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Vuelvo al trabajo con la diligencia enfermiza de quien ha sufrido una conmoción y, para superarla, necesita desesperadamente hacer algo. Pero la investigación ha encallado y no tengo manera de desatascarla. Recurro a lo único que está en mis manos: llamar por teléfono a Nasiotis, el que realizó los vídeos de los recintos arqueológicos. No es más que un trámite, pero hay que hacerlo, para llenar el expediente. Sin embargo, se me adelanta una llamada de Lambrópulos.

—Estoy en mi despacho con Spiridakis. Hemos encontrado algunos datos que podrían interesarte. ¿Cuándo podemos hablar?

—Ahora mismo —contesto—, pero será mejor que Guikas esté presente. Le preguntaré cuándo podemos despachar con él y os vuelvo a llamar. —No tiene ningún sentido escuchar las noticias para luego tener que repetírselas al jefe.

—Está muy ocupado, no sé si podrá recibirle —me contesta Stela con frialdad.

—Dile que disponemos de nuevos datos. Si crees que va a negarse, le llamaré yo personalmente.

Ella vuelve a llamarme enseguida y me dice a regañadientes que Guikas nos recibirá. Aviso a Lambrópulos y nos encontramos en el despacho del director.

—¿Son buenas o malas noticias? —pregunta Guikas en cuanto nos sentamos a la mesa de reuniones.

—Ni lo uno ni lo otro. Sólo hemos reunido algunos datos que contribuirán a la buena marcha de la investigación, y usted podrá decirle al ministro que estamos progresando —responde Lambrópulos, que le conoce tan bien como yo.

La perspectiva de informar al ministro levanta el ánimo de Guikas.

—Adelante, os escucho.

—Para empezar, hemos averiguado cómo entra el asesino en la página de Taxis —dice Lambrópulos.

—Por desgracia —añade Spiridakis, disgustado—, somos nosotros los responsables de la filtración. Ni que decir tiene que enseguida hemos cambiado las contraseñas y nos hemos planteado renovar por completo el sistema de seguridad, pero el daño ya está hecho.

—Así es, aunque no será la panacea —interviene Lambrópulos—. Hemos taponado un agujero pero se puede abrir otro en cualquier punto del sistema. El asesino es un hacker de mucho cuidado.

—¿Hasta qué punto está tocado el sistema? ¿Lo habéis estudiado? —pregunta Guikas a Spiridakis.

—No podemos dar cifras exactas de las consecuencias. No ha debido de entrar muchas veces en el sistema, pero, si lo ha hecho en periodos de inactividad, habrá reunido muchos datos. No sólo habrá encontrado la información sobre sus víctimas, sino posiblemente sobre muchos otros contribuyentes.

—Ya sacó algunos a la luz —les digo y les cuento el caso de Polátoglu.

—¿Y pagó? —preguntan Spiridakis y Lambrópulos al unísono.

—Por eso el asesino publicó las cartas, para demostrar que no se anda con chiquitas y así asustar a las víctimas. A la vista de la reacción de Polátoglu, podemos decir que se ha salido con la suya.

—Hoy mismo solicitaré un informe de las delegaciones de Hacienda de Atenas para ver cuántos han pagado sumas importantes en las últimas semanas —promete Spiridakis—. En segundo lugar, hemos identificado la empresa offshore propietaria del chalé de Korasidis.

—¿Cuál es?

—Como cabía esperar, señor comisario —me contesta Spiridakis—, es una empresa con sede en las Islas Caimán. Evidentemente, no será fácil demostrar que Korasidis era accionista. Podemos averiguar a quién pertenece, pero, si quiere saber mi opinión, seguro que está a nombre de una de sus hijas.

—¿No nos ayudaría investigar las cuentas bancarias de Korasidis? —sugiere Guikas.

—Ya lo hemos hecho. No aparecen transferencias de su cuenta a la empresa offshore. Sin embargo, todos los meses extraía una cantidad idéntica de dinero de su cuenta. Lo más probable es que lo transfiriera a la offshore desde otro banco. La suma es de cinco mil euros. El banco no tenía por qué investigar esta cantidad. Las transferencias inferiores a diez mil euros no están sujetas a la normativa contra el blanqueo de dinero.

—Korasidis era un médico de renombre, pero ¿cómo podía conocer esos trucos? —pregunto a Spiridakis.

—Vamos, Jaritos —interviene Lambrópulos—. Hay un montón de consejeros en Grecia y en el extranjero dispuestos a enseñarlos.

—Si te interesa, te pasaré unos cuantos nombres —añade Spiridakis.

—Sólo nos interesan los nombres de los que saben algún truco para que no nos reduzcan más el sueldo —dice Guikas en uno de sus raros destellos de humor.

—En cualquier caso, por si quieres interrogarlas, las hijas de Korasidis están en Atenas —dice Spiridakis—. Vinieron para el entierro de su padre y todavía no se han ido.

—Quiero verlas cuanto antes. —Telefoneo sin pérdida de tiempo a Dermitzakis—. Las hijas de Korasidis están en Atenas. Búscalas y diles que quiero verlas en mi despacho, hoy mismo si es posible. —Cuelgo y me dirijo a Spiridakis—: Me gustaría que estuvieras en el interrogatorio.

—No hay problema. Avísame e iré.

La reunión ha terminado y bajo a mi despacho para telefonear a Nasiotis mientras llegan las hijas de Korasidis. Llamo primero al número fijo de Alemania, pero salta un contestador con mensajes en alemán y también en griego. Pruebo a localizarle en el móvil y contesta a la primera.

—¿El señor Nasiotis?

—Yo mismo.

—Comisario Jaritos, de la Jefatura de Atenas. Quisiera hacerle algunas preguntas relacionadas con unos vídeos que usted realizó para el Ministerio de Turismo griego.

—Con mucho gusto. Ya me han informado de que alguien los utilizó para montar sus propias grabaciones.

—De esto se trata, precisamente. ¿Se encuentra usted en Grecia?

—Por desgracia, no. Estoy en Taormina, en Sicilia, preparando un vídeo sobre la ciudad y su patrimonio histórico.

—Entonces lo resolveremos todo por teléfono. Dígame, ¿cuándo realizó usted los vídeos en cuestión?

El hombre reflexiona antes de responder:

—Debió de ser hace un par de años, señor comisario. Si no me falla la memoria, los entregué en septiembre de 2009.

—¿Cabe la posibilidad de que entregara también alguna copia a terceros?

—Imposible, señor comisario —contesta categóricamente—. Yo mismo filmo los vídeos, añado los créditos y la voz, y hago el montaje definitivo. A continuación entrego cinco cedés a la Dirección General de Arqueología, para que hagan a su vez las copias, y me quedo con una para mis archivos. Nadie ha irrumpido en mi laboratorio de Mannheim, de modo que no creo que alguien haya sustraído mi copia. —Permanece callado unos instantes—. De todas maneras, no veo por qué tendrían que robarlo de mis archivos. Los vídeos están a la venta. Quien quiera utilizarlos no tiene más que comprarlos.

—Lo mismo me dijeron en el servicio arqueológico del Cerámico. Creo que ya hemos terminado. Sin embargo, tengo que pedirle un favor. Cuando regrese a Alemania, acuda al consulado de Grecia que esté más cerca de su domicilio para prestar declaración de todo lo que me acaba de decir.

—Lo haré encantado, aunque tendrá que esperar unos días. Aún me queda una semana de trabajo en Taormina.

—De acuerdo, no es muy urgente.

Dermitzakis aparece en cuanto termina la conversación telefónica.

—He hablado con una de las hijas de Korasidis, la que se llama Zalia. Primero me ha dicho que vendrían mañana, porque antes quería consultar con su abogado. Después ha vuelto a llamarme y me ha dicho que estará aquí mañana a la una, porque su abogado tiene que estar en los juzgados por la mañana.

Intento recordar cuál de las dos hijas, según me las describió Anna, era fría y autoritaria. Creo que era Zalia, pero no estoy seguro.

La siguiente llamada es de Dakakos.

—Hemos encontrado a un testigo de la noche del crimen.

—¿Algún inmigrante?

—No, un griego. Uno de esos contrabandistas de pacotilla que entran en los yacimientos de noche, sobre todo cuando hay luna llena, y se llevan algún trozo de mármol para venderlo en el mercado negro o al primer incauto que encuentran. Le apretamos las tuercas y cantó. ¿Se lo mando o prefiere venir usted?

—Mejor voy yo, por si hay que reconstruir la escena en el recinto.

—De acuerdo, le esperamos.

Ésta vez decido ir con el Seat. No por nada, sino porque hay un montón de coches patrulla inmovilizados a la espera de reparaciones. No hace falta que utilice yo uno para mis idas y venidas.