34

Llego a mi despacho con la cabeza hecha un lío. He expresado mis temores tibiamente, porque nunca está de más cubrirse las espaldas en los momentos difíciles, sobre todo delante del jefe. Pero lo cierto es que apostaría a que tenemos un setenta por ciento de probabilidades de fracasar y un treinta por ciento de salir airosos. Si los acontecimientos me dan la razón, no sé hasta dónde es capaz de llegar el Recaudador. Hasta el momento, sus movimientos demuestran que nos enfrentamos a un individuo tremendamente seguro de sí mismo y capaz de llegar a cualquier extremo. Es lógico suponer que no dudará en proseguir con sus «liquidaciones». Lo malo es que no sabemos quién será el siguiente. Es razonable pensar que seguirá persiguiendo a los defraudadores, pero, si se cabrea con nuestra artimaña, ¿ampliará su círculo de víctimas?

Por otra parte, debo reconocer que nado en un mar de inseguridades. Todos los actos del Recaudador, a excepción de los crímenes, pasan por Internet, y yo, en lo que se refiere al ciberespacio o a la informática, no sé siquiera cómo se coloca el paisaje que Guikas tiene en su pantalla. En consecuencia, en estos terrenos estoy vendido y dependo de las pesquisas de Lambrópulos. Si él no consigue sacar algo en claro, seguiré moviéndome a ciegas.

Las reacciones más inútiles son fruto de la desesperación, pero también de la desesperación nacen las soluciones más eficaces. Decido ponerme en manos del azar y dejo que la desesperación guíe mis actos. Llamo a Kula a mi despacho.

—¿Has guardado todas las cartas del Recaudador Nacional?

—Por supuesto, señor Jaritos. Las he guardado en una carpeta en el ordenador, pero también las he impreso, por si las moscas.

—Muy bien. Quiero que tú también intentes localizar los lugares desde donde entra en Internet el Recaudador.

Su expresión me dice que la idea no le entusiasma.

—De esto ya se encarga la Unidad de Delitos Informáticos, señor Jaritos. Ellos son los expertos. Yo sólo llevo años usando el ordenador y he aprendido algunos trucos.

—De acuerdo, pero no perdemos nada si intentamos investigar por nuestra cuenta, aunque no seamos expertos.

—Si quiere mi opinión, sí perdemos algo.

—¿Por qué?

—Porque cuanto más nos implicamos, antes nos localiza él y observa nuestros movimientos. Sobre todo, cuando entran en el juego aficionadas como yo. Creo que es mejor que dejemos este asunto en manos de los de Delitos Informáticos. Desde luego, seguiré buscando cartas de él. Además, a ese acuerdo llegué con la dirección: debo rastrear las comunicaciones nuevas del Recaudador, porque nosotros sabemos bien qué es lo que estamos buscando. Peino Internet tres o cuatro veces al día.

—Vale, me has convencido —le digo—. Puedes irte. Y mándame a Vlasópulos y a Dermitzakis.

Parece que lamenta haberme cortado las alas, porque se detiene en la puerta.

—¿Quiere que pregunte a Delitos Informáticos si hay novedades?

—No las hay. De lo contrario, nos las habría comunicado Lambrópulos en la reunión esta mañana.

Pronto Vlasópulos y Dermitzakis ocupan el lugar de Kula. De la informática y los hackers volvemos a las ruedas de molino.

—¿Ha dado algún fruto la investigación sobre los que han sido excarcelados después de cumplir penas por fraude fiscal?

Intercambian miradas para decidir quién habla primero, de lo que podría deducirse que han encontrado algo.

—Nada especial, señor comisario —empieza Vlasópulos—. En primer lugar, no son uno o dos, sino muchísimos. En segundo lugar, la mayoría son pequeños empresarios que no pagaban a Hacienda desde hacía años, porque creían que el parsimonioso Estado griego no les pillaría nunca e iban ganando tiempo de juicio en juicio. Entretanto, su deuda aumentaba, hasta que el fallo fue definitivo y fueron a parar a la cárcel.

—Sin embargo, uno de estos casos podría ser interesante —interviene Dermitzakis—. Se trata de un tal Jomatás.

—¿Qué ofrece de particular ese Jomatás?

—Tenía un taller de reproducciones de objetos antiguos en yeso. Ya sabe, el Partenón, Sócrates, el Teseion…, de todo. Parece que el negocio le iba bien, porque tenía una clientela fija en las tiendas para los turistas y en los museos. Pero había encontrado un truco para defraudar a la Caja de Fondos Arqueológicos. Un buen día le pillaron y cumplió condena de dos años.

—¿Aún está dentro?

—No, salió hace seis meses.

Mis ayudantes tienen razón, el caso de Jomatás resulta interesante. En la cárcel trama un plan para vengarse de la injusticia de la que ha sido víctima: él, un pez pequeño, está entre rejas mientras los tiburones circulan libremente en sus todoterrenos. En cuanto sale en libertad, pone en práctica su plan y mata primero a Korasidis. Después mata a Lasaridis y luego consigue que otros paguen a Hacienda, hasta que pide al ministro setecientos ochenta mil euros para resarcirse.

Hace copias de objetos antiguos, es decir, que algo sabrá sobre la cicuta. Su ocupación explica, además, la decisión de abandonar los cadáveres en los recintos arqueológicos. Lo único que no explica es su destreza informática. No me parece probable que un artesano que crea copias de antigüedades en yeso maneje un ordenador con tanta habilidad. A pesar de todo, no pierdo nada si le hago una visita.

—¿Sabéis dónde vive?

—En la parte baja de la calle Mizimnis. Tengo la dirección en mi despacho —dice Dermitzakis.

—Bien. Vamos a verle. Entretanto, tú, Vlasópulos, sigue investigando, a ver si averiguas más cosas.

Como sospecho que quizá me convoquen a alguna reunión con el Servicio de Inteligencia, le digo a Stela que estaré localizable en el móvil, por si Guikas quiere hablar conmigo. Recorremos la avenida Alexandras y después la de Patisíon, y llegamos a la plaza de América sin grandes dificultades.

—¿Te has fijado en que no hay tantos embotellamientos en Atenas? —comento a Dermitzakis.

—Por dos razones —responde él—. Una es permanente y la otra, temporal.

—¿Cuál es la permanente?

—Cuando no sabes qué hacer para pagar los plazos del coche y evitar que se lo quede el banco, no te sobra dinero para gastar en gasolina si no es estrictamente necesario.

—¿Y la temporal?

—Hoy hay huelga de taxis y la circulación se ha reducido a la mitad.

Ya en la plaza de América, torcemos por Mizimnis y bajamos hacia la avenida Ajarnón. A medida que avanzamos, la distribución demográfica experimenta un cambio inversamente proporcional: disminuyen los griegos y aumentan los inmigrantes. Veo a éstos sentados en los escalones de los edificios o apoyados en las paredes, observo la ropa que llevan y no puedo sino dar la razón a Katerina. ¿Qué dinero se puede sacar de los que no poseen nada? Los que desean legalizar su situación están con una mano delante y otra detrás. Y los que trabajan en negro no quieren saber nada de abogados y tribunales. Así que Katerina deja atrás a los de aquí, nos abandona y va a buscar agua en la fuente misma de la inmigración.

Jomatás vive cerca de la avenida Ajarnón, en un semisótano de apenas cincuenta metros cuadrados. En cuanto lo veo me doy cuenta de que hemos perdido el tiempo. Es un hombre bajito y enclenque que ronda los cincuenta y cinco años. Aun suponiendo que pudiera inyectar cicuta a sus víctimas, no tendría fuerza para arrastrarlas desde el coche a los recintos arqueológicos. Nuestra única esperanza es que sepa o haya oído algo que pueda servirnos de ayuda. Si no, hemos derrochado inútilmente nuestras energías.

Cuando le comunicamos que somos de la policía empieza a temblar como si tuviera un acceso de malaria.

—¿Qué queréis ahora de mí? Ya he pagado por mi error, no le debo nada a nadie —dice.

—No tengas miedo, no hemos venido por ese viejo asunto. Sólo queremos información —le tranquiliza Dermitzakis.

Parece que, después de salir de la cárcel, volvió a su viejo oficio, porque la mesa que hay en la habitación delantera está cubierta de estatuillas.

—Jomatás, ¿has oído hablar del Recaudador Nacional?

No contesta a mi pregunta, sino que formula otra:

—¿Qué tengo que ver yo con ése?

—No he dicho que tengas algo que ver. Te pregunto si has oído hablar de él.

—Sé lo que cuentan en la televisión. —Y señala una cajita, puesta encima de una vieja mesa de madera, que luce una imagen en blanco y negro.

—Entonces sabrás que deja a sus víctimas en los recintos arqueológicos.

—Sí, me he enterado.

—¿No te habrás enterado también de que mata a sus víctimas con cicuta?

Parece que no lo sabía, porque me mira como desorientado.

—¿Con cicuta? —repite—. ¿Como a Sócrates?

—Exactamente, como a Sócrates.

—¿Y no le da pereza preparar el veneno? —se extraña el hombrecillo—. ¿No le sirven los cuchillos y las pistolas?

—Eso quería preguntarte. Si conoces a alguien de tu entorno profesional que sepa preparar la cicuta.

Hace un esfuerzo por recordar, pero enseguida abandona.

—No sé qué decirle. Así, a bote pronto, no se me ocurre nadie.

—De acuerdo. Pero te dejaré mi tarjeta. Si recuerdas a alguien, quiero que me llames para decírmelo.

Coge la tarjeta y la lee. Luego alza la vista para mirarme. Quiere decir algo pero titubea.

—¿Puedo hablar sin tapujos? —pregunta finalmente.

—No espero menos.

—No sé si te llamaría.

—¿Por qué no? Ya te hemos dicho que estás limpio, no tienes nada que temer.

—No es por eso —responde—. Mire, comisario. Cometí una sola estupidez en mi vida y todavía la estoy pagando. Pasé dos años en chirona, mi mujer se divorció de mí, mi hijo no quiere verme ni en pintura… Soy un hombre solo que no tiene el valor de morir. Las víctimas del Recaudador hicieron cosas mucho peores y, sin embargo, seguían en libertad, disfrutando de la buena vida, de sus Mercedes, sus mansiones y sus villas en el campo. Y luego viene el Recaudador Nacional y «liquida», como dice él. Sus actos me hacen pensar que en este mundo todavía hay justicia, aunque no sea la misma que me condenó a mí. La justicia del Recaudador Nacional es la que me impide coger una pistola y saltarme la tapa de los sesos. —Calla y me mira. Como no digo nada, continúa—: Por eso digo que, realmente, no sé si le llamaré si acabo acordándome de algo.

Reconozco que al ministro no le faltaba razón. Tenemos que vérnoslas con un héroe popular. Pero si la operación de mañana sale mal, me temo que no sólo nos enfrentaremos a un héroe popular, sino a un verdadero líder. El ministro nos ordenó primero que no le detuviéramos; después, que lo detuviéramos, y a toda costa; pero, a partir de mañana, no nos atreveremos a tocarle ni un pelo.

Antes de irnos le lanzo una última pregunta:

—Oye, ¿no tendrás un ordenador?

El hombrecillo me mira estupefacto y luego se ríe a carcajadas.