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Cuando llego a la calle Dorileu, a las diez y media de la noche, pienso que si alguien hubiera planeado cometer un asesinato aquí, lo habría conseguido sin apenas problemas. Es una calle tranquila, sin tráfico, con más casas unifamiliares que bloques de viviendas. Seguramente, la misma tranquilidad impera durante el día, y no digamos ya a las ocho de la tarde. Tengo la impresión de que el Recaudador Nacional mató a Zisimatos al primer intento. Y si, por la razón que fuera, hubiera fracasado, le habría resultado igual de fácil asesinarlo la noche siguiente.

Ambas entradas a la calle Dorileu están precintadas con cinta roja. El equipo de Dimitriu está analizando el escenario a la luz del alumbrado público, reforzado con focos de la policía. La casa de Zisimatos está iluminada. Mis dos ayudantes se encuentran junto a uno de los coches patrulla de la zona, acompañados de un agente uniformado y del jefe de la comisaría en persona.

—¿Puede explicarme qué ha pasado exactamente? —pregunta el jefe—. He preguntado a sus ayudantes, pero desconocen los detalles.

Le describo la situación y le digo que no hace falta que se quede, que en adelante nosotros nos hacemos cargo.

—¿Hay alguien en la casa? —pregunto a Dermitzakis cuando el hombre se ha marchado.

—Una mujer asiática que no se ha enterado de lo sucedido.

Llamo a Dimitriu.

—La víctima ha muerto, así que se trata de un asesinato —le informo.

—¿El recaudador otra vez? —pregunta Dimitriu.

—El arma fue una flecha. La dispararon con un arco y estaba impregnada en cicuta. No conozco a muchos que maten con cicuta en Grecia.

—Ese tipo nos volverá locos —dice Vlasópulos.

—¿Habéis averiguado algo? —le pregunto.

—Hemos hablado con la mujer que lo descubrió en la calle. Está esperándole. También hemos encontrado a un hombre que vio una moto de cilindrada media aparcada al otro lado de la calle.

—¿Habéis localizado el coche de Zisimatos? —pregunto a Dimitriu.

—Sí, es ése. —Señala un BMW todoterreno, aparcado delante de la puerta de su casa.

—Registrad la calle, aunque no creo que halléis nada importante. Quizá tengamos más suerte con el coche, pero tampoco apostaría por ello. El tipo trabaja limpio y no deja rastros. —Me vuelvo hacia Vlasópulos—: Vamos a hablar con la mujer que lo encontró.

Eleni Kafkí está sentada en la sala de estar de una casa de refugiados de primera generación [12] de Nueva Eritrea, que con el tiempo se ha transformado en una vivienda de tres plantas. Ronda los sesenta y todavía no se ha recuperado del susto.

—Espero que el pobre hombre esté bien —es lo primero que dice.

—Sigue en el hospital —respondo sin entrar en detalles. No quiero decirle que Zisimatos se ha ido al otro barrio, porque la inquietaré aún más y dudo que entonces pueda darme respuestas atinadas.

—Cuénteme cómo le encontró —le digo.

—Volvía de la plaza. Al principio, vi un bulto delante de la casa de los Zisimatos, pero no podía distinguir qué era. Cuando me acerqué, vi al señor Zisimatos. Estaba tendido de espaldas, con una flecha clavada en el pecho. Me puse a gritar. Si no recuerdo mal, grité: «¡Socorro, socorro!». Primero salió el señor Keramís. Fue él quien llamó al timbre de los Zisimatos.

Así que los Zisimatos no salieron porque oyeron los gritos, sino cuando sonó el timbre de su puerta. El hijo de Zisimatos no me lo ha contado tal como ocurrió, algo normal en estos casos.

—¿Qué pasó después?

—Salieron a la calle algunos vecinos más, pero la mayoría sólo miraban por las ventanas. Alguien llamó una ambulancia. No sé si fue Keramís o el hijo de Zisimatos, pero la ambulancia llegó enseguida y se lo llevaron.

—Cuando llegó a Dorileu y vio a Zisimatos, ¿se fijó si la calle estaba vacía o si había gente o algún vehículo?

—No estoy segura, yo sólo miraba a Zisimatos, pero no me llamó nada más la atención cuando llegué. Que yo recuerde, había coches aparcados, como siempre. Aunque le repito que no estoy segura.

Queda descartado que el Recaudador Nacional usara un coche. Los coches tienen menos capacidad de maniobra y no suelen utilizarse para este tipo de asesinatos.

—¿No habrá visto alguna moto?

—¿Una moto? Seguro que no.

Es decir, que cuando Kafkí encontró a Zisimatos, el Recaudador había terminado su trabajo y se había esfumado.

—¿Conoce a la familia Zisimatos?

—Les conozco como se puede conocer a los vecinos de una calle como Dorileu. Nos damos los buenos días, nos decimos «qué tal», «parece que va a llover hoy» o «este calor no hay quien lo aguante». Y ya está.

—Gracias, señora Kafkí. En algún momento le llamarán de la comisaría de la zona para que vaya a prestar declaración. Dígales lo mismo que nos ha dicho a nosotros.

No tiene sentido hablar con el vecino que salió corriendo cuando Kafkí se puso a gritar. No habrá visto nada más. Prefiero hablar directamente con el que vio la moto.

Se trata de un tal Mijaíl Saratsidis, que vive en una casa de dos plantas tres casas más allá de la de los Zisimatos, en dirección a la calle Anaxágoras. Me lo encuentro apostado ante su puerta, observando el trajín de la policía.

—Señor Saratsidis, me han dicho que usted vio una moto aparcada en la calle.

—Sí, una Honda con un gran baúl portaequipajes. Estaba aparcada cerca de mi casa. Pensé que sería un mensajero, porque ellos usan motos con baúles grandes, y no presté especial atención.

—¿Vio también al conductor?

—Sí y no. Llevaba casco y no podía verle la cara. Cuando pasé por su lado, estaba inclinado sobre la moto y parecía buscar algo.

La cosa es sencilla. El asesino conocía los horarios de Zisimatos y sabía cuál era su coche. Le esperó en la calle, con el arco y la flecha escondidos en el baúl portaequipajes de la moto. Esa calle suele estar desierta; y si no lo estuviera, siempre podía volver el día siguiente. Si a la primera no hubiera tenido éxito, habría seguido intentándolo. En algún momento habría logrado su objetivo.

—¿Conocía a Zisimatos? —pregunto a Saratsidis.

—Se mudaron aquí hace cinco años. Compró la casa y conducía ese todoterreno lujoso. Cada miembro de la familia tenía su propio coche. Cómo es posible ganar tanto dinero con perros verdes ya es otro asunto.

—¿Qué perros verdes? —pregunto sorprendido.

—En Grecia, las energías verdes son como los perros verdes, señor comisario.

—Me dijeron que instalaba parques eólicos.

—Así es, pero cada uno de nosotros tiene un pasado y una historia.

—¿Qué quiere decir?

—Que ese hombre fue durante años sindicalista en la Compañía Nacional de Electricidad. Yo lo conocí por casualidad, porque trabajaba en una empresa subcontratada por la eléctrica. De sindicalista, ascendió a diputado en el Parlamento. Cuando en unos terceros comicios no salió elegido diputado, creó esa empresa de parques eólicos. ¿Me puede explicar de dónde sacó un ex sindicalista el dinero necesario para eso?

A punto estoy de decirle que se lo pregunte al Recaudador, pero me callo. Además, en realidad no importa. Estoy seguro de que el asesino nos lo dirá, tarde o temprano.

—¿Recuerda qué hora era cuando vio la moto?

Saratsidis rebusca en su memoria y calcula la hora.

—Debían de ser entre las siete y las siete y media —responde.

Es tarde y aquí ya no nos queda nada más que hacer. Digo a mis ayudantes que vuelvan por la mañana e indaguen un poco, por si surgen nuevas pistas. Por mi parte, no creo que descubra nada si me paso por el despacho de la víctima. En cambio, una visita al sindicato de la Compañía Eléctrica Nacional podría resultar mucho más provechosa.