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Zisis está tomando un café en el «mirador», como llama a la pequeña terraza que hay junto a la entrada de su casa. Me ve abrir la verja y dice:

—Bienvenido. ¿Vienes para darme buenas o malas noticias?

—Son buenas —respondo mientras subo los escalones desde el patio.

Abordo sin preámbulos lo que me ha llevado a visitarle.

—He venido para darte las gracias por hablar con Katerina. La convenciste y nos diste una gran alegría a todos.

—Supe que había tomado ya una decisión cuando se fue de aquí, pero, a pesar de todo, estaba preocupado —confiesa él.

—¿Puedes decirme cómo lo hiciste? Todos nosotros fracasamos cuando intentamos hacerla cambiar de opinión.

—Espera, antes te prepararé un café —dice Zisis y se levanta.

—Déjalo para otra ocasión.

—Sé lo que me digo. Tardaremos un rato.

Me siento en la otra silla del «mirador» para esperarle. Pronto vuelve con el café y un dulce de cuchara para acompañarlo. Me tomo el primer sorbo enseguida, porque sé que Zisis tiene su propio ritmo. No empezará a hablar hasta que haya probado el café.

—¿Y bien? ¿Cómo lo hiciste?

—Invité aquí a comer a tu hija y a Fanis.

—¿Y los convenciste con el convite? —me sorprendo.

—Les serví el menú de San Stratis —explica él.

—¿El menú de San Stratis? ¿Qué demonios es eso?

Como siempre, Zisis se ríe de mi ignorancia.

—Ay, Jaritos, nunca te tocó hacer guardia en los penales de las islas del exilio [14] ni como vigilante y no conociste aquello. El menú de San Stratis consistía en dos platos. El primero, judías chof: agua hervida con unas cuantas judías secas que nadan en el calducho. El segundo plato era sopa de sémola de cebada: otro calducho donde nadaba la sémola. Primero les serví las judías chof. Ellos miraban las judías, que nadaban en el agua como cucarachas secas, y no se atrevían a probarlas. Al final, tomaron una cucharada pero sólo de agua hervida. Yo empecé a comer como si fuera lo más normal del mundo. A decir verdad, a mí tampoco me resultó fácil después de tantos años. Había perdido la costumbre. Pero hice de tripas corazón y seguí comiendo. Cuando me lo terminé recogí los platos, que ellos apenas habían tocado, y serví el segundo. Otra vez se quedaron mirando el aguachirle con los granos de cebada que flotaban como hormigas en la superficie. Esta vez ni siquiera hicieron el esfuerzo de probarlo, sino que me miraron como si estuviera loco. «No me miréis así, sé muy bien que esto no se puede comer», les dije. «Ésta es la comida que nos servían en San Stratis. La mitad de los reclusos padecía de enteritis, con dolores insoportables y diarreas. La otra mitad tenía hemorroides y no podía sentarse. Todos se pasaban el día de pie y dormían boca abajo. ¿Sabéis lo fácil que era librarse de todo aquello? Bastaba con ir a comandancia y firmar una declaración de arrepentimiento. Al día siguiente estaríamos en la calle. Incluso sin blanca, como estaba yo entonces, habría comido mejor que en el presidio. Pero no firmé y aguanté esta comida durante cinco largos años. Tú, Katerina, por muchas dificultades económicas que pases, no tienes que comer esto», dije a tu hija. «¿Por qué estás dispuesta a firmar la declaración y abandonar tu país?». Ella se quedó con la cuchara suspendida en el aire, me miró un buen rato y luego se echó a llorar. Vino corriendo a abrazarme. «Tienes razón, Lambros, estaba equivocada», dijo. «No me iré, me quedaré aquí a luchar. Tienes mi palabra».

Esto lo explica todo. Nosotros nunca vivimos lo que Zisis tuvo que vivir, y por lo tanto carecemos de los argumentos adecuados.

—¿Vendrás a comer con nosotros el domingo? —le pregunto—. A mí ya me conoces y a Katerina, también. Pero aún no conoces a Adrianí, mi mujer. —Y le sirvo una excusa en bandeja para no ponerle en un aprieto—: Salvo que te resulte difícil ir a comer a casa de un madero.

Zisis se muestra conmovido por mi agradecimiento y feliz de haber podido convencer a Katerina. Por eso reacciona de una forma muy poco habitual y se ríe por segunda vez.

—Ahora que se ha cerrado la veda, puedo comer en casa de un madero —dice.

—¿De qué veda hablas?

—La policía ya no persigue a los comunistas y los comunistas ya no hostigan a los socialistas. Ha terminado la temporada de caza —explica antes de añadir—: ¿Quieres que te diga algo más? Entre tú y yo no cazaríamos ni una becada. Mira a tu alrededor y lo entenderás.

Le doy un abrazo por primera vez desde que le conozco y susurro:

—Tanto Adrianí como yo te estamos muy agradecidos por lo que hiciste.

Me voy y le dejo con los restos de su café, aunque más contento que cuando he llegado. Tengo prisa por llegar a casa y contarle a Adrianí de qué sistema se valió Zisis para convencer a Katerina, pero, como ya sabemos, una cosa es hacer planes y otra que te salgan. En cuanto cierro la puerta de mi casa oigo la voz de Adrianí desde la sala de estar:

—Ven, hay carta.

—¿Qué carta?

—Del Recaudador.

Me siento a su lado, pero en la pantalla sólo veo al trío habitual: la presentadora del programa, Sotirópulos y el viceministro de Economía. El viceministro prefiere mantenerse en segundo plano, por razones obvias. Por desgracia, he llegado en medio del debate y me he perdido la carta.

—En nuestra última conversación, señor viceministro, usted negó tajantemente la existencia de un requerimiento de pago por parte del Recaudador Nacional. ¿No se había producido todavía? —El viceministro no contesta—. Le estoy preguntando si se había producido o no.

—Se había producido, pero no podía hacerse público —responde finalmente el viceministro.

—¿Y por qué no? ¿No querían quitarle la primicia al Recaudador Nacional? —interviene Sotirópulos con ironía.

—No es momento para bromas —replica el viceministro, molesto.

—Nada de todo esto es una broma —aduce Sotirópulos en tono de reprimenda—. No es una broma mantener desinformada a la opinión pública mientras un criminal mata impunemente. Tampoco es una broma que los medios de comunicación reciban información del propio asesino y no del ministerio y de los servicios públicos competentes.

El viceministro calla.

—¿Cuánto dinero exige el Recaudador Nacional? —pregunta la presentadora.

—No importa cuánto. Lo que importa es que el gobierno griego no cederá al chantaje de un asesino.

—Sí, pero ya sabemos que el Servicio de Inteligencia organizó un operativo en la Colina de las Ninfas. ¿Qué otro objetivo tenía dicha operación, sino la entrega del dinero que pide el asesino?

—Ya se lo dije la última vez, señora Fosteri. No puedo contestar a preguntas relativas al SNI.

—Muy bien. Dirijámonos, pues, a los responsables en busca de una respuesta —dice la presentadora.

Se abren dos ventanas más en la pantalla. En una aparece Sifadakis, del Servicio de Inteligencia, y en la otra, el director general de la policía. Ambos están en sus respectivos despachos.

—Señor Sifadakis, ¿es cierto que hubo una operación en la Colina de las Ninfas? —inquiere la presentadora.

—Sí, es cierto.

—¿Cuál era el objetivo de esa operación? ¿Hacer entrega del dinero? —pregunta Sotirópulos.

—No, señor Sotirópulos. El objetivo de la operación consistía en detener al asesino.

—¿Y por qué no lo detuvieron?

—La operación fue planeada y llevada a cabo con gran cuidado. Pero algo salió mal en el último momento, como ocurre muchas veces en estos casos.

—¿Qué salió mal? —interviene la presentadora.

—Lo lamento, pero no puedo decírselo. Revelaría datos útiles al asesino, quien seguro que nos está viendo en estos momentos.

—¿De verdad son tan inútiles? —pregunta Adrianí.

—No te preocupes, que nosotros no somos mejores —contesto, y mis palabras quedan confirmadas en el acto.

—¿En qué punto se encuentra la investigación policial? —pregunta Sotirópulos al director general de la policía.

—En estos momentos, todos los efectivos trabajan coordinadamente para la detención del autodenominado «Recaudador Nacional» —responde el director general—. Hacemos todo lo humanamente posible, pero, a veces, este tipo de investigaciones no obtiene resultados inmediatos. Se necesita tiempo y paciencia, señor Sotirópulos. Esperamos localizarlo pronto.

No vamos a localizarlo pronto, me digo. El Recaudador seguirá ridiculizándonos jugando al gato y al ratón con nosotros.

La presentadora se dirige a Sotirópulos:

—Me parece que la única fuente de información fidedigna, tanto para nosotros como para los telespectadores, es el propio asesino. Leamos otra vez la carta que nos ha enviado.

Se cierran las ventanas y aparece en pantalla la carta que el Recaudador Nacional ha enviado a los medios de comunicación:

«El Estado griego me ha engañado. No me abonó la comisión del diez por ciento, es decir, los setecientos ochenta mil euros que me corresponden por el dinero que procuré a las arcas del Estado. En consecuencia, no voy a proseguir mis esfuerzos por cobrar impuestos debidos a Hacienda. En cambio, procederé a liquidar a todos aquellos que se han enriquecido gracias a sus contactos con las altas esferas políticas del Estado, que es quien me priva de mi legítima compensación. Los dos primeros casos ya se han hecho públicos.

»Lukás Zisimatos fue sindicalista y luego diputado al Parlamento. En ambos cargos puso obstáculos a empresas nacionales y extranjeras que deseaban instalar parques eólicos en Grecia. Viajó al extranjero con dinero de la empresa, en su calidad de sindicalista, o con dinero del Parlamento Nacional, en su calidad de diputado, con vistas a crear su propia empresa de parques eólicos. Fundó su compañía con préstamos bancarios que logró gracias a sus contactos con otros políticos. Y, aunque no devolvía los préstamos, siempre lograba otros nuevos. En dos ocasiones, además, obtuvo fondos del Marco Comunitario de Apoyo mientras otras personas y entidades aún esperan recibir la financiación.

»Zeódoros Karadimos fue secretario general de Obras Públicas. Fue un producto del sistema partidista. ¿Cómo consiguió el dinero necesario para abrir centros de formación profesional privados por todo el país? ¿Y cómo conseguía préstamos bancarios, préstamos que jamás devolvía, cuando los bancos deniegan préstamos irrisorios a las pequeñas y medianas empresas? También Zeódoros Karadimos recibió fondos de los Programas de Cooperación Territorial.

»Los ciudadanos griegos tienen derecho a preguntar a las autoridades competentes cómo Lukás Zisimatos y Zeódoros Karadimos obtenían de Hacienda los certificados tributarios, que demostraban que estaban al día en sus obligaciones con el fisco, imprescindibles para cobrar de los fondos del Marco Comunitario de Apoyo y de los Programas de Cooperación Territorial, cuando el primero debía novecientos mil euros a Hacienda y el segundo, seiscientos cincuenta mil euros.

»La Troika hará lo que estime oportuno. Yo, por mi parte, prefiero la solución de Apolo, tal como la describe Homero en la Ilíada (Canto I, versos 43-52):

Y, para evitarnos las molestias de ir a consultar una traducción al griego moderno, a continuación nos la proporciona:

«Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo, que, irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios cuando inició la marcha. Al partir semejaba la noche. Apostóse lejos de las naos, lanzó una flecha y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparó contra mulos y ágiles perros; mas luego dirigió sus amargas saetas a los hombres, y sin cesar ardían las piras de los cadáveres».

El Recaudador Nacional me ha dado tal golpe que me ha dejado viendo las estrellas. Apago el televisor para reponerme.

—El también enciende piras, no sólo Apolo —comenta Adrianí.

—Ya lo sé. Nos quemarán vivos —contesto, y llamo por teléfono a Spiridakis, el especialista de la Unidad de Delitos Económicos en evasión de impuestos.

—¿Tú también lo has visto? —me pregunta él.

—Lo he visto y quiero que mañana por la mañana vayamos juntos a una de las dos delegaciones de Hacienda, preferiblemente la que correspondía a Zisimatos.

—¿Qué quieres saber?

Cómo consiguieron los certificados tributarios. Concretamente, quién intervino en su favor.

—Mañana te llamo y te digo a qué delegación tenemos que ir primero.

—Vamos a cenar, estoy mareada —me dice Adrianí cuando cuelgo.

Será mejor que le hable de Zisis mientras comemos. Le abrirá el apetito.