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«emigración: f. 1. Acción y efecto de emigrar; abandono del país natal para residir en otro, extranjero, generalmente por tiempo ilimitado. / 2. Abandono del país propio en busca de mejores medios de vida. / 3. Conjunto de habitantes de un país que se van a vivir a otro».

De las acepciones anteriores, es la segunda la que mejor define la situación de Katerina. Ella quiere abandonar su país para ganarse la vida. A Adrianí le viene como un guante el estribillo popular: «Maldito sea el exilio, pese a todas sus bondades». En cuanto a Fanis, él se comporta como un amante romántico y está dispuesto a apuntarse a Médicos Sin Fronteras para estar con su amada.

«repatriación: m. 1. Acción y efecto de repatriar o repatriarse; regreso, retorno a la patria. / 2. Viaje, travesía».

Las demás acepciones no me conciernen, pero la voz tampoco tiene sentido práctico sin la siguiente:

«cuándo: adv. t. En sentido interrogativo y exclamativo, en qué tiempo».

Para nuestra familia, la primera voz, «emigración», y la segunda, «repatriación», sólo tienen sentido si van acompañadas de la tercera, «cuándo». Eso es lo que nos preocupa a todos: a Fanis, a Adrianí, a mí, pero también a la propia Katerina. Ése «cuándo» define el regreso. Por muchos ejemplos de la Ilíada y la Odisea, en particular el famoso regreso a la patria de Ulises, que me vengan a la mente, el referente que mejor define nuestra situación remite a lo que cantaban los antifascistas en la época de la dictadura de los Coroneles: «¿Cuándo saldrán de nuevo las estrellas?…».

Estoy sentado en el sofá desde las cinco de la mañana, con el diccionario de Dimitrakos en el regazo, mareándome con las voces y los ejemplos. Y aquí me encuentra Adrianí a las ocho. Me mira primero a mí, luego al Dimitrakos, y sin hacer ningún comentario se va a la cocina para preparar el café.

Llego al trabajo sin haber dormido otra vez. Por suerte o por desgracia, me espabila la imagen que ofrece el despacho de mis ayudantes. Vlasópulos y Dermitzakis tienen las caras largas y los ojos de Kula están hinchados de llorar.

—¿Qué pasa? ¿A qué viene tanta tristeza? —pregunto. Ya tengo bastante con la amargura de casa, la del trabajo me sobra.

—¿No se ha enterado, señor comisario? —pregunta Dermitzakis.

—Enterarme, ¿de qué?

—Anoche la televisión hizo públicas las dos cartas del asesino.

—Ya lo sé, lo vi.

—El señor director cree que la filtración proviene de la policía y abrirá una investigación interna. Nos lo ha dicho Stela esta mañana —añade Vlasópulos.

Últimamente, esa Stela me pone de los nervios. No le corresponde a ella informar a sus compañeros de la investigación de Guikas, si es que realmente piensa abrirla.

—¿Y tú por qué lloras? —pregunto a Kula.

—¿No lo entiende? Soy yo la que maneja el ordenador. Me cargarán el muerto a mí. Me la tienen jurada desde la época en que trabajaba como secretaria del director.

—Nadie te va a cargar nada. En primer lugar, porque las cartas las tienen también los de la Unidad de Delitos Informáticos, no sólo nosotros. En segundo lugar, porque a Guikas le caes bien y no te echará a las fieras. En tercer lugar, la filtración no provino de la policía. Las cartas las envió el asesino, estoy convencido. Así que calmaos, aquí no pasa nada.

—Si encargan la investigación a Stazakos, de la Antiterrorista, es capaz de pasarse seis meses metiendo las narices en nuestras cosas hasta encontrar algo que nos comprometa.

—No encontrará nada, porque no habrá investigación. Hoy mismo se aclarará este asunto. Dejaos de lamentos y volved al trabajo.

—¿Hay alguna posibilidad de localizar al asesino a través de las cartas que envió a Korasidis y a Lasaridis? —pregunto a Kula con la descabellada esperanza de que ella sepa algo más que Lambrópulos.

—No, señor comisario. Envió una carta desde una dirección de gmail y otra de yahoo. Estos servidores permiten crear infinidad de direcciones de correo utilizando datos falsos. Por lo tanto, es imposible localizarlo, y más teniendo en cuenta que no usa una conexión fija.

La ventana que he querido abrir permanece cerrada y me he quedado sin caminos alternativos. Menos mal que Guikas sólo tarda media hora en convocarme a la reunión con los directores de los informativos de la tele.

Antes de subir a su despacho, me paro delante de Stela.

—No es cosa tuya decir a tus compañeros que habrá una investigación —le digo—. Esto le corresponde al señor Guikas. O a mí.

—Quería prevenirles —responde ella.

—¿Prevenirles para que pudieran defenderse?

—No.

—Entonces, ¿para qué necesitaban que nadie les previniera?

La dejo buscando una respuesta y entro en el despacho de Guikas. Cuatro directores de informativos, tres de canales privados y uno estatal, están sentados a la mesa de reuniones. Guikas espera a que me siente yo antes de tomar la palabra.

—Imagino que ya saben por qué les hemos convocado. Se trata de las cartas que hicieron públicas anoche. Tenemos dos crímenes por resolver y esas cartas son esenciales para la investigación. Quiero que nos digan cómo llegaron a sus manos.

Tres de ellos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, sacan sendos cedés del bolsillo y los dejan encima de la mesa.

—¿Qué es esto? —pregunta Guikas.

—Son deuvedés, señor director. Los cuatro recibimos una copia y todas son exactamente iguales.

—¿Cómo llegaron hasta ustedes? —pregunto.

—Las entregó en conserjería un chico de unos veinte años. Debió de ser el mismo en todos los casos, un albanés, según parece, porque hablamos con los conserjes y todos nos dijeron que hablaba el griego con dificultad y con un acento cerrado —responde uno de ellos.

Qué sencillo, pienso. El asesino le dio una propina a un chico con moto para que distribuyera los deuvedés en las emisoras. Ahora, échale un galgo al chico.

—¿No quiere verlos, señor director? —pregunta Papalambru, del canal público.

Guikas coge uno de los deuvedés, lo mete en el reproductor del televisor y pulsa un botón del mando a distancia. Aparece el recinto del Cerámico en una visita guiada normal, banda sonora incluida. La cámara nos muestra los diferentes rincones del recinto mientras la voz nos habla de la estela funeraria de Pericles, de la Puerta Sagrada y de otros detalles que ya no recuerdo.

La cámara baja lentamente por la estela funeraria, en cuya base habíamos encontrado el cadáver de Korasidis. De pronto, la secuencia queda cortada. En el plano siguiente ya es de noche y no se trata de un vídeo, sino de una fotografía de Korasidis muerto, tal como lo encontramos nosotros. No hace falta ser un genio para darse cuenta de que la foto la tomó el propio asesino. La imagen desaparece y en su lugar aparece la carta.

Al poco, tras un tiempo para que pueda leerse la carta, se nos muestra Eleusis. Empieza de nuevo la visita guiada y el guía habla de los misterios de Eleusis, los Menores y los Mayores, de Plutón y de Perséfone. En ambos recintos tenemos la sensación de acompañar a un grupo de turistas invisibles.

Otra vez aparece una foto del cadáver de Lasaridis, tomada de noche con flash. A continuación, la segunda carta. Guikas y yo pensamos que allí termina la grabación, pero el asesino nos guardaba otra sorpresa. De repente aparece en pantalla un texto en griego antiguo, de Platón, difícil de entender para los griegos contemporáneos.

Sigue un comentario del asesino: «Azanasios Korasidis y Stilianós Lasaridis no debían un gallo a Asclepios. Debían impuestos al Estado y se olvidaron de pagarlos».

Guikas y yo nos miramos, mudos.

—Como ven, sólo mostramos las cartas y ocultamos lo demás, para no entorpecer la investigación —dice Kalúmenos, de Helias Channel.

—¿Y por qué vosotros no mostrasteis las cartas? —pregunto a Papalambru, del canal público, quien me da la respuesta previsible:

—Informamos al ministro y nos ordenó que no las mostráramos.

—¿Saben qué significa el texto de Platón? —pregunta Guikas.

Los tres directores de informativos de las televisiones privadas se miran y se encogen de hombros.

—Pide demasiado, señor director —responde el responsable de Helias Channel—. Debió advertirnos de que nos examinaría de griego antiguo, para poder venir preparados.

—Pues yo pedí que me lo tradujeran —interviene Papalambru, y, con gesto triunfal, saca un folio del bolsillo y empieza a leer una transcripción moderna:

«Él, por su parte, se puso a andar, y cuando declaró que las piernas le pesaban, se extendió sobre la espalda, como el hombre le había recomendado. Entonces, el que le había dado el veneno empezó a tocarle con las manos de tiempo en tiempo, examinando sus pies y sus piernas. Luego, pellizcándole fuertemente un pie, le preguntó si sentía algo. Sócrates respondió que no. En vista de ello, hizo lo mismo por la parte baja de las piernas y, ascendiendo después, nos hizo comprender que empezaba a enfriarse y a tornarse rígido. Tocándole aún, declaró que cuando el frío ganase el corazón, Sócrates moriría. Ya la parte correspondiente al bajo vientre estaba casi helada, cuando Sócrates, descubriendo la cara que se le había cubierto, dijo, y éstas fueron sus últimas palabras:

»—Kritón, debemos un gallo a Asclepios. Pagadle esta deuda. No lo olvidéis».

Platón, Fedón o Sobre el alma, 117e-118a [9]

Genial, pienso. Describe no sólo la muerte de Sócrates, sino también la de sus dos víctimas.

—¿Tienen colaboradores que saben griego antiguo en la tele? —se sorprende Guikas.

—Somos la televisión nacional, señor director. Si algo nos sobra, son los ociosos.

—Déjennos los deuvedés. Los cuatro —dice Guikas.

—Desde luego —responden todos con la misma diligencia, porque ya se cuidaron de hacer copias.

—Resulta que nuestras sospechas eran acertadas —dice Guikas cuando nos quedamos solos—. Estos crímenes guardan relación con la Grecia Antigua.

—Salvo que todavía no sabemos cuál es esa relación.

—¿Qué piensas hacer, Jaritos?

—Primero, mandaré a los míos junto con alguien de la comisaría de Eleusis para peinar la zona. Quizá alguien viera al asesino hacer fotos con flash. No es probable, pero nada perdemos por intentarlo. Lo segundo y más importante es hablar con Merenditis.

—¿Quién es?

—El encargado del yacimiento arqueológico del Cerámico. Fue el primero en sugerir que el lugar donde el asesino dejó el cadáver de Korasidis podría simbolizar algo.

Creo que no hace falta preguntarle acerca de la investigación interna, porque sé que no la habrá. Le dejo llamar por teléfono al ministro para informarle y bajo a mi despacho con los deuvedés en la mano.

Los periodistas están plantados delante de la puerta de mi despacho.

—¿Qué es ese asunto de las cartas? —pregunta el joven que siempre lleva camiseta y americana—. ¿El asesino dejó cartas?

—¿Por qué nos ocultó la información y luego se la dio a la tele? —se queja una periodista bajita y regordeta, con medias de color rosa.

—Ya os lo dije: la poli nos torea —exclama en tono triunfador la esquelética, la que me había preguntado en la ocasión anterior si a Korasidis lo habían matado los gases de la policía.

—Chicos, dadme un cuarto de hora para terminar con los trámites urgentes y luego hablamos —les contesto y entro en mi despacho.

Primero llamo por teléfono a Merenditis, quien me cita para dentro de una hora.

—¿Tienen un reproductor de vídeo en las oficinas? Me gustaría enseñarle algo.

—Por supuesto. Continuamente proyectamos visitas guiadas del recinto.

A continuación, llamo a mis dos ayudantes varones.

—Quiero que peinéis la zona alrededor del Cerámico. Queremos saber si alguien vio al asesino hacer fotos con flash dentro del recinto. —Les cuento lo que hemos visto en el vídeo—. Y quiero que llaméis a Damakos, de la comisaría de Eleusis, para que haga lo mismo.

En cuanto salen mis ayudantes, irrumpen los periodistas y, siguiendo su simpática costumbre, invaden mi despacho. Sotirópulos permanece fiel a su puesto preferido, junto a la puerta.

—¿Por qué nos ocultó las cartas y se las dio a la tele? —repite la bajita y regordeta con medias rosa.

—No se las dimos nosotros, sino el propio asesino. No sé por qué las envió a la tele y no a los periódicos. Cuando lo detengamos, podréis presentarle vuestras quejas.

—No me dirá que desconocía la existencia de las cartas… —dice la esquelética.

—La conocíamos, aunque gracias a Internet, no por el asesino. Si hubierais buscado en Internet, también vosotros las habríais encontrado. Os da pereza buscar y esperáis que la policía os sirva la noticia en bandeja.

Espero un ataque de Sotirópulos, porque, como el Papa que es, lógicamente tendrá que defenderles, pero él calla y me mira con una sonrisa irónica.

—¿Cree que habrá más asesinatos? —pregunta la bajita y regordeta.

—No podemos descartarlo mientras el asesino siga en libertad. Por otra parte, con cada asesinato, aumenta su confianza en sí mismo. Eso podría conducirle a cometer el inevitable error.

—¿Qué le parece al Ministerio de Economía que un tercero haga su trabajo, es decir, castigar a los defraudadores? —interviene la esquelética.

—Sólo el Ministerio de Economía puede responder a esa pregunta.

Se miran unos a otros, a ver si hay más preguntas. No las hay y empiezan a salir uno tras otro. Todos excepto Sotirópulos.

—Estamos empatados —me suelta cuando nos quedamos a solas.

—¿En qué?

—Tú ocultaste las cartas, y yo, el hecho de que nos las envió el asesino.

—Personalmente, no te oculté nada. Ambas cartas estaban en Internet. Cualquiera podía leerlas, ya lo he dicho.

—No te pases, comisario. ¿Quién iba a imaginar que el asesino subiría sus razones a la red? —En esto no va desencaminado—. ¿Crees realmente que seguirá matando?

—Sí.

—A este paso, se convertirá en un héroe popular —comenta Sotirópulos y sale de mi despacho.