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He optado por ir en un coche patrulla, porque no podemos permitirnos perder ni un minuto. El tráfico en la avenida del Mediterráneo es tan escaso que pienso que podría haber cogido el Seat. Con la sirena a todo volumen, llegamos al municipio de Ayía Paraskeví. Allí los acontecimientos me dan la razón, porque el tráfico se colapsa, las arterias se obstruyen y la avenida se torna intransitable, incluso en coche patrulla.

—¿Alguien puede explicarme adónde va toda esta gente? —Vlasópulos está hecho un basilisco—. Si fuera un fin de semana, aún lo entendería, pero ¿adónde van un día laborable como hoy?

—A Rafina, para coger el barco. A Yérakas, para comprar pan… Vete a saber —le digo.

—¿No les preocupa gastar tanta gasolina en plena crisis?

No recibe ninguna respuesta, ni a él se le ocurre ninguna, y seguimos adelante en silencio. Parece que he acertado con el pan porque, pasado Yérakas, el tráfico se despeja.

A la altura de Palini, tomamos la salida de Maratón y desembocamos en la calle de la Democracia. Dos calles más abajo está Filoktetes. La casa de Polátoglu tiene dos plantas, con un jardín delantero. Es de aquellas construcciones ilegales que con el paso de los años fueron calificadas como segundas residencias.

Nos abre la puerta una mujer sin maquillar y de modales desabridos que nos conduce a una sala de estar sin dirigirnos la palabra. Un sesentón bajito y rechoncho está sentado en un sillón. Debe de pertenecer a esa categoría de personas que sudan hasta en Alaska, porque tiene la frente cubierta de gotitas de sudor. Aunque es un día fresco y lluvioso, él sólo lleva vaqueros y un polo con el consabido cocodrilo. No se toma la molestia de presentarse; se limita a observarnos mientras Vlasópulos y yo nos acomodamos en el sofá.

Doy por sentado que este hombre es Polátoglu y, de la misma manera que él ha prescindido de saludar, yo prescindo de los preliminares.

—Señor Polátoglu, ¿recibió usted, hará unos seis días, una carta que le conminaba a pagar trescientos mil euros en concepto de impuestos bajo amenaza de muerte?

—La recibí. Mejor dicho, la encontró mi hija, que es quien maneja el ordenador.

—¿Y qué hizo usted?

—Pagué —contesta sin inmutarse.

Lo miramos estupefactos.

—¿Pagó? —pregunto, porque no me lo acabo de creer. Y, sin embargo, eso explicaría por qué el hombre sigue con vida.

—¿Qué quería que hiciera, comisario? Vi en la tele lo que les pasó a los otros dos: recibieron la carta, no pagaron y acabaron muertos. Me lo pensé un día entero hasta que al final me dije: Agapios, ¿no crees que tu vida vale trescientos mil eurillos? Otros tienen que pagar un millón o más si les secuestran. Yo me he librado con trescientos mil del ala.

La ramplonería de los griegos ricos, pienso. Quien viera a Polátoglu por la calle sin su polo con cocodrilo, diría que es un campesino o un jornalero. Y él, en cambio, puede pagar trescientos mil euros a Hacienda tras decidirlo de un día para otro.

—¿Por qué no acudió a nosotros? —inquiere Vlasópulos.

Polátoglu le mira con desdén, y también con hastío.

—Amigo, si no quisiera pagar y optara por buscar protección, no acudiría a ustedes. Iría a ver al comisario de Palini, le metería en el bolsillo un sobre con cinco mil euros y tendría a la poli vigilando mi casa por dentro y por fuera las veinticuatro horas del día.

—Déjese de agudezas, Polátoglu —le digo muy serio—. Hay mucha gente que acepta sobornos, pero eso no significa que estemos todos en venta. No convierta la excepción en regla.

Mi tono no parece intimidarle.

—¿Sabe cómo me llaman en la calle? «El Lubricante». Porque sé cómo engrasar la maquinaria.

—Sí, pero pagó los trescientos mil. Eso equivale a una confesión de fraude a Hacienda.

—¿De qué fraude me habla? Yo no pagué ese dinero porque lo debía, sino para salvar mi pellejo.

—De acuerdo, pongamos que fue así —interviene Vlasópulos—. ¿Piensa reclamar esa cantidad cuando detengamos al asesino?

Polátoglu nos mira y suelta una carcajada.

—No le detendrán —dice—. Por eso no acudí a ustedes ni le di los cinco mil al comisario de Palini. Porque no podrán detenerle. No les dejará.

—¿Quién no nos dejará? —pregunto sorprendido.

—El Estado —contesta él sin titubear.

—¿Y por qué no iba a dejarnos? —pregunta Vlasópulos, que no sale de su asombro.

—Porque el Estado está detrás de todo esto. Ordenó algunas muertes para que los demás nos asustáramos y pagásemos. No sé si el asesino es uno de los suyos, del Servicio de Inteligencia o algún rumano a sueldo. Pero sí sé que no van a pillarle.

—¿Está usted en sus cabales? —me indigno—. ¿Cree que el Estado mata a los ciudadanos para cobrar impuestos?

—Déjeme que se lo explique —responde él con calma—. Aquí donde me ve usted, he construido media región del Ática, desde la avenida Maratón hacia abajo. Me acusan de haberlo hecho ilegalmente, en terrenos quemados, en zonas boscosas no urbanizables, en tierras municipales. No lo negaré, pero también he dado trabajo a mucha gente, he adquirido toneladas de maquinaria y material, los que compraban las casas construidas por mí pedían préstamos hipotecarios, y los bancos hacían negocio. Es lo que llaman «desarrollo económico», amigo mío. En todos estos años, el Estado no ha venido a decirme: «Eh, tú que estás construyendo en los bosques, en terrenos reforestables y en mis tierras, ven aquí, todo esto es ilegal, y te lo voy a quitar todo y lo voy a derribar», ¿verdad que no? ¿Y por qué no dijeron nada?

Porque, hasta hace poco, el propio Estado lo consideraba desarrollo y miraba para otro lado. Ahora usted podría decirme que este desarrollo es una farsa. De acuerdo. Pero, cuando el propio Estado es una farsa, ¿qué otra cosa va a ser el desarrollo?

—¿Y por qué ha cambiado de opinión el Estado? —pregunta Vlasópulos.

—Porque las cosas se han puesto feas —contesta Polátoglu—.

Y se les ocurrió esta solución. Mejor dicho, no se les ocurrió a ellos, se la soplaron otros. Esos inútiles son incapaces de pensar por sí mismos.

—¿Quién se la sopló? —pregunto, curioso por ver qué más tiene que decir sobre el tema.

—La comadreja esa, la Merkel.

—¿Merkel le dijo al gobierno griego que asesinara a ciudadanos para cobrar impuestos?

—¿Sabe de dónde es la Merkel? —responde él.

—De Alemania.

—De la antigua República Democrática Alemana. ¿Sabe qué significa esto?

—Durante la Junta fui al cole y luego me metí en la policía. ¿Cree que no lo sé?

—Lo sabe, pero déjeme que se lo cuente yo, que en esa época trabajaba en transportes internacionales y hablaba con los conductores alemanes. En la República Democrática Alemana, amigo mío, si te rascabas la nariz con la mano derecha te fusilaban después de acusarte de ser un espía norteamericano. Como le comentaba, Merkel les ha dicho a los nuestros: «Matad a unos cuantos para que los demás se acojonen y vayan corriendo a pagar». ¿Por qué tiene que darnos ella el dinero de los contribuyentes alemanes? Ya ve, encontró una solución muy conveniente para todos.

—El dinero no sólo nos llega de Alemania, también de otros países. Además, que yo sepa, Merkel se oponía al régimen de la República Democrática Alemana.

—Quizá se opusiera, pero nosotros, los griegos, que somos un pueblo sabio, tenemos un proverbio para cada ocasión.

—¿Y cuál es el proverbio?

—De tal palo, tal astilla —es su respuesta.

Veo que debo conformarme con el hecho de que el hombre siga con vida y no corra peligro. Mis obligaciones como policía terminan aquí. Me levanto para irme.

—Si logra detener al asesino, le regalaré a usted un chalé —me dice a mi espalda.

Subimos al coche patrulla pero no arrancamos enseguida. Vlasópulos necesita unos minutos de gracia para poder calmarse.

—¿Se da cuenta de lo que nos ha dicho? —pregunta cuando, por fin, arranca el motor.

—Sí, que Merkel recauda impuestos por la vía de la cicuta.

Y que todo, desde las construcciones sin licencia hasta los sobornos, forma parte del desarrollo. Los que no aceptan sobornos perjudican al país, porque fomentan el subdesarrollo.

—¿Puedo confesarle una cosa, señor comisario? Otro más como Polátoglu y acabaré deseando que el asesino se nos escabulla.

Arranca y empieza a bajar la calle de la Democracia.