Nos hemos reunido en el Observatorio Astronómico de Atenas, en una amplia sala con vistas a la entrada del edificio. Sifadakis, al mando, coordina la operación con la asistencia de Guikas, del jefe de la Unidad de Delitos Económicos, de Dolianitis, de Lambrópulos y de un menda. Con excepción de Sifadakis, el resto cumplimos funciones de florero, ya que Sifadakis lo ha organizado todo sin pedir siquiera nuestra opinión. Se ha limitado a señalamos en un mapa topográfico dónde quería que se posicionaran exactamente los agentes de paisano que seguirían los movimientos del que viniera a buscar la bolsa de viaje. Guikas no ha puesto ninguna objeción y ha seguido las indicaciones a rajatabla. Los demás estamos en el Observatorio por orden de Guikas. Sifadakis pasa olímpicamente de nosotros. Sólo habla con su ayudante, que no se aparta de su lado y a quien no ha creído necesario presentarnos.
Son las tres menos cinco de la tarde y, al menos en teoría, dentro de cinco minutos tiene que aparecer alguien para recoger la bolsa de viaje, que han dejado a cincuenta metros de la entrada del Observatorio. El ambiente en la sala está tenso, por varios motivos. Los dos agentes del Servicio de Inteligencia están inquietos esperando los resultados de su plan de acción. Los demás estamos nerviosos porque nos tememos que la operación será un fiasco.
A las tres en punto, una moto sube la Colina de las Ninfas. Es una de los cientos de motos que recorren las calles de Atenas a diario.
—Ya viene —anuncia Sifadakis, y alza los prismáticos que lleva colgados del cuello.
—El tipo ha llegado —dice su ayudante por el transmisor. Deja pasar unos segundos hasta poder verle mejor—. Una Mitsubishi azul de cilindrada media. El motorista lleva casco blanco, cazadora vaquera azul, vaqueros azules, zapatillas deportivas y guantes negros. ¡A sus puestos!
La moto se acerca a la bolsa de viaje. El motorista reduce la velocidad, se agacha, coge la bolsa, se la cuelga del hombro por una de las correas, da gas y baja la colina por el mismo camino por el que ha subido.
Sifadakis y su ayudante se alejan de la ventana y corren hacia un gran mapa topográfico que han colgado en una de las paredes de la sala. Una lucecita se está moviendo encima del mapa. Es el emisor que introdujeron en la bolsa. La lucecita baja la calle Otrinéon y sale a Apóstol San Pablo en dirección a Teseion [11].
—Atención, desciende la calle Apóstol San Pablo —informa el ayudante de Sifadakis por el transmisor de radio.
Sifadakis, con los nervios de punta, sigue la lucecita.
—Quiero confirmación cada vez que pase por uno de los puntos —dice a su ayudante, y éste transmite la orden.
Un poco más abajo, la moto gira a la izquierda y enfila primero la calle Santa Marina y luego Flamaríon.
—Qué raro. ¿Por qué ha girado a la izquierda? —comenta el ayudante de Sifadakis—. Creí que seguiría recto hasta Teseion.
—Quiere confundirnos —sentencia Sifadakis.
La moto vuelve a girar a la izquierda en la calle Akámandos y empieza a remontarla en dirección al Observatorio.
—¿Qué narices hace? ¿Vuelve atrás? No lo entiendo —dice el ayudante, esta vez sin obtener respuesta.
La moto enfila la calle Galatea y tuerce a la derecha para tomar la calle Evrisíjzonos.
—De Evrisíjzonos saldrá a Pulopulu —dice Sifadakis—. Creo que se dirige a Santos Incorpóreos pero dando rodeos, para despistarnos.
Se ha equivocado de nuevo, porque la moto vuelve a girar a la izquierda y entra en Filidos, un callejón. Allí la lucecita se detiene.
—¿Por qué se ha detenido? —se inquieta Sifadakis—. ¿Le habrá detenido un semáforo?
—¿Hay semáforos en la calle Filidos? —pregunta el ayudante por radio. Escucha la respuesta y dice a Sifadakis—: No, no los hay.
—¿Qué demonios hace allí, entonces? Su escondite no puede estar tan cerca —murmura Sifadakis.
—A lo mejor está cambiando de moto —contesta el ayudante.
—Es muy probable.
La lucecita sigue parada, como si se hubiera averiado y no pudiera moverse. Consulto mi reloj. Calculo que la lucecita lleva quieta unos diez minutos.
—Es imposible que tarde tanto en cambiar de moto —comenta Sifadakis—. Ya debería haberse puesto en marcha.
—¿Y si se ha averiado el emisor? —aventura el ayudante.
—¿Qué gilipolleces estás diciendo? —suelta Sifadakis, fuera de sí—. Algo está pasando. Dile al agente más próximo que se acerque discretamente para averiguar qué ocurre.
Pasan diez minutos más; la lucecita permanece inmóvil y el transmisor de radio sigue callado. La tensión es máxima, y Sifadakis está al borde de un ataque de nervios. Al final se oye una voz por el transmisor.
—¿Estás seguro? —pregunta el ayudante y, una vez recibida la respuesta, se vuelve hacia Sifadakis—: Nuestro hombre dice que la bolsa está tirada en un rincón y que no hay nadie en los alrededores, ni hombres ni motocicletas. La calle está desierta.
—Que bloqueen la zona y que no se acerque nadie a la bolsa. Vamos para allá —responde Sifadakis.
Antes de que su ayudante termine de transmitir la orden, Sifadakis ya ha salido corriendo de la sala y baja los escalones de dos en dos. Los demás nos precipitamos tras él; su ayudante es el último en seguirnos. Sifadakis se precipita desde la Colina de las Ninfas hacia la calle Akteos. Uno de sus hombres corre a su encuentro.
—¡La bolsa sigue ahí! —informa jadeando.
—Que nadie la toque. Quiero verla tal como está.
Subimos resoplando la calle Galatea, entramos después en Evrisíjzonos y de allí llegamos a Filidos, donde se encuentra la bolsa.
Filidos es una callejuela tortuosa y la bolsa está tirada un poco más adelante, justo en el primer recodo. Cuando nos acercamos, vemos que está abierta. El dinero está intacto y en el fondo encontramos el dispositivo emisor, también intacto. El Recaudador Nacional ha hecho justo lo que el Servicio de Inteligencia no había previsto: acertó en adivinar que no le seguirían a él o a su cómplice. Se detuvo en un lugar cercano y registró la bolsa. No se contentó con comprobar que el dinero estaba allí, sino que rebuscó hasta el fondo, donde estaba el emisor. Al descubrirlo, dejó la bolsa y desapareció.
Sifadakis y su ayudante se han quedado mirando la bolsa de viaje con cara de haber sido testigos de un accidente de tráfico. Los demás no miramos la bolsa, sino a los dos agentes del Servicio de Inteligencia.
—Pues va a resultar que tenías razón, Kostas —dice Guikas en voz alta, para asegurarse de que le oye Sifadakis—. El Recaudador Nacional nos había tendido una trampa.
—Por eso eligió la Colina de las Ninfas, para que pensáramos que huiría por los callejones de Teseion y Petrálona —contesto.
Sifadakis no participa en la conversación; se ha quedado contemplando el paisaje.
—Alguien tiene que informar al ministro —dice sin especificar.
—«Alguien», no. Tiene que informarle el Servicio de Inteligencia —responde Guikas con firmeza—. El SNI dirigía la operación. Nosotros sólo somos órganos ejecutores, ¿no lo recuerdas?
Lo recuerda, porque saca el móvil y pide que le pasen con el ministro, que está en su despacho. Oímos cómo le informa de los acontecimientos. Después cuelga y se vuelve hacia nosotros:
—Quiere vernos a todos en su despacho inmediatamente. A todos menos al señor Dolianitis.
A partir de aquí nuestros caminos se separan. Sifadakis y su ayudante se dirigen a su coche, y nosotros, al nuestro.