La llamada de Katerina cae como maná del cielo.
—Papá, pensé que me gustaría recuperar la amistad con Maña y la he invitado a cenar en mi casa esta noche. ¿Por qué no venís también mamá y tú? Así la conocerás mejor.
No es la posibilidad de conocer mejor a Maña lo que me entusiasma, sino el hecho de no tener que plantarme delante del televisor para ver las noticias mientras me obsesiono con Nasiotis y el Recaudador Nacional.
Informo a Guikas, para que luego no se me queje, y me voy directamente a casa de Katerina. No tengo que recoger a Adrianí, porque me ha dicho que iría antes, para ayudar a nuestra hija con la cena. Esto se ha convertido en una especie de juego entre las dos. Corren a ayudarse la una a la otra, pero, en realidad, acaban haciéndolo todo solas.
Ya están todos menos yo, que soy el último en llegar. Maña, igual que en el trabajo, viste vaqueros, una blusa y zapatillas deportivas.
—Me alegro de verle fuera del despacho, señor Jaritos —dice efusivamente—. La relación profesional siempre resulta un poco incómoda.
—A ti todas las relaciones profesionales te parecen incómodas —le dice Katerina riéndose.
—Ahora que me he liado con personas drogodependientes es todavía peor. Por un lado, has de mantener la distancia y, por el otro, se te parte el corazón. Es un martirio en toda regla.
A su pregunta de si hemos hecho progresos con el Recaudador Nacional, le cuento todo lo que he descubierto sobre Nasiotis.
—Me parece que ha encontrado el detonante que pudo conducir al crimen —dice ella—. Creo que la verdadera causa es más antigua, aunque eso no importa. Fanis, que trabaja en la clínica, le dirá que muy a menudo nos limitamos a tratar los síntomas.
—Algo aprendiste de clínica médica —bromea Fanis.
—Y habría aprendido mucho más si el profesor no hubiera sido un gilipollas que nos sacaba de quicio.
De repente se da cuenta de que ha usado la palabra «gilipollas» y se tapa la boca con las manos.
—Perdone, se me ha escapado —se disculpa.
Katerina se echa a reír.
—No se le ha escapado. Es que siempre ha sido una deslenguada —bromea.
—No lo soportaba. Lo único que le interesaba era terminar la clase cuanto antes para ir a su despacho a contar euracos. Lo mismo pasa en la policía. Siempre tengo que estar pendiente, porque sus colegas, señor Jaritos, sólo quieren meter a esos chicos en chirona para quitarse la molestia de encima.
—Menos mal que tienes un sueldo fijo —dice Katerina—. Mírame a mí, que lucho por los inmigrantes y no gano nada. Hubo un momento en que me sentí tan desesperada que pensé aceptar un trabajo en África.
—¿En África? —se sorprende Maña—. ¿Qué trabajo puede encontrar una abogada griega en África? Desde que te conozco, siempre te ha gustado complicarte la vida.
—Me ofreció un puesto el Alto Comisionado para los Refugiados de la ONU, pero al final no lo acepté.
—¡Serás tarada! —Esta vez Maña emplea la palabra «tarada» para no repetir «gilipollas»—. ¿Qué ibas a hacer allí abajo, cuando medio África ha venido a Grecia? Es como vivir en Creta y decidir ir a Madagascar para ver el mar.
—Di que sí, hija mía —interviene Adrianí—. Menos mal que, en el último momento, se lo pensó mejor y dio marcha atrás.
—¿También hablas así en Jefatura? —le pregunta Fanis.
—Allí me reprimo, por eso aquí lo suelto todo, para desahogarme —responde Maña riéndose.
—Si hubieras entrado a trabajar en un hospital, mis colegas alucinarían contigo.
—No entré en la policía por elección propia, sino porque el facha de mi padre, viejo colaborador de la Junta Militar, tenía sus enchufes —responde Maña, confirmando las suposiciones de Katerina.
—Vamos, no llames facha a tu padre —tercia Adrianí—. Todo aquello es agua pasada.
—Fue facha hasta la médula, señora Jaritos. El hombre estaba embobado con el general Anguelís. ¿Se acuerdan del general Anguelís?
—¿No era el jefe del Estado Mayor de la Junta? —pregunto.
—El mismo. El facha de mi padre tenía a Anguelís todo el día en la boca. Que si el general ha hecho esto, que si el general ha hecho esto otro…, y mi madre y yo sabíamos de quién hablaba. Para mi padre no había otro general que Anguelís en el ejército griego. Por lo demás, era un encanto. A mi madre la adoraba y a mí me pagó todos los estudios. Pero, ay, tenía su fijación. Murió antes de que pudiera psicoanalizarle para ver de dónde le venía.
Adrianí acompaña a Katerina a la cocina para ayudarle a servir la cena. Trae los platos y los deja encima de la mesilla de la sala de estar, y Katerina la sigue con la comida. Ha preparado una ensalada que yo llamaría «de los pastos griegos», porque contiene todas las verduras que se pueden encontrar en los campos del país, y cochinillo al limón con patatas al horno. Por qué Katerina lo guisa todo al limón es un misterio que sólo Adrianí podría explicarme; por lo tanto, jamás conoceré la respuesta. Si se lo pregunto, me dirá que es porque nuestra hija jamás quiso aprender de ella cómo se cocina de verdad. Pero, aunque su repertorio culinario sea limitado, todo lo que cocina resulta más que sabroso. Y, por si me quedara alguna duda, Adrianí se presta a disiparla.
—Delicioso, Katerina —la elogia—. Te felicito.
Katerina se ríe, más que nada por timidez, ya que siempre se enorgullece de los cumplidos de su madre.
—Si no veo futuro en la abogacía, abriré un restaurante.
—Te propongo un trabajo aún mejor —dice Maña.
—¿Qué me propones?
Maña sigue sonriendo, pero veo en su mirada que habla en serio.
—Que trabajemos juntas.
Katerina por fin se da cuenta de que su amiga no bromea.
—¿Y en qué trabajaríamos? —pregunta.
—Abriríamos un despacho para personas drogodependientes. Tú te harías cargo de su defensa legal y yo, de su apoyo psicológico.
Nos volvemos todos para mirarla. Katerina necesita un rato para digerir sus palabras.
—¿Hablas en serio? —le dice a Maña.
—Claro que sí. ¿Sabes de cuántos chicos estamos hablando? Date una vuelta por Exarjia, por las bocacalles de la plaza de Omonia y de la avenida San Constantino, y lo comprobarás por ti misma. Muchos son de familia adinerada y sus padres pagarían encantados por una defensa legal y una ayuda psicológica.
—Pero, hija mía, ¿dejarías un empleo fijo en el sector público para empezar una aventura con un despacho privado? —pregunta Adrianí. Mi mujer vive todavía en la época en que un puesto en el sector público era como un lugar en el paraíso y no quiere reconocer que ahora caminamos a marchas forzadas hacia el infierno.
—¿Qué empleo fijo en el sector público, señora Jaritos? —responde Maña—. En el sector público llueven los recortes. Y si están metiendo la tijera en los sueldos, las pensiones y las pagas extra, ¿no la meterán también en el Centro de Terapias para Drogodependientes o en el Instituto Contra las Drogas? Esos chicos se quedarán desamparados y yo me engañaré a mí misma diciéndome que hago lo que puedo, es decir, nada. Es mejor probar suerte de otra manera.
—Maña, estás desvariando. ¿Sabes lo que cuesta abrir un despacho? Tienes que pagar un alquiler, necesitas amueblarlo… ¿De dónde sacaremos el dinero? —pregunta Katerina.
—Mi padre me dejó en herencia un piso de tres habitaciones en Pangrati, que es donde vivo. Un despacho para ti, otro para mí y aún sobra una que podría ser la sala de espera. En cuanto a los dos escritorios, los dos armarios y las dos sillas, los pagaremos a plazos con el dinero que ahorramos del alquiler, y ya está.
—¿Y dónde vivirás tú? —pregunta Katerina.
—Ya me buscaré a un novio que me ponga un piso —responde Maña y se echa a reír; sin embargo, enseguida vuelve a ponerse seria—. Es una broma. Siempre he tenido problemas con los novios.
—¿Qué problemas, hija mía? —se interesa Adrianí—. Si eres una mujer preciosa.
—Se lo explico, señora Jaritos. Salgo con un tipo por primera vez. El suelta su primera gilipollez y yo sonrío y finjo no haberla oído. Cuando suelta la segunda, le digo amablemente que las cosas no son del todo como las pinta. A la tercera, pierdo la paciencia y empiezo a gritarle que no quiero oír gilipolleces. Lo mismo se repite en la segunda cita. Cuando nos despedimos, el tipo cambia su número de móvil para que yo ya no pueda localizarle. Y esta que le cuento es la versión bonita.
—¿Quieres decir que hay otra peor? —dice Adrianí.
—Ya lo creo. ¡Es cuando me lleva a la cama antes de cambiar el número de móvil! —dice, y se ríe otra vez. Nos habla de manera totalmente natural, sin reservas. De pronto, sin embargo, se pone seria y dice a Katerina—: Espero que tu familia no se lo haya tomado a mal, estaba bromeando —le explica—. Hablando en serio, alquilaré un pisito y viviré allí hasta que las cosas me permitan mudarme a un piso mayor.
—No hará falta que alquiles ningún piso —dice Fanis, que hasta ahora seguía la conversación sin decir nada.
—¿Y dónde viviré, Fanis? No me veo viviendo en el despacho.
—Mis padres tienen un piso de dos habitaciones en Kukaki. Vienen un par de veces al año. Por lo demás, el piso está vacío. Puedes quedarte allí. Ya veremos dónde irán mis padres cuando vengan.
—Pueden quedarse en vuestra casa y vosotros venir a la nuestra —interviene mi mujer—. La habitación de Katerina está vacía y cabe de sobras una cama de matrimonio.
—¿Lo ves, Katerina? Hay una solución para todo, siempre que no te busques complicaciones ni trabajos en África —le dice Maña, que no recurre a la falsa modestia ni ha puesto objeciones a la idea de Fanis.
Observo a mi hija. Es evidente que la idea de Maña le gusta, pero no es de aquellas personas que dicen sí a la primera.
—Deja que lo piense —contesta a su amiga.
—¿Qué has de pensar? No son tiempos para pensar demasiado las cosas. O coges al toro por los cuernos o el toro te arranca las tripas. Mira el gobierno. Se piensa las cosas y se las vuelve a pensar y, al final, nos vamos a pique.
—De acuerdo, dame unos días.
—Te doy unos días, no unas semanas —replica Maña con una risa—. Además, nosotras siempre nos hemos llevado de maravilla. Nuestra colaboración irá muy bien.
Adrianí espera a que estemos en el coche para expresar su parecer.
—Es una chica estupenda. Me ha causado una excelente impresión. —Y añade, como si tuviera miedo del desenlace—: ¿Crees que lo harán?
—Quizá no lo hicieran si Katerina ganara dinero con la abogacía. Pero este trabajo es mejor que dar clases en la academia.
—Ojalá sea así, Dios mío —murmura Adrianí y se santigua.
Me santiguaría yo también, y dos veces, una por Katerina y otra por mi ascenso, pero no puedo levantar las manos del volante.