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«promoción. f. 1. Acción y efecto de promocionar; hacer que algo se mueva; avance, ascenso. / 2. Distinción, valoración, posición social elevada. / 3. Fil. “La vida teorética, promoción de esfuerzos más dignos”. / 4. Prosperidad, bienestar. / 5. Preferencia. / 6. Lanzamiento».

La primera acepción es tan genérica que lo abarca todo, incluido yo. La promoción es un avance y un ascenso. Los que son promocionados van hacia delante, aunque sólo sea teórica o metafóricamente. Las cosas se complican a partir de la segunda acepción y se enredan cada vez más en las siguientes. Vale, aceptemos que la promoción conlleva cierta distinción. Pero ¿y la valoración y la posición política o social elevada? Los griegos desprecian tanto a la policía que mi promoción al cargo de subdirector de Seguridad en ningún caso supondría valoración o posición social elevadas. A partir de aquí empiezas a darte cuenta de que Dimitrakos vivía en un mundo distinto. ¿De qué «promoción de esfuerzos más dignos» habla? En la Grecia actual, los que realizan esfuerzos más dignos se quedan estancados. En cuanto a la prosperidad y el bienestar, con los recortes aplicados a sueldos, suplementos y pensiones que nos hemos tenido que tragar, no hay promoción que garantice ni la primera ni el segundo. La última acepción, es decir, el «lanzamiento», la reservo para Guikas, que se esfuerza por «lanzarme»; pero su cohete le explotará en la cara.

El despertador, parte inseparable de la mesilla de noche, me dice que ya son las ocho. Cierro el Dimitrakos para ir a ver el noticiero con Adrianí. Enseguida me doy cuenta de que la presentadora y Sotirópulos no tienen ningún plato nuevo listo para servir e intentan sacar el máximo partido del menú viejo. Han puesto en una ventana a mi conocido, el viceministro de Economía, y le tiran dardos, a ver si le arrancan alguna novedad.

—Señor viceministro, circulan rumores insistentes según los cuales el Recaudador Nacional exige una recompensa por el dinero que el Estado ha recaudado gracias a sus esfuerzos, como él los llama —dice la presentadora.

—Hoy en día los rumores están en todas partes, como las partículas de la atmósfera, señora Fosteri —contesta el viceministro—. El gobierno no puede confirmar ni desmentir todos los chismes que corren por ahí.

—Tiene razón, pero sabemos de buena fuente que el Servicio de Inteligencia organizó una operación en la Colina de las Ninfas, señor viceministro —interviene Sotirópulos—. Hasta la fecha, del modus operandi del Recaudador Nacional sabemos que utiliza la cicuta para asesinar y que abandona a sus víctimas en diferentes recintos arqueológicos. Por lo tanto, es fácil deducir que la operación en la Colina de las Ninfas sólo podía estar relacionada con el Recaudador Nacional. ¿Qué hacía, si no, el Servicio de Inteligencia en la colina? Desde luego, no creo que persiguiera a agentes enemigos delante del Observatorio.

El viceministro parece titubear por unos instantes. Es evidente que se encuentra en una posición difícil y hace lo que haría cualquiera de nosotros:

—El Servicio de Inteligencia no depende del Ministerio de Economía. Por lo tanto, será mejor que se lo pregunte al propio SNI o al ministro correspondiente. Le aseguro que no tengo conocimiento de los hechos.

La respuesta es convincente y Sotirópulos no puede discutir. Sin embargo, sabe que el Servicio de Inteligencia nunca informa de sus operativos, de modo que no podrá obtener respuesta a sus preguntas.

—¿Tú qué opinas? —pregunta la presentadora a Sotirópulos cuando se cierra la ventana del viceministro.

—Cuando los políticos te hacen ir de la Ceca a la Meca, de un ministerio a otro, en busca de información, quiere decir que algo está pasando pero que todavía no se puede hacer público. Ahora bien, ya sabemos por experiencias pasadas que este tipo de subterfugios suelen convertirse en bumeranes. Por otra parte, sin embargo, la situación actual de Grecia es una buena muestra de que a los políticos les cuesta mucho aprender de la experiencia.

—¿Crees que el Recaudador Nacional seguirá actuando?

—Por desgracia, todo apunta en esa dirección.

Estoy siguiendo el debate con una mezcla de alegría y de preocupación. Por un lado, me alegro de que no haya habido filtraciones y podamos seguir investigando sin tener que informar diariamente a los medios de comunicación. Por otro, me temo que la ausencia de una carta del asesino no hace más que confirmar las palabras de Sotirópulos.

—¿Es verdad que le dieron dinero a ese Recaudador? —pregunta Adrianí.

—A los recaudadores siempre les damos dinero —bromeo—. Aunque éste no se lo llevó.

Mi mujer me mira con muy mala leche.

—¿Ahora vas de graciosillo?

Me salva el timbre de la puerta, que suena en este momento. Adrianí se levanta para ir a abrir.

No tengo ni idea de quién puede ser a estas horas, pero ni por asomo me esperaba ver a Fanis y a Katerina. Quizá porque siempre avisan antes de venir. Miro a mi mujer y leo en sus ojos el mismo temor que ella debe de ver en los míos: que han venido para anunciarnos el día de su partida o, como mínimo, el día de la partida de Katerina. Ni Adrianí ni yo somos capaces de interpretar de otra manera esta visita inesperada. A pesar de todo, consigo pronunciar un «¿cómo vosotros por aquí?» en tono de sorpresa agradable. Adrianí, en cambio, nunca tiene ánimos para este tipo de disimulos. Ella cree que «si hay que entregar el alma, cuanto antes mejor».

—Seguro que nos dirán cuándo se va Katerina —me dice.

—No, mamá. Hemos venido para deciros que, al final, no nos vamos —replica Katerina con una risa.

Nos quedamos los dos boquiabiertos. Me flaquean las piernas y tengo que sentarme en el sofá. Adrianí es la primera en recuperar la voz.

—¿No te vas? —balbucea como si no pudiera creerlo.

—No, mamá. Nos lo hemos replanteado.

—Cuéntaselo todo desde el principio y por orden —la interrumpe Fanis, que hasta ahora ha permanecido en silencio—. Si no, ya me veo llevando a dos enfermos cardiacos a Urgencias.

Tomamos aliento en silencio y esperamos que Fanis y Katerina se acomoden en sus asientos. Katerina empieza a hablar mirando a su madre:

—Anteayer recibí el contrato que tenía que firmar —comienza. Enseguida hace una pausa para buscar la mejor manera de explicar su decisión—. Una cosa es pensar: «Me voy, ya está decidido» y otra, muy distinta, tener el contrato delante y saber que, si lo firmas, ya no habrá vuelta atrás. Me lo llevé a casa y se lo enseñé a Fanis.

—Le sugerí que no lo firmara enseguida —dice él—. Que dejara pasar dos o tres días hasta saber si estaba realmente decidida a marcharse.

—Hice lo que me dijo Fanis y, de repente, descubrí que no quería irme. Era un contrato estupendo y sabía que, si no lo firmaba, estaría echando piedras en mi propio camino, pero no quería irme. —Hace una pausa y añade simplemente—: Así que no lo firmé.

Adrianí se levanta de un salto y corre a su lado.

—Hija mía, que Dios te bendiga. ¡No sabes qué alegría me das! —le dice. La abraza con fuerza, la besa y las lágrimas inundan sus mejillas.

—Basta, mamá —dice Katerina, emocionada—. Si digo que me voy, te echas a llorar. Si digo que me quedo, también lloras. ¿Qué voy a hacer contigo?

—Espera a que nos lo cuenten todo —intervengo, más que nada para sosegarla.

Adrianí suelta a su hija y deja de llorar, pero sigue a su lado, acariciándole el pelo.

—¿Ha habido cambios en tu trabajo?, pregunto.

—No, ninguno. Pero, en cuanto tomé la decisión, empecé a buscar un ingreso complementario. Llamé a la academia de derecho donde di clases después de volver de Salónica y me dijeron que podía volver. No es mucho dinero, pero supondrá un respiro. Y, si recortan más el sueldo de Fanis, con el dinero de la academia podremos mantener nuestro nivel de vida actual.

—También tenéis que contárselo a los padres de Fanis. Ellos también están desesperados —dice Adrianí.

—Les llamaremos por teléfono en cuanto volvamos a casa —responde Fanis.

—En fin, ya os hemos dado la buena noticia. Ahora tenemos que irnos —afirma Katerina mientras se pone de pie—. Mañana Fanis tiene que madrugar y yo tengo un juicio. Hablaremos largo y tendido cuando haya digerido mi gilipollez —añade riéndose.

Adrianí vuelve a abrazar a su hija con fuerza y le susurra algo al oído. Fanis aprovecha el momento para venir a mi lado.

—A ese amigo tuyo, el de izquierdas, le voy a hacer un monumento —susurra. Sólo en este momento me doy cuenta del papel que ha debido de desempeñar Zisis.

—¿Fue él quien la convenció? —pregunto yo también en susurros.

—Deja, ya te lo contaré en otro momento. Sólo te digo una cosa: tendrían que fusilarnos por haber permitido que se echaran a perder personas como él.

Les acompañamos a la puerta. Luego volvemos a la sala de estar y nos desmoronamos, Adrianí en el sofá y yo, en un sillón. Estamos hechos polvo, como si hubiéramos estado cavando durante veinticuatro horas sin descanso.

—Mañana iré a encender una vela a la Virgen —anuncia Adrianí.

—Ve, pero enciende también una vela por Zisis, aunque no sirva de nada —respondo.

—¿Quién es Zisis? —se extraña ella.

Siento que ha llegado el momento de contarle la historia de mi relación con Zisis. Cómo le conocí en los calabozos de la calle Bubulinas, cómo le torturaron y cómo yo le dejaba secar la ropa por la noche en la celda de aislamiento, porque durante horas le habían tenido metido en agua helada. Cómo, después de aquello, nuestra relación se intensificó cuando pasó por la comisaría para solicitar un documento acreditativo para cobrar la pensión de resistente. Se lo cuento todo. También cómo Zisis conoció a Katerina y cómo le pedí que hablara con ella, a ver si la podía convencer. Todo, con todo detalle, sin ocultarle absolutamente nada.

Cuando termino, me mira de hito en hito.

—Pero ¡bueno!, ¿cómo es posible? ¿Tantos años de amistad con ese hombre, primero tú y luego mi hija, y yo sin enterarme de nada? —pregunta, incrédula. Y, como suele pasar con Adrianí, de las lágrimas de alegría pasa al estallido de ira—: ¿Sabes una cosa? A tu mujer no sólo la engañas cuando tienes una amante: también la engañas cuando le ocultas cualquier relación con otra persona. En estos momentos, me siento como si me hubieras engañado.

—No seas exagerada. Conocí a Zisis en Bubulinas por casualidad y luego nos mantuvimos en contacto. Además, creía que ya le conocías. Vino a la boda de Katerina.

—¡Claro, un invitado entre cien! ¿Cómo iba a conocerlo si ni tú ni mi hija me lo presentasteis?

—A lo mejor no te lo presenté porque no me pareció imprescindible. No somos uña y carne.

—¿Cómo no vais a serlo si le pediste que hablara con tu hija y él consiguió convencerla cuando nosotros habíamos fracasado? Como siempre, tú y tu hija me hacéis a un lado y lo decidís todo entre vosotros.

—No es como te lo imaginas. La noche en que vinieron Pródromos y Sevastí, Pródromos se me acercó en un momento dado y me rogó que hiciera algo. Como no sabía qué hacer, en mi desesperación pensé en Zisis.

—De acuerdo, entiendo la desesperación. Pero tú me habías ocultado la amistad que os une.

—No me resultaba fácil contártelo —confieso con toda sinceridad—. Soy policía, no sabía cómo te tomarías mi amistad con alguien de izquierdas. Y más sabiendo que los comunistas mataron al hermano de tu padre en la guerra civil.

Parece que mi excusa suena lógica, porque Adrianí se lo piensa unos instantes.

—Tenemos que invitar a tu amigo a comer —dice al final—. Es lo mínimo que podemos hacer.

—¿Quieres que invite a Zisis a comer con nosotros? ¿Hablas en serio? —pregunto estupefacto.

—Míralo así. Los comunistas se cargaron a mi tío y un comunista me ha devuelto a mi hija. Estamos en paz —contesta ella y se echa a llorar otra vez.