Ya en casa, me encuentro con Sevastí, que ha venido sola, sin Pródromos. En cuanto me ve, se levanta de un salto y corre a recibirme.
—He venido para pedir disculpas por lo de la otra noche —dice.
—Por favor, dile que no tiene de qué disculparse, porque no deja de llorar —implora Adrianí.
—El otro día hablaba la desesperación, Sevastí —le digo—. Nos pasa a todos y no tienes que pedir disculpas.
—Si hubieras oído lo que le dije yo a mi hija cuando nos contó sus planes… —añade Adrianí.
—No tengo nada contra Katerina, os lo juro, pero perdí la cabeza. ¿Dos jóvenes con estudios y títulos universitarios lo dejan todo para emigrar a África? Me diréis que no son los primeros ni serán los últimos. El campo ha quedado desierto con todos los que han ido a buscar trabajo en Alemania, y ni sé cuántos obreros de la construcción han dejado Volos para ir a trabajar a Libia o a Arabia Saudí. Sé que no es el mismo caso, pero sudamos sangre para que pudieran estudiar, vosotros con un sueldo de policía y nosotros con un terruño y una mercería. Y ahora se van.
—Todavía no se han ido. Mientras sigan aquí, podrían cambiar muchas cosas. —Se lo digo para consolarla, pero también para no dejar morir la pequeña esperanza que deposité en Zisis.
Antes de que Sevastí pueda contestar suena mi móvil.
—Quisiera hablar con el comisario Jaritos, por favor —dice una voz masculina.
—Yo mismo.
—Soy el doctor Lefkomitros, del Hospital General, señor comisario. Esta tarde nos han traído un herido con una flecha clavada en el tórax.
—¿Una flecha? —repito, como si no le hubiera oído bien.
—Exacto, una flecha. De esas que se lanzan con un arco.
—¿Quién ha llevado al herido?
—Su mujer y su hijo. Según nos han dicho, lo ha encontrado una vecina tendido delante de su casa. La vecina ha empezado a gritar y la esposa ha salido a toda prisa a la puerta.
—¿Sigue en el hospital el herido?
—Aquí está, en efecto, pero ha surgido un problema, señor comisario.
—¿Qué problema?
—Cuando ha llegado, hemos extraído la flecha y comprobado que la herida no era grave. Le han dado en el lado derecho, no en el lado del corazón. Tras ser ingresado para poder seguir su evolución, ha empezado a empeorar a ojos vista. No nos explicábamos el deterioro, hasta que han llegado los análisis y hemos descubierto que la flecha estaba impregnada de un potente veneno.
—¿De cicuta? —Lo que la flecha no podía desvelar, lo ha desvelado el veneno.
Lefkomitros tarda un poco en contestar.
—¿Cómo lo sabe? —dice al final. Sigue una nueva pausa—. ¿No será el Recaudador Nacional? —pregunta con vacilación.
—Es lo más probable, salvo que se haya puesto de moda asesinar con cicuta en Grecia. Voy enseguida.
—Venga, aunque dudo de que le encuentre con vida.
—¿No tendrá por casualidad los datos de su domicilio?
—Un momento. —El médico vuelve pronto con los datos de la víctima—. Se llama Lukás Zisimatos y vive en la calle Dorileu, número 8, en Nueva Eritrea.
Llamo a la comisaría de la zona y pido hablar con el jefe.
—¿Les han denunciado un intento de asesinato en la calle Dorileu, número 8, en Nueva Eritrea? —pregunto—. La víctima se llama Lukás Zisimatos.
—No, es la primera noticia que tengo —responde, sorprendido. Le describo brevemente la situación—. ¿Con una flecha? —se extraña cuando nombro el arma asesina—. ¿Está seguro, colega?
—No se lo diría si no estuviera seguro. Mande enseguida un coche patrulla para que acordonen la zona. En menos de una hora el intento se habrá convertido en asesinato, porque la víctima está en las últimas.
Pongo fin a la conversación con el jefe de la comisaría de Nueva Eritrea y llamo a mis dos ayudantes a sus casas. Les ordeno que corran a la calle Dorileu, que se aseguren de que la zona quede bien acordonada y que llamen a la Brigada Científica.
—Tendréis que perdonarme —digo a mi mujer y a Sevastí—. Ha surgido un imprevisto y debo irme.
—¿Lo ves, querida Sevastí? Esto es lo que pasa cuando te casas con un policía.
Hay tres tipos de mártires en el mundo. Los fundamentalistas islámicos, que se hacen pedazos con una bomba, los testigos de Jehová y mi mujer, Adrianí. Sabe muy bien que no la abandono cada noche para salir en busca de asesinos. Paso las veladas con ella, frente a la caja tonta y sus correspondientes ventanas. Sin embargo, se queja delante de Sevastí para conservar sus prerrogativas de mártir. Decido pasarlo por alto y le digo amablemente:
—No te dejo sola, tienes compañía.
A eso no puede objetar nada. Y me pongo en camino.
Desde el Hilton salgo a la avenida Kifisiás mientras intento poner mis pensamientos en orden. Una vez más, el Recaudador Nacional ha sido consecuente. Dijo que mataría hasta recibir el dinero y ya tenemos a la primera víctima. El ministro del Interior, el de Economía, el Primer Ministro y el Consejo de Ministros entero se llevarán tal susto que pondrán el dinero de sus propios bolsillos. Aunque, bien pensado, quizá ésa sea la única manera de quedar bien: si firman un cheque a cargo del erario público y llega a saberse, les acusarán de haber cedido al chantaje. Pero si no envían un cheque, les acusarán de permitir nuevos crímenes.
Por otra parte, si el asesinato lo ha cometido el Recaudador Nacional —y hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que sea así—, eso significa que ha cambiado su modus operandi, aunque sólo sea en parte. Sigue con la cicuta, administrada ahora con una flecha. No ha abandonado a su víctima en un recinto arqueológico, como en los casos anteriores, pero la flecha alude a la Antigüedad. Sólo nos queda averiguar de qué acusa a su nueva víctima, porque, sin duda, no la eligió fortuitamente. Este tipo no deja nada al azar.
Llamo a Kula al móvil y le pido que busque en Internet, si es posible desde su casa, a ver si encuentra una carta del Recaudador Nacional dirigida a Lukás Zisimatos.
En el paso subterráneo que queda a la altura del Hospital Geriátrico me topo con un embotellamiento y pierdo diez preciosos minutos. Seguro que no pillaré con vida a la nueva víctima. Mi temor se ve confirmado cuando llego al Hospital General y me reúno con el doctor Lefkomitros.
Cuando me presento, el médico menea la cabeza con tristeza.
—Hemos hecho todo lo posible, pero, desgraciadamente, no hemos podido salvarle la vida.
Antes de hacer nada más, llamo por teléfono al forense Stavrópulos para informarle del caso.
—Por fin uno de los muertos que me echas encima ha fallecido dignamente en un hospital —son sus palabras—. No es necesario que vaya. Que me envíen el cadáver junto con la flecha.
Mi siguiente llamada es a Guikas.
—Tenemos una nueva víctima —le informo sin preámbulos.
Para mi gran sorpresa, ni se inmuta.
—Ya me lo esperaba, aunque no tan pronto —responde.
—Parece que, en primer lugar, el asesino quiere acelerar la entrega de la suma exigida y, en segundo, quiere demostrarnos que no se anda con chiquitas y que cumple sus amenazas. ¿Informará usted al ministro?
—Lo haré, pero no pienso agobiarme. Se siembra lo que se recoge. Aunque, sí, cuéntame el caso por encima, para poder explicárselo.
Le doy todos los detalles y después le pregunto a Lefkomitros si me sería posible hablar con la mujer y con el hijo de Zisimatos.
—No sé cómo se encuentran. Pero, descuide, si están en condiciones de hablar con usted, se los enviaré.
En cinco minutos aparecen en el consultorio de Lefkomitros una mujer que ronda los cincuenta y un joven que debe de tener la mitad de esa edad. Tienen los ojos hinchados del llanto.
—Sé que no es un buen momento y siento mucho la molestia —les digo—. Me limitaré a lo imprescindible. De lo demás ya hablaremos otro día. ¿Pueden contarme cómo le encontraron?
La mujer no da muestras de haberme oído. Repite continuamente para sí:
—¡Dios mío! ¿Cómo ha podido ocurrimos esta desgracia?
El hijo domina más los nervios y contesta a mi pregunta:
—Oímos voces y a una mujer que gritaba «socorro». Pensamos que se trataba de un accidente o un robo. Salimos rápidamente a la puerta y vimos a mi padre.
Dado que la policía llegó tarde, seguro que no habrán dibujado el contorno del hombre caído a la acera.
—¿Recuerdan la colocación del cuerpo? ¿Dónde estaban los pies y dónde la cabeza?
—La cabeza estaba hacia el principio de la calle.
—¿Qué quiere decir «el principio de la calle»?
—Hacia la plaza Crisóstomo de Esmirna.
—¿Lo trajisteis al hospital tal como lo encontrasteis?
—Sí, no tocamos nada. Mi madre quiso quitarle la flecha pero se lo impedí. Le dije: «Deja que lo hagan los médicos, no sea que empeoremos las cosas».
Mientras hablo con el hijo, la mujer sigue como ausente, murmurando: «¿Cómo ha podido ocurrimos esta desgracia?».
—¿A qué hora le encontrasteis, más o menos?
El chico piensa un poco antes de contestar.
—Debían de ser poco más de las ocho, porque apenas había empezado el noticiario de la tarde.
—¿Conocéis a la mujer que se lo encontró?
—Sí, es una vecina. La señora Kafkí, de la casa de al lado.
—Una última pregunta y hemos terminado. ¿En qué trabajaba tu padre?
—Tenía una empresa de instalación de parques eólicos.
Es la primera vez que la mujer vuelve a la realidad.
—Dígame, ¿quién querría matar a una persona cuyo sueño era el desarrollo ecológico y la conservación del medio ambiente? —me pregunta.
Prefiero no responder a la pregunta. Si no, tendría que decirle que la respuesta la tiene el Recaudador Nacional, que, desde luego, habrá realizado una investigación exhaustiva y habrá descubierto los trapos sucios de su marido. Me dirijo de nuevo al hijo:
—¿Me das la dirección del trabajo de tu padre?
—Es el número 31 de la avenida Kifisiás.
—Muchas gracias —digo a ambos—. Y perdonen que les haya molestado con mis preguntas en estos momentos.
El joven se detiene en la puerta.
—¿Le atraparán? —pregunta.
—Desde luego, lo intentaremos.
—¿A cuántos ha asesinado hasta ahora?
—¿Quién? —pregunto sorprendido.
—El Recaudador Nacional.
—Todavía no sabemos si ha sido él —le contesto mientras pienso: «Mira por dónde, el tipo ha logrado convertirse en marca y todos reconocen su firma».