No hay nada peor que volver a casa y tener que contar las horas hasta el momento de acostarse. Adrianí y yo nos limitamos a decirnos lo imprescindible y luego nos sentamos frente al televisor para ver declaraciones de políticos ante las cámaras, discusiones entre ventanas abiertas en la pantalla y análisis de expertos que ni nos interesan ni nos sorprenden, porque todo es previsible, trivial y deprimente, de manera que ya no nos hacemos mala sangre.
Anoche, para variar, se repitió esa escena. Después de perder el tiempo escuchando las teorías de la conspiración de Polátoglu, volví a casa para ver el segundo acto, donde ofrecían las diversas teorías sobre el rescate o la bancarrota de Grecia en sus versiones televisivas. Dicen que si ves el vaso medio lleno, apuestas por el rescate. Si lo ves medio vacío, apuestas por la bancarrota. El problema es que yo no lo veo ni llenándose ni vaciándose, sino en pleno estancamiento. En mitad del noticiero sentí que me ahogaba.
—Vístete, que nos vamos —le dije a Adrianí.
—¿Te apetece cenar fuera?
—No me apetece quedarme en casa mascando los desechos de la crisis.
Fuimos a La Puerta del Vino, una taberna en el barrio de Kesarianí. Es una de las pocas que le gustan a Adrianí, que opina que su cocina es sencilla y sabrosa. Detesta las tabernas donde te sirven una suela chamuscada a modo de chuleta o te preparan platos sofisticados de sabores tan prestados como el dinero que nos ha hundido.
Hablamos de cosas intrascendentes. Yo le conté nuestro encuentro con Polátoglu. Ella se santiguó y dijo:
—Grecia es un manicomio. Ya lo dijo Karamanlís.
Ambos evitamos escrupulosamente tocar el tema que nos corroe. Fue una velada tolerable y, en cualquier caso, transcurrió mucho mejor que si nos hubiéramos quedado en casa.
Por eso hoy es uno de los pocos días en meses que no salgo de casa malhumorado para ir al trabajo. Estoy esperando que cambie a verde el semáforo de Spiru Merkuri cuando suena mi móvil y oigo la voz atolondrada de Kula:
—Señor comisario, nos acaban de informar del hallazgo de un nuevo cadáver. Dos, en realidad.
—¿Dónde?
—En la Acrópolis, dentro del Partenón.
Ya está, me digo. Había otra carta y no la encontramos. Polátoglu pagó. Según parece, estos dos se negaron. El asesino los ejecutó y los abandonó en el Partenón, como si formaran parte del espectáculo para los turistas.
—Busca la carta —ordeno a Kula mientras doy la vuelta a la altura del hotel Hilton y enfilo los carriles de bajada de la avenida Rey Constantino—. Y avisa al forense y a la Científica.
Es temprano y el tráfico se atasca en la curva de Zapion. No dispongo de un coche patrulla y el Seat tiene GPS, pero no sirena, lo cual me resultaría mucho más útil. Me detengo en el semáforo y me dedico a morderme las uñas hasta cruzar la avenida Amalias a paso de tortuga.
Dejo el Seat al pie de la Acrópolis, porque no me atrevo a atacar la subida con el coche, y subo andando. Un sesentón trastornado me espera en la entrada del recinto.
—Konstantinidis, encargado del recinto arqueológico —se presenta—. Señor comisario, este desgraciado suceso debe mantenerse en secreto a cualquier precio.
—Luego hablamos —le interrumpo—. Primero quiero ver a las víctimas.
Me conduce al Partenón. Remonta la escalinata frontal y yo le sigo de cerca. Entre las columnas veo los dos cadáveres, que no son lo que esperaba.
Se trata de dos jóvenes menores de treinta años, un chico y una chica, que yacen en el suelo. Están abrazados, mirándose. La cazadora del chico y la chaqueta de la joven están empapados en sangre allí donde sus brazos se entrelazan. Hay un pequeño charco de sangre entre ambos. De la cazadora de él cuelga un papel tamaño Din-A4, que está prendido con una pinza de tender la ropa.
—Esto no es un asesinato —le digo a Konstantinidis—. Los chicos se suicidaron.
En medio del charco de sangre hay una cuchilla de afeitar. Subieron a la Acrópolis, entraron en el Partenón, se cortaron las venas y luego se abrazaron y esperaron la muerte.
Saco el móvil y llamo a Stavrópulos.
—No te tomes la molestia de venir —le digo—. Se trata de un suicidio. Te mandaré los cadáveres con la ambulancia. Que vengan sólo los de la Científica.
—¿No tenías bastante con los asesinatos, para que ahora te encargues también de los suicidios? En fin, ánimo, no sé qué más decirte —contesta antes de colgar el teléfono.
Me agacho y desprendo con cuidado el papel de la cazadora del chico. Es una nota escrita en el ordenador.
«Somos Marina y Yannis. Marina hizo el doctorado en psicología y yo tengo un máster en historia. Hace cinco años que estamos juntos. Queremos casarnos, pero ninguno de los dos tiene trabajo. Marina trabajaba como colaboradora externa en una fundación hasta que la despidieron. Yo nunca pude encontrar un empleo. Nuestros padres ya no pueden ayudamos. Mi padre tuvo que cerrar la zapatería en la avenida Patisíon y el padre de Marina perdió su empleo cuando la empresa quebró. No encontramos trabajo, no podemos vivir juntos y nuestros padres no pueden mantenernos. Sólo nos queda el suicidio. Hemos pensado matarnos en el Partenón; así, al menos, nuestros antepasados verán cómo han acabado sus descendientes. Fidias, Pericles, Sócrates, morimos para no tener que ver a los estafadores, vuestros sucesores.
»Adiós,
»Marina y Yannis».
Me quedo con la nota en las manos, sin saber qué hacer con ella. ¿La dejo, me la llevo conmigo? Al final, opto por volver a prenderla de la cazadora. La nota no está dirigida a nosotros, sino a nuestros antepasados de la Antigüedad, y no tengo ningún derecho a llevármela.
—Señor comisario, esto tiene que quedar en secreto —repite Konstantinidis cuando salimos del templo.
—No podrá quedar en secreto, señor Konstantinidis, pero no importa. Se trata de un suicidio. Pudieron quitarse la vida en unos lavabos, en una habitación cualquiera o en el Jardín Nacional… Se suicidaron en la Acrópolis por razones muy concretas.
—Si se hace público, podría afectar al número de visitantes en unos momentos en que no podemos prescindir de ni un turista. Habrá quienes no quieran subir a la Acrópolis. La gente suele ser supersticiosa y los sucesos desagradables de esta índole siempre resultan disuasorios.
—¿Ha leído la carta?
—Desde luego. La he leído en cuanto los he encontrado.
—Usted y yo somos los descendientes, por si no se había dado cuenta —digo, y bajo la cuesta hacia el Seat.
Por un futuro aún peor.