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En lugar de entrar en la avenida Alexandras, sigo bajando por Reina Sofía. A la altura de la embajada de Estados Unidos comienza un nuevo embotellamiento. Llego al hotel Hilton a paso cada vez más lento, en medio de un mar de conductores que gritan o hacen cortes de manga a quien se le ocurre alguna maniobra para evitar el atasco y acaba entorpeciendo aún más el tráfico.

Al llegar a la calle Riyilis ya estoy convencido de que hay alguna concentración en la plaza Sintagma, de ahí la congestión. Si me quedaba alguna duda, me la disipa el agente de uniforme apostado delante de la cinta roja, en la esquina con Herodes Ático. Nombro la santa trinidad de nuestra vida cotidiana:

—¿Concentración, manifestación o protesta?

—Concentración de los Indignados a favor del Recaudador Nacional, señor comisario. Quieren que vaya a hablar a la plaza.

—Ojalá viniera. Nos facilitaría las cosas. Pero no caerá esa breva.

—Han empezado una colecta —dice el agente.

—¿Una colecta?

—Han puesto una gran caja de cartón sobre una mesa para conseguir el dinero que pide el Recaudador Nacional, así podrá seguir persiguiendo a los defraudadores.

—¿Esperan reunir los setecientos ochenta mil euros, uno a uno, en una caja de cartón? —pregunto asombrado.

—No sé qué decirle. A lo mejor piensan que les hará una rebaja, por tratarse de una iniciativa popular.

—¿Y cómo llego yo a Mitropóleos?

—Deje el coche en Herodes Ático y continúe a pie —es su sencilla y lógica respuesta.

Sigo su consejo. El agente aparta la cinta y aparco a la altura de Marusi. Vuelvo andando a la avenida Reina Sofía y empiezo a bajar hacia la plaza Sintagma. La vía está desierta. La concentración está delante del Parlamento. Deben de ser unos cinco mil indignados. Junto a las escaleras que conducen al parque y al metro, han colocado una gran caja de cartón encima de una mesita plegable. En la caja han pegado un papel con una frase escrita con rotulador: «Colecta popular para el Recaudador».

Opto por bajar la avenida Rey Jorge para no mezclarme con la multitud. Sin embargo, en cuanto cruzo a la acera del hotel Gran Bretaña, un cincuentón me detiene:

—¡Es un dios! —grita—. ¡El Recaudador Nacional es un dios!

—Así es este país, colega —le contesta un hombre más joven al oírle—. Justo cuando piensas que ha muerto, aparece un héroe. Por eso no nos hundiremos, digan lo que digan la Merkel, Sarkozy y Olli Rehn. Grecia nunca morirá, porque siempre surge un héroe en el último momento.

—Y si los finlandeses insisten en pedir más garantías por el dinero que van a prestarnos, les mandaremos al Recaudador Nacional para que imponga el orden —añade una cincuentona con la cara surcada de arrugas.

—¿Tú no vas a colaborar? —me pregunta el primero—. Todos hemos dado. Hasta un euro tiene valor.

Si ahora les digo que soy el policía que va detrás del Recaudador, no saldré vivo de aquí.

—Tengo un trabajo urgente en Mitropóleos, daré a la vuelta —contesto y me escabullo.

La parte baja de la plaza, la que da a la calle Filelinon, está despejada aunque el tráfico avanza a paso de tortuga. Bajo Mitropóleos, donde la mayoría de las tiendas han cerrado por precaución, por temor a los posibles disturbios. En el momento de entrar en Evanguelistrías, me doy cuenta de que se me ha olvidado preguntarle a Vlasópulos el número de la calle donde está la tienda, pero descubro que no hacía falta. La muchedumbre concentrada delante de un comercio me indica adonde debo ir.

Es una pequeña tienda de artículos deportivos. Zapatillas, chándales y cosas por el estilo. Aparto al gentío y llego a la entrada. Vlasópulos hace las veces de barrera policial, para impedir el paso a los curiosos. Un coche patrulla se ha detenido un poco más abajo. La primera persona a la que veo cuando entro en la tienda es una mujer que ronda los cuarenta, desmayada en un sillón. Otras dos mujeres la están rociando con agua y le dan cachetes suaves para que vuelva en sí y abra los ojos.

—Despierta, Antigoni —dice una de ellas—. Vamos, cariño, despierta. Abre los ojos.

—Es la mujer de la víctima —explica Vlasópulos.

—¿Has llamado a una ambulancia? Creo que es mejor que la lleven a Urgencias.

—Ya he llamado, pero tardarán en llegar. Están en huelga y no dan abasto con las urgencias. —Hace una pausa antes de añadir—: No he debido avisarle. Se trata de un suicidio.

—No importa.

—Sí que importa, porque el espectáculo no es nada agradable.

Frente a la mujer, en otra silla, está sentado un sesentón que apoya la cabeza en las manos.

—¿Quién es? —pregunto a Vlasópulos.

—El tendero de al lado, que ha sido quien le ha encontrado.

—¿Y el suicida?

—Detrás, en la trastienda. —Señala con un gesto una portezuela detrás del mostrador.

La abro y entro. El suicida cuelga de una cuerda que sujetó del gancho de la lámpara de techo. A sus pies hay una silla caída de lado. El hombre debía de tener entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Tiene la cabeza ladeada y la lengua le cuelga fuera de la boca. Sólo lo miro una vez, porque no soporto la visión, y llamo a Vlasópulos.

—¿Es que no se le ha ocurrido a nadie bajar el cuerpo? —me indigno, pero no con él, sino con el espectáculo.

—Cuando he llegado, nadie había tenido agallas para bajarlo. He pensado que, ya que estaba así, mejor dejarlo para que usted pudiera verlo.

—Diles a los agentes del coche patrulla que le bajen.

—¿Ha visto la carta? —pregunta, y señala una hoja de papel encima de una caja de cartón.

No es una carta, sino una nota escrita a mano.

«No tengo dinero para pagar los impuestos. No puedo pagar el IVA. No puedo cumplir los plazos de mis préstamos y el banco no me da otros para comprar género. Ya no me quedan ánimos ni fuerzas. No quiero que mi mujer tenga que ir a verme a la cárcel ni quiero que mi hijo se avergüence de mí. Quizá algunos digan que soy un cobarde, y es posible que tengan razón. Pero hasta aquí he llegado. No puedo más.

»Yannis».

Dejo la nota y salgo de la trastienda sin volver a mirar al suicida. Cuando estamos trastornados, buscamos desesperadamente algo que hacer y yo me acerco al vecino que ha descubierto el cadáver.

—Cuénteme cómo le ha encontrado —le digo.

—Últimamente, Yannis estaba muy deprimido. A menudo repetía: «Sólo me queda el suicidio». Al principio no me lo tomé en serio, pero luego empecé a preocuparme y traté de darle ánimos. Esta mañana ha abierto la tienda, pero luego no ha venido a darme los buenos días, como hacía todas las mañanas. Me ha parecido extraño y, pasado un rato, he venido a verle. La puerta estaba cerrada con llave. He llamado un par de veces. Al ver que no me abría, he empezado a inquietarme. He pedido ayuda a otros vecinos y hemos forzado la cerradura. He sido el primero en entrar en la trastienda y verle allí.

Me lo cuenta todo de un tirón, como si lo hubiera memorizado. Le doy unas palmaditas amistosas en la espalda y me vuelvo para irme. Mientras tanto, ha llegado la ambulancia y los paramédicos están colocando a la mujer en la camilla. Ya tiene los ojos abiertos y mira fijamente al vacío.

Espero hasta que se marcha la ambulancia. Cuando salgo a la acera, me detiene un hombre calvo y bajito.

—Así acabaremos todos —dice—. Aunque no pongamos fin a nuestra vida, nos pasaremos los días papando moscas. No podremos cumplir con nuestras obligaciones, cerraremos nuestros negocios y no tendremos para comer ni para pagar los estudios de nuestros hijos. Eso también es una forma de suicidio.

No le contesto. Sigo caminando y me alejo de él. Como decía mi pobre madre, que en paz descanse: «Las palabras son plata, el silencio oro». Ahora hemos pasado a la fase de enmudecimiento.