27

No ha cocinado ningún plato especial. Pollo al limón acompañado de patatas y arroz. Raras veces comemos en casa de Katerina, y quizá por eso tengo la sensación de que sus dotes culinarias mejoran a ojos vistas. Desde luego, todavía no puede compararse con Adrianí, pero tampoco Adrianí podía compararse con mi madre cuando iniciamos nuestra vida de casados.

La comida está rica, pero ninguno de nosotros tiene apetito. Katerina y Fanis apenas la prueban, esperando el momento apropiado para anunciar algo que nosotros debemos fingir desconocer, porque Katerina nos ha estado hablando a espaldas de Fanis, y Fanis nos ha estado hablando a espaldas de Katerina. Cualquiera tiene apetito cuando espera el tercer acto de una obra que un especialista consideraría digna de representarse en el teatro de Epidauro, y más teniendo en cuenta que se trata de una tragedia. Estamos tan preocupados por lo que va a suceder que incluso Adrianí se olvida de elogiar el guiso de su hija. Katerina espera a sacar la fruta para empezar a contarnos lo que todos sabemos y aguardamos.

—Tengo algo bueno que comunicaros. He encontrado un trabajo muy interesante —anuncia.

—¿Acaso no tienes ya un trabajo? —pregunta Adrianí.

—Sí, pero apenas cobro nada. En cambio, este que me ofrecen está muy bien remunerado —responde, y empieza a explicarnos de qué trata esa oferta de trabajo que ya conocemos con todo detalle.

—¿Sabes dónde te enviarán? —pregunta Adrianí cuando termina.

Admiro su esfuerzo por no estallar, por no delatarse y contar que ya lo sabía todo.

—Hay tres alternativas. Podrían enviarme a Eritrea, a Costa de Marfil o a Uganda, donde aún hay muchos refugiados tutsi de la guerra civil en Ruanda.

Veo que Adrianí se muerde el labio para no chillar: «¡Ya estamos con Uganda! ¿Qué te decía yo?». No lo dice, pero tampoco puede evitar un estallido.

—¿Vas a dejar tu casa, a tu marido, para ir a Uganda o a Eritrea? —exclama—. ¿De qué te han servido todos los estudios? ¡Tantos años contando hasta el último céntimo, tratando de ofrecerte una buena educación, para que acabes trabajando en Uganda!

Ahora le toca gritar a Katerina, pero los suyos no son gritos de ira, sino de desesperación:

—¿Qué quieres que haga, mamá? De acuerdo, Fanis aún puede mantener la casa. Vosotros todavía podéis ayudarme con las compras. Pero ¿qué pasará si mañana recortan más el sueldo de Fanis o los suplementos de papá? ¿Cómo viviremos entonces? ¿De dónde sacaremos el dinero necesario para mantenernos?

—Esto no durará para siempre. Nos apretamos todos el cinturón y aguantamos hasta que pase.

—¿Hasta cuándo, mamá? Dime cuándo se acabará, dame una fecha y no me iré. Tú sólo dime cuándo.

No puede decírselo. Y se queda callada. Fanis tampoco dice nada. Yo también callo, aunque por razones distintas. Callo porque me acuerdo de la parejita de jóvenes, abrazados en el Partenón, con un charco de sangre entre ambos. Será mejor que Katerina se vaya, pienso. Si se queda, no sé a qué extremos podrá empujarla su desesperación. Sí, es mejor que se vaya lejos. Mejor que no la veamos en meses, mejor pasar angustias por ella. Cualquier cosa es mejor que la muerte; en cualquier caso, no es peor.

—¿Qué opinas de todo esto, Fanis? —pregunta Adrianí.

—Adrianí, la decisión no depende de mí, sino de Katerina —responde él—. Es ella la que pasa apuros, no yo. Y no puedo obligarla a sufrirlos porque estemos casados.

—¿Y qué harás tú? —insiste Adrianí—. ¿Volverás a la vida de soltero? ¿Irás a comer a la taberna o vendrás a casa para encontrar un plato de comida caliente?

—No hará falta que vaya a vuestra casa. No olvides que soy de Volos y pasé años estudiando en Atenas. Es decir, sé cocinar. Pero no te preocupes, que no hará falta.

—Fanis y yo hemos encontrado una solución —interviene Katerina—. Fanis ha hablado con Médicos Sin Fronteras y le han dicho que tienen delegaciones en los tres países. Primero me iré yo, y cuando esté instalada, vendrá Fanis y trabajará con Médicos Sin Fronteras.

Hemos vuelto a los gastarbeiter, los «trabajadores invitados» que emigraron a Alemania, pienso. Así lo hacían ellos. Primero se marchaba el hombre para Alemania, buscaba trabajo, se instalaba y luego llevaba a su mujer. Los niños se quedaban con los abuelos. Y antes de los gastarbeiter, lo mismo hacían los emigrantes que se iban a América o a Australia. El hombre se marchaba primero y la familia le seguía más tarde. En el caso de Katerina y Fanis, la situación se ha invertido, pero eso carece de importancia. Lo que importa es que hemos vuelto al punto de partida. Recorremos un trecho y, pasados unos años, nos encontramos de nuevo en la salida. Nunca hemos conseguido quedarnos en el punto de llegada. Siempre vamos para atrás, y vuelta a empezar. Al menos, Fanis y Katerina no tienen niños para dejarlos a nuestro cuidado, pienso para consolarme.

—¿Y dejarás tu puesto en el hospital y en la Seguridad Social? —oigo que le pregunta Adrianí—. Hace falta estar loco para abandonar un empleo fijo en los tiempos que corren.

—El sector público que tú conocías ha muerto —contesta Fanis—. A tu marido le quedan pocos años para jubilarse. Mi caso es diferente. El Estado carece de medios para mantenernos.

—Cuando volvamos, iremos a vivir a Volos, mamá. Con el dinero que habremos ahorrado, Fanis podrá abrir una consulta médica y yo, un bufete de abogados, aunque sea con un socio.

Lo mismo hacían los gastarbeiter: ahorraban dinero en Alemania y cuando volvían a Grecia abrían un pequeño comercio o un hotelito. Mi hija y mi yerno, gastarbeiter que han pasado por la universidad, piensan hacer exactamente lo mismo. De vuelta al punto de partida.

Katerina se levanta y se acerca a su madre para abrazarla.

—Todo irá bien, mamá. Es una buena solución, ya lo verás. Además, siempre sobrará un dinero con que compraros los billetes para que vengáis a vernos.

Adrianí la estrecha entre sus brazos y se echa a llorar.

—Tranquila, mamá, no lo empeoremos —dice Katerina, que a duras penas puede reprimir el llanto.

En cuanto subimos al Seat para volver a casa, Adrianí embiste antes de que pueda arrancar el motor. Siempre desfoga su desesperación tomándola conmigo.

—No has abierto la boca en toda la noche —me echa en cara—. Como siempre, has dejado que yo sacara las castañas del fuego. Comprendo que la desazón te deje sin palabras, pero eso no conduce a ninguna parte. En las situaciones difíciles, debemos sacar fuerzas de flaqueza.

—Tienes razón, no he chistado la boca. Pero no por los motivos que te figuras. Estaba pensando en otra cosa.

—¿Qué otra cosa hay más importante que el futuro de tu hija y de Fanis? —es su envenenada respuesta.

En lugar de poner el motor en marcha, le cuento la historia de los dos jóvenes hallados en la Acrópolis, dentro del Partenón. Cuando termino, Adrianí permanece callada unos minutos, contemplando la calle a través del parabrisas.

—Tienes razón —dice al final con voz apenas audible—. Siempre hay algo peor.

—No quería amargarte todavía más. Ya estamos bastante apesadumbrados.

—Has hecho muy bien en decírmelo. Al menos, ahora sé que nuestros hijos se han librado de eso. Lo mires como lo mires, es un consuelo.

Volvemos a casa en silencio y nos vamos a dormir inmediatamente. Aquí la palabra clave es «vamos», porque el sueño no nos hace el honor de visitarnos. La verdad, no es fácil dormir pensando en la espada que pende sobre todos para despertarte pensando en la pared.