Sifadakis ya es historia. En el despacho del ministro sólo estamos el director general de la policía, Guikas, Lambrópulos y un servidor. El ministro nos repasa a fondo con la mirada, con expresión de animal político a punto de soltar una declaración trascendental, cosa que pronto queda confirmada con sus palabras: —Señores, a propuesta del propio Primer Ministro, el Consejo de Ministros ha decidido no pagar a ese asesino que se autodenomina «Recaudador Nacional» la suma exigida al Ministerio de Economía. El Consejo de Ministros sostiene unánimemente la opinión de que el Estado griego no puede ceder al chantaje de un criminal. La experiencia internacional en este tipo de casos avala nuestra resolución. En consecuencia, recae en ustedes el peso de localizar y detener al asesino en el curso de los próximos días. Por desgracia, a juzgar por sus logros hasta el momento, no les creo capaces de asumir tamaña responsabilidad.
Calla y nos repasa de nuevo con la mirada, que, por último, se detiene en el director general de la policía.
—Me temo que usted no ha afrontado el caso con la debida seriedad. Lo ha tratado como un asesinato corriente. Desestimó la gravedad de la situación y, como resultado, ha perdido el control de la misma.
Espera alguna reacción por parte del director general. Como éste permanece callado, el ministro pasa al siguiente:
—Lo mismo le digo a usted, señor Guikas. Dejó solo al comisario Jaritos y a su departamento, que dispone de escasos medios. No se dio cuenta a tiempo de que este caso requería la acción coordinada de todos sus servicios.
Ésta vez no espera una respuesta de Guikas, que, de todas maneras, nunca llegará, puesto que su propio jefe, el director general, tampoco ha querido decir nada, y pasa al ataque contra Lambrópulos.
—Señor Lambrópulos, el Estado griego ha invertido millones de euros en el equipamiento técnico y en los efectivos de la Unidad de Delitos Informáticos. No digo que se equivocara al aprobar dichas inversiones, pero está claro que no ha obtenido los resultados deseados en unos momentos críticos como éstos. Pese a que no soy experto en la materia, no comprendo cómo, pasado tanto tiempo, no han conseguido dar con el rastro de ese «Recaudador Nacional» a través de sus actividades en la red.
Se diría que nuestro gran jefe, indirectamente y sin necesidad de manifestarlo en voz alta, nos ha cerrado a todos la boca, porque Lambrópulos tampoco replica.
El ministro me ha dejado para el final. A lo mejor porque me ve como la guinda del pastel, mientras que yo no soy más que la harina con la que amasan el pan amargo.
—Señor Jarifos, he llegado a apreciar mucho sus análisis y sus comentarios. Me temo, sin embargo, que la cosa no va más allá, porque todavía no he visto ningún resultado efectivo de sus actuaciones. El asesino ya ha matado a tres ciudadanos destacados y usted no pasa de ser un mero observador de sus actos.
Ya está, Jaritos, me digo. El ascenso se queda en fantasía amarrada en el muelle de los sueños.
El ministro concluye las reprimendas individuales y vuelve a dirigirse al colectivo:
—Debo decirles que el asesinato de Lukás Zisimatos supone un golpe al prestigio del gobierno. Zisimatos desempeñó un cargo sindical relevante, fue diputado en el Parlamento y se dedicaba a la energía eólica, uno de los programas insignia de nuestro gobierno. Si al caso de Zisimatos le añadimos el de Lasaridis, que había ocupado el cargo de secretario general en un ministerio, comprenderán que el Consejo de Ministros se muestre preocupado e indignado. Lo único que espera de ustedes son resultados tangibles. Si no se producen, y muy pronto, por cierto, no puedo garantizarles que no haya consecuencias. —Cierra el turno de rapapolvos y concluye con un seco—: Les escucho.
Lambrópulos es el primero en tomar la palabra. Quizá porque le importa un comino que le jubilen un par de años antes de lo previsto.
—Comprendo que el Estado quiera ver frutos del dinero invertido para prevenir los delitos informáticos, señor ministro. Pero Internet es un espacio insondable. Cualquiera puede encontrar allí información a la que, de otro modo, jamás tendría acceso. Y hay quienes se aprovechan de eso para ocultar sus delitos. Muchas veces resulta más fácil perseguir a un criminal por todo el país que en el ciberespacio. No me cabe duda de que, en algún momento, daremos con la pista del Recaudador Nacional. Sin embargo, no puedo garantizar que eso se produzca mañana ni la semana que viene. Podría llevarnos bastante más tiempo. Lo único que puedo afirmar categóricamente es que, en estos momentos, la unidad entera está volcada en la localización del Recaudador Nacional.
El director general, animado por la respuesta de Lambrópulos, entra en la conversación.
—No es verdad que subestimáramos al asesino, señor ministro. Le aseguro que no es sólo el señor Lambrópulos, también la Dirección General de Seguridad al completo realiza esfuerzos sobrehumanos por encontrarlo. Pero hay crímenes que se pueden esclarecer en veinticuatro horas y otros cuya resolución requiere mucho más tiempo, años incluso. El caso del Recaudador Nacional es de los más complejos.
Guikas toma la palabra… para pasarme la pelota.
—Kostas, cuéntale al ministro, por favor, lo que me has comentado esta mañana.
El ministro se vuelve para mirarme.
—Ante todo, quisiera decirle que el señor Lambrópulos ha planteado acertadamente el problema que nos ocupa, señor ministro —le digo—. El asesino se mueve por la red como Pedro por su casa. Y no sólo eso. Es extremadamente metódico. Cuando elige una víctima, indaga de manera exhaustiva y reúne todos los dalos que puedan serle útiles.
—¿Cómo elige a sus víctimas?
—Sobre eso no puedo más que conjeturar. Es posible que haya investigado en determinadas categorías profesionales, como la médica, por ejemplo. También pudo elegir a las víctimas en las listas de evasores de impuestos que el Ministerio de Economía publica periódicamente. Y, si pudo acceder a Taxis, quizá se informara a través de las declaraciones de renta. Hay otro factor, sin embargo, que dificulta mucho su localización.
—¿Cuál es?
—Que actúa solo. No tiene cómplices. Si los tuviera, seguramente ya habríamos localizado a alguno de ellos y nos habría facilitado las cosas. Sin embargo, estoy convencido de que no los tiene.
—¿Cree que seguirá asesinando?
—En ese aspecto, hay algo que me preocupa muchísimo.
—¿A qué se refiere?
—Al hecho de que no subió a la red ninguna carta ni ninguna comunicación referente a su última víctima. Intuyo que piensa volver a matar y que informará de los dos asesinatos a la vez.
—¿Tiene alguna idea de dónde se producirá el siguiente golpe?
—En cualquier sitio, señor ministro. Puede haber elegido como blanco a un diputado, a un alto cargo del Estado, a un defraudador de Hacienda, a un agente del fisco o a un empresario. Si hubiéramos sabido dónde pensaba actuar cada vez, ya lo habríamos detenido.
La expresión severa y soberbia de nuestro superior político se ha desvanecido para dar paso a la angustia.
—Comprendo las dificultades —dice—. Pero también comprendo a mis colegas, los ministros, que no quieren ceder al chantaje de un asesino. Y quiero que ustedes comprendan que también yo me encuentro entre la espada y la pared. Por un lado, ustedes y sus limitaciones. Por el otro, mis colegas y sus presiones. No estoy viviendo precisamente los momentos más felices de mi carrera política.
La reunión ha terminado y nos retiramos. El director general nos invita a tomar un café en su despacho; el café, lógicamente, cede todo el protagonismo a los azotes que nos ha propinado el ministro.
—¿De veras crees que volverá a matar, como le has dicho? —me pregunta el director general.
Me encojo de hombros.
—No pondría la mano en el fuego, pero creo que seguirá matando sin esperar que le entreguen el dinero. Además, es lo que dice en la carta que envió al ministro.
—Hasta el momento has acertado en todos tus análisis. Lo malo es que no puedes pillar al asesino.
Guikas y yo nos miramos, y sus ojos me confirman que mi ascenso está en entredicho.
Para mí, la guinda del pastel son los periodistas que me esperan en el pasillo. Ni siquiera aguardan a que entre en mi despacho, sino que atacan in situ.
—¿Es cierto que el Consejo de Ministros ha debatido el caso Reca? —pregunta la bajita de medias color rosa.
—¿Qué es eso del caso Reca? —pregunto sorprendido.
—El Recaudador Nacional. Le llamamos así para abreviar.
Mira por dónde, se ha ganado una abreviatura, igual que el ELAS [13]. Pronto hablaremos de los POLIS contra el RECA.
—Eso tendréis que preguntárselo al portavoz del Consejo de Ministros —respondo.
—¿Y es verdad que el Reca exigió una comisión sobre las recaudaciones realizadas? —interviene la esquelética.
—¿Ah, sí? ¿A quién la exigió? —pregunto a mi vez.
—Al ministro de Economía.
—Entonces, eso tendréis que preguntárselo al ministro de Economía. La policía declara ignorancia sobre este particular.
—Vamos, comisario. ¿Por qué nos sales con subterfugios? —salta Sotirópulos—. Sabemos que hace pocos días el Servicio de Inteligencia montó toda una operación en la Colina de las Ninfas.
—No estoy autorizado para contestar a preguntas relacionadas con el SNI.
—De acuerdo, pasemos a las preguntas que sí puedes contestar —insiste Sotirópulos—. Desde ayer tenemos una nueva víctima. ¿Cree la policía que también en esta ocasión el asesino es el Recaudador?
—Todos los indicios apuntan en esa dirección.
—¿Ha habido progresos en la investigación policial?
—En estos momentos, seguimos recabando información.
—Sí, y, antes de que terminéis, el Reca habrá utilizado todas las armas de la Antigüedad —dice la esquelética—. Hasta ahora ha usado la cicuta y el arco. ¿Qué haréis si mañana empieza a matar con una lanza o un hacha?
—Es una posibilidad real y estamos haciendo todo lo posible para evitarlo. La detención de un asesino es cuestión de tiempo, no del número de víctimas. No me hagáis preguntas a las que sólo puede contestar el director general de la policía o el señor ministro —concluyo para quitármelos de encima.
Pillan la indirecta y se disponen a marcharse. Estoy seguro de que irán corriendo al ministerio, pero yo he quedado bien con ellos y también con el ministro.
Entro en mi despacho y dejo la puerta abierta. Sé que Sotirópulos me seguirá, y no me equivoco.
—Sé que tú no tienes la culpa, pero este asunto puede dejar en ridículo al gobierno y también a la policía —dice.
—¿Qué quieres que haga, Sotirópulos? ¿Llamar por teléfono al Reca, como le llamáis, y rogarle que no nos ridiculice?
—¿Es verdad que ha pedido dinero?
—Es verdad, pero no me preguntes cómo lo hizo ni cuánto dinero pidió. Esto lo sabe el Servicio de Inteligencia, que dirigió la operación.
El ascenso está perdido, de modo que encima no pienso cargar con los medios de comunicación para cubrirles las espaldas a los del SNI.
—Quiero que sepas que te comprendo y que lo siento por ti —declara Sotirópulos antes de irse.
Pero ni el ministro ni el director general comparten sus sentimientos. Y son ellos los que cuentan.