Si me hubiesen dicho que en casa me esperaban visitas, habría pensado en Katerina y en Fanis. Últimamente tenemos asuntos sin resolver más que suficientes para justificar una visita. Podrían venir para anunciar que ya se ha formalizado el contrato de Katerina y ya le han dado un destino, o para informarnos de la fecha de su partida. Ninguna de estas visitas sería agradable, pero tampoco nos pillaría por sorpresa.
Lo inesperado ha sido encontrarme con Pródromos y Sevastí, nuestros consuegros de Volos. Están sentados con Adrianí, esperando a todas luces mi llegada.
—¡Qué sorpresa tan agradable! —exclamo afectuosamente, porque me caen simpáticos, sobre todo Pródromos.
—No tan agradable, consuegro. Tenemos demasiadas preocupaciones —responde Sevastí.
Sólo entonces me doy cuenta de que han venido porque se han enterado de la decisión de Fanis y Katerina. Miro a Adrianí de reojo. Ella asiente imperceptiblemente para confirmar mi sospecha.
—Para eso están las familias, para lo bueno y para lo malo —comento sin comprometerme.
—El tema en cuestión es de los más difíciles —toma la palabra Pródromos—. ¿Sabes lo que significa levantarte un buen día y que te caiga un tocho en la cabeza?
—En la nuestra también ha caído, consuegro —dice Adrianí.
—No puedo entender cómo dos jóvenes cultos, recién casados, uno de ellos con un buen puesto en la salud pública, deciden irse a vivir con los zulúes —se extraña Pródromos.
Adrianí no había pensado en eso. Acertó con Uganda y Senegal, pero se le habían pasado por alto los zulúes.
—Exactamente por eso quieren irse. Porque ambos tienen estudios y quieren construir un futuro mejor.
—¿Y dónde van a construir ese futuro mejor? ¿En África? —salta Sevastí—. Fanis nos dijo que pasarán allí unos años ayudando a los pobres. ¿Hace falta ir a África para eso? En Grecia todos somos cada día más pobres, y los que acuden a los hospitales públicos lo son por excelencia. ¿Qué rico iría a un hospital público en Grecia? Los que están forrados van a los centros médicos y a las clínicas privadas. Quedándose donde está, también ayuda a los pobres. ¿Qué se le ha perdido en África?
—Tenéis que hablar con ellos, consuegro —me dice Pródromos.
—Ya hemos hablado con ellos. Con los dos.
—Sí, pero sin miedo. Un poco de presión no perjudica a nadie.
—¿Crees que no les hemos presionado, consuegro? ¿Que no hemos llorado, que no hemos gritado? —interviene Adrianí.
—Pues no ha sido suficiente —deduce Sevastí y se vuelve hacia mí—: Tú eres policía, sabes cómo imponer el orden. ¿Por qué no te plantas?
—¿Qué quieres que haga, Sevastí? ¿Les retiro los pasaportes o los meto en prisión provisional para que no puedan salir del país? Los chicos son mayores de edad. Si deciden irse, nadie puede detenerles, ni la policía ni el ejército.
—Perdonad que os lo diga, y no os ofendáis —tercia Sevastí—, pero la responsable de este mal es vuestra hija. Y arrastra a Fanis consigo. ¿Por qué quiere irse? Ni pasa hambre ni tiene que mendigar. Hay jóvenes que viven en situaciones mucho peores.
—Fanis también tiene la culpa, Sevastí —replica Pródromos, conciliador—. Le aconsejamos que se quedara en Volos, que abriera allí una consulta y se casara con una chica del lugar, pero él insistía en ser médico en Atenas. Ya ves las consecuencias.
Me doy cuenta de que Adrianí se sulfura. Una cosa es que ella critique y acuse a su hija, y otra muy distinta que la critiquen y la acusen los demás. Igual que Grecia. Una cosa es que la echemos a perder nosotros, y otra muy distinta que la echen a perder los extranjeros. Entonces nos enfurecemos.
—Un momento, Sevastí —dice a la consuegra—. A mí también me duele en el alma que se marchen, no sólo por mi hija, también por Fanis. Pero no sólo Fanis tiene estudios, Katerina también los tiene. Y si no puede encontrar en Grecia un trabajo digno de ella, lo busca en otra parte.
—¿Y qué pasa si no trabaja, señora Adrianí? ¿Qué pasa si se queda en casa para cuidar de su marido y criar a sus hijos? ¿Qué nos pasó a nosotras por ser amas de casa?
Veo que la conversación empieza a descarrilar y decido trasladarme del departamento de policía al de bomberos.
—Escuchad, todo esto no nos lleva a ninguna parte. Si han decidido irse, se irán. No obstante, entre todos podríamos hacer un esfuerzo por convencerles de que se queden. Reunámonos mañana por la noche para hablar del tema todos juntos.
Sevastí, sin embargo, ya se ha embalado y no puede echar el freno:
—No quiero ofenderte, Kostas, pero Katerina no parece hija de un policía.
—¿Y cómo son las hijas de los policías? —pregunto.
—Chicas disciplinadas que respetan la opinión de sus mayores. Katerina va a la suya, no escucha a nadie. Cuando se le mete algo en la cabeza, no hay quien la detenga. Al principio nos volvió locos con su empeño en casarse por lo civil. Ahora quiere algo incluso peor. Tú eres policía, consuegro. Tienes que imponer el orden.
Me dispongo a contestar, pero Adrianí me quita las palabras de la boca:
—Nosotros queremos a Fanis como si fuera hijo nuestro, Sevastí, y me duele mucho descubrir que Katerina es una extraña para vosotros. Quizá teníais otros planes para vuestro hijo y vuestros sueños no se han cumplido, pero ni nosotros ni Katerina tenemos la culpa de eso. Sea como sea, no admito que insultéis a mi hija en mi casa.
—Siento que te lo hayas tomado así, Adrianí —replica Sevastí. Yo sólo he dicho que muchas veces Katerina piensa y actúa sin contar con los demás. No quería ofender a nadie y menos aún en vuestra casa. Puede que seamos provincianos, pero tenemos modales.
Se levanta bruscamente y corre al cuarto de baño para ocultar sus lágrimas. Adrianí corre detrás, diciendo: «Vamos, vamos, Sevastí…». En cuanto desaparecen del escenario, Pródromos se me acerca en el sofá.
—Haz algo —me pide en voz baja, casi en un susurro—. Al final, los chicos se irán y nosotros no podremos ni vernos. En lugar de compartir nuestro dolor, no nos daremos ni los buenos días.
Me quedo callado, no porque crea que no tiene razón, sino porque estoy hundido. Pródromos se me pega todavía más.
—¿Me has oído a mí acusar a Katerina? ¿Por qué habría de hacerlo? No sé si ella manda en su casa, como dice mi mujer, pero ¿acaso mando yo en la mía? —Calla y me mira—. Por eso te digo: tú eres policía, haz algo.
Así son las cosas en Grecia: todos los problemas los tiene que solucionar la policía, me digo. Desde las disputas familiares a los crímenes, desde los problemas con los inmigrantes a los alborotadores, el único remedio disponible es la policía.
Cuando al poco rato se levantan para irse, Sevastí y Adrianí se abrazan.
—Perdóname, Adrianí, querida —dice Sevastí.
—No, perdóname tú —responde mi mujer. Se absuelven mutuamente de sus pecados y se despiden con un beso.
—No olvides lo que hemos hablado —susurra Pródromos en tono conspiratorio mientras me da la mano.
En cuanto salen de casa, Adrianí y yo pasamos de las despedidas a los reproches.
—¡Fíjate qué bien se lo ha montado nuestra hija! —dice Adrianí—. Poco ha faltado para que lleguemos a las manos con los consuegros.
—Sí, pero tú la has defendido —replico.
—Eso no tiene nada que ver. No podía permitir que mi consuegra hablara mal de mi hija. Lo que yo diga es otro asunto.
No le contesto, sino que me digo para mis adentros que Pródromos tiene razón. Ni ellos ni nosotros queremos que los chicos se vayan. Pero, si al final lo hacen, el dolor de la separación aumentará la dosis de amargura.
Sólo me queda una solución. Y no sé si dará resultado.