30

La llamada de Kula me pilla justo cuando cruzo la calle Katejaki para tomar por la avenida del Mediterráneo.

—La reunión con el ministro se ha aplazado y será esta tarde, comisario.

Giro a la derecha hacia la clínica Apolonia para salir a la avenida de Kifisiás desde la Cruz Roja. Llego a la avenida Alexandras y recupero el aliento ya en el despacho de Guikas. Quiero saber qué ha sucedido para que el ministro posponga la reunión.

—¿Está libre? —pregunto a Stela.

—Sí. Pero ¿tiene un momento?

—Por supuesto. ¿De qué se trata?

—Me gustaría saber qué he hecho para que se muestre tan frío conmigo, señor comisario.

No me esperaba esta pregunta y me quedo perplejo. Sin embargo, me brinda la oportunidad de aclarar las cosas con ella.

—No vas desencaminada, y te diré qué es lo que me molesta —respondo—. En primer lugar, eres demasiado formal, hasta el extremo de mostrarte implacable. Aquí todos trabajamos a marchas forzadas y tanto formalismo no causa más que irritación. En segundo lugar, les dijiste a mis ayudantes que se abriría una investigación oficial. No eres tú quien debe comunicárselo, y menos aún teniendo en cuenta que no era seguro que la abrieran.

—Mi intención era buena, quería prevenirles, ya se lo he dicho.

—Sí, no dudo que ésa fuera tu intención, pero causaste mucha inquietud sin razón alguna. La investigación nunca se abrió.

—Intento hacer bien mi trabajo y las cosas se tuercen —se lamenta ella.

—Te diré una cosa. En este sitio, si tratas de hacer bien tu trabajo, siempre tendrás problemas. Te lo digo por experiencia.

—Tiene razón —dice Stela y se echa a reír.

Me río yo también y se rompe el hielo.

—¿Puedo entrar? —pregunto.

—Sí, está solo.

Me encuentro a Guikas de pie, delante de la ventana, oteando el tráfico de la avenida. Parece que ya se ha aburrido del paisaje natural de su ordenador y prefiere el trajín urbano.

—¿Por qué se ha aplazado la reunión? ¿Ha ocurrido algo que yo no sepa? —inquiero.

—Lo que ha ocurrido es que les ha entrado el pánico después de la entrevista de anoche. En estos momentos nuestro ministro está reunido con los ministros de Economía y de Justicia. De estas reuniones nunca sale nada bueno, así que prepárate.

En asuntos como éste, confío plenamente en su criterio. Lo dejo y bajo a mi despacho. Los periodistas están en sus puestos habituales, delante de mi puerta. No hace falta que les invite a pasar, porque me van a seguir de todas formas. Lo hacen y se apelotonan en el interior, como siempre.

—¿Por qué habéis venido? ¿Qué queréis saber? —pregunto.

Se miran sorprendidos.

—Nadie nos ha informado de nada —dice la bajita y regordeta que suele llevar medias rosa, aunque hoy las luce verdes.

—¿No ha hablado con vosotros el agregado de prensa?

Se quedan desconcertados y me miran sin entender nada.

—¿Qué agregado de prensa? —pregunta la esquelética.

—El asesino. Ahora es él quien se encarga de informar a los medios.

Mi chiste no le hace gracia a nadie, salvo a Sotirópulos, que se ríe a carcajadas.

—Está de buen humor, señor comisario —dice el joven de vaqueros y camiseta—. Nos conviene, porque queremos preguntarle sobre la investigación.

—¿Es cierto que ese hombre consiguió que ingresaran siete millones ochocientos mil euros? —pregunta la bajita.

—La Unidad de Delitos Económicos lo ha confirmado.

—¿Y de dónde ha sacado toda la información de los contribuyentes?

—Preguntad a la Unidad de Delitos Económicos o al Ministerio de Economía. Yo no tengo competencias en Hacienda.

—¿En qué punto se encuentra la investigación? —pregunta la esquelética.

—Mirad, chicos, os hablaré con toda franqueza, pero nadie ha de saber que lo he dicho yo. Nos encontramos en un callejón sin salida. No sólo no tenemos la menor idea de quién es el asesino, sino que ni siquiera conocemos los motivos que lo llevan a actuar.

—¿Quiere decir que actúa por otros motivos que los que alega? —dice la esquelética.

—En todos los años que llevo en el Cuerpo, jamás he visto a un criminal que asesine para que el Estado recaude dinero. Es evidente que tiene que haber otro motivo, pero, por desgracia, todavía no lo hemos averiguado.

—No es la primera vez que la policía da palos de ciego —comenta la esquelética.

—No, y tampoco será la última —contesto—. Pero en este momento no tengo nada más que deciros.

Cuando ya han salido todos, Sotirópulos se acerca y se sienta en la silla que hay frente a mi escritorio. Ya sabe que no necesita una invitación especial.

—Ese tipo es un demonio, me descubro ante él —dice.

—Tú te descubres y nosotros vamos de cabeza.

—Si quieres mi opinión, es alguien que fue perjudicado por el fisco.

—Vaya pista. Nueve de cada diez griegos están convencidos de que el fisco les perjudica. ¿Por dónde empezar?

—Vamos, no son tantos los que pagan impuestos en Grecia.

Uno de los que pagan se sintió agraviado y empezó a matar a los que no lo hacen.

Su planteamiento no está mal, pero no explica la cicuta ni los recintos arqueológicos. Alguien que se siente víctima de una injusticia puede llegar a matar, no sería la primera vez. Pero es más probable que utilice un arma de fuego que cicuta, y tampoco se tomaría la molestia de trasladar los cadáveres al Cerámico o a Eleusis.

—Yo, en tu lugar, investigaría a los que fueron encarcelados por tener deudas con Hacienda y han sido puestos en libertad recientemente —concluye antes de levantarse.

Su idea no me parece nada mal y decido actuar enseguida. Sotirópulos es capaz de sacarme de quicio, pero tiene mucha experiencia. Además, cuando no tienes ninguna pista, das palos de ciego, como ha dicho la esquelética.

Llamo a Vlasópulos y a Dermitzakis, les explico qué estamos buscando y les pido que me preparen una lista de los que han sido excarcelados en el curso del último año. Empezaremos por ahí, y después ya veremos si hace falta ir más atrás.

Ya que la búsqueda de los excarcelados llevará tiempo, decido hacer una visita a Evánguelos Langusis, de Hoteles Langusis. No creo que sepa nada sobre el asesino recaudador; no obstante, me gustaría averiguar por qué Langusis decidió pagar los novecientos mil euros. Claro que también pagó Polátoglu, pero ser constructor de edificios ilegales no es lo mismo que poseer una cadena hotelera.

Llamo por teléfono y me ponen con su secretaria. Le digo que me gustaría ver al señor Langusis.

—¿Tiene cita con él? —pregunta ella.

—No, pero se trata de una investigación policial y urge hacerle unas preguntas.

—Un momento —responde la mujer. El momento se convierte en cinco minutos—. Lo lamento, pero el señor Langusis está muy ocupado y no puede recibirle. Vuelva a llamar mañana, a ver si puedo encontrarle un hueco en su agenda.

—¿Le ha dicho que es urgente?

—Se lo he dicho, pero tiene la agenda llena de visitas ya concertadas.

—De acuerdo, no hay problema —le digo amablemente Hoy mismo le mandaré una citación oficial para que venga mañana a la Jefatura de Seguridad del Ática y le haré las preguntas aquí.

—Un momento —dice, y me pone otra vez en espera—. Venga ahora, intentaremos encontrar un ratito.

Antes de salir, pido a Kula que busque en Internet si el Recaudador ha subido una carta que libre a Langusis de las represalias. Mi ayudante tarda diez minutos en encontrarla y yo me pongo en marcha con ambas cartas en el bolsillo.

Las oficinas de Hoteles Langusis están en la calle Vulís. Ya que no puedo evitar la plaza Sintagma, enfilo la avenida Reina Sofía. El tráfico es denso, aunque no imposible, y en veinte minutos estoy en Sintagma. Dejo el Seat en el aparcamiento de la calle Kriesotu y me dirijo andando a Vulís.

La empresa tiene su sede en la segunda planta de un edificio de oficinas construido según los cánones de los años treinta. Doy mi nombre a la chica de recepción y ella me manda a la secretaria de Langusis, al final del pasillo.

Es una mujer de treinta y pico años, alta y elegante, de aquellas que se visten a propósito para proclamar que son secretarias particulares de un gran empresario. Señala una silla y me pide que espere. Por suerte, la espera no es muy larga. Pronto sale del despacho de Langusis y deja la puerta abierta para que pase.

Langusis debe de tener un lustro más que su secretaria. Viste camisa, vaqueros y una americana deportiva, y luce una barba de tres días. El look del empresario contemporáneo, como llamamos hoy a estos petimetres.

No se toma la molestia de saludar.

—Espero que se trate de algo realmente importante, señor comisario. De lo contrario, me habrá hecho perder un tiempo valioso en un día muy ocupado.

Me saco del bolsillo la primera carta del Recaudador, la que exigía que Langusis pagara, y se la pongo delante sin decir ni una palabra. El hombre la lee inexpresivo.

—¿Y qué? —pregunta cuando termina de leer.

—Encontramos esta carta en Internet. Quería preguntarle si usted también la ha recibido.

—Es la primera vez que la veo.

—Señor Langusis, un médico y un empresario que recibieron la misma carta y no pagaron sus impuestos fueron hallados muertos. En cambio, un constructor que pagó sigue con vida. Por lo tanto, es de suma importancia para nuestra investigación saber si usted recibió esta carta.

—Ya se lo he dicho. Es la primera vez que la veo.

—Sin embargo, nos consta que en los últimos diez días usted ha satisfecho su deuda con el fisco, que ascendía a novecientos mil euros.

—¿Y cree que pagué porque recibí la carta?

—Yo sólo pregunto.

Me mira sin contestar.

—¿Acaso usted y yo vivimos en países distintos, señor comisario? —dice al final.

Me pilla desprevenido y me obliga a contestarle con desconcierto:

—¿Por qué lo dice?

—Porque el país está atravesando un periodo extremadamente difícil. Consideré mi deber pagar esa suma porque el país lo necesita.

—De acuerdo, pero, según la investigación realizada por Delitos Económicos, usted debía esa cantidad desde hace muchos años y siempre recurría a estratagemas para no pagarla.

—Recursos legales, señor comisario. Recursos absolutamente legales. Hemos llegado al punto de incriminar a los ciudadanos de un país democrático por hacer uso de las leyes que ha votado un Parlamento elegido democráticamente.

—¿Y por qué ha pagado ahora?

—Se lo explico. Yo me niego a dar siquiera un euro a este Estado. Es un Estado que lo engulle todo sin ofrecer nada a sus ciudadanos. Derrocha todo lo que ingresa y no para de pedir más. Por lo tanto, no quiero darle nada. Pero pagué para salvar el país. Una cosa es el Estado y otra, muy distinta, el país. Ustedes dieron una parte de sus sueldos y sus suplementos, y yo di el dinero que debía. Cada uno da lo que puede para salvar el país.

—El asesino, sin embargo, afirma que usted pagó porque vio su vida amenazada.

Saco la segunda carta del bolsillo y la dejo delante de él. La lee también y luego alza la vista para mirarme.

—Usted tiene la obligación de detener a ese asesino, señor comisario. Ése es su cometido, para eso le pagan. Y, en lugar de detenerle, ¿le utiliza como testigo fiable? —me espeta. Y añade—: Lo siento, pero estoy muy ocupado y no puedo dedicarle más tiempo. Tampoco tendría ningún sentido continuar esta conversación.

Me entran unas ganas tremendas de estamparle ambas cartas en la chaqueta, pero me acuerdo de mi ascenso y dejo estar esta fanfarronada estéril. Me levanto en silencio y salgo del despacho. Esta vez soy yo quien no se despide.

Mientras bajo la escalera me acuerdo de pronto, sin que venga a cuento, de aquel poemita que nos enseñaban en la escuela: «¿Qué es nuestra patria? ¿Son los campos? ¿Son las altas montañas salvajes? ¿Es el sol que brilla dorado? ¿Son las estrellas luminosas?». Si no recuerdo mal, terminaba con un «¡Adelante, muchachos!».

Me pregunto qué tiene que ver el «adelante, muchachos» con los campos, las altas montañas y el sol que brilla dorado. Más aún, ¿qué tiene que ver con Langusis, con Polátoglu, con Korasidis o con Lasaridis?