frasco contiene lo que esperábamos: cicuta —me informa—. ¿Necesitas algo más?
—No, ya lo tengo todo.
Me paso diez minutos mordiéndome las uñas de impaciencia. A los diez minutos aparece Dermitzakis.
—Ya está aquí. ¿Adonde lo llevamos?
—A la sala de interrogatorios. Dile a Kula que venga con su ordenador para tomar nota de la declaración.
Yerásimos Nasiotis ronda la cuarentena y es moreno, con el cabello plateado en las sienes, tal como lo había descrito la secretaria de Korasidis. Lleva traje gris y corbata. Está esposado. Encima de la mesa, delante de él, hay una funda de ordenador. Cuando entro me sonríe con flema.
—Quítale las esposas —ordeno al agente apostado junto a él.
El agente le quita las esposas y se retira. Me quedo observando a Nasiotis, pero él sigue sonriendo y no abre la boca. Espera que comience yo. Yo, a mi vez, espero que llegue Kula para empezar el interrogatorio.
—Ya que se demoró en declarar en el consulado, como le rogué, he pensado que será mejor que declare directamente ante mí, señor Nasiotis —le digo.
El sigue sonriendo.
—Tarde o temprano habría declarado, señor comisario. Ayer pasé por Alkamenus en taxi. Iba a la tienda de mi padre, pero vi la puerta abierta y la luz encendida. Supe que me había descubierto y que había terminado todo.
—Y, a pesar de todo, intentó salir del país.
—Quería regresar a Alemania vía Italia, porque sabía que los vuelos directos a Alemania estarían vigilados. Aunque de todos modos me habrían encontrado en Alemania. No me cabía ninguna duda.
—Entonces, ¿por qué quería irse?
—Soy ciudadano alemán. Tenía la esperanza de que Alemania no me extraditara a Grecia y me juzgaran allí, para evitar el engorro del proceso griego.
—Espero que me dé algunas explicaciones.
—¿Qué explicaciones voy a darle? Lo ha descubierto todo.
—Quiero que me diga por qué lo ha hecho. Por qué mató a dos personas, defraudadores sin lugar a dudas, y a otras dos que, según usted, pertenecían al círculo de los privilegiados del sistema. ¿Qué quería demostrar? ¿Que hay otra manera de cobrar los impuestos?
—Más bien diría que es la única manera, y lo he demostrado sobradamente, pero ahora dejemos eso a un lado. Todo empezó con un invento mío, señor comisario. Hace un tiempo, cuando me encargaron los vídeos sobre los recintos arqueológicos, traje conmigo un nuevo sistema de guía audiovisual. Los visitantes podían llevar consigo, junto con los auriculares, una placa con la topografía del recinto arqueológico conectada a la cinta de audio. Pulsando uno de los botones de la placa, podían elegir el punto que más les interesaba y escuchar la información relacionada con él, sin tener que seguir la visita guiada de principio a fin. La placa, además, contenía imágenes de cada enclave con los detalles más relevantes.
Toma aliento, sobre todo para ver si tengo alguna pregunta. Como no es así, prosigue:
—Se trataba de un invento sencillo, basado en el funcionamiento de una tablet, señor comisario. Nada del otro mundo, pero, aun así, una aplicación muy útil para los recintos arqueológicos y los museos. Quería ofrecerlo primero a Grecia y después a otros países, como Italia. —Calla otra vez para ordenar sus pensamientos—. Al principio quedaron entusiasmados. Ya sabe cómo son estas cosas en Grecia. «¡Extraordinario!, ¡nos interesa mucho!, ¡lo consideraremos seriamente!» Contagiado por su entusiasmo, creí que les interesaba de verdad. Para no alargarme demasiado, le diré que me tuvieron esperando un año entero. Primero con la burocracia, que se eternizó tomando una decisión. Después me dijeron que lo harían, pero empezaron a solicitarme infinidad de documentos. En cuanto entregaba uno, me decían: «Muy bien, pero esto no basta», y me pedían otro.
Muchos de aquellos documentos los tenía que traer de Alemania junto con una traducción jurada. Sólo en viajes gasté un montón de dinero. Al final, me comunicaron que mi propuesta había sido rechazada. Tres meses después adoptaron el mismo sistema, sólo que presentado por un griego. Evidentemente, me estuvieron entreteniendo hasta que uno de los suyos copiara mi propuesta y la hiciera pasar por suya.
—Lo sé, me lo dijo Merenditis, el encargado del recinto del Cerámico. También me dio el nombre de quien se hizo con el proyecto, pero lo he olvidado.
—¿No sería Panoritis?
—Panoritis, exacto.
—¿Y sólo le dijo eso?
—¿Qué más podía decirme?
—¿No le contó que Panoritis es sobrino suyo?
No me lo contó, y tampoco me lo hubiera contado por voluntad propia. Se había hecho el inocente, porque estaba metido en el ajo y tenía las manos sucias. Miro a Nasiotis e intento adivinar dónde están nuestros respectivos límites. Dónde termina el asesino y empieza el hombre normal y corriente. Y, a mi vez, dónde termina el policía y empieza el ciudadano, que se siente continuamente estafado.
—¿De ahí la cicuta? —pregunto—. ¿De ahí los recintos arqueológicos, el arco y la flecha...?
—Sí. Para que los griegos modernos recuerden que sus antepasados también sabían castigar.
El hombre que asesina con armas antiguas se une a la pareja de jovencitos de la Acrópolis. Éste mata, aquéllos se quitan la vida
—Comprendo su indignación, su ira. Pero ¿por qué segar la vida de cuatro personas que, a fin de cuentas, nada tenían que ver con la injusticia de la que usted fue víctima?
Nasiotis me mira como dudando si debe contestar.
—Soy hijo de un gastarbeiter, comisario —dice al final—. Mi padre construyó la casa de la calle Sosopóleos con los ahorros que trajo de Alemania. Cuando emigró dejó atrás a mi madre y a mí, que entonces tenía tres años. Fuimos a Alemania dos años más tarde y vivimos con cuatro familias más en una casa que la empresa había cedido a sus obreros. Fui a un colegio alemán y lo pasé muy mal, porque al principio no sabía ni una palabra del idioma. De no haber sido por la ayuda de una maestra alemana, quizá jamás habría terminado los estudios. Mis padres volvieron a Grecia cuando terminé el bachillerato y yo me quedé allí para ir a la universidad. Con muchas privaciones y gracias a trabajos temporales conseguí estudiar arqueología y medios audiovisuales. La relación entre los recintos arqueológicos y museos y las nuevas tecnologías me interesó desde el principio. Logré crear la empresa con la que soñaba desde que era joven. Yo, un hijo de un gastarbeiter, había alcanzado el éxito. No fui el único que lo consiguió, pero sí uno de ellos. —Hace una pausa y, de repente, su serenidad da paso a la ira—: ¡Este país, que no fue capaz de garantizarle a mi padre ni un mendrugo de pan y le obligó a emigrar a Alemania, estafó a su hijo cuando volvió a Grecia! No sólo yo fui víctima de la injusticia, también mi padre. Me he vengado por los dos —concluye y me mira enfurecido.
¿Qué puedo decirle? ¿Que nuestra única similitud con los griegos antiguos son los hombres de negro de la Troika, que nos imponen medidas espartanas? Para mis adentros felicito a Maña. Ha acertado en todo.
—Hemos terminado, señor Nasiotis —le digo—. Ha resultado ser una declaración muy distinta de la que me hubiera llegado desde Alemania.
Digo a Kula que llame al agente para que le conduzca a la penitenciaría. Antes de abandonar la sala de interrogatorios Nasiotis se detiene en el umbral de la puerta.
—Le diré algo más, comisario. El Estado griego es la única mafia del mundo que ha ido a la quiebra. Todas las demás evolucionan y prosperan. —Espera a ver si hago algún comentario, pero prefiero callar—. Solicitaré cumplir en Alemania la pena que me impongan. No quiero tener nada que ver con Grecia. Ni con sus antigüedades ni con sus cárceles.
Vuelvo a casa extenuado pero cubierto de las alabanzas de Guikas y del director general de la policía. Adrianí está sentada frente al televisor.
—Habéis atrapado al Recaudador —dice sin apartar la mirada de la pantalla.
—Sí, esta mañana.
—No voy a felicitarte, aunque espero que te ayude a conseguir el ascenso.
Claro. El famoso «sálvese quien pueda» se convierte en un «asciende como puedas». Me siento junto a mi mujer y me topo con las caras del ministro y del director general. Este último está elogiando el trabajo de la policía, por la extrema dificultad que ha revestido la identificación del asesino, y tiene razón.
—Estoy totalmente de acuerdo con el señor director general —coincide el ministro—. Quisiera, sin embargo, subrayar la actitud decidida del gobierno griego, que se negó a negociar con el asesino y ceder al chantaje. Estoy convencido de que dicha actitud desempeñó un relevante papel en la captura del criminal.
—Si no elogias a tu casa, se te caerá encima —comenta Adrianí con flema.
El timbre del teléfono me libra de tener que oír lo que sigue. Descuelgo el auricular y oigo la voz de Katerina:
—Papá, hoy me he despedido del trabajo —anuncia—. Seimenis ha intentado hacerme cambiar de opinión, pero ha sido inútil. Maña hará lo mismo mañana.
—Me alegro de que te hayas decidido —respondo—. Estoy seguro de que tendréis éxito. Y dile a Maña que dio en el clavo en todo.
Seguro que, en su nueva andadura, mi hija y Maña no conocerán días mejores. Pero, al menos, podrán luchar para evitar los peores.