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Había decidido ir a ver a Zisis por la mañana, cuando riega sus plantas. Por mucho que me alegre la decisión de Katerina, me duele el hecho de que él consiguiera convencerla mientras que nosotros fracasamos, individual y colectivamente. Pero una cosa es hacer planes y otra poder cumplirlos. A las seis de la mañana, el sonido del teléfono interrumpe violentamente lo que me quedaba de sueño. Me levanto corriendo de la cama y voy a la sala de estar, ya que Adrianí insiste en que no quiere un teléfono en el dormitorio, para que no la despierten las llamadas que a veces recibo en plena noche. Contesto con un «¿diga?» soñoliento y oigo la voz de Vlasópulos.

—Perdone que le obligue a levantarse con las gallinas, pero ha aparecido otro cadáver, señor comisario.

—¿Dónde?

—En un parterre de la calle Eyialías, en la zona de Paraíso de Marusi.

—¿Quién lo ha encontrado?

—El equipo de limpieza que ha ido esta mañana al complejo de oficinas.

—¿Algún dato más?

—La víctima tiene una flecha clavada en el cuerpo, no me han dicho exactamente dónde.

—Llama a Dermitzakis e id para allá. Voy enseguida.

—El cuerpo se encuentra en la esquina de Zeotokópulu con Eyialías.

Recibo la noticia con calma, ya que estaba mentalmente preparado para un nuevo asesinato del Recaudador Nacional. Ahora el ministro y el director general me dirán que, una vez más, he acertado en mis pronósticos pero que soy incapaz de detener al asesino. En otras palabras: que la operación ha sido un éxito pero el paciente ha fallecido.

Vuelvo al dormitorio para vestirme y salir.

—¿Qué pasa? —pregunta Adrianí medio dormida.

—El Recaudador Nacional sigue persiguiendo a los defraudadores.

—Menos mal que contamos con él. —Se gira del otro costado y vuelve a quedarse dormida.

Al final resulta que tienen razón los que dicen que la vida te da una de cal y una de arena, pienso mientras tuerzo a la altura del hotel Hilton para enfilar la avenida Reina Sofía. Anoche estábamos todos alborozados por la decisión de Katerina. No han pasado ni doce horas y ya me carcome la ansiedad por culpa de este nuevo ataque del Recaudador Nacional. Me pregunto quién será la víctima esta vez. Basándome en el caso de Zisimatos, imagino que no se trata de ningún evasor de impuestos. Como no le entregan la comisión exigida, no piensa matar para engrosar las arcas del Estado. Mata para obligar al Ministerio de Economía a que le entregue el pago reclamado. Por lo tanto, la víctima debe de ser alguien que se ha beneficiado de sus transacciones con el estamento político. Voy pensando en estas cosas mientras transito por calles aún vacías. Al mismo tiempo voy diciéndome que no tiene sentido que me caliente los cascos, ya que pronto conoceré la identidad y la situación económica de la víctima.

La calle Eyialías está precintada desde Zeotokopulu hasta la esquina con la calle Paraíso. Pido a un agente de uniforme que levante la cinta que impide la entrada a Zeotokopulu y aparco justo detrás.

Vlasópulos se me acerca enseguida.

—La víctima es un tal Zeódoros Karadimos —informa—. Tenía una academia de enseñanza en la tercera planta, el Centro de Formación Profesional «Progreso». No he podido averiguar qué enseñaban exactamente, porque los empleados no han llegado todavía.

—Avisa a los agentes para que les dejen pasar cuando lleguen. Quiero hablar con ellos. ¿Dónde están las personas que han encontrado el cadáver?

—Son tres mujeres que se encargan de la limpieza. Están dentro del edificio, esperando que las interroguemos.

Dejo a Vlasópulos y me acerco a la víctima, que se halla en la esquina de Zeotokopulu con Eyialías, junto al Club Ecuestre. Está boca abajo en el parterre que cubre una pequeña área cuadrangular delante de la entrada de un edificio de oficinas que se extiende a lo largo de la calle Eyialías. La flecha ha traspasado su americana y se ha alojado en la espalda, en el lado del corazón. Sólo puedo ver su perfil. Diría que es un cincuentón de tez morena, espeso cabello negro y bigote nutrido.

—Imagino que no tendrás dudas acerca de la identidad del asesino —suena una voz a mis espaldas.

Me vuelvo y veo a Stavrópulos.

—No, ninguna duda, como tú tampoco dudas de lo que encontrarás en la punta de la flecha.

—Efectivamente. Cargaré el cadáver en la ambulancia y me iré. No hacía falta haberme despertado tan pronto.

—Lo único que necesito con urgencia es que me digas a qué hora lo mataron, más o menos.

—Te telefonearé en cuanto lo sepa.

En realidad, no es necesaria la autopsia para determinar que se trata de un asesinato. El Recaudador le disparó la flecha cuando el hombre se marchaba, en el momento en que daba la espalda al edificio.

Camino un trecho y me encuentro en una calle que pasa justo delante del Club Ecuestre. Seguramente el asesino vino por aquí, dejó la moto en algún lugar cercano y luego se apostó en la esquina, esperando que saliera Karadimos. A última hora de la tarde, cuando se van los últimos empleados, esa calle debe de quedarse completamente desierta. Tampoco debe de haber mucha gente en el Club Ecuestre a esa hora. El Recaudador Nacional había estudiado cuidadosamente la situación, como siempre, y lo alcanzó cuando salía de las oficinas. Vuelvo junto a mis ayudantes, que están hablando con Dimitriu.

—No creo que vayáis a descubrir nada relevante aquí fuera —le digo—. Será mejor registrar las oficinas de la empresa cuando lleguen los empleados.

En ese preciso momento veo que una muchacha y un joven se acercan con paso presuroso y cara de preocupación. Preguntan al agente qué ha ocurrido y él les indica con un gesto de la cabeza que deben hablar conmigo.

—¿Trabajáis aquí? —les pregunto.

—Sí, en el Centro de Formación Profesional «Progreso» —responde el joven.

—Alguien ha atentado contra la vida de vuestro jefe —explico—. Id a vuestro despacho y esperadme allí. No toquéis nada.

Tras intercambiar una mirada de desconcierto y temor, se encaminan a la entrada. Antes de hablar con ellos, quiero oír lo que tienen que contarme las mujeres de la limpieza que han descubierto el cadáver. Su aspecto proclama a gritos que son inmigrantes. Están de pie, delante del ascensor. Vlasópulos ha ordenado a un agente que las vigile, por si son ilegales y deciden escapar por temor a la policía.

—¿De dónde sois? —inquiero.

—De Georgia… —contesta la más alta, una cuarentona morena.

—¿A qué hora venís por la mañana?

—A las seis.

—¿Cómo entráis en el edificio? ¿Tenéis llave?

—No, puerta abrir sola a las seis —responde la otra, una mujer de estatura media que lleva un pañuelo en la cabeza.

—Contadme lo que hayáis visto.

—Hombre cabeza suelo y en la espalda un… —Busca la palabra correcta.

—¿Una flecha?

—Sí. Como soldados antiguos…

—¿Habéis visto a alguien más en los alrededores?

—No, calle vacía —dice la primera—. Como siempre mañana.

—Vale, ya no os necesito más —digo a las mujeres y me vuelvo hacia el agente—: Llévalas a comisaría con el coche patrulla para que testifiquen, no vayan a desaparecer y las perdamos para siempre de vista.

Tomo el ascensor para subir a la tercera planta. Las oficinas de Karadimu se encuentran en la segunda puerta a la derecha. Una placa en la puerta anuncia: «Centro de Formación Profesional “Progreso” - Oficinas Centrales». Llamo al timbre y me abre la muchacha a la que he visto en la calle. Me hace pasar a un despacho donde me espera una mujer de unos cincuenta y cinco años. La reconozco como la mujer que ha pasado por mi lado mientras interrogaba a las inmigrantes.

—Stefanía Arjondidi, señor comisario. Soy la sustituta del señor Karadimos. —Me tiende una mano temblorosa; la mujer se esfuerza en vano por controlar su agitación.

—Se dedican a la enseñanza, si lo he entendido bien —digo.

—Sí, señor. Tenemos cinco centros privados de formación profesional en Atenas, tres en Salónica, dos en Patrás y uno en cada una de las demás ciudades importantes del país.

—¿El señor Karadimos era el dueño de todos los centros?

—Sí. Y la academia ha sido reconocida por muchas universidades extranjeras.

—¿El señor Karadimos impartía clases?

—No, sólo dirigía la empresa. Era ingeniero, pero jamás se dedicó a la enseñanza.

—¿Cuántos empleados hay en las oficinas centrales?

—Somos doce.

—¿Podría darme una idea de los horarios del señor Karadimos?

—Por supuesto. Era muy estricto en lo que respecta a los horarios de los empleados, pero también a los suyos propios. Normalmente llegaba a eso de las nueve y trabajaba hasta las dos. Luego iba a visitar distintos centros. Solía volver en torno a las cinco y se quedaba a trabajar hasta tarde. Nosotros salimos a las seis, pero él siempre era el último y nunca se iba antes de las ocho.

Ya no hace falta esperar la respuesta de Stavrópulos. El Recaudador Nacional mató a Karadimos anoche, cuando salía del edificio. Puesto que la zona queda desierta después del cierre de las oficinas, las mujeres de la limpieza lo han encontrado esta mañana.

—Por favor, llame a todos sus colegas, porque quiero hacerles unas preguntas.

Sale del despacho sin decir nada y pronto reaparece con la muchacha y el joven a los que he visto en la entrada. Con ellos viene un hombre todavía más joven, que ronda los treinta.

—Quiero que me digan si últimamente han observado algo sospechoso en las oficinas. Algo inusitado, que les haya llamado la atención.

Intercambian miradas y niegan con la cabeza al unísono.

—¿Ha habido visitas inusuales, alguien que viniera por primera vez? —pregunto.

—No, señor comisario. No solemos recibir visitas en el despacho. Únicamente vienen los directores de las academias o algún profesor, y eso sólo cuando les llamaba el señor Karadimos. Las matriculaciones se hacen directamente en los centros. También allí se pagan las matrículas, que se abonan en cuentas bancarias diferentes para cada centro.

El Recaudador Nacional no necesitaba hacerle una visita a Karadimos, puesto que no pensaba inyectarle la cicuta, como a Korasidis. Sencillamente, se dedicó a estudiar sus desplazamientos y sus horarios. Sin embargo, subsiste una incógnita. Si Karadimos tenía coche, debía de dejarlo en el aparcamiento del edificio. ¿Por qué, entonces, salió por el portal y no en coche, por la salida del aparcamiento?

—¿El señor Karadimos no tenía coche? —les pregunto.

—Claro que sí —responde la joven.

—¿Podríais explicarme por qué salió a pie por la puerta principal y no con el coche por el aparcamiento?

Se miran entre sí, como si todos prefirieran dejar la respuesta a otro.

—Verá, el señor Karadimos no era buen conductor —dice al final el muchacho—. Siempre tenía dificultades para sacar el coche del aparcamiento. Solía dar contra otros coches y causaba problemas. Al final, decidió aparcar siempre en la calle Eyialías, en Zeotokopulu o en Andromajis. Donde encontrara plaza.

Puede que el Recaudador Nacional hubiera averiguado también este detalle o puede que tuviera suerte. Nunca lo sabremos.

—¿El señor Karadimos tenía familia?

—Estaba divorciado —dice el hombre mayor—. Tiene un hijo que estudia medicina en Londres.

—Muy bien, hemos terminado —les digo, y los tres se retiran.

—¿Está muy grave el señor Karadimos? —pregunta la señora Arjondidi cuando nos quedamos solos.

—Por desgracia, ya había muerto cuando le han encontrado las mujeres de la limpieza.

—Me lo imaginaba —susurra la mujer. Se deja caer en la silla y se lleva ambas manos a la cabeza.

Me marcho sin despedirme de ella. En el instante en que alcanzo a mis hombres me suena el móvil.

—Murió entre las diez de la noche y la una de la madrugada —anuncia la voz de Stavrópulos—. La flecha no llegó a traspasar el corazón, de modo que murió por la cicuta, como los demás. Si calculamos que el veneno necesitó un par de horas para hacer su efecto, Karadimos recibió el impacto de la flecha entre las ocho y las once de la noche.

—Te agradezco tu diligencia. —Para no desmoralizarlo, prefiero no decirle que había llegado a la misma conclusión por mi cuenta.

Dimitriu y su equipo de la Científica se disponen a subir a las oficinas cuando mis ayudantes y yo ponemos rumbo a Jefatura.