33

Zisis está regando sus flores. He elegido esta hora para ir a verle porque sé que siempre riega a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde, y eso no sólo en el caluroso verano, sino en cualquier época del año. Y mientras riega las flores sus manías quedan aparcadas.

Cuando me ve abrir la verja interrumpe su actividad.

—¿Cómo tú por aquí, de buena mañana? —pregunta.

Son las nueve y media, no precisamente «de buena mañana», pero decido no hacerle caso.

—He venido para hablar contigo —le digo.

—Si vienes por lo del Recaudador Nacional, lo siento, pero aún no he tenido la oportunidad de estrecharle la mano para agradecérselo.

—¿Tú también apoyas a nuestro nuevo héroe nacional? —me burlo.

—No sé si es un héroe nacional, Kostas. Pero me sirve hasta que llegue la revolución, que, de todas maneras, no va a llegar.

—No estoy aquí por el Recaudador ese. He venido por asuntos personales.

—¿Personales?

—Sí.

—Entra en casa, que te prepararé un café.

Subimos los escalones que llevan hasta el interior de su casa. Me siento en la silla de siempre y espero el café, que requiere un poco de tiempo para que salga como a Zisis le gusta. Mi café viene acompañado de un platillo de dulce de higo. El suyo, no.

Los dulces de cuchara [10] son para los invitados, como le enseñó su madre, que era de Asia Menor.

—Te escucho —dice.

Le cuento lo que ocurre con Katerina sin ocultarle nada, ni siquiera la discusión de la víspera con los consuegros. Zisis me escucha sin interrumpir y al final se le escapa un suspiro.

—Verás, Jaritos, el problema con Katerina es que es hija de un policía —dice.

Cuando se cabrea conmigo siempre me llama «pasma». Cuando se refiere a Katerina me llama «policía», para no ofenderla a ella, aunque no esté presente.

—¿Por qué lo dices?

—Porque no sabe lo que es el exilio. ¿Cómo iba a saberlo, siendo hija de policía?

Es un alfilerazo, pero ya estoy acostumbrado a sus punzadas y no me afectan. Normalmente, las suelta cuando está cabreado o disgustado.

—He venido para pedirte que hables con ella —continúo—. Muchas veces, tu opinión cuenta más que la mía para ella.

—Lo haré —asegura—. ¿Quieres que le oculte que lo he sabido por ti?

—No, no es ningún secreto. Puedes decirle que yo mismo te he dado la noticia de que Fanis y ella han decidido irse de Grecia.

—Vale, déjame pensar cómo plantear el tema y la llamaré por teléfono.

Estamos de vuelta en el patio, yo para irme y él para seguir regando, cuando me dice:

—¿Sabes?, muchos de los nuestros iban al exilio con orgullo. Pero, una vez allí, descubrían que ese orgullo les salía muy caro.

Coge la regadera y yo abro la verja para salir. De repente, me siento aliviado. No hay garantías de que Zisis pueda convencerla, pero sé que su opinión cuenta mucho para Katerina.

Ya he llegado al final de la avenida Dekelías cuando suena mi móvil.

—¿Por dónde andas? —quiere saber Guikas—. Te he buscado en tu despacho.

—Me ha surgido un asunto personal que me ha retrasado.

—¿Y dónde estás ahora?

—Saliendo a la avenida Patisíon.

—Ve directamente al Ministerio de Economía, al despacho del ministro —dice y cuelga.

Si el ministro de Economía te convoca en su despacho, es que se trae entre manos algo muy serio. Y, en estos momentos, lo más importante para el Ministerio de Economía es el asunto del Recaudador Nacional. Pero por más que me devano los sesos para imaginar qué ha hecho esta vez, no se me ocurre nada. Dejo de esforzarme para centrarme en la conducción.

Cuando, tres cuartos de hora después, llego ante el despacho del ministro, me recibe una secretaria a la que se la ve muy impaciente.

—Pase, le están esperando —dice en tono seco.

Me encuentro frente a los grandes jefazos. Está el ministro de Economía, quien nos ha convocado, y su viceministro; también el ministro del Interior, el director general de la policía, el jefe de la Unidad de Delitos Económicos, Guikas, Lambrópulos y un par de mandados: Spiridakis y yo. Y un hombre que ronda la cincuentena, de identidad y procedencia desconocidas.

—Señores, les he hecho venir porque debemos abordar una novedad extremadamente importante relacionada con el autodenominado «Recaudador Nacional» —empieza el ministro de Economía—. Este sujeto ha tenido la osadía de dirigirme una carta personal, que mi secretaria ha encontrado entre mi correspondencia de esta mañana.

Saca una hoja de un sobre y después hace circular copias entre nosotros. Cuando llega mi copia, la cojo y la leo.

«Señor ministro:

»Gracias a mis denodados esfuerzos, el Estado griego ha podido recaudar, en un lapso de diez días, siete millones ochocientos mil euros, suma procedente de la evasión de impuestos o de tributos debidos pero no satisfechos hasta el momento. Tales ingresos, obtenidos en un lapso tan breve, hubieran sido inconcebibles para un sistema tributario tan enrevesado e ineficaz como el griego.

»Tengo la intención de proseguir con mis esfuerzos y de enriquecer las arcas del Estado en una época en que la falta de ingresos constituye una auténtica pesadilla para el país.

»Comprenderá, sin embargo, que mi contribución, que conlleva grandes riesgos para mi persona, en ningún caso puede continuar sin la debida retribución.

»Le insto, por lo tanto, a que me abone el diez por ciento de la cantidad recaudada, es decir, setecientos ochenta mil euros, importe que corresponde a mi legítima comisión.

»La cantidad arriba mencionada debe estar a mi disposición en billetes de cincuenta euros colocados en el interior de una bolsa de viaje en la Colina de las Ninfas, exactamente a cincuenta metros de la entrada del Observatorio Astronómico, mañana a las tres de la tarde.

»El Recaudador Nacional».

Todos hemos leído la carta, pero nadie reacciona. En el despacho impera el silencio.

—¿Y bien? ¿Qué opinan ustedes? —quiere saber el ministro de Economía al ver que nadie se ofrece a romper el mutismo.

—¿Qué piensas tú, Nikos? —pregunta el director general de la policía a Guikas.

Así es: cuando los grandes se sienten arrinconados, pasan la pelota a los subordinados para protegerse el culo.

Sin embargo, Lambrópulos se adelanta:

—Si quiere saber mi opinión, dele el dinero, señor ministro.

—En ningún caso el gobierno griego pagaría comisiones a un asesino, señor Lambrópulos —interviene el ministro del Interior—. ¿Se imagina qué ocurriría si se enteraran los medios de comunicación?

—Podemos evitar que la prensa se entere —replica Lambrópulos—. Piense, señor ministro, que si accede a lo que pide, nosotros ganaremos tiempo y quizá podamos detenerle. Si no lo conseguimos a la primera, lo lograremos a la segunda, tal vez incluso en el ínterin.

—Y entretanto ese maníaco seguirá asesinando.

—Si no me equivoco, habíamos llegado a la conclusión de que probablemente no asesinará a nadie más mientras los defraudadores paguen sus deudas —dice Guikas.

En lugar de contestar, el ministro le dirige una mirada envenenada.

—Así es, pero las tornas han cambiado —interviene el viceministro.

—¿Usted qué opina, señor Sifadakis? —pregunta el ministro del Interior al desconocido, y procede a presentárnoslo—: El señor Sifadakis es miembro del Servicio Nacional de Inteligencia.

—Es lógico que la policía proponga esta solución —dice Sifadakis—. Tienen experiencia en secuestros, que últimamente se han puesto de moda: primero pagas el rescate, para no poner en peligro la vida del rehén, y luego intentas detener a los secuestradores. Pero aquí no ha habido ningún secuestro y tampoco hay rehenes.

—¿Y qué significa eso? —pregunta el director general de la policía—. ¿Que tenemos que llenar una bolsa de viaje con papelotes cubiertos por una capa de fajos de billetes y arrestar al culpable en cuanto aparezca para recogerla?

—Yo no he dicho eso —contesta Sifadakis—. El asesino piensa como nosotros.

—¿Qué quiere decir? —pregunta el director general.

—En primer lugar, podemos estar seguros de que el asesino no aparecerá. Enviará a algún cómplice. Si lo arrestamos, descubriremos que el cómplice no conoce la verdadera identidad del asesino ni su escondite. Por lo tanto, no cometeremos la estupidez de arrestarle. Dejaremos que se vaya.

—Tenga en cuenta que se conoce al dedillo los recintos arqueológicos del Ática —intervengo—. Si ha elegido la Colina de las Ninfas es porque ha estudiado con todo detalle la vía de escape del cómplice.

—No tenemos intención de seguirle. Le repito: dejaremos que se vaya —contesta Sifadakis.

—De acuerdo. ¿Y después qué? —inquiere Guikas.

—Colocaremos un dispositivo emisor dentro de la bolsa —explica Sifadakis—. Éste nos conducirá al escondite del asesino.

—¡Excelente idea! —se entusiasma el ministro del Interior—. No sé por qué no se le ha ocurrido a la policía. —Carga contra nosotros para vengarse de Guikas—. El Servicio Nacional de Inteligencia se encargará de organizar el plan. El SNI dirigirá la operación, que contará con el apoyo de la policía. —Luego se dirige a nosotros—: Por supuesto, la investigación para la detención del asesino sigue abierta, independientemente de la operación que mañana pondrá en marcha el SNI.

No pregunto cómo se descongela una investigación en menos de veinticuatro horas, porque no toca. No obstante, quiero decir un par de cosas, porque este planteamiento no me gusta nada.

—No debemos subestimar al asesino, señor Sifadakis —digo al representante del SNI—. Es un hombre muy inteligente.

—Hemos conocido otros que lo son más —contesta Sifadakis con arrogancia.

—Sí, pero no sabemos qué pretende exactamente con este asunto.

—Llevarse el dinero. ¿Qué otra cosa va a pretender? —dice el ministro del Interior con frialdad—. Cae por su propio peso.

—Creo que hemos terminado —anuncia el ministro de Economía—. Esperemos que todo salga bien. Ahora les ruego que me devuelvan las copias de la carta. Tenemos que asegurarnos de que su contenido no trascenderá a los medios. Sólo el señor Sifadakis puede quedarse una copia.

Los ministros permanecen en el despacho y la infantería se va. Sifadakis anota el teléfono de Guikas, para tener línea directa con él, y nos deja. Los hombres de la Unidad de Delitos Económicos van a buscar su coche y nos quedamos los tres vapuleados.

—El ministro tiene razón, debimos haber pensado en ello —dice el director general de la policía—. El Servicio de Inteligencia nos ha tomado la delantera.

—¿En qué pensabas cuando le has dicho a Sifadakis que el asesino es muy inteligente? —me pregunta Guikas, que me conoce mejor.

—A que me temo que nos dirigimos al fracaso a toda máquina —respondo.

—¿Por qué lo dice, comisario? —pregunta el director general.

—Cabe la posibilidad de que todo esto no sea más que un truco ingenioso para poner a prueba al ministro. Yo creo que no irá a buscar el dinero. Nos observará desde lejos para descubrir nuestro plan y estar preparado. Luego, cuando ya sepa cómo procedemos, buscará cualquier pretexto para que repitamos la entrega del dinero.

—Si es así, caeremos en la trampa —dice Guikas.

—Nosotros no, caerá el Servicio de Inteligencia —contesto—. Nosotros vamos de auxiliares, el ministro lo ha dejado claro.

En cualquier caso, volvemos a entrar en acción y mi ascenso vuelve a estar en juego.