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«El momento del fracaso es el momento de la verdad», diría Adrianí, tan amante de las máximas. Y el fracaso se ha grabado a fuego en las facciones de todos los que estamos reunidos en el despacho del ministro. Éste tiene una expresión ceñuda y tenebrosa, idéntica a la que lucen las caras de los demás, aunque la intensidad y la sinceridad varían.

Sifadakis está mortificado; sin duda le atormenta cómo le explicará el fiasco al ministro. Nuestro director general y Guikas también están ceñudos, pero mantienen la mirada fija en Sifadakis, como si quisieran abortar de antemano cualquier intento suyo de pasarles la patata caliente. Lambrópulos, en cambio, está sentado cómodamente en la silla y mira a su alrededor como si la cosa no fuera con él.

Si Sifadakis tenía realmente la intención de dejarnos las explicaciones a nosotros, el ministro le para los pies.

—¿Puede decirme por qué hemos metido tanto la pata, señor Sifadakis?

—Todo estaba calculado con gran precisión —responde el aludido—. Pero no podíamos imaginarnos que el sospechoso abriría la bolsa en un callejón. Vigilábamos las grandes arterias, no podíamos vigilar todos los callejones.

—Kostas, tenías razón —salta Lambrópulos. Sólo le quedan dos años para jubilarse con grado de director y nada tiene que temer del ministro. Al contrario, se puede permitir desquitarse de todo lo que ha tenido que tragar a lo largo de los años.

Todos se vuelven hacia mí, a excepción de Sifadakis. El director general de la policía se ve obligado a decir algo para que Lambrópulos no tome la iniciativa.

—No quiero ofenderle, señor ministro, pero estos asuntos son cosa de la policía, no del Servicio de Inteligencia. La policía sabe cómo manejar a los delincuentes. El SNI tiene gran experiencia y pericia en otros temas.

—Coincido con usted, pero la policía tampoco ha conseguido avanzar sustancialmente en sus investigaciones hasta el momento —le corta el ministro, y se dirige a mí—: Debo reconocer que usted supo prever los riesgos, señor Jaritos. ¿Cree que fue él mismo a recoger la bolsa?

—No, señor ministro.

—O sea, que tiene un cómplice.

—Depende de qué entendamos por cómplice. Si buscó a un tipo, le dio una moto y le dijo que fuera a buscar la bolsa de viaje y que luego siguiera un recorrido fijado de antemano hasta dejarla en cierto punto a cambio de una importante suma de dinero, hoy en día tenía a centenares de personas dispuestas a hacerlo. Estoy convencido de que debió de pagarle algo por adelantado, diciéndole que cobraría el resto una vez entregada la bolsa de viaje. En estas circunstancias, su plan no podía fallar.

—¿Tenemos la matrícula de la moto?

—La tenemos, aunque seguramente es robada.

—¿Puede usted prever su próximo movimiento?

—No con exactitud, pero sí puedo decirle cuáles son sus alternativas. La primera, seguir presionando para que paguen los defraudadores. Así incrementaría los ingresos a Hacienda y, de paso, su comisión. Esto significa que asesinará a quien no pague. La otra alternativa es que se centre en el cobro de su comisión y nos presione de varias maneras para conseguirlo. Esta mañana no tenía intención de llevarse el dinero, sólo quería ponernos a prueba. En la próxima ocasión, se lo llevará. Y la tercera alternativa es que vuelva a matar para castigarnos por haber querido engañarle.

—¿Cuál de las tres le parece más probable a usted?

—La segunda, y ojalá esté en lo cierto.

—¿Por qué «ojalá»?

—Porque si ése es el caso, tendremos que darle el dinero. Es la única solución que comporta pocos riesgos, señor ministro. Primero se entrega el dinero y luego se organiza la operación para la detención del criminal. Esta táctica es válida no sólo en caso de secuestros. —Es una indirecta para Sifadakis, que sigue callado para no dar pie a más críticas.

—Pero nos arriesgamos a que recoja el dinero y luego, como viene siendo habitual, haga pública su hazaña —dice el ministro.

—Si la hace pública, diremos que pagamos para salvar vidas humanas —replica Lambrópulos.

El ministro reflexiona.

—De acuerdo. Diré a mi colega, el ministro de Economía, que prepare el dinero. Pero esta vez exijo que me presenten un plan de acción convincente.

Estamos a punto de levantarnos cuando entra en el despacho la secretaria del ministro. Se inclina y le susurra algo al oído.

—Esperen, el ministro de Economía quiere hablar conmigo —dice él y sale del despacho.

—Querías hacerlo todo a tu manera y has metido la pata hasta la ingle, Sifadakis —le dice Lambrópulos—. De acuerdo, estabas al mando de la operación, pero ¿por qué nos has tratado como comparsas en lugar de proponernos una colaboración?

Sifadakis se libra de contestar porque el ministro entra en el despacho. Basta con verle la cara para saber que hay noticias y que no son buenas.

—El Recaudador Nacional ha enviado un nuevo mensaje al ministro de Economía —anuncia a la concurrencia—. No me ha leído el contenido, pero va a reenviármelo enseguida. No se vayan todavía.

Dos minutos después reaparece la secretaria, quien entrega un mensaje al ministro. Mientras lo lee, su expresión apesadumbrada se vuelve fúnebre.

—Por desgracia, la situación es muy grave —dice al terminar la lectura—. Escuchen:

«Señor ministro:

»Usted me ha mentido. Desde luego, parte de la responsabilidad es mía, por haber confiado en el representante de un Estado deshonesto y depravado.

»Debido a los perjuicios morales que me ha causado, el importe de mi comisión inicial de setecientos ochenta mil euros se ha incrementado en un cincuenta por cierto y asciende ahora a un millón ciento setenta mil euros. Me enviará un cheque por dicho valor al Apartado 11152 de la oficina central de correos de la isla Gran Caimán.

»Puesto que mi confianza en usted se ha visto mermada sin remedio, seguiré la misma táctica que sigue la Unión Europea en Grecia. Como la Unión Europea declara que el país no recibirá el siguiente paquete de ayudas si no cumple antes lo acordado, así también yo le informo de que seguiré liquidando personas hasta que la cantidad mencionada llegue a su destino.

»Sin embargo, no pienso seguir recaudando impuestos para el Estado griego. A partir de ahora, mis víctimas no serán los defraudadores del fisco, sino representantes del mundo de la política, altos cargos públicos y personas que, a lo largo de los años, se han visto beneficiadas por sus contactos dentro del sistema corrupto creado.

»De usted depende que el cheque llegue a su destino a la mayor brevedad posible, para así evitar las liquidaciones.

»El Recaudador Nacional».

El ministro termina de leer y se vuelve hacia mí.

—Por desgracia para todos nosotros, ha elegido la tercera alternativa, señor Jaritos. La cuestión es la siguiente: ¿qué hacemos ahora?

Observo al director general, a Guikas y a Lambrópulos. Si ellos pudieran, felicitarían al Recaudador Nacional por haber retirado la presión ejercida sobre la policía para trasladarla a los ministros. Desde el momento en que el dinero ha de ser enviado al extranjero, la organización de la operación ya no es competencia de la policía. Eso es precisamente lo que Guikas le dice al ministro, aunque sea de forma indirecta:

—La decisión de pagar o no depende ahora de los líderes políticos, señor ministro.

—Nosotros tenemos otra prioridad, y urgente —aduce el director general—. Debemos aumentar de inmediato la escolta y las medidas de seguridad del ministro de Economía.

Parece que, tras el fracaso de Sifadakis, me he convertido en el puntal de apoyo del ministro, porque de nuevo se dirige a mí:

—¿Qué opina usted, señor Jaritos?

—Desde luego, hay que hacerlo, señor ministro. Aunque me temo que entramos en el terreno de las medidas preventivas contra atentados terroristas.

Todos se vuelven y me miran sorprendidos.

—¿Qué quiere decir? —pregunta el ministro.

—Se lo explicaré. Es práctica internacional proteger los aeropuertos con grandes medidas de seguridad, pero los terroristas actúan en trenes, metros o autobuses. Lo mismo podría suceder en este caso. Podemos proteger al señor ministro de Economía, pero el asesino podría elegir otras víctimas. Y lo cierto es que no nos es posible protegerles a todos.

—Hay algo más —añade Lambrópulos—. Si hubiéramos pagado los setecientos ochenta mil euros, podríamos alegar que lo hicimos para evitar la pérdida de vidas humanas. Si, en cambio, libramos ahora el cheque que exige el asesino, podrían acusarnos de querer proteger a los políticos y sus secuaces. Y, dada la situación actual, no sé cómo reaccionarían los ciudadanos a eso.

—Si emitimos una orden de arresto del Recaudador Nacional, ¿podemos ejecutarla en las Islas Caimán cuando cobre el cheque? —pregunta el ministro.

—Esto sólo nos lo puede decir la fiscalía, señor ministro —responde el director general—. Aun así, ¿contra quién emitimos esa orden de arresto? ¿A quién estamos buscando? No disponemos de ningún dato sobre el llamado «Recaudador Nacional». Y si recoge el cheque un habitante de las Islas Caimán que nunca ha puesto los pies en Grecia, ¿cómo van a detenerle las autoridades?

—No puedo tomar una decisión yo solo —dice el ministro al final—. Debo informar al ministro de Economía y también al Primer Ministro. Será mejor que lo decida el Consejo de Ministros, para tener todos las espaldas cubiertas.

Y, mientras tanto, el Recaudador Nacional seguirá adelante y nosotros seguiremos yendo de cabeza, pienso.