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No tengo ganas de volver a ver la colecta popular organizada para el Recaudador, así que entro en la calle Vulís y de allí salgo a Karayorgui de Serbia. Sigo el recorrido de los peatones a lo largo de Vukurestíu y desemboco en la avenida Reina Sofía por la avenida de la Academia. Lo bueno es que observo el embotellamiento como espectador y me divierte, mientras que de la plaza Sintagma me llegan sólo los gritos, no el espectáculo.

Pongo en marcha el Seat y arranco. Si la bajada hacia Sintagma es un infierno, la subida hacia Ambelókipi es el paraíso, porque Reina Sofía está vacía. Llego sin problemas a mi despacho; allí me encuentro una nota de Kula, que me informa de que ha pasado Maña Laganá preguntando por mí.

—¿Cuándo? —le pregunto por teléfono.

—Hace una hora. Ha dicho que tiene algunas cosas que contarle.

—¿Tan rápido?

—Ya le dije que era muy buena —responde Kula con orgullo—. Está en su despacho. ¿Quiere que la llame?

—En cuanto llegue Vlasópulos. Quiero que todos oigamos lo que tiene que decir.

La angustia me ha provocado dolor de cabeza y no puedo dejar de ver la imagen del hombre ahorcado. Bajo a la cantina para tomar un café, a ver si me recupero. Dolianitis, de Delitos Económicos, está delante de mí esperando su té, ya que él nunca toma café. Al oír que me saluda la chica que atiende en la barra, se vuelve hacia mí.

—Francamente, no te envidio —me dice—. Tengo suerte de haberme librado.

—La tienes, y la situación en que me encuentro no tiene nada de envidiable.

—Por otra parte, no me molesta en absoluto que el Recaudador Nacional haga bambolear todas esas cabezas importantes, incluidos los servicios secretos. A decir verdad, me lo estoy pasando teta, como diría mi hijo.

Le cuento lo de la concentración y la colecta en Sintagma y se echa a reír.

—Trata de detenerle antes de que se presente en las próximas elecciones. Porque saldrá elegido Primer Ministro y ya no podrás tocarle. Además, tras su segundo mandato en el Parlamento, sus crímenes prescribirán. Ya le veo librándose de todo con un simple comité de investigación.

Vuelvo a mi despacho y aparece Vlasópulos. Pido a Kula que avise a Laganá. Mientras la esperamos, me llama Spiridakis al móvil.

—Ya sé quién intercedió para que concedieran a Karakimos el certificado tributario.

—¿Quién?

—El viceministro de Economía. Mi jefe político y la estrella de los noticiarios vespertinos.

Pienso que debo decírselo a Guikas, porque esta información no es de las que conviene reservar para uno, pero en este instante llega Maña y lo dejo para más tarde. Llamo a los ayudantes que faltan para que todos conozcamos sus primeras conclusiones.

—Como me dijo que el asunto era urgente, puse manos a la obra enseguida —dice la joven con una sonrisa—. Leí el expediente que me entregó y anoche vi las noticias y la nueva carta.

—¿Has llegado a alguna conclusión?

—No sé dónde centra usted sus investigaciones, señor comisario, pero, si está buscando entre personas que se sienten víctimas de una injusticia, sea porque fueron a la cárcel por tener deudas con el Estado o porque sus propiedades fueron embargadas por no poder satisfacer sus deudas con los bancos, mucho me temo que está perdiendo el tiempo.

—¿Por qué lo dices? —pregunta Dermitzakis.

—En primer lugar, porque se trata de una persona culta. He leído sus cartas y me ha llamado la atención su estilo. No es un simple licenciado universitario. Tengo la impresión de que trabaja en algo relacionado con la cultura, tal vez la literatura. Y hay otra cosa más que me impresiona de su educación.

Me parece una buena oportunidad de demostrar mi agudeza:

—Los textos clásicos que cita en dos cartas.

—Sí, aunque no necesariamente. Si entra en Google, encontrará todos esos textos; basta copiar y pegar los pasajes que quiera. Claro que, para seleccionarlos, uno tiene que saber más. Los fragmentos elegidos demuestran que él busca algo concreto y que sabe dónde encontrarlo. Pero a mí me llamó la atención otra cosa.

—¿El qué? —pregunta Kula.

—¿Escuchó anoche la traducción de la Ilíada?

—Sí —confirmo.

—¿No le llamó la atención la traducción al griego moderno?

—A mí me pareció un griego tan arcaico como el griego original de la Ilíada —comenta Kula.

—Exactamente, Kula. ¿Y sabes por qué? Porque el pasaje procede de una traducción de Aléxandros Palis publicada en 1904. Ese detalle me llevó a dos conclusiones. En primer lugar, que conoce bien los textos. Busqué y encontré otras traducciones de la Ilíada mucho más recientes. El Recaudador no sólo cita un pasaje de un texto antiguo, sino que eligió una traducción antigua. ¿Por qué cree que lo hace, señor comisario?

—Esto lo sabes tú y ahora vas a decírmelo —respondo riéndome.

—Piénselo: mata con cicuta, que ya no se utiliza como veneno. Hice averiguaciones y me lo confirmaron. Deja a sus dos primeras víctimas en recintos arqueológicos y, a continuación, mata con arco y flecha, como Apolo, el dios a quien apela. Y cuando necesita una traducción de la Ilíada, recurre a Palis. Es como si nos dijera que no quiere tener nada que ver con nuestro tiempo —explica Maña—. Como si despreciara todo lo contemporáneo y prefiriera el veneno antiguo, los recintos arqueológicos, los textos clásicos y las viejas traducciones. Todo eso me hace pensar que el asesino ha cortado toda relación con la Grecia de hoy.

Nos recorre a todos con la mirada. Al ver que no tenemos nada que aducir, sino que estamos esperando que continúe, Maña prosigue:

—Este hombre se está vengando —afirma—. Pero no quiere vengarse de Hacienda, de un ministro o de un banco. Debió de sufrir un trauma hace mucho tiempo, un trauma que quedó latente en su memoria. Luego le ocurrió algo que lo despertó. Mata con pretextos actuales, pero el trauma que opera como verdadera fuerza impulsora se encuentra en su pasado.

—¿Cómo has dado con todos estos datos en menos de veinticuatro horas? —exclama Vlasópulos estupefacto.

—¿Acaso no me llamasteis para eso? —responde ella con toda sencillez y una sonrisa en los labios.

—¿Dónde crees que debemos buscar? —pregunto.

—Yo empezaría por los arqueólogos. Tanto la cicuta como los recintos arqueológicos y las armas de la Antigüedad apuntan en esta dirección. Si no encuentra nada, busque entre los filólogos clásicos y, en última instancia, entre los intelectuales. Evidentemente, estos últimos constituyen un colectivo muy nutrido y le será muy difícil sacar algo en claro.

—Gracias, Maña —le digo—. Nos has ayudado muchísimo.

—Si se me ocurre algo más, le llamaré por teléfono —añade y se retira.

—¿Qué? —me pregunta Kula en tono triunfal—. ¿Verdad que es un genio?

—Lo es. Guikas y tú teníais razón.

—Ya me lo está estropeando —replica ella con una risa.

Decido contárselo todo a Katerina, para que esté orgullosa de su amiga y compañera de estudios. Sin embargo, eso no cambia en nada las dificultades a las que tengo que enfrentarme. Puede que Maña tenga razón al sugerir que empiece investigando entre los arqueólogos. Pero ¿por dónde empezar a tirar de la madeja? No puedo ir de arqueólogo en arqueólogo para interrogarlos a todos. Tengo que encontrar otro camino. Lo dejo para más tarde y subo a ver a Guikas. Está contemplando de nuevo las vistas de su ordenador, señal de que no ha habido novedades dignas de mención. Empiezo por Maña y su perfil del Recaudador Nacional.

—¿Te ayuda lo que te ha dicho? —pregunta él.

—Me ayuda, porque ahora tengo una imagen más clara del asesino y, como mínimo, sé dónde no debo buscarle. No perderé inútilmente el tiempo.

—¿Ves ahora cuánta importancia tienen los profiles? —se jacta Guikas—. La próxima vez hazme caso.

De Kula a Guikas, cada uno con sus rencores. Ahora que ya le he servido el dulce de cuchara al estilo de Zisis, me dispongo a suministrarle el aceite de ricino. Le cuento quién intercedió para que Karadimos obtuviera el certificado tributario.

—¿Piensas interrogar al viceministro? —pregunta con calma.

Porque mi ascenso está en juego, pienso yo, que, si no, ya le habría interrogado sin pedir permiso.

—Por eso he venido, para consultárselo —contesto con diplomacia.

Guikas reacciona con brusquedad repentina:

—¡Quédate en tu despacho y no hagas nada! No tenemos pruebas, no podemos demostrar nada, y tú ya quieres ir corriendo a interrogar a un viceministro para que se enteren los medios de comunicación y le crucifiquen. No basta con que nos tengan en su punto de mira porque no avanzan las investigaciones, ¿verdad?, encima quieres que nos lleven al paredón. —Toma aliento y continúa, más calmado—: Espera a que tengamos alguna prueba, a que nos acerquemos un poco al asesino, y luego le interrogas apelando a tu deber profesional.

—Tiene razón. Así lo haré —le digo. Y salgo de su despacho dejando atrás a un superior doblemente satisfecho.