19

Oigo la voz de Fanis en la sala de estar y me entran ganas de dar media vuelta y regresar corriendo a Jefatura. Su presencia en casa a las siete de la tarde sólo puede tener una explicación: Katerina le ha comunicado su decisión de trabajar para el Alto Comisionado y él ha venido corriendo para buscar consuelo o nuestra mediación.

Le comprendo y lo siento mucho por él, pero estoy hecho trizas y la perspectiva de pasar el próximo par de horas fingiendo ecuanimidad se me hace insoportable. Estas cosas se le dan mucho mejor a Adrianí.

Mi sorpresa inicial suena convincente.

—¿Cómo tú por aquí? —pregunto.

Pero Adrianí interviene:

—Ahora te lo cuenta, pero no te gustará.

—Se trata de Katerina —explica Fanis—. Os ruego que no le comentéis nada, porque no sabe que he venido.

Fantástico, pienso. Primero viene Katerina y nos pide que no le digamos nada a Fanis, y ahora viene Fanis y nos ruega que no le contemos nada a Katerina.

—Katerina tiene un problema de planteamiento vital —continúa Fanis—. Por un lado, le gusta trabajar con los inmigrantes. Por el otro, gana poquísimo. Y ahí empiezan las dificultades. Le cuesta mucho aceptar que, aunque tiene un trabajo, la mantienen sus padres y su marido. Si estuviera en el paro, quizá vería las cosas de otra manera. Pero tener trabajo y no poder mantenerse ella sola se le hace insoportable.

—Está bien, Fanis. Es comprensible que no se sienta bien en esa situación, pero es algo transitorio. Las cosas acabarán por arreglarse —dice mi mujer.

—¿Cuándo? —pregunta Fanis, y a esto no podemos contestar ninguno de los dos—. Éste es precisamente el problema, Adrianí. Yo también se lo digo: «No te lo tomes así, ya cambiarán las cosas». Pero ella me echa en cara este «cuándo» y ya no sé qué decirle. —Respira profundamente para coger fuerzas—. En fin, iré al grano. Katerina ha aceptado trabajar para el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.

—Ojalá lo haga, pero, que yo sepa, ACNUR no ofrece puestos de trabajo en Europa —le digo.

—Exacto. La enviarán a algún país africano.

—¿Y ella piensa abandonar su casa y a su marido para irse a África? —explota Adrianí.

Ahora entiendo cómo lo hace para fingir tan bien. Deja que su enfado con Katerina crezca hasta que se manifiesta con un estallido más que convincente.

—Ponte en su lugar —la calma Fanis—. Aquí trabaja prácticamente por nada. El Alto Comisionado no sólo reconoce sus estudios, sino también su trabajo realizado con los inmigrantes. Además, le ofrecen un sueldo que en ningún caso conseguiría en Grecia. No es fácil rechazar la propuesta.

Pero Adrianí sigue machacándole:

—¿Y qué harás tú? ¿Volverás a la vida de soltero, después de tantos años?

—Katerina y yo nos queremos mucho, ya lo sabes. Podemos soportar una separación por unos años. Porque no piensa quedarse allí para siempre. En cuanto haya una respuesta a ese maldito «cuándo», volverá. —Toma de nuevo aliento y añade—: También he pensado en buscar trabajo con Médicos Sin Fronteras. Los médicos trabajan por todo el continente africano. Seguro que encontraré algún trabajo cerca de Katerina.

—¿Y dejar el hospital? ¿Abandonar al sector público, con los tiempos que corren? No es sólo Katerina, no: ¡también tú estás loco! ¡Ahora entiendo por qué hacéis tan buena pareja! —grita Adrianí.

—Yo no quiero que se marche —confiesa Fanis de repente—. Por eso he venido a veros. Ella os dará la noticia, no puede evitarlo. A ver si entre todos logramos que cambie de opinión.

—No sé qué decirte, Fanis. Lo intentaremos, pero nuestra hija es muy cabezota. No es fácil convencerla de nada.

Yo no abro la boca, porque sé que Adrianí tiene razón. Cuando Katerina toma una decisión, es imposible hacerla bajar del burro. Fanis, desanimado, se levanta y se va, y nosotros dos nos quedamos otra vez solos, recordando esos tiempos mejores que ya nunca volverán.

—Ya está, desde el momento en que se lo ha dicho a Fanis, es que lo ha decidido —dice Adrianí al poco rato.

—No nos precipitemos. Quizá, si unimos nuestros esfuerzos con Fanis, podamos disuadirla.

—Sí, pero no veo a Fanis muy convencido. ¿No le has oído? La justifica y está dispuesto a dejar su puesto de trabajo para unirse a Médicos Sin Fronteras. No es de esos que dan un puñetazo sobre la mesa para imponerse.

Abrumada por el esfuerzo de no mostrar su desesperación a Fanis, y desmoralizada por la decisión de nuestra hija, Adrianí se echa a llorar.

—He perdido a mi hija —farfulla entre sollozos.

—No te pongas así. Además, ya estamos acostumbrados. Katerina vivió muchos años lejos de casa.

—¿Crees que es lo mismo vivir en Salónica que en Uganda o en Senegal? —aúlla mi mujer.

—No, claro que no. Pero los billetes para África son baratos, podrás ir a verla.

Adrianí deja de llorar de golpe.

—A veces no sé si bromeas o hablas en serio —dice—. Si es una broma, es de muy mal gusto. Si hablas en serio, estás chiflado.

Me acerco y me siento a su lado.

Escucha, Katerina no se irá mañana. Pasará un tiempo hasta que aprueben su solicitud y le asignen un destino. Entretanto podrían cambiar muchas cosas.

—Tienes razón dice mi mujer—. No dramaticemos antes de tiempo.

Ya que estamos allí sentados, enciendo la televisión, en parte para distraernos un poco y en parte para ver qué dicen en relación con el asesinato de Lasaridis. En la pantalla aparece el viceministro de Economía, el mismo que ha participado en la reunión de la tarde. Cuando tienen que llover las hostias, llaman a un ministro o a un viceministro, de modo que su presencia sólo puede significar una cosa: malas noticias. Así pues, me preparo para enterarme de la anulación definitiva del convenio colectivo o de los nuevos recortes salariales. Para mi gran sorpresa, las noticias son de orden muy distinto, aunque no sé si son menos desagradables que los recortes.

—¿Comprende la importancia de este golpe contra el prestigio del Estado griego y de toda la nación? —le interpela la presentadora—. Durante años, los ministros y viceministros de Economía de todos los gobiernos sin excepción nos han estado prometiendo la persecución del fraude fiscal y mano dura con los defraudadores. Pero el fraude prospera y los defraudadores circulan con total impunidad. Y, de repente, sale de la nada un asesino que se encarga de hacer el trabajo que les corresponde a ustedes: castigar a los evasores de impuestos.

—Estamos hablando de un asesino maníaco —responde el viceministro.

—Los asesinos maníacos agreden a individuos o a grupos sociales —replica Sotirópulos, que está sentado junto a la presentadora—. No se dedican a investigar para descubrir a defraudadores y exponer a la luz pública sus pecados con pelos y señales.

—¿Qué pensarán los ciudadanos de a pie, señor viceministro? —ataca la presentadora—. ¿Y qué pensarán nuestros acreedores de la Unión Europea? ¿Que el Estado no es capaz de detectar a los que cometen fraude mientras que sí puede hacerlo un asesino? ¿No acabarán preguntándose los ciudadanos si el Estado necesita a un asesino que sea capaz de recaudar los impuestos debidos y no sólo de acosar a los contribuyentes honestos que pagan religiosamente?

—En primer lugar, no sabemos hasta qué punto las víctimas evadían impuestos —dice el viceministro.

—Me parece que ésa es sólo su opinión —contesta Sotirópulos—. Veamos qué dice el asesino.

De repente aparecen en pantalla las dos cartas. Primero la de Korasidis y luego la de Lasaridis. Ya está, pienso. La hemos hecho buena. Hago zapping y descubro que en todos los canales se habla del tema. Sólo el canal público se ocupa de otros asuntos.

—¿Va en serio? ¿Alguien se dedica a matar a defraudadores? —se sorprende Adrianí.

Me limito a asentir con la cabeza, porque estoy pendiente de la pantalla.

—¿Y tú ahora quieres pillarle?

—¿Qué esperas que haga?

—Tienes que capturarlo, claro, es tu trabajo. Pero dejadle suelto un poco más, a ver si empiezan a pagar los defraudadores y nos ahorramos algún recorte.

—Él no les cobra, sólo los mata —aclaro.

—Parece que el asesino lo ha calculado todo, hasta los impuestos que deberían haber pagado —le dice en esos momentos la presentadora al viceministro.

—El gobierno no necesita recurrir a un asesino para cobrar los impuestos —contesta pomposamente el viceministro e intenta escabullirse por la salida de siempre—: Con la nueva ley contributiva, todo el mundo tendrá que pagar.

La presentadora y Sotirópulos se echan a reír.

—¿La nueva ley contributiva, señor viceministro? —pregunta la presentadora—. La ley número… ¿qué? Ustedes han votado cuatro o cinco nuevas leyes contributivas en los dos últimos años. No sé muy bien cuántas, ya he perdido la cuenta, pero hasta el momento ninguna se ha demostrado eficaz. ¿Qué le hace pensar que esta enésima ley correrá mejor suerte?

No puedo oír la respuesta del viceministro porque suena el teléfono. Es Guikas.

—Ha habido una filtración —grita fuera de sí—. Alguien ha filtrado la información a los medios.

—No ha sido la policía —contesto tranquilamente.

—Tú di lo que quieras, pero yo mañana tengo que abrir una investigación interna.

—Si se tratara de una filtración, el responsable habría facilitado la información a una emisora en exclusiva, para cobrar por ella, señor director. Pero la información la emiten todos los canales de televisión.

—Todos menos el canal público.

—Obviamente, porque han recibido orden del ministerio de ocultarla. Esto es cosa del asesino. Desde el principio quiso que la gente conociera sus acciones. Por eso colgaba las cartas en Internet. Cuando las retiramos, informó a los medios de comunicación.

—Quizá tengas razón —dice Guikas más calmado—. Pero igualmente ordenaré una investigación interna y todo el rollo. Para que tú también quedes limpio; ya sabes, está en juego tu ascenso. Tienes que entender una cosa, Kostas. Ellos actúan siempre a escondidas y a traición, se dedican a enturbiar las aguas, y cuando estalla la bomba, claman honestidad y transparencia. Pues bien, démosles su transparencia y que nos dejen en paz.

—Tiene razón, pero ¿podría hacerme un favor?

—¿Qué quieres?

—Que mañana por la mañana convoque a su despacho a los directores de informativos de todas las cadenas, incluido el de la televisión pública.

—¿Por qué?

—Porque quiero saber de primera mano cómo les llegaron las cartas.

—De acuerdo, los convocaré.

Y con esto nos despedimos.