28

Spiridakis se presenta en mi despacho a eso de las diez. Yo acabo de tomarme mi primer café en Jefatura y sigo luchando por despejarme y conseguir que mi mente funcione a las revoluciones normales.

—Ayer por la tarde estuve a punto de volverme loco —me dice sin preámbulos.

—¿Por qué?

Saca de la cartera una hoja de papel y me la pone delante.

—No vas a creértelo. En menos de diez días han ingresado en las arcas de Hacienda siete millones de euros.

—¿Crees que es obra del Recaudador Nacional?

—¿Qué otra cosa, si no? ¿Que los defraudadores se han enmendado de repente y han empezado a pagar?

Leo la lista:

Ioannis Tamákoglu 350 000 €
Fedon Peletis 450 000 €
Inmuebles Egaleo (Zisis Kondis) 800 000 €
Hoteles Langusis 900 000 €
Empresas Ioannis Valvís 800 000 €
Software Systems 500 000 €
Sarandos Inósoglu 400 000 €
Turism Enterprises 800 000 €
Proyectos Especiales, S.L 700 000 €
Agapios Polátoglu 300 000 €
Lakodimos Consultants 600 000 €
Modas Dukaki 500 000 €

—Buscaremos en Internet, a ver si hay cartas dirigidas a ellos.

—Ayer ya le dije que el asesino se bajó muchos datos. Pero hay algo nuevo. De la lista se deduce que nuestro hombre persigue no sólo a los defraudadores, sino también a los que deben dinero a Hacienda y encuentran las maneras de retrasar el pago.

Llamo a Kula y le doy la lista.

—Quiero que busques en Internet las cartas que el Recaudador Nacional haya podido dirigir a estos nombres o empresas.

Mira por dónde, el tipo ha logrado que se le conozca por «el Recaudador Nacional» y hasta nosotros le llamamos así, pienso.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Spiridakis—. ¿Esperamos la confirmación?

—Debo informar a Guikas. Si toda esa gente pagó voluntariamente, el ministro se frotará las manos.

—No pagaron voluntariamente —insiste Spiridakis.

—Es posible que se enteraran de los asesinatos de Korasidis y Lasaridis y corrieran a pagar antes de recibir la carta.

—Lamento decepcionarte, pero esa hipótesis no tiene más de un diez por ciento de probabilidades de ser cierta —responde Spiridakis.

Subimos a la quinta planta sin anunciar antes nuestra visita.

—Informa al señor director de que estoy aquí con el señor Spiridakis y tenemos que verle enseguida —digo a Stela.

Guikas se ha levantado con el pie izquierdo.

—No quiero malas noticias —nos advierte—. Esta mañana el ministro ya me ha hinchado bastante las narices.

—Quizá no sean tan malas —respondo.

—Entonces, soy todo oídos.

Le pongo delante el informe de Spiridakis.

—¿Qué es esto? —pregunta después de echarle un vistazo.

—La relación de los que han normalizado su situación con Hacienda en los últimos quince días. Siete millones de euros.

—Enhorabuena, pero ¿por qué me lo presentáis como buena noticia? Que yo sepa, la oleada de traslados todavía no me afecta y no trabajo para el Ministerio de Economía. —Hace una pausa y añade con fatalismo—: Aunque, ¿quién sabe? Tal como están las cosas…

—El señor Spiridakis opina que esto se debe a la presión del Recaudador Nacional.

Guikas razona como yo:

—Tal vez haya sido así, aunque no necesariamente. Quizá pagaron voluntariamente porque les asustaron los asesinatos.

Como últimamente hago mucho teatro, parece que me salen bien las puestas en escena: apenas ha terminado su frase Guikas, entra en el despacho Stela con un sobre.

—Lo ha traído Kula para usted —me dice.

Abro el sobre y saco tres notas. Una de ellas está dirigida a Polátoglu.

«Señor Agapios Polátoglu:

»Me alegra saber que ya ha satisfecho su deuda con el Estado. En consecuencia, queda cancelada su liquidación.

»El Recaudador Nacional».

La segunda nota está dirigida a Fedon Peletis, quien había saldado su deuda de cuatrocientos cincuenta mil euros, y es idéntica a la de Polátoglu.

La tercera, en realidad, no es una nota, sino la consabida carta, y resulta más interesante:

«Señor Evánguelos Langusis:

»Sus negocios hoteleros acumulan deudas al fisco que ascienden a novecientos mil euros. Hasta la fecha, usted ha podido posponer el pago de dichos impuestos con artificios legales.

»Le conmino a satisfacer su deuda fiscal en el plazo de cinco días. Debo, además, advertirle de que, por desgracia para usted, yo no me dedico a la renegociación de deudas. Por lo tanto, tendrá que abonar dicho importe en su totalidad.

»En caso contrario, se procederá a la liquidación final.

»El Recaudador Nacional».

—Los hechos te dan la razón —digo a Spiridakis—. También persigue a los que demoran el pago de impuestos.

—Era de esperar. Y eso impresiona más, porque deja en evidencia al Ministerio de Economía. Es como si el tipo dijera al mundo: «Ya lo veis. Yo recaudo en diez días lo que el ministerio no ha podido recaudar en años».

—Tengo una pregunta para usted, señor Spiridakis —interviene Guikas—. ¿De dónde sacan tanto dinero en tan poco tiempo? Supongamos que Polátoglu tenía trescientos mil euros a mano, de acuerdo. Pero hablamos de ochocientos mil o novecientos mil euros pagados de una vez. ¿Dónde encuentran estas cantidades?

—Señor director, estoy casi totalmente convencido de que, si investigáramos las cuentas bancarias de todos éstos, descubriríamos que el dinero lo traen del extranjero. Reconozco que este tipo es un genio. Obliga a los que han eludido o evadido capital a traerlo de nuevo al país para pagar sus impuestos.

—De acuerdo, pero ¿por qué pagan?

En lugar de Spiridakis, le contesto yo:

—Cuando fui a ver a Polátoglu, me dijo: «Otros tienen que pagar un millón o más si les secuestran. Yo me he librado con trescientos mil del ala». En mi opinión, ahí está la respuesta. El asesino les ha convencido de que los matará si no ingresan el dinero, como unos secuestradores matarían a sus víctimas si éstas no pagaran el rescate.

—Al ministro le sentará como un puñetazo en el estómago —dice Guikas—. Procurad que la noticia no se filtre por culpa nuestra.

—La filtrará el propio Recaudador Nacional, como hizo con las cartas —respondo—. No actúa para reducir el déficit del Estado, actúa para que el mundo entero sepa que él sí es capaz de cobrar los impuestos. Es cuestión de tiempo que envíe el listado a los canales de televisión.

—Lo mismo opino yo —coincide Spiridakis.

—De acuerdo. No creo que esta vez el ministro nos culpe de la filtración —concluye Guikas.

Cuando entramos en mi despacho, Vlasópulos me avisa de que han llegado las hermanas Korasidis con su abogado. Le pido que lleve a los tres a la sala de interrogatorios y que vaya también Kula con su ordenador. Quiero que este interrogatorio cumpla con todas las formalidades.

Zalia y Dora ya han ocupado sus asientos, y también su abogado, un tal Petratos. Les presento a Spiridakis, de Delitos Económicos, mientras Kula enciende el ordenador.

—Hay lagunas en la investigación abierta tras la muerte violenta de su padre —empiezo—. Tenemos la obligación de llenarlas, porque creemos que nos ayudarán a identificar y detener al asesino.

—Por eso estamos aquí, señor comisario —responde Petratos.

—En primer lugar, la residencia de Ekali —toma la palabra Spiridakis—. Si no me equivoco, está a nombre de ustedes dos, ¿verdad?

—En efecto, está a nombre de las señoritas Korasidis —contesta Petratos de nuevo.

—Sin embargo, hay un problema —prosigue Spiridakis—. Según hemos averiguado, ustedes no declaran ese inmueble a Hacienda. Para ser más precisos, ustedes ni siquiera hacen declaración de la renta.

—Mire, nosotras no sabemos nada de estas cosas —dice Zalia—. Las dos residimos en el extranjero. Nuestro padre se encargaba de los asuntos fiscales. Será mejor que hable con su gestor.

—Ya hablamos con él y nos aseguró que sólo se encargaba de la declaración de su padre —explica Spiridakis.

—En este caso, ¿qué podemos decirle nosotras? —le replica Zalia, visiblemente molesta.

—Ambas son mayores de edad y no se encontraban bajo la tutela paterna —intervengo por primera vez—. En caso de existir irregularidades, la responsabilidad legal es de ustedes dos.

—Tengo una duda, señor comisario —dice Petratos—. Si se trata de contestar a preguntas relacionadas con la situación fiscal de las señoritas Korasidis, ¿por qué no nos ha citado Hacienda? Si las cosas no han cambiado, y lo digo con la máxima reserva, porque últimamente en Grecia todo cambia, quien se ocupa de los temas fiscales es Hacienda, no la policía.

—El asesino se amparó en los datos tributarios de Korasidis para perpetrar su crimen y, por lo tanto, también éstos forman parte de la investigación.

—¿Y por qué le dan tanta importancia a este asunto? De acuerdo, no han declarado nada a Hacienda. A fin de cuentas, el inmueble es la primera residencia de las hermanas Korasidis.

—La primera residencia está sujeta a limitaciones de superficie —responde Spiridakis—. Una mansión de dos plantas con piscina y jardín no está contemplada entre las exenciones por primera residencia.

—En cualquier caso, de existir algún problema, lo resolveremos con Hacienda —contesta Petratos secamente.

Como Spiridakis lleva las riendas de la conversación, yo me dedico a observar a las hermanas Korasidis. Zalia, la mayor, nos mira por encima del hombro, como si la cosa no fuera con ella. En cambio, Dora, la pequeña, se remueve en la silla sin acabar de encontrar una posición cómoda.

Decido dirigirme a ella.

—Su padre tenía una gran colección de obras de arte. ¿Sabe usted si le interesaban también las antigüedades?

—Le ruego que me pregunte a mí y no a mi hermana —interviene Zalia—. Conozco mejor estos temas.

La pequeña ni siquiera intenta protestar porque su hermana le haya quitado la palabra.

—Muy bien, se lo pregunto a usted.

—La respuesta es no. Nuestro padre nada tenía que ver con las antigüedades, sólo le interesaba la pintura. No recuerdo que nos llevara nunca a la Acrópolis ni al templo de Poseidón en Sunio, por ejemplo.

—¿Sabe si su padre tenía enemigos? No me refiero a personas con las que tuviera desacuerdos, disputas o discusiones, sino a alguien capaz de llegar al extremo de asesinarle.

—Sólo tenía un enemigo de este calibre.

—¿Y quién es?

—La mujer que nos trajo al mundo —contesta sin pestañear.

De repente, Dora se pone de pie de un salto.

—¡No digas eso! —le grita a su hermana—. No quiero que hables así delante de mí. No es la mujer que nos trajo al mundo, es nuestra madre. Aunque no tengamos ninguna relación con ella, sigue siendo nuestra madre.

Visiblemente alterada, abre la puerta y sale corriendo al pasillo. Hago un gesto a Kula para que la siga. Petratos, preocupado, nos mira alternativamente a Zalia y a mí, pero la chica mantiene una calma pavorosa.

—Déjela. Dará un paseo y se tranquilizará —dice Zalia, como si nada hubiera ocurrido—. A mi hermana le cuesta digerir ciertas verdades.

Spiridakis consulta sus anotaciones, sobre todo para disimular su turbación.

—¿Le suena una empresa offshore llamada Ocean Estates?

—No, es la primera vez que la oigo nombrar —responde Zalia—. ¿Qué tiene que ver con nosotras?

—Es la empresa propietaria de su casa de Paros.

—Ya le he dicho que Dora y yo no sabemos nada de eso. A veces, ni nos leíamos los documentos que nuestro padre nos daba para firmar.

—Muy bien, hemos terminado —anuncio—. Sólo quiero que nos den sus direcciones en el extranjero, por si necesitamos ponernos en contacto con ustedes.

—Yo las tengo, señor comisario. Le daré mi número de teléfono —dice Petratos.

Salimos todos al pasillo, pero Dora ha desaparecido. Zalia, sin darle a eso la menor importancia, avanza hacia el ascensor, seguida a corta distancia por Petratos. Si Zalia se parece a su padre, comprendo que éste despertara tantas antipatías.

Echo un vistazo en los despachos de mis ayudantes y veo que Kula también ha desaparecido. Me despido de Spiridakis y vuelvo a mi despacho.

Kula reaparece poco tiempo después.

—He bajado a la cantina con ella y la he invitado a un café para tranquilizarla —explica—. La chica, llorando, me ha dicho: «Echo de menos a mi madre. La única madre que he conocido es Anna».

—¿Y por qué no va a verla, si tanto la echa de menos?

—Porque su padre amenazó con desheredarla si se ponía en contacto con ella.

Kula está a punto de llorar también.

—¿Y a ti qué te pasa? —pregunto.

—La historia de Dora se parece a la mía. Mi padre también es un bruto que acabó con mi madre.

Le digo que vuelva a su despacho. No me siento con fuerzas de soportar más lágrimas. Intento entretenerme con tonterías mientras decido cuál será mi próximo movimiento, pero esta vez es Guikas quien me llama.

—Sube enseguida —dice bruscamente.

En cuanto entro en su despacho, se lanza al ataque:

—Eres profeta de males, Kostas —me espeta—. Al final, empezaré a evitarte por pura superstición.

—¿Qué ha ocurrido?

—Apenas has pronosticado que el Recaudador Nacional filtraría la noticia y lo ha hecho. Acaba de llamarme Papalambru, el director de Informativos del canal estatal de televisión. Han recibido una lista parecida a la que ha traído Spiridakis. Se ha puesto en contacto con otros canales y resulta que también éstos la han recibido. Pregunta qué deben hacer.

—Que la hagan pública —contesto sin vacilación.

—¿Te imaginas lo que ocurrirá? Se armará la marimorena. Yo tengo que pensar en mi traslado, y tú, en tu ascenso.

—Sí, de acuerdo, pero ¿tenemos alternativa? Si no lo hacemos, mañana todos los postes de Atenas estarán empapelados con la lista de nombres. No olvidemos que le será muy fácil subirla a Internet. No hay manera de impedírselo, y tampoco debemos intentarlo. Mientras esté seguro de que el viento sopla a su favor, se mostrará cada vez más audaz y al final cometerá un error. Y me parece que en eso radica nuestra única esperanza de pillarle.

—Tengo que informar al ministro. —El simple hecho de pronunciar la frase ya se le hace una montaña.

—Infórmele y dígale que no podemos censurar la difusión de la lista. Al menos, no en las televisiones privadas.

Le dejo a fin de que vaya preparándose psicológicamente para la llamada al ministro.

Estupendo, pienso mientras bajo a mi despacho. Me salen las puestas en escena, me salen los vaticinios, pero no estoy ni un paso más cerca del Recaudador Nacional.