Adrianí, atrincherada en la cocina, lleva desde las nueve de la mañana preparando tomates rellenos para Zisis.
—Oye, creía que los tomates rellenos eran un plato exclusivo para mí. ¿Me ha salido competencia? —bromeo.
—¿Competencia con la persona que nos ha devuelto a nuestra hija? Vamos, ¿no te da vergüenza? —me riñe.
La verdad es que no sabía qué cocinar para él. No conoce a Zisis y, por lo tanto, tampoco conoce sus preferencias culinarias. Me preguntó al respecto, pero, como yo tampoco he comido nunca con él, no supe qué decirle.
—Recuerda la pobreza que vivimos de niños en el pueblo —le sugerí al final—. ¿Qué era lo que no podíamos comer?
—Carne —contestó ella enseguida—. ¿Le preparo algo con carne? ¿Cabrito al horno, por ejemplo?
—No, porque Lambros ha vivido siempre en la pobreza y con privaciones. Con el paso del tiempo se ha convertido en una forma de vida para él. Con su manera de pensar y sus ideas fijas, no creo que la carne le atraiga especialmente. Estoy seguro, sin embargo, de que le encantarán los tomates rellenos.
—Vale, pero no puedo servirle un segundo plato también de verduras.
—Hay peces en el mar —le dije riéndome.
—No sé cocinar bien el pescado —confesó ella.
—Qué dices. Siempre que has hecho boquerones al horno con limón te han salido de chuparse los dedos.
—¿Estás en tus cabales? Es la primera vez que viene a casa, ¿y vamos a darle boquerones?
—Así es la dieta de Zisis. Comiendo tus boquerones, sabrá apreciar tus dotes de cocinera.
Pese a que estaba confundida, y a que le molestaba sobremanera tener que cocinar para alguien a quien no conoce, no tuvo más remedio que aceptar mi sugerencia. Así que ahora los boquerones ya están en el horno y ella se está peleando con los tomates rellenos.
Katerina y Fanis son los primeros en llegar. Katerina se va directa a la cocina para preguntarle a su madre si quiere que la ayude.
—No te he contado lo que hizo tu amigo —me dice Fanis cuando nos quedamos solos.
—No hace falta, ya me lo contó él con todo detalle.
—Nos dejó hechos polvo. Primero, con la comida que nos sirvió y, después, con lo que nos dijo. Cuando probé la comida tuve que apretar los dientes para no vomitar. Y cuando nos habló, estuve a punto de echarme a llorar, pero tu hija se me adelantó. El método de Zisis tuvo todas las características de una terapia agresiva.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando se aplica esa terapia, se sabe que el paciente sufrirá mucho antes de ver una mejoría —me explica.
Katerina entra en la sala de estar partiéndose de risa.
—Me ha mandado a hacer puñetas. Me ha dicho que algo valgo como cocinera, pero no hasta el punto de invadir su terreno… Pero, dime, ¿qué te pareció Maña? —pregunta y se sienta.
Le cuento con todo detalle el retrato psicológico del Recaudador Nacional elaborado por Maña, y utilizo la palabra «perfil» en homenaje a Guikas.
—No sé cómo pudo hacer todo eso en tan poco tiempo —comento—. Sólo tardó veinticuatro horas.
—A lo mejor no se le nota, pero ha estudiado mucho y le apasiona su trabajo.
—Si tan buena es, ¿por qué no entró en una unidad psiquiátrica y prefirió la policía? —le pregunta Fanis.
—Quizá porque es hija de militar. Supongo que tenía contactos en la policía gracias a su padre. Pero a Maña le ocurre algo más. Siempre le han gustado los desafíos. En cuanto aparecía un caso complicado, era la primera en correr a apuntarse. Creo que la posibilidad de trabajar con drogodependientes debió de atraerla. —Se vuelve hacia mí—: Y no creas que tiene un carácter fácil. Nosotras nos llevábamos de maravilla, pero Maña siempre discutía con sus profesores. Sin embargo, como era una estudiante ejemplar, se lo toleraban todo.
El sonido del timbre interrumpe nuestra conversación. Katerina corre a abrir la puerta. En el umbral aparece Zisis. Lleva un traje negro de chaqueta cruzada y camisa blanca. En las manos sostiene una caja de pastelería. Permanece inmóvil, mirándonos turbado y con timidez. No sé si su turbación se debe a que no suele hacer visitas o a que es la primera vez que pone el pie en la casa de un madero. Entretanto, aparece Adrianí. Zisis tiende la caja de dulces hacia Katerina.
—Bienvenido, tío Lambros —le dice ella, y como ve que no se atreve a cruzar la puerta, le anima—: Vamos, pasa.
Zisis reúne coraje, entra y le da los dulces.
—Son de Kanakis —dice—, la única pastelería genuinamente griega de Nea Filadelfia —añade con una sonrisa retraída.
—La conozco —responde mi hija—. Cuando papá me llevó a tu casa por primera vez, después nos citamos en la pastelería Kanakis. Gracias, pero no tenías por qué molestarte, tío Lambros.
Adrianí, que ya ha oído ese «tío Lambros» dos veces, mira sorprendida a su hija y luego a mí. No le había contado que Katerina llama a Zisis «tío Lambros» para no echar más leña al fuego. No obstante, mi mujer deja las explicaciones para más tarde y se acerca para darle la mano.
—Bienvenido, señor Zisis. Por fin nos conocemos. Katerina y mi marido me han hablado mucho de usted. —Yo le he contado lo imprescindible y Katerina jamás le ha hablado de él. Todo son aderezos de su cosecha.
Zisis besa a Katerina en ambas mejillas, nos da un apretón de manos a los demás y pasamos a la sala de estar. La mesa ya está puesta y, mientras intercambiamos miradas en silencio, esperamos que Adrianí nos invite a sentarnos. Zisis aún se siente amilanado y los demás no sabemos cómo empezar una conversación. Al final, Fanis toma la iniciativa.
—Creo que hoy comeremos mejor que el otro día en tu casa, tío Lambros —dice con una risa.
—Será muy difícil comer peor —responde Zisis sonriendo—. Hasta el menú de vuestros pacientes es mejor que aquello.
—Ahora, con los recortes, no estés tan seguro.
—Pues si buscáis cocinero, decídmelo, estoy disponible.
—No os preocupéis, el Recaudador Nacional cobrará los impuestos y todos comeremos mejor —dice Adrianí, que entra con el primer plato.
—Ni se te ocurra detenerle —dice Zisis, que, de pronto, ha perdido la timidez porque se ha sentido en su elemento.
—¿Qué quieres que haga, Lambros? El tipo se ha cobrado ya nueve vidas y nadie sabe cuándo parará.
Si estuviéramos solos, Zisis me diría que no soy capaz de salir de mi pellejo de madero. Al mismo tiempo pienso que, después del suicidio de ayer y de los seis anteriores, no me importa demasiado que quede en libertad. Aunque eso traiga consecuencias, incluso en mi ascenso.
Nos sentamos a la mesa y Adrianí trae los boquerones. Zisis se sirve tres pescaditos contados. Come despacio, como los niños a los que han educado para que mastiquen bien la comida. Pero no se trata de esto. Es que en el exilio aprendió a comer despacio las escasas raciones que les servían, para así hacerlas durar más. Cuántas cosas he aprendido de Zisis que, de otra forma, no habría conocido jamás, pienso.
Zisis come con toda la dignidad que le imponen sus orígenes de perseguido.
—La felicito —dice a Adrianí cuando termina—. Estaban deliciosos. Yo también los hago al horno, pero no estoy a su altura.
—¡Si apenas ha comido! —se queja Adrianí.
—Mis raciones oscilan entre lo poco y la nada. Así me ha enseñado la vida. En casa la comida era poca, pero en la cárcel rozaba la nada —responde él sencillamente.
Adrianí comprende y no insiste. Katerina levanta su copa:
—A tu salud, tío Lambros —brinda—. Gracias por abrirme los ojos.
—Se habrían abierto sin mi ayuda —dice él—. Aunque quizá habrían tardado un poco y ya no hubiera habido marcha atrás. Yo sólo intenté abrírtelos a tiempo. —Y añade en tono casi solemne—: Este país no puede permitirse otra generación perdida.
Cae el silencio en la mesa, a lo mejor porque cada uno de nosotros está pensando en pérdidas distintas. Las pérdidas de Zisis son una cosa, las mías y de Adrianí son otras, y otras más las de Fanis y Katerina. Lo que nos une es que todos, cada uno a su manera, hemos sufrido pérdidas.
Adrianí se levanta y va a buscar los tomates rellenos. A Lambros le sirve un tomate y un pimiento. Con el primer bocado, a Zisis se le escapa un gruñido de placer que mi mujer recibe como el mayor de los elogios. Zisis come con apetito y no se niega cuando Adrianí vuelve a servirle.
—¿Cómo sabía que los tomates rellenos son mi plato favorito? —pregunta.
—Ahora entiendo por qué se lleva bien con mi marido —se ríe ella. De pronto, se pone seria—: Yo también quiero darle las gracias por haber ayudado a Katerina. Y me alegro de que tenga a alguien que la aconseje. Los padres no son siempre los más indicados para dar consejos.
—Si Katerina se fuera, yo también la echaría mucho de menos —responde Zisis con sencillez, y lanza una mirada a mi hija.
Katerina, que se da cuenta, se la devuelve con una sonrisa picara. Esta complicidad entre los dos me molesta un poco, aunque no tenga motivos.
Ya son las seis de la tarde cuando Zisis se levanta para irse. Besa de nuevo a Katerina y vuelve a hacer la ronda de los apretones de mano.
—Le agradezco mucho la invitación —dice a Adrianí en tono formal—. Me alegro mucho de que me haya invitado y me alegro mucho también de haber venido. Lo digo de verdad —añade, como si temiera que mi mujer no fuera a creérselo.
Pero con Adrianí se ha topado, que siempre dramatiza en estos casos.
—Sólo le creeré si vuelve y, además, sin invitación. Basta con llamar antes.
—Te llevo —me ofrezco.
—No hace falta. Cogeré el autobús.
—Sé que hoy no están de huelga, porque es domingo. Pero quiero llevarte yo.
Zisis no insiste y se sienta a mi lado en el Seat. No intercambiamos ni una palabra a lo largo del recorrido. Le dejo solo con sus pensamientos y sus impresiones. Además, las calles están vacías y no tardamos en llegar a su casa.
En la esquina se vuelve para mirarme.
—Voy a decirte una cosa, pero no pienses que lo digo con malicia. Nunca os he tenido envidia. Durante la ocupación alemana, a lo largo de la guerra civil y después, bajo la Junta Militar, siempre os he considerado esclavos desdichados y fascistas. Hoy, sin embargo, he tenido envidia de tu familia.
Abre la puerta y baja del coche sin despedirse. Le observo mientras entra en su casa y luego emprendo el camino de vuelta.